CONTENIDO: Lectio divina con el Evangelio de Fiesta del Bautismo del Señor. 8 de enero de 2023. Ciclo A (San Mateo 3,13-17).
• SEÑAL DE LA CRUZ.
• INVOCACIÓN AL ESPÍRITU SANTO:
Ven Espíritu Santo
Llena los corazones de tus fieles
Y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Envía señor tu espíritu y todo será creado
Y renovaras la faz de la tierra
Oh Dios, que instruiste los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo
Danos gustar de todo lo que es recto según Tu mismo espíritu
Y gozar siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo nuestro Señor.
- LECTIO
Primer paso de la Lectio Divina:
consiste en la lectura de un trozo unitario de la Sagrada Escritura. Esta lectura implica la comprensión del texto al menos en su sentido literal. Se lee con la convicción de que Dios está hablando. No es la lectura de un libro, sino la escucha de Alguien. Es escuchar la voz de Dios hoy.
Lectura del Santo Evangelio según san Mateo:
Entonces Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él.
Juan se resistía, diciéndole: “Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro!”.
Pero Jesús le respondió: “Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo”. Y Juan se lo permitió.
Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia él.
Y se oyó una voz del cielo que decía: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”.
Palabra del Señor.
- MEDITATIO.
Estando siempre en la presencia de Dios, el segundo paso de la Lectio Divina o Meditatio consiste en reflexionar en nuestro interior y con nuestra inteligencia sobre lo que se ha leído y comprendido. “Es esa disposición del alma que usa de todas sus facultades intelectuales y volitivas para poder captar lo que Dios le dice… al modo de Dios”.
Giovanni Papini
Historia de Cristo: La Víspera. pp. 66-70
Juan llama a los pecadores para que se laven en el río antes de hacer penitencia. Jesús se presenta a Juan para ser bautizado: ¿confiésase, pues, pecador?
Los textos son claros. El Profeta «predicaba el bautismo de penitencia en remisión de los pecados». Quien acudía a él se reconocía pecador; quien va a lavarse se siente sucio.
El no saber nada de la vida de Jesús desde los doce a los treinta años—los años, precisamente, de la adolescencia viciable, de la juventud ardorosa y fantástica—ha dado motivo para pensar que él fuera en aquel tiempo o por lo menos se estimara, un pecador como los demás.
Lo que sabemos de los tres años que le restan de vida—los más iluminados por la palabra de los Cuatro Testigos, porque de los muertos mejor se recuerdan los últimos días y las últimas conversaciones—no da ningún indicio de esta pretendida interpolación de la Culpa entre la Inocencia del principio y la Gloria del fin.
En Cristo no pueden existir ni siquiera las apariencias de una conversión. Sus primeras palabras suenan como las últimas: la fuente de donde dimanan es clara desde el primer día; no hay fondo turbio, ni poso de malos sedimentos. Se inicia seguro, abierto, absoluto; con la autoridad propia de la pureza. Se comprende que no ha dejado nada obscuro tras de sí. Su voz es alta, libre, desplegada, un canto melodioso que no tiene el dejo del mal vino de los placeres y de la roca de los arrepentimientos. La limpidez de su mirada, de su sonrisa y de su pensamiento no es la serenidad del aire que sucede a los negros nubarrones de la tormenta o la blancura incierta de, la luz del alba que, lenta, va venciendo las sombras malignas de la noche. Es la limpidez de quien ha nacido una sola vez y ha permanecido niño, aun en la madurez; la limpidez, la trasparencia, la tranquilidad, la paz de un día que terminará en la noche, pero que antes del ocaso no se ha entenebrecido; día eterno e igual, infancia intacta que no será empañada hasta la muerte.
El anda entre los impuros con la sencillez natural del puro; entre los pecadores con la fuerza natural del inocente; entre los enfermos con la despreocupación natural del sano.
En cambio, el convertido está siempre, en el fondo del alma, un poco turbado. Una sola gota de amargo que haya quedado, una sombra ligera de inmundicia, un conato de pesar, un aleteo fugaz de tentación, bastan para devolverlo a las viejas torturas de espíritu. Le queda siempre la sospecha de no haberse arrancado por completo la piel del hombre viejo, de no haber destruido sino simplemente adormecido al Otro que habitaba en su cuerpo: ha pagado, ha soportado, ha sufrido tanto por su salud, y le parece un bien tan precioso a la vez que tan frágil, que teme siempre ponerla en peligro, perderla. No huye de los pecadores, sino que se aproxima a ellos con un sentimiento de involuntaria repugnancia; con el temor, no siempre confesado, de un nuevo contagio; con la sospecha de que el volver a ver la suciedad en que él también un día tuvo sus- complacencias, le renueve demasiado atrozmente el recuerdo ya insostenible de la vergüenza y suscite en él la desesperación acerca de su salvación eterna. Quien fue sirviente, no es, convertido en patrón, muy dado con los sirvientes; quien fue pobre, llegado a rico no es generoso con los pobres; quien fue pecador no es, después de la penitencia, siempre amigo de los pecadores. Aquel resto de soberbia, que se esconde hasta en el corazón de los santos, une a la piedad una levadura de desprecio regañón: ¿Por qué no hacen lo que ellos han sabido hacer? La senda que lleva a la cima está abierta a todos, aun a los más ensuciados y encallecidos; el premio es grande: ¿por qué quedan allá en el fondo, sumergidos en el ciego infierno?
Y cuando el convertido habla a sus hermanos para convertirlos, no puede abstenerse de recordar su propia experiencia, su caída su liberación. Le urge, acaso más por el deseo de ser eficaz que por el orgullo, presentarse como un ejemplo vivo y presente de la gracia, como un testigo verídico de la dulzura de la salud espiritual.
Puédese renegar de lo pasado, mas no se le puede destruir: él reverdece, hasta inconscientemente, en los hombres mismos que empiezan de nuevo la vida con el segundo nacimiento de la penitencia.
En Jesús este presunto pasado de convertido nunca jamás reflorece en ninguna forma: no se advierte ni aun por alusión ni por sobreentendido; no se lo reconoce en ninguno de sus actos ni en la más obscura de sus palabras. Su amor por los pecadores no tiene nada de la febril tenacidad del arrepentido que quiere hacer prosélitos. Amor de naturaleza, no de obligación. Ternura de hermano sin mezcla de reproches. Fraternidad espontánea de amigo que no tiene que tragar saliva. Tendencia del puro hacia el impuro, sin temor de contaminarse y sabiendo que puede purificar a los otros. Amor desinteresado. Amor de los santos en los momentos supremos de la santidad. Amor en cuya presencia parecen vulgares todos los otros amores. Amor cual no se vio igual antes que él. Amor que se ha vuelto a hallar, algún día raro, solamente en recuerdo y por imitación de aquel amor. Amor que se llamará cristiano y nunca jamás con otra palabra. Amor divino. Amor de Jesús. Amor.
Jesús iba a mezclarse con los pecadores, pero no era pecador. Venía a bañarse en el agua que corría bajo los ojos de Juan, pero no tenía manchas internas.
El alma de Jesús era la de un niño tan niño que superaba a los sabios en la sabiduría y a los santos en la santidad. Nada del rigorismo del puritano o del temblor del náufrago salvado a duras penas en la orilla. A los ojos de los escrupulosos sutilizadores pueden parecer pecados hasta las más mínimas fallas con la perfección absoluta y las inobservancias involuntarias de algunos de los seiscientos mandamientos de la Ley. Pero Jesús no era fariseo ni maniático. Sabía, muy bien lo que era pecado y lo que era el bien y no perdía el espíritu en los laberintos de la letra. Conocía la vida; no rechazaba la vida, que no es un bien sino la condición de todos los bienes. El comer y el beber no era el mal; ni el mirar el mundo ni compadecer con la mirada al ladrón que se desliza en la sombra, a la mujer que se ha pintado los labios para cubrir la baba de los besos no pedidos.
Y, sin embargo, Jesús va, entre la turba de los pecadores, a sumergirse en el Jordán. El misterio no es misterioso sino para quien ve en el rito renovado por Juan solamente el sentido más familiar.
El caso de Jesús es único. El bautismo de Jesús es idéntico a los otros aparentemente, pero se justifica por otras razones. El Bautismo no es solamente la limpieza de la carne como manifestación de la voluntad de querer limpiar el alma, resto de la primitiva analogía del agua que hace desaparecer las manchas materiales y puede borrar las manchas espirituales. Esta metáfora física, útil en la simbólica vulgar, ceremonia necesaria a los ojos carnales de los más, que necesitan de un sostén material para creer en lo que no es material, no era para Jesús.
Pero él fue hacia Juan para que se cumpliera la profecía del Precursor. Su arrodillarse ante el Profeta del Fuego es reconocerle en su calidad de embajador leal que ha cumplido con su deber y que puede decir, desde este momento, haber terminado su obra. Jesús, sometiéndose a esta investidura simbólica, da en realidad a Juan la investidura legítima de Precursor.
Si se quisiera ver en el Bautismo de Jesús un segundo significado, podría, acaso, recordarse que la inmersión en el agua es la supervivencia de un Sacrificio Humano. Los pueblos antiguos acostumbraron durante siglos matar a sus enemigos o a alguno de sus propios hermanos, como ofrenda a las divinidades irritadas, para expiar algún grave delito del pueblo, o para obtener una gracia extraordinaria, una salvación que parecía desesperada. Los hebreos habían destinado a Yaveh la vida de los primogénitos. En tiempo de Abraham la costumbre fue abolida por mandato de Dios, pero no sin inobediencias posteriores.
Se sacrificaban las víctimas destinadas, de distintas maneras: una de ellas la anegación. En Curio de Chipre, en Terracina, en Marsella, en tiempos que ya pasaron a la historia, cada año un hombre era arrojado al mar y se consideraba a la víctima como salvador de sus conciudadanos. El Bautismo es un resto de la anegación ritual; y como esta oferta propiciatoria al agua era reputada benéfica para los sacrificadores y meritoria para la víctima, muy fácil cosa era estimarla como el principio de una nueva vida, de una resurrección. El que es asfixiado por sumersión muere por la salvación de todos y es digno de volver a vivir. El Bautismo, aun después de olvidado éste su feroz origen, quedó como símbolo del renacimiento.
Jesús estaba precisamente por iniciar una nueva época de su vida, más aun, su verdadera vida. Sumergirse en el agua era afirmar la voluntad de morir, mas al mismo tiempo la certeza de resucitar. No bajaba al río para lavarse sino para significar que empieza su segunda vida y que su muerte será sólo aparente, como sólo aparente es su purificación en el agua del Jordán.
- PREPARACIÓN REMOTA:
- ORATIO
La oratio es el tercer momento de la Lectio Divina, consiste en la oración que viene de la meditatio. “Es la plegaria que brota del corazón al toque de la divina Palabra”. Los modos en que nuestra oración puede subir hacia Dios son: petición, intercesión, agradecimiento y alabanza.
Antífona de entrada
“Apenas se bautizó el Señor, se abrió el cielo, y el Espíritu se posó sobre él como una paloma. Y se oyó la voz del Padre que decía: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto”.
Oración colecta
“Señor, Dios nuestro, cuyo Hijo se manifestó en la realidad de nuestra carne, concédenos poder transformarnos interiormente a imagen de aquel que hemos conocido semejante a nosotros en su humanidad. Por nuestro Señor Jesucristo”.
Oración sobre las ofrendas
“Recibe, Señor, los dones que te presentamos en este día en que manifestaste
a tu Hijo predilecto, y haz que estas ofrendas de tu pueblo se conviertan en aquel sacrificio
con el que Cristo purificó el pecado del mundo. Por Jesucristo nuestro Señor”.
Antífona de comunión
“Este es quien decía Juan: Yo lo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios”.
Oración después de la comunión
“Alimentados con estos dones santos
te pedimos, Señor, humildemente
que escuchemos con fe la palabra de tu Hijo
para que podamos llamarnos
y ser de verdad hijos tuyos.
Por Jesucristo, nuestro Señor”.
Amén.
- CONTEMPLATIO
El último momento de la Lectio Divina: la contemplatio, consiste en la contemplación o admiración que surge de entrar en contacto con la Palabra de Dios. Esta consiste en la adoración, en la alabanza y en el silencia delante de Dios que se está comunicando conmigo.
«Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”».