Lectio Domingo Gaudete: 11 de diciembre 2022

CONTENIDO: Lectio divina con el evangelio de la Misa del III domingo de Adviento Gaudete Ciclo A. 11 de diciembre de 2022 (San Mateo 11, 2-11).

San Juan Bautista

•             SEÑAL DE LA CRUZ.

•             INVOCACIÓN AL ESPÍRITU SANTO:

Ven Espíritu Santo
Llena los corazones de tus fieles
Y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Envía señor tu espíritu y todo será creado
Y renovaras la faz de la tierra
Oh Dios, que instruiste los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo 
Danos gustar de todo lo que es recto según Tu mismo espíritu 
Y gozar siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo nuestro Señor.

  • LECTIO

Primer paso de la Lectio Divina:
consiste en la lectura de un trozo unitario de la Sagrada Escritura. Esta lectura implica la comprensión del texto al menos en su sentido literal. Se lee con la convicción de que Dios está hablando. No es la lectura de un libro, sino la escucha de Alguien. Es escuchar la voz de Dios hoy.  

Del evangelio según San Mateo (11, 2-11):
Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”.
Jesús les respondió: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!”. Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo: “¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento?
¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes. ¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. Él es aquel de quien está escrito: Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino. Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.

Palabra del Señor.

  • MEDITATIO.

Estando siempre en la presencia de Dios, el segundo paso de la Lectio Divina o Meditatio consiste en reflexionar en nuestro interior y con nuestra inteligencia sobre lo que se ha leído y comprendido. “Es esa disposición del alma que usa de todas sus facultades intelectuales y volitivas para poder captar lo que Dios le dice… al modo de Dios”.  

  • Francisco de Sales

Sermón: No dudó el que mandó preguntar

«¿Eres tú el que ha de venir?» (Mt 11,3)

Sermón IX, 402

«Habiendo oído Juan en la cárcel las obras de Cristo, envió a sus discípulos a preguntarle: ¿Eres Tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?» Mt 11, 2-3

Cuando preguntamos, no siempre ignoramos eso que hemos preguntado. Lo hacemos por otras diversas razones. El glorioso San Juan envió a sus discípulos al Señor para saber si éste era el Mesías o no, pero él nunca lo dudó, sino que mandó preguntarlo por tres razones.

La primera para que todos conocieran al Señor. Juan había predicado tanto sobre su venida, sus maravillas y sus grandezas, que les envió hacia Aquel que él les había anunciado.

Esa es verdaderamente la meta principal de todos los predicadores: hacer conocer a Dios. Los maestros, los que tienen el gobierno o cura de almas no deben buscar ni procurar sino a Aquel a quien ellos predican y en nombre del cual enseñan. Y tal era el deseo de ese glorioso santo. La señal para encontrar a Dios y conocerle es Dios mismo…

La segunda razón por la que los envió fue porque él no quería atraerlos hacia sí, sino hacia su Maestro, a cuya escuela él los enviaba para ser instruidos de sus propios labios… Como si dijera: «no me basta con aseguraros que es el que esperamos, sino que os envío para que Él mismo os instruya.» Y ciertamente, los que tienen cura de almas jamás harán nada de importancia si no envían a sus discípulos a la escuela de nuestro Señor, si no los sumergen en ese mar de ciencia, si no les insisten y dirigen hacia el Salvador para ser instruidos por Él.

La tercera razón fue para que no se apegasen a su persona, temiendo que cayeran en el gran error de valorarle más a él que al Salvador.

Sermón (06-12-1620): Cuando llega el Mesías

«Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo» (Mt 11,4)

Sermón IX, 406

«Id y referid a Juan lo que habéis visto y oído» Mt 11, 4 y 5

Ahí tenéis la respuesta que dio el Señor a los discípulos de Juan… Algunos doctores filosofando sobre esta respuesta, se maravillaban. Dicen que el Señor no obró muchos prodigios ante los discípulos de San Juan, que solamente lo supieron porque se los contaron los Apóstoles.

Cierto es que los Apóstoles tenían mucho empeño en contar a esos dos discípulos las obras maravillosas de su Maestro; pero nuestro Señor no dejó de hacer muchos milagros en su presencia y por eso les dijo: «decid a Juan lo que habéis visto y oído….» ¡Oh admirable humildad de nuestro querido Salvador, que viene a confundir nuestro orgullo y a destruir nuestra soberbia! Al preguntársele: «Quién eres tú?», Él no responde sino: «decid lo que habéis visto y oído», para enseñarnos que son las obras y no las palabras las que dan testimonio de lo que somos; ¡y estamos llenos de orgullo!

Si le preguntamos a un hidalgo «¿quién eres?», nos hablará de su estirpe, nos hará ver sus cartas de nobleza y ¡qué sé yo cuántas cosas! Y no hacen falta tantas cosas para probar que se es un caballero. Si a nosotros se nos hiciese tal pregunta, lo bueno sería poder responder: «decid que habéis visto a un hombre bondadoso, cordial, humano, caritativo…» Si habéis visto y oído todo eso, podéis asegurar que habéis visto a un caballero.

Son las obras, buenas o malas, las que hacen de nosotros lo que somos, y por ellas debemos ser reconocidos. Cuando se os pregunte: «¿Quién eres?», no os conforméis con contestar como los niños en el catecismo: «soy cristiana», sino vivid de tal manera que se pueda decir de vosotras: «He visto a una religiosa que ama a Dios con todo su corazón, que guarda sus mandamientos y todas las demás cosas dignas de una verdadera religiosa.» No estoy diciendo que cuando se nos pregunte quiénes somos, no haya que decir que somos cristianos, ¡oh, no!; es el más hermoso título que se nos puede dar, y siempre he tenido mucha devoción a la santa Blandina, martirizada en Lyon. Lo que quiero decir es que no basta con decirse cristiano si no se hacen las obras de un cristiano.

«Decid a Juan: ‘los ciegos ven…’» Mt 9, 4-5

¡Oh, Dios mío! ¡Qué ceguera tan grande la nuestra! Estando tan llenos de abyección y de miseria, queremos sin embargo ser tenidos en algo; y ¿quién nos ciega de esa manera sino nuestro amor propio, el cual, además de ser ciego de por sí, ciega también a aquel en el que habita? Los que han pintado a Cupido lo han hecho vendándole los ojos, para decir que el amor es ciego. Y muy bien se puede decir eso del amor propio, que no tiene ojos para ver la nada de la cual ha salido y de la que está amasado.

Es ciertamente una gracia grande cuando Dios nos da luz para conocer nuestra miseria, y es signo de conversión interior. El que se conoce bien a sí mismo no tomará a mal si se le tiene o se le trata por lo que él es, puesto que ha recibido esa luz que le ha librado de su ceguera.

Los cojos andan derechos… Los impedidos de que habla el Señor podían cojear de uno de los dos lados, no tiene importancia; pero la mayoría de los que viven en el mundo son cojos de ambos lados. Todos tenemos dos partes, que son como dos piernas con las cuales andamos, y son: la irascible y la concupiscible. Y cuando esas dos partes no están bien reglamentadas ni mortificadas, dejan al hombre cojeando. La parte concupiscible codicia bienes, honores, dignidades y preeminencias, y hace al hombre ávido de esas cosas. Y el hombre cojea de ese lado.

Hay otros que no son avariciosos, pero tienen la parte irascible tan fuerte que cuando no está sometida a la razón, esa persona se conturba y se resiente vivamente por las menores cosas que se le hagan; se alza y rebusca modos de vengarse por una palabrita o una pequeña ofensa que se la haya podido hacer.

Hay muchos que tienen ambas partes estropeadas y cojean de ambos lados; los anteriores no cojeaban sino de uno. Nuestro Señor vino para enderezar a los torcidos, vino para hacerles caminar con rectitud ante su rostro y dijo a los enviados: «Decid a Juan que los cojos andan derechos.»

«Decid a Juan: los leprosos son curados… los sordos oyen…» Mt 9, 5

Hay muchísimos leprosos en el mundo. Ese mal consiste en una cierta languidez en el servicio de Dios.

No se tiene fiebre, ni es enfermedad peligrosa, pero el cuerpo está de tal manera manchado por la lepra, que se siente débil y abatido: quiero decir que no se tiene grandes faltas, pero se cometen tantas pequeñas, tantas omisiones, que el corazón anda lánguido y endeble. Y la mayor desgracia es que en este estado, si alguien nos tocase, nos ofenderíamos hasta lo más hondo de nuestro corazón.

En verdad, los que están manchados de esta lepra se parecen a las lagartijas que, aunque débiles, por poco que se las toque se vuelven para morder. Lo mismo hacen esos leprosos espirituales: están cubiertos de infinitas manchas, de pequeñas imperfecciones, pero son tan altivos que no quieren que se les note y menos, que se les toque; a nada que se les reprenda se vuelven para morder.

«Los sordos oyen…» ¡Hay una sordera espiritual que es muy peligrosa! Y es, yo no sé qué vana complacencia en sí mismo, en sus acciones, que le parece a uno que ya no tiene necesidad de nada.

Ya no se preocupan por escuchar la Palabra de Dios, leer libros devotos ni ser reprendidos ni corregidos. Se entretienen con simplezas y se ponen en grave peligro porque, así como es una buena señal cuando una persona escucha con gusto la palabra divina, así también es un mal signo cuando esa Palabra hastía y uno se cree que ya no tiene necesidad de escucharla.

Por la Palabra sagrada es por donde nos vienen las buenas inspiraciones, y también por medio de la lectura se nos vivifica el corazón, tomando cada vez nueva fuerza y vigor.

«¿Qué habéis ido a ver al desierto…?» Mt 9, 7

Cuando los discípulos de Juan se marcharon, Jesús dijo a los judíos: «¿Qué habéis ido a ver al desierto?» Pensad en ese hombre que habéis visto, o mejor, a ese ángel revestido de cuerpo humano. No habéis visto una caña sino una roca firme, un hombre de una igualdad admirable en las más diversas circunstancias: virtud, la más agradable y deseable en la vida espiritual. No habéis visto una caña, ya que Juan es el mismo en la adversidad que en la prosperidad; el mismo en la prisión en medio de las persecuciones, que en el desierto en medio de los aplausos. Tan alegre en el invierno de la adversidad como en la primavera de la prosperidad; hace lo mismo en la prisión y en el desierto.

Nosotros, por el contrario, somos variables, vamos según el tiempo y la estación. Hay personas muy excéntricas que cuando el tiempo es bueno, nadie más alegre que ellas; y cuando es lluvioso, nadie más triste. Alguno es fervoroso, pronto y alegre en la prosperidad, pero si llega la adversidad está flojo, abatido y desanimado; y hay que mover cielo y tierra para conseguir sosegarlo, si se puede, que a veces no se logra. Otros desean la prosperidad ¡porque les parece que entonces van a hacer maravillas! También hay quien prefiere la adversidad, y dicen éstos que la tribulación les hace volverse a Dios. En fin, que somos variables y no sabemos lo que queremos.

Hay otros que en la alegría no se les puede moderar y cuando están tristes no hay quien los consuele. Si se hace todo lo que ellos quieren, si se les escucha todo lo que dicen, si no se les contraría, Dios mío, ¡qué buenos son!, pero… si se les toca, aunque sea un poco, ¡todo se ha perdido! Hemos de luchar mucho para poder aceptar una palabra que no sea de nuestro agrado, y esa lucha nos desasosiega el corazón: ¡Cuántos parches habrá que aplicarle luego!

¡Dios mío, cuánta miseria y cuánta excentricidad la nuestra! Ciertamente que no tenemos ecuanimidad y sin embargo es una de las cosas más necesarias en la vida espiritual. Somos como cañas, que nos dejamos llevar por nuestros humores.

  • PREPARACIÓN REMOTA:

Textos

  • ORATIO

La oratio es el tercer momento de la Lectio Divina, consiste en la oración que viene de la meditatio. “Es la plegaria que brota del corazón al toque de la divina Palabra”. Los modos en que nuestra oración puede subir hacia Dios son: petición, intercesión, agradecimiento y alabanza.

Oraciones de la misa del III domingo del tiempo de Adviento.

Antífona de entrada Cf. Flp 4, 4.5
Alégrense siempre en el Señor.
Vuelvo a insistir, alégrense, pues el Señor está cerca.

Oración colecta
Dios y Padre nuestro,
que acompañas bondadosamente a tu pueblo
en la fiel espera de nacimiento de tu Hijo,
concédenos festejar con alegría su venida
y alcanzar el gozo que nos da su salvación.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo,
y es Dios, por los siglos de los siglos.

Oración sobre las ofrendas
Ayúdanos, Padre, a ofrecerte este sacrificio
como expresión de nuestra propia entrega,
para que así cumplamos debidamente
lo que tú mismo nos mandaste celebrar
y obtengamos la plenitud de la salvación.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión Cf. Is 35, 4
Digan a los que están desalentados:
sean fuertes, no teman, nuestro Dios viene y nos salvará.

Oración después de la comunión
Señor y Dios nuestro, imploramos tu clemencia
para que la fuerza de este alimento divino,
liberándonos de todo pecado,
nos prepare para la celebración del nacimiento de tu Hijo.
Que vive y reina por los siglos de los siglos.

  • CONTEMPLATIO

El último momento de la Lectio Divina: la contemplatio, consiste en la contemplación o admiración que surge de entrar en contacto con la Palabra de Dios. Esta consiste en la adoración, en la alabanza y en el silencia delante de Dios que se está comunicando conmigo.

«Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y, sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él».