Preparación opcional 11 de diciembre 2022

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL III DOMINGO DE ADVIENTO CA. (San Mateo 11, 2-11).

-En los Santos Padres:

Ambrosio de Milán

¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?

«¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» (Mt 11,3)

Lib. 5, 93-95. 99-102. 109: CCL 14, 165-166. 167-168. 171-177

Juan envió a dos de sus discípulos a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». No es sencilla la comprensión de estas sencillas palabras, o de lo contrario este texto estaría en contradicción con lo dicho anteriormente. ¿Cómo, en efecto, puede Juan afirmar aquí que desconoce a quien anteriormente había reconocido por revelación de Dios Padre? ¿Cómo es que entonces conoció al que previamente desconocía mientras que ahora parece desconocer al que ya antes conocía? Yo —dice— no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: «Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu Santo…». Y Juan dio fe al oráculo, reconoció al revelado, adoró al bautizado y profetizó al enviado. Y concluye: Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el elegido de Dios. ¿Cómo, pues, aceptar siquiera la posibilidad de que un profeta tan grande haya podido equivocarse, hasta el punto de no considerar aún como Hijo de Dios a aquel de quien había afirmado, éste es el que quita el pecado del mundo?

Así pues, ya que la interpretación literal es contradictoria, busquemos el sentido espiritual. Juan –lo hemos dicho ya– era tipo de la ley, precursora de Cristo. Y es correcto afirmar que la ley –aherrojada materialmente como estaba en los corazones de los sin fe, como en cárceles privadas de la luz eterna, y constreñida por entrañas fecundas en sufrimientos e insensatez– era incapaz de llevar a pleno cumplimiento el testimonio de la divina economía sin la garantía del evangelio. Por eso, envía Juan a Cristo dos de sus discípulos, para conseguir un suplemento de sabiduría, dado que Cristo es la plenitud de la ley.

Además, sabiendo el Señor que nadie puede tener una fe plena sin el evangelio —ya que si la fe comienza en el antiguo Testamento no se consuma sino en el nuevo—, a la pregunta sobre su propia identidad, responde no con palabras, sino con hechos. Id —dice— a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia. Y sin embargo, estos ejemplos aducidos por el Señor no son aún los definitivos: la plenificación de la fe es la Cruz del Señor, su muerte, su sepultura. Por eso, completa sus anteriores afirmaciones añadiendo: ¡Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí! Es verdad que la cruz se presta a ser motivo de escándalo incluso para los elegidos, pero no lo es menos que no existe mayor testimonio de una persona divina, nada hay más sobrehumano que la íntegra oblación de uno solo por la salvación del mundo; este solo hecho lo acredita plenamente como Señor. Por lo demás, así es cómo Juan lo designa: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. En realidad, esta respuesta no va únicamente dirigida a aquellos dos hombres, discípulos de Juan: va dirigida a todos nosotros, para que creamos en Cristo en base a los hechos.

Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Pero, ¿cómo es que querían ver a Juan en el desierto, si estaba encerrado en la cárcel? El Señor propone a nuestra imitación a aquel que le había preparado el camino no sólo precediéndolo en el nacimiento según la carne y anunciándolo con la fe, sino también anticipándosele con su gloriosa pasión. Más que profeta, sí, ya que es él quien cierra la serie de los profetas; más que profeta, ya que muchos desearon ver a quien éste profetizó, a quien éste contempló, a quien éste bautizó.

– En los santos Doctores:

Agustín de Hipona

Sermón: Mis palabras son mis obras

«Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo» (Mt 11,4)

Sermón 66, 2-5

¿Qué dijo Cristo de Juan? Acabamos de oírlo: Comenzó a decir a las turbas acerca de Juan: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña movida por el viento? No por cierto; Juan no giraba según cualquier viento de doctrina. Pero ¿qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido de holandas? No; Juan lleva un vestido áspero; tenia un vestido de pelos de camello, no de plumas. Pero ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Eso es, y más que un profeta (Mt 11,7-9). ¿Por qué más que un profeta? Porque los profetas anunciaron al Señor, a quien deseaban ver y no vieron, y a éste se le concedió lo que ellos codiciaron. Juan vio al Señor. Tendió el índice hacia él y dijo: He ahí el Cordero de Dios, he aquí quien quita los pecados del mundo (Jn 1,29). Helo ahí. Ya había venido y no lo reconocían; por eso se engañaban con el mismo Juan. Y ahí está aquel a quien deseaban ver los patriarcas, a quien anunciaron los profetas, a quien anticipó la ley. He ahí el cordero de Dios, he ahí quien quita los pecados del mundo.

Él dio un excelente testimonio del Señor y el Señor de él al decir: Entre los nacidos de mujer no surgió nadie mayor que Juan Bautista, pero el menor en el reino de los cielos es mayor que él (Mt 11,11). Menor por el tiempo, mayor por la majestad. Al decir eso se refería a si mismo. Muy grande ha de ser Juan entre los hombres, cuando sólo Cristo es mayor que él entre ellos. También puede distinguirse y resolverse el problema de este modo: Entre los nacidos de mujer no surgió nadie mayor que Juan Bautista, pero el que es menor, en el reino de los cielos es mayor que él. Es una solución diferente de la que antes dije. El que es menor, en el reino de los cielos es mayor que él: Llama reino de los cielos al lugar en que están los ángeles; el que es menor entre los ángeles es mayor que Juan. Recomendó ese reino que hemos de desear; presentó la ciudad cuyos ciudadanos debemos desear ser. ¿Qué ciudadanos hay allí? ¡Qué grandes ciudadanos! El menor de ellos es mayor que Juan. ¿Qué Juan? Aquel mayor que el cual no surgió nadie entre los nacidos de mujer.

Hemos oído el testimonio de Cristo sobre Juan y el de Juan sobre Cristo. ¿Qué significa entonces el que Juan encarcelado y ya próximo a la muerte enviase sus discípulos a Jesús con esta orden?: Id y preguntadle: ¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro? (Mt 11,3). ¿A eso se reduce toda la alabanza? ¿Qué dices, Juan? ¿A quién hablas? ¿Qué hablas? Hablas al juez y hablas como pregonero. Tú extendiste el dedo, tú lo mostraste, tú dijiste: He ahí el Cordero de Dios; he ahí quien quita los pecados del mundo (Jn 1,29). Tú dijiste: Todos nosotros recibimos de su plenitud (Jn 1,16). Tú dijiste: No soy digno de desatar la correa de su calzado (Jn 1,27). ¿Y ahora preguntas: Eres tú el que vienes o esperamos a otro? (Mt 11,3). ¿No es el mismo? ¿Y tú quién eres? ¿No eres tú su precursor? ¿No eres tú aquel de quien se profetizó: He ahí que envío mi ángel ante tu faz, y preparará tu camino? (ib., 10). ¿Cómo preparas el camino si te desvías? Llegaron, pues, los discípulos de Juan y el Señor les respondió: Id y decid a Juan: los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos andan, los leprosos curan, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados (ib., 5-6) ¿Y preguntas si soy yo? Mis palabras, dice, son mis obras. Id y contestad. Y tras haberse marchado ellos. Para que nadie diga quizá: Juan era antes bueno, pero el Espíritu de Dios lo abandonó, dijo lo antes mencionado una vez que se habían ido los discípulos enviados por Juan. Ya ausentes ellos, Cristo alabó a Juan.

¿Qué significa, entonces, este oscuro problema? Que nos alumbre el sol en que se encendió aquella vela. De ese modo la solución resultará evidente. Juan tenía sus propios discípulos; no estaba separado, sino que era un testigo dispuesto a dar su testimonio. Convenía que diese testimonio de Cristo, que reunía también sus propios discípulos; podía sentir celos, si no podía verlo. Y como los discípulos de Juan estimaban tanto a su maestro, oían de él el testimonio sobre Cristo y se maravillaban; a punto de morir quiso que él los confirmara. Sin duda decían ellos dentro de sí: Juan dice de él cosas tan grandes que él no las dice de sí mismo. Id y decidle, no porque yo dude, sino para que vosotros os instruyáis. Id y decidle, lo que yo suelo decir, oídselo a él; habéis oído al heraldo, oíd ahora al juez la confirmación. Id y decidle: ¿Eres tú el que vienes o esperamos a otro? (ib., 3). Fueron y se lo preguntaron; por ellos, no por Juan. Y por ellos contestó Cristo: Los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos andan, los leprosos curan, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados (ib., 5). Ya me veis, reconocedme. Veis los hechos, reconoced al hacedor. Y bienaventurado quien no se escandalizare de mí (ib., 6). Y me refiero a vosotros, no a Juan. Por eso, para que viéramos lo que se refería a Juan, dijo: Tras haberse marchado ellos, comenzó a decir a las turbas acerca de Juan (ib., 7). Y el veraz, la verdad, cantó sus alabanzas verdaderas.

Pienso que ha quedado suficientemente resuelta la dificultad. Basta, pues, haber prolongado el discurso hasta la solución. Parad mientes en los pobres; hacedlo los que aún no lo hicisteis. Creedme, no perderéis; o, mejor, sólo perdéis lo que lleváis al vagón. Hay que entregar ya a los pobres lo que habéis reunido los que lo reunisteis. Y esta vez tenemos mucho menos de la suma habitual. Sacudid la pereza. Yo soy ahora mendigo de los mendigos, para que vosotros seáis contados en el número de los hijos.

– En el Catecismo de la Iglesia Católica:

30  

“Se alegre el corazón de los que buscan a Dios” (Sal 105,3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, “un corazón recto”, y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios. Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti (S. Agustín, conf. 1,1,1). 

163 

La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios “cara a cara” (1 Cor 13,12), “tal cual es” (1 Jn 3,2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna: Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día ( S. Basilio, Spir. 15,36; cf. S. Tomás de A., s.th. 2-2,4,1). 

301 

Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término. Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza: Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces pues, si algo odiases, no lo hubieras creado. Y ¿cómo podría subsistir cosa que no hubieses querido? ¿Cómo se conservaría si no la hubieses llamado? Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida (Sb 11, 24-26). 

736 

Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos “el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza”(Ga 5, 22-23). “El Espíritu es nuestra Vida”: cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más “obramos también según el Espíritu” (Ga 5, 25): Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna (San Basilio, Spir. 15,36). 

1829 

La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión: La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos (S. Agustín, ep. Jo. 10,4). 

1832 

Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad” (Gál 5,22- 23, vulg.). 

2015 

El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas: El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S. Gregorio de Nisa, hom. in Cant. 8). 

522 

La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos de la “Primera Alianza”(Hb 9,15), todo lo hace converger hacia Cristo; anuncia esta venida por boca de los profetas que se suceden en Israel. Además, despierta en el corazón de los paganos una espera, aún confusa, de esta venida. 

523 

San Juan Bautista es el precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino (cf. Mt 3, 3). “Profeta del Altísimo” (Lc 1, 76), sobrepasa a todos los profetas (cf. Lc 7, 26), de los que es el último (cf.Mt 11, 13), e inaugura el Evangelio (cf. Hch 1, 22;Lc 16,16); desde el seno de su madre ( cf. Lc 1,41) saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser “el amigo del esposo” (Jn 3, 29) a quien señala como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Precediendo a Jesús “con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio (cf. Mc 6, 17-29). 

524 

Al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda Venida (cf. Ap 22, 17). Celebrando la natividad y el martirio del Precursor, la Iglesia se une al deseo de éste: “Es preciso que El crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30). 535 

El comienzo (cf. Lc 3, 23) de la vida pública de Jesús es su bautismo por Juan en el Jordán (cf. Hch 1, 22). Juan proclamaba “un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3, 3). Una multitud de pecadores, publicanos y soldados (cf. Lc 3, 10-14), fariseos y saduceos (cf. Mt 3, 7) y prostitutas (cf. Mt 21, 32) viene a hacerse bautizar por él. “Entonces aparece Jesús”. El Bautista duda. Jesús insiste y recibe el bautismo. Entonces el Espíritu Santo, en forma de paloma, viene sobre Jesús, y la voz del cielo proclama que él es “mi Hijo amado” (Mt 3, 13-17). Es la manifestación (“Epifanía”) de Jesús como Mesías de Israel e Hijo de Dios.

 430 

Jesús quiere decir en hebreo: “Dios salva”. En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión (cf. Lc 1, 31). Ya que “¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?”(Mc 2, 7), es él quien, en Jesús, su Hijo eterno hecho hombre “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de los hombres. 

431 

En la historia de la salvación, Dios no se ha contentado con librar a Israel de “la casa de servidumbre” (Dt 5, 6) haciéndole salir de Egipto. El lo salva además de su pecado. Puesto que el pecado es siempre una ofensa hecha a Dios (cf. Sal 51, 6), sólo el es quien puede absolverlo (cf. Sal 51, 12). Por eso es por lo que Israel tomando cada vez más conciencia de la universalidad del pecado, ya no podrá buscar la salvación más que en la invocación del Nombre de Dios Redentor (cf. Sal 79, 9). 

432 

El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo (cf. Hch 5, 41; 3 Jn 7) hecho hombre para la redención universal y definitiva de los pecados. El es el Nombre divino, el único que trae la salvación (cf. Jn 3, 18; Hch 2, 21) y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación (cf. Rm 10, 6-13) de tal forma que “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 12; cf. Hch 9, 14; St 2, 7). 

433 

El Nombre de Dios Salvador era invocado una sola vez al año por el sumo sacerdote para la expiación de los pecados de Israel, cuando había asperjado el propiciatorio del Santo de los Santos con la sangre del sacrificio (cf. Lv 16, 15-16; Si 50, 20; Hb 9, 7). El propiciatorio era el lugar de la presencia de Dios (cf. Ex 25, 22; Lv 16, 2; Nm 7, 89; Hb 9, 5). Cuando San Pablo dice de Jesús que “Dios lo exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre” (Rm 3, 25) significa que en su humanidad “estaba Dios reconciliando al mundo consigo” (2 Co 5, 19). 

434 

La Resurrección de Jesús glorifica el nombre de Dios Salvador (cf. Jn 12, 28) porque de ahora en adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano del “Nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2, 9). Los espíritus malignos temen su Nombre (cf. Hch 16, 16-18; 19, 13-16) y en su nombre los discípulos de Jesús hacen milagros (cf. Mc 16, 17) porque todo lo que piden al Padre en su Nombre, él se lo concede (Jn 15, 16). 

435 

El Nombre de Jesús está en el corazón de la plegaria cristiana. Todas las oraciones litúrgicas se acaban con la fórmula “Per Dominum Nostrum Jesum Christum…” (“Por Nuestro Señor Jesucristo…”). El “Avemaría” culmina en “y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. La oración del corazón, en uso en oriente, llamada “oración a Jesús” dice: “Jesucristo, Hijo de Dios, Señor ten piedad de mí, pecador”. Numerosos cristianos mueren, como Santa Juana de Arco, teniendo en sus labios una única palabra: “Jesús”.

En el Magisterio de los Papas:

Juan Pablo II

Dives in Misericordia: Vino a revelar al amor de Dios

«Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo» (Mt 11,4)

Cuando Cristo comenzó a obrar y enseñar

Ante sus conciudadanos en Nazaret, Cristo hace alusión a las palabras del profeta Isaías: « El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor ». Estas frases, según san Lucas, son su primera declaración mesiánica, a la que siguen los hechos y palabras conocidos a través del Evangelio. Mediante tales hechos y palabras, Cristo hace presente al Padre entre los hombres. Es altamente significativo que estos hombres sean en primer lugar los pobres, carentes de medios de subsistencia, los privados de libertad, los ciegos que no ven la belleza de la creación, los que viven en aflicción de corazón o sufren a causa de la injusticia social, y finalmente los pecadores. Con relación a éstos especialmente, Cristo se convierte sobre todo en signo legible de Dios que es amor; se hace signo del Padre. En tal signo visible, al igual que los hombres de aquel entonces, también los hombres de nuestros tiempos pueden ver al Padre.

Es significativo que, cuando los mensajeros enviados por Juan Bautista llegaron donde estaba Jesús para preguntarle: « ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? », El, recordando el mismo testimonio con que había inaugurado sus enseñanzas en Nazaret, haya respondido: « Id y comunicad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados », para concluir diciendo: « y bienaventurado quien no se escandaliza de mí ».

Jesús, sobre todo con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su humanidad. Este amor se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la « condición humana » histórica, que de distintos modos manifiesta la limitación y la fragilidad del hombre, bien sea física, bien sea moral. Cabalmente el modo y el ámbito en que se manifiesta el amor es llamado « misericordia » en el lenguaje bíblico.

Cristo pues revela a Dios que es Padre, que es « amor », como dirá san Juan en su primera Carta; revela a Dios « rico de misericordia », como leemos en san Pablo. Esta verdad, más que tema de enseñanza, constituye una realidad que Cristo nos ha hecho presente. Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es en la conciencia de Cristo mismo la prueba fundamental de su misión de Mesías; lo corroboran las palabras pronunciadas por El primeramente en la sinagoga de Nazaret y más tarde ante sus discípulos y antes los enviados por Juan Bautista.

En base a tal modo de manifestar la presencia de Dios que es padre, amor y misericordia, Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales de su predicación. Como de costumbre, también aquí enseña preferentemente « en parábolas », debido a que éstas expresan mejor la esencia misma de las cosas. Baste recordar la parábola del hijo pródigo o la del buen Samaritano y también —como contraste— la parábola del siervo inicuo. Son muchos los pasos de las enseñanzas de Cristo que ponen de manifiesto el amor-misericordia bajo un aspecto siempre nuevo. Basta tener ante los ojos al Buen Pastor en busca de la oveja extraviada o la mujer que barre la casa buscando la dracma perdida. El evangelista que trata con detalle estos temas en las enseñanzas de Cristo es san Lucas, cuyo evangelio ha merecido ser llamado « el evangelio de la misericordia ».

Cuando se habla de la predicación, se plantea un problema de capital importancia por lo que se refiere al significado de los términos y al contenido del concepto, sobre todo del concepto de «misericordia » (en su relación con el concepto de «amor »). Comprender esos contenidos es la clave para entender la realidad misma de la misericordia. Y es esto lo que realmente nos importa. No obstante, antes de dedicar ulteriormente una parte de nuestras consideraciones a este tema, es decir, antes de establecer el significado de los vocablos y el contenido propio del concepto de « misericordia », es necesario constatar que Cristo, al revelar el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los hombres que a su vez se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje mesiánico y constituye la esencia del ethos evangélico. El Maestro lo expresa bien sea a través del mandamiento definido por él como « el más grande », bien en forma de bendición, cuando en el discurso de la montaña proclama: « Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia ».

De este modo, el mensaje mesiánico acerca de la misericordia conserva una particular dimensión divino-humana. Cristo —en cuanto cumplimiento de las profecías mesiánicas—, al convertirse en la encarnación del amor que se manifiesta con peculiar fuerza respecto a los que sufren, a los infelices y a los pecadores, hace presente y revela de este modo más plenamente al Padre, que es Dios « rico en misericordia ». Asimismo, al convertirse para los hombres en modelo del amor misericordioso hacia los demás, Cristo proclama con las obras, más que con las palabras, la apelación a la misericordia que es una de las componentes esenciales del ethos evangélico. En este caso no se trata sólo de cumplir un mandamiento o una exigencia de naturaleza ética, sino también de satisfacer una condición de capital importancia, a fin de que Dios pueda revelarse en su misericordia hacia el hombre: …los misericordiosos… alcanzarán misericordia.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.