FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL JUEVES SANTO DE LA CENA DEL SEÑOR 18 DE ABRIL DE 2019 (San Juan 13,1-15).
-En los Santos Padres:
San Juan Crisóstomo, Homilías Selectas, Segunda Homilía sobre la traición de Judas y la Última Cena, IV-VI, Tomo II, Apostolado Mariano España 1991, 11-17
La venerada y tremenda mesa
Pero para que veamos la diferencia que hay entre el traidor y los demás discípulos, oigamos el Evangelio: que todo nos lo cuenta minuciosamente el evangelista. Cuando esto sucedía, dice, cuando siguió adelante la traición, cuando Judas se perdió a sí mismo, cuando hizo aquellos tratos inicuos y buscaba oportunidad para entregarle, entonces se acercaron a Jesús los discípulos, diciendo: ¿Dónde quieres que te dispongamos sitio para comer la Pascua? (Mt 26, 17) ¿Ves qué discípulos y qué discípulo? Este se afanaba por la traición, aquellos por el servicio; este hacía pactos y trataba de recibir el precio de la sangre del Señor, aquellos se preparaban a obsequiarle. Los mismos milagros, las mismas enseñanzas tuvieron ellos y él, ¿dónde, pues, la diferencia? De la voluntad. Esta es la causa de los males y de los bienes. Era una misma la tarde en que decían esto los discípulos. ¿Qué significa dónde quieres que te dispongamos sitio para comer la Pascua? De aquí sacamos que no tenía Cristo habitación propia. Oigan los que edifican casas espléndidas y extensos pórticos, cómo el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza; por eso le dicen los discípulos: ¿Dónde quieres que te dispongamos sitio para comer la Pascua? ¿Qué Pascua? La de los judíos, la que tuvo origen desde Egipto, porque allí la celebraron al principio. ¿Y por qué razón la celebra Cristo? Como cumplió todos los otros preceptos legales, quiso también cumplir éste. Por eso decía a San Juan: Así conviene que cumplamos toda justicia. (Mt 3, 15). Por consiguiente, no nuestra Pascua, sino la de los judíos era la que querían preparar los discípulos. Y ellos la prepararon, en efecto, mientras que la nuestra la preparó el mismo Cristo, o mejor, él se convirtió en nuestra Pascua por su santa pasión. ¿Y por qué va a la pasión? Para redimirnos de la maldición de la ley. Por lo cual San Pablo clamaba: Envió Dios a su Hijo nacido de mujer, sujeto a la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley (Ga 4, 4-5). Pues para que nadie dijera que la abrogó porque no la pudo cumplir, como cargosa, molesta y difícil, no la abrogó hasta haberla cumplido en toda su extensión. Por esto celebró también la Pascua: porque era para ellos precepto de la ley la fiesta de la Pascua. Eran los judíos ingratos a su bienhechor, y en seguida se olvidaban de él. Para que lo veas claro, considera: salieron de Egipto, atravesaron el mar Rojo, vieron dividirse las aguas y juntarse de nuevo; y, sin embargo, al poco tiempo dicen a Aarón: Haznos dioses, que vayan delante de nosotros (Ex 32, 1). ¿Qué dices, oh ingrato judío? ¿Tantas maravillas como has visto, y ya te has olvidado de Dios que te alimenta, y ni siquiera haces mención de tu bienhechor? Ya, pues, que se olvidaban de sus beneficios, ligó Dios el recuerdo de sus dones al título de las festividades, para que de grado o por fuerza tuvieran continua memoria de ellos. Tal era la obligación que tenían: ¿por qué? Para que cuando te preguntare tu hijo: ¿qué es esto?, le respondas: Con la sangre de este cordero ungieron los umbrales de las puertas, y escaparon de la muerte que el exterminador dio a todos los egipcios, y por esta sangre no pudo acometerlos y herirlos. Ellos fueron sacrificados por fuerza; más aquí Cristo se inmola voluntariamente. ¿Por qué? Porque aquella Pascua era figura de la espiritual. Y para que lo veas, mira cuanta es su mutua correspondencia. Allí había un cordero, y un cordero hay aquí; aquel era irracional, y este es racional; una oveja allí y aquí otra oveja; aquella era la sombra, y esta es la realidad; más apareció el sol de justicia, y la sombra cesó; que cuando el sol brilla, se oculta la sombra. Por eso hay también un cordero en la mesa mística para que nos santifiquemos con su sangre. Por eso, llegado ya el sol, no brilla ya la lámpara; que lo pasado no fue sino figura de lo venidero. V
Esto se lo digo a los judíos, no sea que engañándose a sí mismos, se imaginen que celebran la Pascua; porque con desvergonzado propósito se adelantan a recibir los ácimos y nos ponen delante su fiesta, ellos, los incircuncisos de corazón, y siempre duros y rebeldes para oír.
Respóndeme, judío: ¿cómo celebras la Pascua? El templo está arruinado, deshecho el altar, pisoteado el Sancta Sanctorum, todo sacrificio abrogado, ¿cómo, pues, te atreves a prevaricar? Fuiste en otro tiempo a Babilonia, oíste a los que os cautivaron, que os decían: Cantadnos el cántico del Señor (Sal 136, 3), y no lo pudiste sufrir. Pues, ¿cómo ahora celebras la Pascua fuera de Jerusalén, tú que dijiste: Cómo cantaremos el cántico del Señor en tierra ajena (Ib., v. 3)? Esto nos declaraba el Santo David, cuando decía: Sobre el río de Babilonia, allí nos sentamos y lloramos; sobre los sauces de en medio de él suspendimos nuestros instrumentos músicos (Sal 136, 1-2), es decir, el salterio, la citara y la lira, que eran los instrumentos de que usaban los antiguos, y a cuyo son cantaban los salmos. Allí, dice, los que nos hicieron cautivos nos preguntaron la letra de nuestras canciones (Ib., v. 3). Y dijimos: ¿Cómo cantaremos el cántico del Señor en tierra ajena? ¿Qué dices?, responde. ¿Conque no cantas el canto del Señor en tierra ajena, y celebras la Pascua en tierra ajena? ¿Ves la insensatez de los judíos? Cuando los obligaban los enemigos, ni un salmo querían cantar en tierra ajena; y ahora, ellos de suyo, sin obligarlos nadie, declaran guerra a Dios. Por esta razón, les decía San Esteban: Siempre vosotros resistís al Espíritu Santo (Hch 7, 51). ¿Ves que impuros son los ácimos, y cuán ilegal es la fiesta de los judíos? Existía ante la Pascua judaica, pero ya desapareció.
VI
Entonces, dice (el Evangelio [Mt 26, 26]), Jesús mientras ellos comían y bebían, tomando un pan en sus santas e inmaculadas manos, dio gracias, y lo partió y dijo a sus discípulos: Tomad y comed, este es mi cuerpo, que por vosotros y por muchos se divide para remisión de los pecados. Y tomando a su vez el cáliz, se lo dio a ellos, diciendo: Esta es mi sangre, que por vosotros se derrama para remisión de los pecados (Ibíd., v. 27, 28). Y cuando esto decía el Señor, estaba presente Judas. Esta es ¡oh Judas! la sangre que vendiste en treinta monedas; esta es la sangre por la cual hace poco hacías tratos desvergonzados con los ingratos fariseos. ¡Oh grande benignidad de Cristo! ¡Oh ingratitud de Judas! ¡El Señor le alimentaba, y el siervo le vendía! Él le vendió, si, recibiendo en precio treinta monedas, y Cristo derrama en precio de nuestro rescate su propia sangre, y se la entregó al mismo, que la vendió, si él lo hubiera querido. Estuvo, sí, presente Judas antes de la traición, y participó de la sagrada mesa, y gozó de la cena mística. Porque, como estuvo cuando el Señor lavó los pies, así también participó de la sagrada mesa Judas, para que no tuviera excusa alguna, sino que recibiera su propia condenación. Porque perseveró en su malvado propósito, y salido de allí, por medio de un beso llevo a cabo la traición, olvidado de sus beneficios, y después de la traición arrojó las treinta monedas, diciendo: Pequé entregando sangre inocente. ¡Oh ceguedad! ¿Participaste de la cena, y vendes al bienhechor? Y el Señor, por su parte, cumplía de grado lo que de él estaba escrito: Pero ¡ay de aquel por quien vino el escándalo (Mt. 18, 7)!
* * *
Mas ya es tiempo de acercarnos a la venerada y tremenda mesa. Acerquémonos, pues, todos con pura conciencia; no haya aquí ningún Judas que arme fraudes a su prójimo, ningún malvado, ninguno que tenga veneno oculto en su corazón. También ahora está presente Cristo, que da realce a esta mesa, pues no es el hombre quien convierte la ofrenda en el cuerpo y sangre de Cristo. Sólo para llenar la representación está el sacerdote y ofrece la súplica; únicamente la gracia y virtud de Dios es la que todo lo obra. Este es mi cuerpo, dice (Mt 26, 26). Estas palabras transforman la ofrenda. Y así como aquella voz que decía: Creced y multiplicaos y llenad la tierra (Gn 1, 28) era palabra y se convirtió en obra, y dio a la naturaleza humana el poder de criar hijos; así también estas palabras aumentan siempre la gracia de cuantos dignamente participan de ellas. No haya, pues, ningún fraudulento, ningún malvado, ninguno dado a la rapiña, ningún calumniador, ninguno que odie a sus hermanos, ningún avaro, ningún ebrio, ningún ambicioso, ningún sodomita, ningún envidioso, ninguno entregado a la lujuria, ningún ladrón, ningún insidioso, porque no reciba su propia condenación. Que también entonces Judas participó indignamente de la cena mística, y salido de allí entregó al Señor; para que aprendas que el demonio acomete principalmente a aquellos que participan indignamente de los sacramentos, y que ellos mismos se acarrean más grave suplicio. Digo esto, no tan sólo por atemorizaros, sino para afianzaros más. Porque así como el alimento corporal, si entra en un estómago lleno de malos humores, aumenta la enfermedad, así el alimento espiritual, cuando se le recibe indignamente, acarrea mayor condenación. Nadie, por consiguiente, os lo suplico, tenga dentro pensamientos malos; antes purifiquemos todos los corazones: que si somos puros, somos templos de Dios. Hagamos pura nuestra alma, que es posible hacerlo siquiera por un día. ¿De qué manera? Si tienes algo contra tu enemigo, arroja de ti la ira, desvanece la enemistad, para que recibas en la sagrada mesa la medicina del perdón. Te acercas a un sacrificio tremendo y santo; en él está inmolado Cristo. Pero piensa por causa de quién fue inmolado. ¡Oh, de qué misterio te privaste, Judas! Cristo padeció voluntariamente, para deshacer la pared intermedia del cercado (Ef 2, 14), y unir lo de abajo con lo de arriba, y hacerte partícipe de los ángeles a ti, su enemigo y adversario. ¿Conque Cristo dio su propia alma por ti, y tú guardas odio a tu consiervo? ¿Y cómo podrás acercarte a la mesa de la paz? Tu Señor no rehusó sufrirlo todo por ti, y tú ¿ni aún siquiera consientes en remitir la ira? ¿Por qué razón?, dime. La caridad es raíz, fuente y madre de todos los bienes. —Es que me causó, dirás, gravísimas molestias, me hizo innumerables injusticias, me puso ya en próximo peligro de muerte—. Y eso, ¿qué es? Aún no te crucificó, como al Señor los judíos. Si no perdonares al prójimo la injuria, tampoco tu Padre celestial te perdonará los pecados. ¿Y con qué conciencia dirás, Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombres, y lo que sigue? Cristo, aún la sangre que ellos derramaron, la ofreció del mismo modo para salvación de los que la derramaban. ¿Qué puedes hacer tú comparable con esto? Si no perdonas al enemigo, a ti mismo te haces injusticia, no a él; porque a él muchas veces le dañas para la vida presente, a ti mismo te acarreas suplicio sin remisión para el tiempo venidero. Pues a nadie en tanto grado aborrece y rechaza Dios, como al hombre que se acuerda de las injurias, y al corazón entumecido, y al alma que conserva la inflamación de la ira. Oye, efectivamente, lo que dice el Señor: Si presentas tu ofrenda sobre el altar, y allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces llégate y ofrece tu don (Mt 5, 23-24). ¿Qué dices? ¿He de dejar allí el don o el sacrificio? Sí, responde; porque precisamente por la paz con tu hermano se ofrece el mismo sacrificio. Sí, pues, el sacrificio se ofrece por la paz con tu prójimo y tú no guardas la paz, inútil es para ti esta participación de él sin el bien de la paz. Guarda, pues, primero aquello por lo cual se ofrece el sacrificio, que es la paz, y entonces gozarás de él como es debido. Que a esto vino al mundo el Hijo de Dios, a reconciliar con el Padre nuestra naturaleza, como lo dice San Pablo: Ahora todo lo reconcilió consigo (Col 1, 22) matando por medio de la cruz en sí mismo la enemistad (Ef 1, 22). Por eso no se contentó con venir él solo a hacer la paz, sino que también a nosotros nos llama bienaventurados, si esto hacemos, y nos hace participantes de su propio nombre: Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mt 5, 9). Pues bien, lo que hizo Cristo, el Hijo de Dios, hazlo también tú, según tus fuerzas humanas, haciéndote conciliador de paces entre ti y tu prójimo; por eso llama Hijo de Dios al pacífico; por eso al tiempo del sacrificio no hizo mención de ninguna otra manera de justicia, sino de la reconciliación con el hermano, manifestando así que la caridad es la mayor de las virtudes. Bien quería yo, amados hijos, extender más el discurso, pero aún lo dicho basta para los que reciben con atención e inteligencia la semilla de la piedad y para los que quieren atender a lo que se dice. Recordemos, pues, siempre, os lo pido, estas palabras, y el abrazo digno de reverencial temor que mutuamente nos damos. Porque este abrazo enlaza nuestras almas, y hace que todos nos hagamos un mismo cuerpo y miembros de Cristo, porque de un mismo cuerpo participamos todos. Hagámonos, pues, verdaderamente un cuerpo, no con unión material, sino estrechando las almas mutuamente con el vínculo de la caridad. Que si esto hacemos, confiadamente podremos gozar de la mesa que tenemos preparada, y hacernos mansión donde habite la paz que Jesucristo alcanzó en su victoria. Puesto que aun cuando tengamos innumerables virtudes, si conserváremos memoria de las injurias, todo lo habremos hecho en vano y sin fruto, y nada nos valdrá para la salvación. Porque estando el Salvador para volver al Padre, en vez de gloria temporal y grandes riquezas, dejó esta herencia a sus discípulos, diciéndoles: Mi paz os doy, mi paz os dejo. (Jn 14, 27). ¿Qué riqueza, en efecto, qué abundancia de bienes puede ser más preciosa que la paz de Cristo, que supera a todo elogio y entendimiento? Bien sabía el profeta Malaquías cuán grave y atroz delito es lo contrario, y por eso decía, como por boca de Dios: Pueblo mío, hablad verdad cada uno con su prójimo, y nadie recuerde en su corazón maldad contra su prójimo, y no améis el juramento mentiroso, y no moriréis no, casa de Israel, dice el Señor (Za 8, 16-17). De modo que si habéis de ser mentirosos, aborrecedores, perjuros, olvidándose de mis preceptos, ciertamente moriréis. Ya, pues, que sabemos todo esto, amados hijos, deshagamos toda ira, guardemos la paz mutua, y arrancando la raíz del mal y purificando nuestra conciencia, acerquémonos con mansedumbre, con modestia, con mucha piedad a la participación de estos venerados y tremendos misterios, no empujándonos e hiriéndonos, ni haciendo estrépito y dando clamores, sino con mucho temor y temblor, con compunción y lágrimas, para que también el benigno Señor, mirando desde arriba nuestro estado de paz mutua, y nuestro amor no fingido, y nuestra unión fraternal, se digne concedernos a todos, tanto estos bienes como los demás prometidos, por gracia y benignidad de Nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea al Padre juntamente con el Espíritu Santo gloria, imperio y honor, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.
– En la Orden de Predicadores:
Santo Tomás de Aquino, comentario al Padrenuestro
Cuarta petición: DANOS HOY NUESTRO PAN DE CADA DÍA
53. Muchas veces sucede que por su gran ciencia y sabiduría el hombre se vuelve tímido. Por lo cual es necesaria la fortaleza del corazón, para que no desfallezca en sus necesidades. Isaías 40, 29: “El es el que alcanzado da vigor, y a los que no lo están les multiplica la fuerza y el vigor”. Porque esta fortaleza la da el Espíritu Santo: Ez 2, 2: “Entró en mí el Espíritu y me hizo tenerme en pie”. Más la fortaleza que el Espíritu Santo da es para que el corazón del hombre no desfallezca por temor de [carecer de] las cosas necesarias, sino que firmemente crea que todas las cosas que le son necesarias le serán concedidas por Dios. Por lo cual el Espíritu Santo, que da esa fortaleza, nos enseña a pedirle a Dios: “Danos hoy nuestro pan de cada día”. Por lo cual se le llama Espíritu de fortaleza.
54. Mas debemos saber que en las tres peticiones precedentes se piden bienes espirituales que tienen su principio en este mundo pero que no se perfeccionan sino en la vida eterna. Así es que cuando pedimos que sea santificado el nombre de Dios, lo que pedimos es que su santidad sea conocida. Cuando pedimos que venga el reino de Dios, lo que pedimos es ser partícipes de la vida eterna. Cuando rogamos que se haga la voluntad de Dios, lo que pedimos es que se cumpla en nosotros su voluntad. Y aunque todas estas cosas comienzan en este mundo, sin embargo, no se pueden tener perfectamente sino en la vida eterna. Por lo cual fue necesario que pidamos algunos bienes indispensables que se pudiesen poseer perfectamente en la presente vida. Por eso el Espíritu Santo nos enseñó a pedir los bienes que son necesarios en la presente vida y que aquí se poseen perfectamente. Y a la vez se nos muestra que también los bienes temporales se nos dan por la providencia de Dios. Y esto es lo que se expresa así: “Danos hoy el pan nuestro de cada día”
55. Con estas palabras nos enseñó Cristo a evitar cinco pecados que se cometen habitualmente por el apetito de las cosas temporales. El primer pecado es que el hombre, por un apetito inmoderado pide cosas que exceden a su estado y condición, no contento con lo que le es conveniente. Por ejemplo, si siendo soldado desea vestirse no como soldado sino como conde; si siendo clérigo, no como clérigo sino como Obispo. Y este vicio aparta a los hombres de las cosas espirituales, en cuanto liga excesivamente sus deseos a las cosas temporales. Pues este vicio nos enseñó el Señor a evitarlo al enseñarnos a pedir tan sólo pan, o sea, los bienes necesarios para la presente vida según la condición de cada quien: cosas todas que se comprenden con el nombre de pan. Por lo cual no nos enseñó a pedir cosas delicadas, ni muchas, ni exquisitas, sino pan, sin el cual la vida del hombre no es posible porque es [el alimento] común a todos. Eccli 29, 28: “Lo primero para la vida del hombre son el pan y el agua”. Dice el Apóstol en 1 Tim 6, 8: “Teniendo comida y con qué vestir, estemos contentos con eso”.
56. El segundo vicio consiste en que algunos en la adquisición de los bienes temporales perjudican y defraudan a los demás. Este vicio es tan peligroso cuan difícil es restituir los bienes robados. Pues no se perdona ese pecado si no se restituye lo robado, según San Agustín. Y este vicio nos enseñó El a evitarlo enseñándonos a pedir nuestro pan, no el ajeno. Y los ladrones no comen su pan, sino el ajeno.
57. El tercer vicio consiste en la excesiva solicitud. En efecto, hay algunos que nunca están contentos con lo que tienen, sino que siempre quieren más. Lo cual es inmoderado, porque el deseo debe moderarse conforme a la necesidad. Prov 30, 8: “No me des ni riquezas ni pobreza; dame solamente lo necesario para mi subsistencia”. Y El nos enseñó a evitar este pecado diciendo: “El pan nuestro de cada día”, o sea de un solo día o de una sola unidad de tiempo.
58. El cuarto vicio es la inmoderada voracidad. En efecto, hay quienes en un solo día desean gastar tanto que les bastaría para muchos días: estos no piden el pan de cada día sino el de diez días. Y como gastan demasiado resulta que todo se lo acaban. Prov 23, 21:”Dedicados a la bebida y a pagar su parte en comilonas, se arruinarán”. Eccli 19, 1: “El obrero borracho no se enriquecerá”.
59. El quinto vicio es la ingratitud. Que alguien se ensoberbezca por las riquezas y no reconozca que las tiene de Dios es algo demasiado malo. Porque todo lo que tenemos, tanto lo espiritual como lo temporal, proviene de Dios. 1 Paral 29, 14: “Tuyas son todas las cosas, de tu mano las hemos recibido”. Por lo cual, para descartar este vicio dice El: “Danos” y “el pan nuestro”, para que sepamos que todos nuestros bienes vienen de Dios.
60. Y de esto tenemos una prueba: porque ocurre que alguno que tiene grandes riquezas ninguna utilidad obtiene de ellas sino daño espiritual y temporal. Porque algunos se perdieron por sus riquezas. Eccle 6, 1-2: “Hay otro mal que he visto bajo el sol, mal que es frecuente entre los hombres. El hombre a quien Dios dio riquezas y hacienda y honores, y nada le falta a su alma de cuantas cosas desea; mas Dios no le permite disfrutar de ello, sino que un extraño lo ha de devorar”. También Eccle 5,12: “Las riquezas acumuladas para daño de su dueño”. Así es que debemos pedir que nuestros bienes nos sean útiles. Y esto lo pedimos cuando decimos: “Danos nuestro pan”, o sea, haz que los bienes nos sean útiles. Job 20, 14-15: “Su pan se convertirá dentro de su vientre en hiel de áspides. Vomita las riquezas que engulló, y Dios se las arranca de su vientre”.
61. Otro vicio es la excesiva solicitud en las cosas del mundo. Porque hay algunos que ahora se inquietan por los bienes temporales de hasta un año entero, y cuando ya los poseen jamás descansan. Mt 6, 31: “No andéis preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? o ¿qué vamos a beber? o ¿con qué nos vestiremos?”. Por lo cual el Señor nos enseñó a pedir que hoy se nos dé nuestro pan, o sea, lo necesario para el momento presente.
62. Hay, en verdad, otras dos clases de pan: a saber, el pan sacramental y el pan de la palabra de Dios. Así es que pedimos nuestro pan sacramental, que diariamente se consagra en la Iglesia, a fin de que tal como lo recibimos en el Sacramento se nos dé para nuestra salvación. Juan 6, 51: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo”. 1 Cor 11, 29: “Quien lo come y bebe indignamente traga y bebe su propia condenación”. El otro pan es la palabra de Dios. Mt 4, 4: “No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale dela boca de Dios”. Así es que le pedimos que nos dé el pan, esto es, su palabra. Y de esta palabra proviene para el hombre la bienaventuranza que es hambre de justicia. Porque cuando se pose en los bienes espirituales más se desean; y de este deseo proviene el hambre, y de tal hambre la saciedad de la vida eterna.
-En el Magisterio de la Iglesia:
CARTA ENCÍCLICA ECCLESIA DE EUCHARISTIA DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II SOBRE LA EUCARISTÍA EN SU RELACIÓN CON LA IGLESIA.
CAPÍTULO I, MISTERIO DE LA FE
11. « El Señor Jesús, la noche en que fue entregado » (1 Co 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos.(9) Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el pueblo responde a la proclamación del « misterio de la fe » que hace el sacerdote: « Anunciamos tu muerte, Señor ».
La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues « todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos… ».(10)
Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y « se realiza la obra de nuestra redención ».(11) Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don.(12) Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega « hasta el extremo » (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida.
12. Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir « Éste es mi cuerpo », « Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre », sino que añadió « entregado por vosotros… derramada por vosotros » (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvación de todos. « La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor ».(13)
La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, « el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio ».(14) Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: « Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo. Por esta razón el sacrificio es siempre uno sólo […]. También nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá ».(15)
La Misa hace presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo multiplica.(16) Lo que se repite es su celebración memorial, la « manifestación memorial » (memorialis demonstratio),(17) por la cual el único y definitivo sacrificio redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza sacrificial del Misterio eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al sacrificio del Calvario.
13. Por su íntima relación con el sacrificio del Gólgota, la Eucaristía es sacrificio en sentido propio y no sólo en sentido genérico, como si se tratara del mero ofrecimiento de Cristo a los fieles como alimento espiritual. En efecto, el don de su amor y de su obediencia hasta el extremo de dar la vida (cf. Jn 10, 17-18), es en primer lugar un don a su Padre. Ciertamente es un don en favor nuestro, más aún, de toda la humanidad (cf. Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20; Jn 10, 15), pero don ante todo al Padre: « sacrificio que el Padre aceptó, correspondiendo a esta donación total de su Hijo que se hizo “obediente hasta la muerte” (Fl 2, 8) con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección ».(18)
Al entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecerse también a sí misma unida al sacrificio de Cristo. Por lo que concierne a todos los fieles, el Concilio Vaticano II enseña que « al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella ».(19)
14. La Pascua de Cristo incluye, con la pasión y muerte, también su resurrección. Es lo que recuerda la aclamación del pueblo después de la consagración: « Proclamamos tu resurrección ». Efectivamente, el sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía « pan de vida » (Jn 6, 35.48), « pan vivo » (Jn 6, 51). San Ambrosio lo recordaba a los neófitos, como una aplicación del acontecimiento de la resurrección a su vida: « Si hoy Cristo está en ti, Él resucita para ti cada día ».(20) San Cirilo de Alejandría, a su vez, subrayaba que la participación en los santos Misterios « es una verdadera confesión y memoria de que el Señor ha muerto y ha vuelto a la vida por nosotros y para beneficio nuestro ».(21)
15. La representación sacramental en la Santa Misa del sacrificio de Cristo, coronado por su resurrección, implica una presencia muy especial que –citando las palabras de Pablo VI– « se llama “real”, no por exclusión, como si las otras no fueran “reales”, sino por antonomasia, porque es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro ».(22) Se recuerda así la doctrina siempre válida del Concilio de Trento: « Por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Esta conversión, propia y convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia Católica ».(23) Verdaderamente la Eucaristía es « mysterium fidei », misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido sólo en la fe, como a menudo recuerdan las catequesis patrísticas sobre este divino Sacramento. « No veas –exhorta san Cirilo de Jerusalén– en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa ».(24)
« Adoro te devote, latens Deitas », seguiremos cantando con el Doctor Angélico. Ante este misterio de amor, la razón humana experimenta toda su limitación. Se comprende cómo, a lo largo de los siglos, esta verdad haya obligado a la teología a hacer arduos esfuerzos para entenderla.
Son esfuerzos loables, tanto más útiles y penetrantes cuanto mejor consiguen conjugar el ejercicio crítico del pensamiento con la « fe vivida » de la Iglesia, percibida especialmente en el « carisma de la verdad » del Magisterio y en la « comprensión interna de los misterios », a la que llegan sobre todo los santos.(25) La línea fronteriza es la señalada por Pablo VI: « Toda explicación teológica que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe mantener, para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante de nosotros ».(26)
16. La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, « derramada por muchos para perdón de los pecados » (Mt 26, 28). Recordemos sus palabras: « Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí » (Jn 6, 57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente. La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedan asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalcar la verdad objetiva de sus palabras: « En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros » (Jn 6, 53). No se trata de un alimento metafórico: « Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida » (Jn 6, 55).
17. Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe san Efrén: « Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu […], y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. […]. Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente ».(27)La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: « Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones […] para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos ».(28) Y, en el Misal Romano, el celebrante implora que: « Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un sólo cuerpo y un sólo espíritu ».(29) Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como « sello » en el sacramento de la Confirmación.
18. La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración eucarística (cf. 1 Co 11, 26): « … hasta que vuelvas ». La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo (cf. Jn 15, 11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y « prenda de la gloria futura ».(30) En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: « mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo ».(31) Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: « El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día » (Jn 6, 54). Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el « secreto » de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquía definía con acierto el Pan eucarístico « fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte ».(32)
19. La tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa y consolida la comunión con la Iglesia celestial. No es casualidad que en las anáforas orientales y en las plegarias eucarísticas latinas se recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, a los ángeles, a los santos apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos los santos. Es un aspecto de la Eucaristía que merece ser resaltado: mientras nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial, asociándonos con la multitud inmensa que grita: « La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero » (Ap 7, 10). La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino.
20. Una consecuencia significativa de la tensión escatológica propia de la Eucaristía es que da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas. En efecto, aunque la visión cristiana fija su mirada en un « cielo nuevo » y una « tierra nueva » (Ap 21, 1), eso no debilita, sino que más bien estimula nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra presente.(33) Deseo recalcarlo con fuerza al principio del nuevo milenio, para que los cristianos se sientan más que nunca comprometidos a no descuidar los deberes de su ciudadanía terrenal. Es cometido suyo contribuir con la luz del Evangelio a la edificación de un mundo habitable y plenamente conforme al designio de Dios.
Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué decir, además, de las tantas contradicciones de un mundo « globalizado », donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar? En este mundo es donde tiene que brillar la esperanza cristiana. También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada por su amor. Es significativo que el Evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos narran la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato del « lavatorio de los pies », en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (cf. Jn 13, 1-20). El apóstol Pablo, por su parte, califica como « indigno » de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un contexto de división e indiferencia hacia los pobres (Cf. 1 Co 11, 17.22.27.34).(34)
Anunciar la muerte del Señor « hasta que venga » (1 Co 11, 26), comporta para los que participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo « eucarística ». Precisamente este fruto de transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio, hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida cristiana: « ¡Ven, Señor Jesús! » (Ap 22, 20).
-En el Magisterio de los Papas:
PAPA FRANCISCO, Homilía en la Santa Misa ‘in coena Domini’, Cárcel de Paliano (Frosinone), Jueves Santo, 13 de abril de 2017
Amar hasta el extremo
Jesús estaba cenando con los suyos en la última cena y, dice el Evangelio: “Sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre”. Sabía que lo habían traicionado y que Judas lo habría entregado esa misma noche. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Dios ama así: hasta el extremo. Y da la vida por cada uno de nosotros, y se enorgullece de ello y lo quiere así porque El tiene amor: “Amar hasta el extremo” . No es fácil, porque todos nosotros somos pecadores, todos tenemos límites,
33 “La caridad (…) brota, sobre todo, del sacrificio eucarístico”.
defectos, tantas cosas. Todos sabemos amar, pero no somos como Dios que ama sin mirar las consecuencias, hasta el extremo. Y nos da el ejemplo: para enseñarlo, Él que era “el jefe”, que era Dios, lava los pies a sus discípulos. Lavar los pies era una costumbre de entonces, antes de los almuerzos y de las cenas, porque no había asfalto y la gente andaba entre el polvo. Por lo tanto, uno de los gestos para recibir a una persona en casa, y también a la hora de comer, era lavarle los pies. Era tarea de los esclavos, de los que estaban esclavizados, pero Jesús invierte esa regla y lo hace Él. Simón no quería, pero Jesús le explicó que tenía que ser así, que Él había venido al mundo para servir, para servirnos, para hacerse esclavo por nosotros, para dar su vida por nosotros, para amar hasta el extremo.
Hoy, en la calle, mientras llegaba , había gente que saludaba: Viene el Papa, el jefe. El jefe de la Iglesia… ¡El jefe de la Iglesia es Jesús, seamos serios! El Papa es la figura de Jesús y yo quisiera hacer lo mismo que hizo Él. En esta celebración, el párroco lava los pies a los fieles. Hay una inversión: el que parece más grande debe hacer un trabajo de esclavo, pero para sembrar amor. Para sembrar amor entre nosotros. Yo no os digo hoy que os lavéis los pies unos a otros: sería una broma. Pero el símbolo, la figura, sí: os diré que si podéis dar una ayuda, prestar un servicio, aquí en la cárcel, al compañero o a la compañera, lo hagáis. Porque esto es amor, es como lavar los pies. Es ser siervo de los demás. Una vez los discípulos discutían entre ellos sobre quién era el más grande, el más importante, Y Jesús dice: “El que quiera ser importante, debe hacerse el más pequeño y el servidor de todos”. Y es lo que hizo Él, esto es lo que hace Dios con nosotros: nos sirve. Es el siervo. ¡A todos nosotros, que somos pobre gente, a todos! Pero Él es grande, Él es bueno. Y nos ama así como somos. Por eso, durante esta ceremonia pensemos en Dios, en Jesús. No es una ceremonia folclórica: es un gesto para recordar lo que nos dio Jesús. Después de esto, tomó el pan y nos dio su Cuerpo. Tomó el cáliz con el vino y nos dio su Sangre. Así es el amor de Dios. Hoy, pensemos solamente en el amor de Dios.
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.