FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL V DOMINGO DE CUARESMA CC 7 DE ABRIL DE 2019 (San Juan 8, 1-11).
-En los Santos Padres:
Agustín de Hipona
Sermón: Se encontraron la miseria y la misericordia
«Se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio» (Jn 8,9)
Dice el salmista: “Aprended, jueces de la tierra” (Sal 2.10). Aquellos que juzgan la tierra son los reyes, gobernadores, príncipes, los jueces propiamente dicho… Sed sensatos, porque es la tierra quien juzga la tierra, pero debe temer al que está en el cielo. Juzgan a sus iguales: un ser humano juzga a un hombre, un mortal a un mortal, un pecador a otro pecador. ¿Si nuestro Señor hizo resonar en medio de los jueces esta frase divina: “el que esté sin pecado que tire la primera piedra”, todos los que juzgan la tierra no estarán sobrecogidos de espanto?
Los fariseos, para tentarlo, le llevaron una mujer sorprendida en adulterio…Jesús dijo: “Queréis apedrear a esta mujer, según lo prescrito por la ley. Pues bien, aquel de entre vosotros que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. Mientras se cuestionaban, Él escribió sobre la tierra, para “enseñar a la tierra”; pero cuando les dio esta respuesta, levantó los ojos, “miró a la tierra y ésta se estremeció” (Sal 103,32). Los fariseos, confundidos y temblorosos, se fueron uno tras otro…
La pecadora se queda a solas con el Salvador: la enferma con el médico, la gran miseria con la gran misericordia. Mirando a esta mujer, Jesús le dijo: “¿Nadie te ha condenado? -Nadie, Señor”… Pero ella permaneció delante del juez que está libre de pecado. “¿Nadie te ha condenado? – Nadie, Señor, y si tú mismo no me condenas, estoy salvada” En silencio, el Señor responde a esta inquietud: “Yo tampoco te condeno… La voz de sus conciencias les impedía a los acusadores castigarte, la misericordia me empuja a venir en tu ayuda”. Reflexionar sobre estas verdades e “instruiros jueces de la tierra”.
– En la Orden de Predicadores:
Santo Tomás de Aquino, comentario al Padrenuestro
Quinta petición: Y PERDONA NUESTRAS OFENSAS COMO TAMBIÉN NOSOTROS PERDONAMOS A LOS QUE NOS OFENDEN
Hay algunos que tienen una gran sabiduría y fortaleza; y, por confiar demasiado en su virtud, no hacen sabiamente lo que hacen, ni llevan a buen término lo que intentan: Los proyectos se robustecen con los consejos (Prov 20,18). Mas, es de notar que el Espíritu Santo, el cual da la fortaleza, da también el consejo. Pues todo buen consejo sobre la salvación de los hombres proviene del Espíritu Santo. Mas entonces necesita el hombre el consejo, cuando se halla en la tribulación, como necesita uno el consejo de los médicos cuando está enfermo. Por lo cual el hombre, estando enfermo por el pecado, debe procurar consejo, para curarse. Mas que el pecador necesite consejo se ve por Dan 4,24, donde se dice: Que mi consejo, oh rey, sea de tu agrado. Redime tus pecados con limosnas. Por consiguiente un consejo óptimo contra los pecados es la limosna y la misericordia. Y por eso el Espíritu Santo enseña a los pecadores a pedir y suplicar: «Perdónanos nuestras deudas».
Mas le debemos a Dios aquello que le hemos quitado de su derecho. Ahora bien, es derecho de Dios el que hagamos su voluntad, prefiriéndola a nuestra voluntad. Quitamos, pues, a Dios su derecho cuando preferimos nuestra voluntad a la suya; y eso es el pecado. Los pecados, pues, son nuestras deudas. Es, pues, consejo del Espíritu Santo que pidamos a Dios el perdón de los pecados; y por eso decimos: «Perdónanos nuestras deudas».
Mas en estas palabras podemos considerar tres cosas. Lo primero es por qué se hace esta petición; lo segundo, cuándo se cumple; lo tercero, (qué) es lo requerido por nuestra parte para que se cumpla.
A) En cuanto a lo primero, es de saber que por esta petición podemos colegir dos cosas que le son necesarias al hombre en esta vida.
Una, que el hombre viva siempre en temor y humildad. Pues algunos hubo tan presuntuosos que llegaron a decir que el hombre podía vivir en este mundo de modo que pudiese evitar por sí mismo el pecado. Mas esto no se ha concedido a nadie, a no ser a Cristo solo, y a la Sma. Virgen, que estuvo llena de gracia, en la que no hubo pecado alguno, como dice S. Agustín: De la cual –esto es la Virgen– no quiero hacer mención, cuando se trata de pecado. Mas entre los otros santos a ninguno se le ha concedido que no incurriese al menos en pecado venial: Si dijéremos que no tenemos pecado, nos seducimos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros (1 Jn 1,8).
Y esto se prueba también por esta petición. Pues consta también que a todos los hombres santos les conviene decir el «Padrenuestro», en el que se dice: «Perdónanos nuestras deudas». Luego todos reconocen y confiesan que son pecadores o deudores. Si pues eres pecador, debes temer y humillarte.
La otra (cosa que se colige) es que vivamos siempre con esperanza; porque, aunque seamos pecadores, no debemos desesperar, no sea que la desesperación nos lleve a mayores y diversos pecados, como dice el Apóstol: Los cuales, faltos de esperanza, se entregaron a la lascivia, en actos de toda clase de impureza (Ef 4,19). Es, pues, muy útil que tengamos siempre esperanza. Porque, por más pecador que sea un hombre, siempre debe esperar que Dios le perdonará, si se duele sinceramente y se convierte. Mas esta esperanza se robustece en nosotros cuando pedimos: «Perdónanos nuestras deudas». Esta esperanza la sustrajeron los Novacianos, quienes dijeron que, si se pecaba una vez después del bautismo, nunca se conseguía la misericordia. Mas esto no es verdad, si es verdad lo que dijo Cristo al afirmar: Te perdoné toda la deuda, porque me lo pediste (Mt 18,32). Cualquier día que pidas podrás conseguir misericordia, si ruegas con arrepentimiento del pecado. Así pues, de esta petición brotan el temor y la esperanza; porque todos los pecadores contritos y que confiesan (sus culpas), consiguen misericordia. Y por eso fue necesaria esta petición.
B) En cuanto a lo segundo, es de saber que en todo pecado hay dos cosas, a saber: la culpa, con la que se ofende a Dios; y la pena, debida por la culpa. Mas la culpa se remite con la contrición, que va con el propósito de confesarse y de satisfacer: Dije: confesaré al Señor mi injusticia contra mí; y tú perdonaste la impiedad de mi pecado (Sal 31,5). No hay, pues, que desesperar, ya que para la remisión de la culpa basta la contrición con el propósito de confesarse.
Mas acaso alguien diga: puesto que por la contrición se perdona el pecado, ¿para qué hace falta el sacerdote?
A esto hay que responder que con la contrición Dios perdona la culpa y la pena eterna se conmuta por una temporal; mas no obstante queda uno obligado a la pena temporal. Por donde si muriese (uno) sin confesión, no despreciada sin embargo sino con intención de hacerla, iría al purgatorio, cuyas penas, como dice S. Agustín, son máximas. Cuando, pues, te confiesas, el sacerdote, al que te sometes en la confesión, en virtud de la potestad de las llaves te absuelve de esta pena. Por esto dijo Cristo a los Apóstoles: Recibid el Espíritu Santo: a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos (Jn 20,22-23). Por lo cual cuando uno se confiesa una vez, se le perdona algo de esta pena; e igualmente cuando se confiesa de nuevo; y se podrá confesar tantas veces, que se le perdone toda.
Mas los sucesores de los Apóstoles hallaron otro modo de remisión de esta pena; a saber, el beneficio de las indulgencias que para quien está en caridad valen tanto cuanto suenan y dicen. Que pueda (hacer) esto el Papa, es bastante claro. Pues muchos santos hicieron muchos méritos y, sin embargo, ellos no pecaron, al menos mortalmente; e hicieron estos méritos en bien de la Iglesia. E igualmente los méritos de Cristo y de la Sma. Virgen están como en un tesoro. Por donde el Sumo Pontífice y aquellos a quienes él se lo encomiende pueden conceder estos méritos cuando sea necesario. Así pues, los pecados se perdonan no sólo en cuanto a la culpa por la contrición, sino también en cuanto a la pena por la confesión y las indulgencias.
C) En cuanto a lo tercero, es de saber que, por nuestra parte, se requiere que nosotros perdonemos a nuestros prójimos las ofensas que nos han hecho. Por lo cual se dice: «Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores»; en otro caso Dios no nos perdonará: ¿Conserva un hombre la ira y pide remedio a Dios? (Eclo 28,3); Perdonad y se os perdonará (Lc 6,37). Por eso, en esta petición sólo hay arrepentimiento si se dice: «Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Si, pues, no perdonas, no se te perdonará a ti.
Mas podrías decir: Yo diré lo que precede, es decir, «perdónanos», pero me callaré el «como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Luego ¿quieres engañar a Cristo? Pues Cristo, que compuso esta oración, la recuerda bien: por consiguiente no puede ser engañado. Por consiguiente si lo dices con la boca, cúmplelo con el corazón.
Mas se cuestiona (o puede ponerse esta cuestión): a ver si quien no se propone perdonar a su prójimo deba decir: «Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Parece que no, porque miente.
Hay que decir que no miente, porque no ora en nombre propio, sino en el de la Iglesia, la cual no se engaña. Por eso la petición misma se pone en plural.
Mas es de saber que se perdona de dos modos. Uno es el de los perfectos, de modo que el ofendido busque al ofensor: Busca la paz (Sal 33,15). Otro, es el común de todos, al cual están todos obligados; a saber, que se conceda el perdón a quien lo pide: Perdona a tu prójimo que te hizo daño, y entonces, cuando tú lo pidas, serán perdonados tus pecados (Eclo 28,2). De aquí se sigue otra bienaventuranza: Bienaventurados los misericordiosos; pues la misericordia nos hace compadecemos de nuestro prójimo.
-En el Magisterio de la Iglesia:
Exhortación apóstolica postisnodal Reconciliatio et Paenitentia del Sumo pontífice Juan Pablo II.
29El primer dato fundamental se nos ofrece en los Libros Santos del Antiguo y del Nuevo Testamento sobre la misericordia del Señor y su perdón. En los Salmos y en la predicación de los profetas el término misericordioso es quizás el que más veces se atribuye al Señor, contrariamente al persistente cliché, según el cual el Dios del Antiguo Testamento es presentado sobre todo como severo y punitivo. Así, en un Salmo, un largo discurso sapiencial, siguiendo la tradición del Éxodo, se evoca de nuevo la acción benigna de Dios en medio de su pueblo. Tal acción, aun en su representación antropomórfica, es quizás una de las más elocuentes proclamaciones vétero testamentarias de la misericordia divina. Baste citar aquí el versículo: «Pero es misericordioso y perdonaba la iniquidad, y no los exterminó, refrenando muchas veces su ira para que no se desfogara su cólera. Se acordó de que eran carne, un soplo que pasa y no vuelve»
En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, viniendo como el Cordero que quita y carga sobre sí el pecado del mundo, aparece como el que tiene el poder tanto de juzgar como el de perdonar los pecados, y que ha venido no para condenar, sino para perdonar y salvar.
Ahora bien, este poder de perdonar los pecados Jesús lo confiere, mediante el Espíritu Santo, a simples hombres, sujetos ellos mismos a la insidia del pecado, es decir a sus Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos». Es ésta una de las novedades evangélicas más notables. Jesús confirió tal poder a los Apóstoles incluso como transmisible —así lo ha en tendido la Iglesia desde sus comienzos— a sus sucesores, investidos por los mismos Apóstoles de la misión y responsabilidad de continuar su obra de anunciadores del Evangelio y de ministros de la obra redentora de Cristo.
Aquí se revela en toda su grandeza la figura del ministro del Sacramento de la Penitencia, llamado, por costumbre antiquísima, el confesor.
Como en el altar donde celebra la Eucaristía y como en cada uno de los Sacramentos, el Sacerdote, ministro de la Penitencia, actúa «in persona Christi». Cristo, a quien él hace presente, y por su medio realiza el misterio de la remisión de los pecados, es el que aparece como hermano del hombre, pontífice misericordioso, fiel y compasivo, pastor decidido a buscar la oveja perdida, médico que cura y conforta, maestro único que enseña la verdad e indica los caminos de Dios, juez de los vivos y de los muertos, que juzga según la verdad y no según las apariencias.
Este es, sin duda, el más difícil y delicado, el más fatigoso y exigente, pero también uno de los más hermosos y consoladores ministerios del Sacerdote; y precisamente por esto, atento también a la fuerte llamada del Sínodo, no me cansaré nunca de invitar a mis Hermanos Obispos y Presbíteros a su fiel y diligente cumplimiento. Ante la conciencia del fiel, que se abre al confesor con una mezcla de miedo y de confianza, éste está llamado a una alta tarea que es servicio a la penitencia y a la reconciliación humana: conocer las debilidades y caídas de aquel fiel, valorar su deseo de recuperación y los esfuerzos para obtenerla, discernir la acción del Espíritu santificador en su corazón, comunicarle un perdón que sólo Dios puede conceder, «celebrar» su reconciliación con el Padre representada en la parábola del hijo pródigo, reintegrar a aquel pecador rescatado en la comunión eclesial con los hermanos, amonestar paternalmente a aquel penitente con un firme, alentador y amigable «vete y no peques más».
Para un cumplimiento eficaz de tal ministerio, el confesor debe tener necesariamente cualidades humanas de prudencia, discreción, discernimiento, firmeza moderada por la mansedumbre y la bondad. Él debe tener, también, una preparación seria y cuidada, no fragmentaria sino integral y armónica, en las diversas ramas de la teología, en la pedagogía y en la psicología, en la metodología del diálogo y, sobre todo, en el conocimiento vivo y comunicativo de la Palabra de Dios. Pero todavía es más necesario que él viva una vida espiritual intensa y genuina. Para guiar a los demás por el camino de la perfección cristiana, el ministro de la Penitencia debe recorrer en primer lugar él mismo este camino y, más con los hechos que con largos discursos dar prueba de experiencia real de la oración vivida, de práctica de las virtudes evangélicas teologales y morales, de fiel obediencia a la voluntad de Dios, de amor a la Iglesia y de docilidad a su Magisterio.
Todo este conjunto de dotes humanas, de virtudes cristianas y de capacidades pastorales no se improvisa ni se adquiere sin esfuerzo. Para el ministerio de la Penitencia sacramental cada sacerdote debe ser preparado ya desde los años del Seminario junto con el estudio de la teología dogmática, moral, espiritual y pastoral (que son siempre una sola teología), las ciencias del hombre, la metodología del diálogo y, especialmente, del coloquio pastoral. Después deberá ser iniciado y ayudado en las primeras experiencias. Siempre deberá cuidar la propia perfección y la puesta al día con el estudio permanente. ¡Qué tesoro de gracia, de vida verdadera e irradiación espiritual no tendría la Iglesia si cada Sacerdote se mostrase solícito en no faltar nunca, por negligencia o pretextos varios, a la cita con los fieles en el confesionario, y fuera todavía más solícito en no ir sin preparación o sin las indispensables cualidades humanas y las condiciones espirituales y pastorales!
A este propósito debo recordar con devota admiración las figuras de extraordinarios apóstoles del confesionario, como San Juan Nepomuceno, San Juan María Vianney, San José Cafasso y San Leopoldo de Castelnuovo, citando a los más conocidos que la Iglesia ha inscrito en el catálogo de sus Santos. Pero yo deseo rendir homenaje también a la innumerable multitud de confesores santos y casi siempre anónimos, a los que se debe la salvación de tantas almas ayudadas por ellos en su conversión, en la lucha contra el pecado y las tentaciones, en el progreso espiritual y, en definitiva, en la santificación. No dudo en decir que incluso los grandes Santos canonizados han salido generalmente de aquellos confesionarios; y con los Santos, el patrimonio espiritual de la Iglesia y el mismo florecimiento de una civilización impregnada de espíritu cristiano. Honor, pues, a este silencioso ejército de hermanos nuestros que han servido bien y sirven cada día a la causa de la reconciliación mediante el ministerio de la Penitencia sacramental.
-En el Magisterio de los Papas:
Juan Pablo II, Audiencia General (09-08-2000): El encuentro con Jesús es una regeneración
« Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más.» (Jn 8,11)
3. Cuando Cristo se cruza en la vida de una persona, sacude su conciencia y lee en su corazón, como sucede con la samaritana, a la que dice “todo cuanto ha hecho” (cf. Jn 4, 29). Sobre todo suscita el arrepentimiento y el amor, como en el caso de Zaqueo, que da la mitad de sus bienes a los pobres y devuelve el cuádruplo de lo que había defraudado (cf. Lc 19, 8). Así acontece también a la pecadora arrepentida, a la que se le perdonan los pecados “porque ha amado mucho” (Lc 7, 47) y a la adúltera, a la que no juzga sino exhorta a llevar una nueva vida alejada del pecado (cf. Jn 8, 11). El encuentro con Jesús es como una regeneración: da origen a la nueva criatura, capaz de un verdadero culto, que consiste en adorar al Padre “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23-24).
4. […] Cristo vino para buscar, encontrar y salvar al hombre entero. Como condición para la salvación, Jesús exige la fe, con la que el hombre se abandona plenamente a Dios, que actúa en él. En efecto, a la hemorroísa que, como última esperanza, había tocado la orla de su manto, Jesucristo le dice: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad” (Mc 5, 34).
Ahora Cristo sigue caminando a nuestro lado por los senderos de la historia, cumpliendo su promesa: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Está presente a través de su Palabra, “Palabra que llama, que invita, que interpela personalmente, como sucedió en el caso de los Apóstoles. Cuando la Palabra toca a una persona, nace la obediencia, es decir, la escucha que cambia la vida. Cada día (el fiel) se alimenta del pan de la Palabra. Privado de él, está como muerto, y ya no tiene nada que comunicar a sus hermanos, porque la Palabra es Cristo” (Orientale lumen, 10).
Cristo está presente, además, en la Eucaristía, fuente de amor, de unidad y de salvación. Resuenan constantemente en nuestras iglesias las palabras que él pronunció un día en la sinagoga de la localidad de Cafarnaúm, junto al lago de Tiberíades. Son palabras de esperanza y de vida: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn 6, 56). “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 54).
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.