Preparación opcional – Lectio 25 de diciembre de 2018



FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3] .

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DE LA  MISA DE NAVIDAD. 25 DE DICIEMBRE DE 2018. Juan 1,1-17

-En los Santos Padres

San León Magno, Papa. Sermón: Reconoce, cristiano, tu dignidad.

Sermón 1 en la Navidad del Señor 13: PL 54,190193.

«Hoy nos ha nacido el Salvador» (Lc 2,11).

Hoy, queridos hermanos, ha nacido nuestro Salvador; alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida.

Nadie tiene por qué sentirse alejado de la participación de semejante gozo, a todos es común la razón para el júbilo: porque nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, como no ha encontrado a nadie libre de culpa, ha venido para liberarnos a todos. Alégrese el santo, puesto que se acerca a la victoria; regocíjese el pecador, puesto que se le invita al perdón; anímese el gentil, ya que se le llama a la vida.

Pues el Hijo de Dios, al cumplirse la plenitud de los tiempos, establecidos por los inescrutables y supremos designios divinos, asumió la naturaleza del género humano para reconciliarla con su Creador, de modo que el demonio, autor de la muerte, se viera vencido por la misma naturaleza gracias a la cual había vencido.

Por eso, cuando nace el Señor, los ángeles cantan jubilosos: Gloria a Dios en el cielo, y anuncian: y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Pues están viendo cómo la Jerusalén celestial se construye con gentes de todo el mundo; ¿cómo, pues, no habrá de alegrarse la humildad de los hombres con tan sublime acción de la piedad divina, cuando tanto se entusiasma la sublimidad de los ángeles?

Demos, por tanto, queridos hermanos, gracias a Dios Padre por medio de su Hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó; estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo, para que gracias a él fuésemos una nueva creatura, una nueva creación.

Despojémonos, por tanto, del hombre viejo con todas sus obras y, ya que hemos recibido la participación de la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne.

Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios.

Gracias al sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo; no se te ocurra ahuyentar con tus malas acciones a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la sangre de Cristo.

-En San Alberto Magno.

EXCLAMACIONES DE SAN ALBERTO MAGNO A LA HUMANIDAD DE CRISTO Y A LA VIRGEN MARÍA Tomado del Libro: San Alberto Magno P. Vicente Forcada Comins. –Valencia, 1996

Salve, Humanidad del Redentor, que en el seno de la Virgen te uniste a la Divinidad.

Salve, suma y eterna Divinidad, que viniste a nosotros bajo el velo de nuestra carne.

Mil veces salve a ti, que, por la virtud del Espíritu Santo, te uniste a la carne virginal de María.

Salve a ti, María, en la que la plenitud de la divinidad ha puesto corporalmente su mansión.

Salve de nuevo a la purísima Humanidad del Hijo, que ha sido bendecida por el Padre y venida a ti, María.

Salve, inmaculada virginidad, que has sido exaltada sobre los coros de los ángeles.

Gózate, Señora del mundo, que fuiste digna de ser templo de la purísima Humanidad de Cristo.

Gózate y alégrate, Virgen de las vírgenes, en cuya carne la bienaventurada Deidad quiso unirse a esta purísima Humanidad.

Gózate, Reina del Cielo, en cuyo santísimo seno esta santísima Humanidad encontró digna morada.

Gózate y exulta, noble esposa de los Patriarcas, que fuiste digna de nutrir en tu seno virginal y amamantar esta santa Humanidad.

Salud y bendición a ti por los siglos, oh fecundísima virginidad, por la que nosotros fuimos dignos de recoger el fruto de la salvación eterna. Amén.

– En el Directorio homiliético

IV. TIEMPO DE NAVIDAD

A. Las celebraciones de la Navidad

110. «En la vigilia y en las tres Misas de Navidad, las lecturas, tanto las proféticas como las demás, se han tomado de la tradición Romana» (OLM 95). Un momento distintivo de la Solemnidad de la Navidad del Señor es la costumbre de celebrar tres misas diferentes: la de medianoche, la de la aurora y la del día. Con la reforma posterior al Concilio Vaticano II se ha añadido una vespertina en la vigilia. A excepción de las comunidades monásticas, no es normal que todos participen en las tres (o cuatro) celebraciones; la mayor parte de los fieles participará en una Liturgia que será su «Misa de Navidad». Por ello se ha llevado a cabo una selección de lecturas para cada celebración. No obstante, antes de considerar algunos temas integrales y comunes a los textos litúrgicos y bíblicos, resulta ilustrativo examinar la secuencia de las cuatro misas.

111. La Navidad es la fiesta de la luz. Es opinión difundida que la celebración del Nacimiento del Señor se fijó a finales de diciembre para dar un valor cristiano a la fiesta pagana del Sol invictus. Aunque podría también no ser así. Si ya en la primera parte del siglo III, Tertuliano escribió que en algunos calendarios Cristo fue concebido el 25 de marzo, día que se considera como el primero del año, es posible que la fiesta de la Navidad haya sido calculada a partir de esta fecha. En todo caso, ya desde el siglo IV, muchos Padres reconocen el valor simbólico del hecho de que los días se alargan después de la Fiesta de la Navidad. Las fiestas paganas que exaltan la luz en la oscuridad del invierno no eran extrañas, y las fiestas invernales de la luz aún hoy son celebradas en algunos lugares por los no creyentes. A diferencia de ello, las lecturas y las oraciones de las diversas Liturgias natalicias evidencian el tema de la verdadera Luz que viene a nosotros en Jesucristo. El primer prefacio de Navidad exclama, dirigiéndose a Dios Padre: «Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor». El homileta debería acentuar esta dinámica de la luz en las tinieblas, que inunda estos días gozosos. Presentamos a continuación una síntesis de las características de cada Celebración.

112. La Misa vespertina de la Vigilia. Aunque la celebración de la Navidad comienza con esta Misa, las oraciones y las lecturas evocan aún un sentido de temblorosa espera; en cierto sentido, esta misa es una síntesis de todo el Tiempo de Adviento. Casi todas las oraciones están conjugadas en futuro: «Mañana contemplaréis su gloria» (antífona de entrada); «Concédenos que así como ahora acogemos, gozosos, a tu Hijo como Redentor, lo recibamos también confiados cuando venga como juez» (colecta); «Mañana quedará borrada la bondad de la tierra» (canto al Evangelio); «Concédenos, Señor, empezar estas fiestas de Navidad con una entrega digna del santo misterio del nacimiento de tu Hijo en el que has instaurado el principio de nuestra salvación» (oración sobre las ofrendas); «Se revelará la gloria del Señor» (antífona de comunión). Las lecturas de Isaías en las otras Misas de Navidad describen lo que está sucediendo, mientras que el pasaje proclamado en esta Misa cuenta lo que sucederá. La segunda lectura y el pasaje evangélico hablan de Jesús como el Hijo de David y de los antepasados humanos que han preparado el camino para su venida. La genealogía del Evangelio de san Mateo, describiendo a grandes rasgos el largo camino de la Historia de la Salvación que conduce al acontecimiento que vamos a celebrar, es similar a las lecturas del Antiguo Testamento de la Vigila Pascual. La letanía de nombres aumenta la sensación de espera. En la Misa de la Vigilia somos un poco como los niños que agarran con fuerza el regalo de Navidad, esperando la palabra que les permita abrirlo.

113. La Misa de medianoche. En el corazón de la noche, mientras el resto del mundo duerme, los cristianos abren este regalo: el don del Verbo hecho carne. El profeta Isaías anuncia: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande». Continúa refiriéndose a la gloriosa victoria del héroe conquistador que ha quebrantado la vara del opresor y ha tirado al fuego los instrumentos de guerra. Anuncia que el dominio de aquel que reinará será dilatado y con una paz sin límites y, por último, le llena de títulos: «Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la Paz». El comienzo del Evangelio resalta la eminencia de tal dignatario, mencionando por su nombre al emperador y al gobernador que reinaban cuando Él irrumpe en escena. La narración prosigue con una revelación impresionante: este rey potente ha nacido en un modesto pueblecito de las fronteras del Imperio Romano y su madre «lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada». El contraste entre el héroe conquistador descrito por Isaías y el niño indefenso en el establo nos trae a la mente todas las paradojas del Evangelio. El conocimiento de estas paradojas está profundamente arraigado en el corazón de los fieles y los atrae a la Iglesia en el corazón de la noche. La respuesta apropiada es unir nuestro agradecimiento al de los ángeles, cuyo canto resuena en los cielos en esta noche.

114. La Misa de la Aurora. Las lecturas propuestas para esta Celebración son particularmente concisas. Somos como aquellos que se despertaron en la gélida luz del alba, preguntándose si la aparición angélica en medio de la noche había sido un sueño. Los pastores, con ese innato buen sentido propio de los pobres, piensan entre sí: «Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor». Van corriendo y encuentran exactamente lo que les había anunciado el Ángel: una pobre pareja y su Hijo apenas recién nacido, dormido en un pesebre para los animales. ¿Su reacción a esta escena de humilde pobreza? Vuelven glorificando y alabando a Dios por lo que han visto y oído, y todos los que los escuchan quedan impresionados por lo que les han referido. Los pastores vieron, y también nosotros estamos invitados a ver, algo mucho más trascendente que la escena que nos llena de emoción y que ha sido objeto de tantas representaciones artísticas. Pero esta realidad se puede ver sólo con los ojos de la fe y emerge con la luz del día, en la siguiente Celebración.

115. La Misa del día. Como un sol resplandeciente ya en lo alto del cielo, el Prólogo del Evangelio de san Juan aclara la identidad del niño del pesebre. El evangelista afirma: «Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad”. Con anterioridad, como recuerda la segunda lectura, Dios había hablado de muchas maneras por medio de los profetas; pero ahora “en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria …” Esta es su grandeza, por la que lo adoran los mismos ángeles. Y aquí está la invitación para que todos se unan a ellos: “adorad al Señor, porque hoy una gran luz ha bajado a la tierra” (canto al evangelio).

116. El Verbo se hace carne para redimirnos, gracias a su Sangre derramada, y ensalzarnos con él a la gloria de la Resurrección. Los primeros discípulos reconocieron la relación íntima entre la Encarnación y el Misterio Pascual, como testimonia el himno citado en la carta de san Pablo a los Filipenses (2,5-11). La luz de la Misa de medianoche es la misma luz de la Vigilia Pascual. Las colectas de estas dos grandes Solemnidades comienzan con términos muy similares. En Navidad, el sacerdote dice: «Oh Dios, que has iluminado esta noche santa con el nacimiento de Cristo, la luz verdadera …»; en Pascua: «Oh Dios, que iluminas esta noche santa con la gloria de la Resurrección del Señor …». La segunda lectura de la Misa de la aurora propone una síntesis admirable de la revelación del Misterio de la Trinidad y de nuestra introducción al mismo a través del Bautismo: «Cuando se apareció la Bondad de Dios, nuestro Salvador, y su Amor al hombre, … sino que según su propia misericordia nos ha salvado: con el baño del segundo nacimiento, y con la renovación por el Espíritu Santo; Dios lo derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador. Así, justificados por su gracia, somos, en esperanza, herederos de la vida eterna». Las oraciones propias de la Misa del día hablan de Cristo como autor de nuestra generación divina y de cómo su nacimiento manifiesta la reconciliación que nos hace amables a los ojos de Dios. La colecta, una de las más antiguas del tesoro de las oraciones de la Iglesia, expresa sintéticamente porqué el Verbo se hace carne: «Oh Dios, que de modo admirable has creado al hombre a tu imagen y semejanza; y de modo más admirable todavía restableciste su dignidad por Jesucristo; concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana». Una de las finalidades fundamentales de la homilía es, como afirma el presente Directorio, la de anunciar el Misterio Pascual de Cristo. Los textos de la Navidad ofrecen explícitas oportunidades para hacerlo.

117. Otra finalidad de la homilía es la de conducir a la comunidad hacia el Sacrificio Eucarístico, en el que el misterio Pascual se hace presente. Es un indicador claro la palabra «hoy», a la que recurren con frecuencia los textos litúrgicos de las Misas de Navidad. El Misterio del Nacimiento de Cristo está presente en esta celebración, pero como en su primera venida, solo puede ser percibido con la mirada de la fe. Para los pastores el gran «signo» fue, simplemente, un pobre niño clocado en el pesebre, aunque en su recuerdo glorificaban y alababan a Dios por lo que habían visto. Con la mirada de la fe tenemos que percibir al mismo Cristo, nacido hoy, bajo los signos del pan y del vino. El admirabile commercium del que nos habla la colecta del día de Navidad, según la cual Cristo comparte nuestra humanidad y nosotros su divinidad, se manifiesta de modo particular en la Eucaristía, como sugieren las oraciones de la celebración. En la media noche rezamos así en la oración sobre las ofrendas: «Acepta, Señor, nuestras ofrendas en esta noche santa, y por este intercambio de dones en el que nos muestras tu divina largueza, haznos partícipes de la divinidad de tu Hijo que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la tuya de modo admirable». Y en la de la aurora: «Señor, que estas ofrendas sean signo del Misterio de Navidad que estamos celebrando; y así como tu Hijo, hecho hombre, se manifestó como Dios, así nuestras ofrendas de la tierra nos hagan partícipes de los dones del cielo». Y también, en el prefacio III de Navidad: “Por él, hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva: pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos”.

118. La referencia a la inmortalidad roza otro tema recurrente en los textos de Navidad: la celebración es sólo una parada momentánea en nuestra peregrinación. El mensaje escatológico, tan evidente en el tiempo de Adviento, también encuentra aquí su expresión. En la colecta de la Vigilia, rezamos: «… que cada año nos alegras con la fiesta esperanzadora de nuestra redención; concédenos que así como ahora acogemos, gozosos, a tu Hijo como Redentor, lo recibamos también confiados cuando venga como juez». En la segunda lectura de la Misa de medianoche, el Apóstol nos exhorta «a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo». Y por último, en la oración después de la comunión de la Misa del día, pedimos que Cristo, autor de nuestra generación divina, nacido en este día, «nos haga igualmente partícipes del don de su inmortalidad».

119. Las lecturas y las oraciones de Navidad ofrecen un rico alimento al pueblo de Dios peregrino en esta vida; revelando a Cristo como Luz del mundo, nos invitan a sumergirnos en el Misterio Pascual de nuestra redención a través del «hoy» de la Celebración Eucarística. El homileta puede presentar este banquete al pueblo de Dios reunido para celebrar el nacimiento del Señor, exhortándole a imitar a María, la Madre de Jesús, que «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Evangelio, Misa de la aurora).

-En el Magisterio de los Papas:

BENEDICTO XVI, La infancia de Jesús, Editorial Planeta, Barcelona, 2012, p. 42 – 50.

El nacimiento de Jesús

«Y mientras estaban allí [en Belén] le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada» (Lc 2,6s).

Comencemos nuestro comentario por las últimas palabras de esta frase: no había sitio para ellos en la posada. La meditación en la fe de estas palabras ha encontrado en esta afirmación un paralelismo interior con la palabra, rica de hondo contenido, del Prólogo de san Juan: «Vino a su casa y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Para el Salvador del mundo, para aquel en vista del cual todo fue creado (cf. Col 1,16), no hay sitio. «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). El que fue crucificado fuera de las puertas de la ciudad (cf. Hb 13,12) nació también fuera de sus murallas.

Esto debe hacernos pensar y remitirnos al cambio de valores que hay en la figura de Jesucristo, en su mensaje. Ya desde su nacimiento, él no pertenece a ese ambiente que según el mundo es importante y poderoso. Y, sin embargo, precisamente este hombre irrelevante y sin poder se revela como el realmente Poderoso, como aquel de quien a fin de cuentas todo depende. Así pues, el ser cristiano implica salir del ámbito de lo que todos piensan y quieren, de los criterios dominantes, para entrar en la luz de la verdad sobre nuestro ser y, con esta luz, llegar a la vía justa.

María puso a su niño recién nacido en un pesebre (cf. Lc 2,7). De aquí se ha deducido con razón que Jesús nació en un establo, en un ambiente poco acogedor —estaríamos tentados de decir: indigno—, pero que ofrecía en todo caso la discreción necesaria para el santo evento. En la región en torno a Belén se usan desde siempre grutas como establo (cf. Stuhlmacher, p. 51).

Ya en Justino mártir († 165) y en Orígenes († ca. 254) encontramos la tradición según la cual el lugar del nacimiento de Jesús había sido una gruta, que los cristianos situaban en Palestina. El hecho de que, tras la expulsión de los judíos de Tierra Santa en el siglo II, Roma transformara la gruta en un lugar de culto a Tammuz-Adonis, queriendo evidentemente borrar con ello la memoria cultual de los cristianos, confirma la antigüedad de dicho lugar de culto, y muestra también la importancia que Roma le reconocía. Las tradiciones locales son con frecuencia una fuente más fiable que las noticias escritas. Se puede por tanto reconocer un notable grado de credibilidad a la tradición local betlemita, con la que enlaza también la Basílica de la Natividad.

María envolvió al niño en pañales. Podemos imaginar sin sensiblería alguna con cuánto amor esperaba María su hora y preparaba el nacimiento de su hijo. La tradición de los iconos, basándose en la teología de los Padres, ha interpretado también teológicamente el pesebre y los pañales. El niño envuelto y bien ceñido en pañales aparece como una referencia anticipada a la hora de su muerte: es desde el principio el Inmolado, como veremos todavía con más detalle al reflexionar sobre la palabra acerca del primogénito. Por eso el pesebre se representaba como una especie de altar.

San Agustín ha interpretado el significado del pesebre con un razonamiento que en un primer momento parece casi impertinente, pero que, examinado con más atención, contiene en cambio una profunda verdad. El pesebre es donde los animales encuentran su alimento. Sin embargo, ahora yace en el pesebre quien se ha indicado a sí mismo como el verdadero pan bajado del cielo, como el verdadero alimento que el hombre necesita para ser persona humana. Es el alimento que da al hombre la vida verdadera, la vida eterna. El pesebre se convierte de este modo en una referencia a la mesa de Dios, a la que el hombre está invitado para recibir el pan de Dios. En la pobreza del nacimiento de Jesús se perfila la gran realidad en la que se cumple de manera misteriosa la redención de los hombres.

Como se ha dicho, el pesebre hace pensar en los animales, pues es allí donde comen. En el Evangelio no se habla en este caso de animales. Pero la meditación guiada por la fe, leyendo el Antiguo y el Nuevo Testamento relacionados entre sí, ha colmado muy pronto esta laguna, remitiéndose a Isaías 1,3: «El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende.»

Peter Stuhlmacher hace notar que probablemente también tuvo un cierto influjo la versión griega de Habacuc 3,2: «En medio de dos seres vivientes… serás conocido; cuando haya llegado el tiempo aparecerás» (p. 52). Con los dos seres vivientes se da a entender claramente a los dos querubines sobre la cubierta del Arca de la Alianza que, según el Éxodo 25,18-20, indican y esconden a la vez la misteriosa presencia de Dios. Así, el pesebre sería de algún modo el Arca de la Alianza, en la que Dios, misteriosamente custodiado, está entre los hombres, y ante la cual ha llegado la hora del conocimiento de Dios para «el buey y el asno», para la humanidad compuesta por judíos y gentiles.

En la singular conexión entre Isaías 1,3, Habacuc 3,2, Éxodo 25,18-20 y el pesebre, aparecen por tanto los dos animales como una representación de la humanidad, de por sí desprovista de entendimiento, pero que ante el Niño, ante la humilde aparición de Dios en el establo, llega al conocimiento y, en la pobreza de este nacimiento, recibe la epifanía, que ahora enseña a todos a ver. La iconografía cristiana ha captado ya muy pronto este motivo. Ninguna representación del nacimiento renunciará al buey y al asno.

Después de esta pequeña divagación, volvamos al texto del Evangelio. Allí se lee: María «dio a luz a su hijo primogénito» (Lc 2,7). ¿Qué significa esto?

El primogénito no es necesariamente el primero de una descendencia sucesiva. La palabra «primogénito» no se refiere a una numeración consecutiva, sino que indica una cualidad teológica, expresada en las recopilaciones más antiguas de las leyes de Israel. En las prescripciones sobre la Pascua se encuentra la frase: «El Señor dijo a Moisés: “Conságrame todo primogénito; todo primer parto entre los hijos de Israel, sea de hombre o de ganado, es mío”.» (Ex 13,1s). «Rescatarás siempre a los primogénitos de los hombres» (Ex 13,13). Así pues, la palabra sobre el primogénito es también ya una referencia anticipada a la narración que sigue después sobre la presentación de Jesús en el templo. En cualquier caso, con esta palabra se alude a una pertenencia singular de Jesús a Dios.

La teología paulina ha desarrollado ulteriormente en dos etapas la reflexión sobre Jesús como primogénito. En la Carta a los Romanos, Pablo llama a Jesús «el primogénito de muchos hermanos» (8,29). Como Resucitado, él es ahora de modo nuevo «primogénito» y, a la vez, el principio de una multitud de hermanos. En el nuevo nacimiento de la resurrección, Jesús ya no es solamente el primero por dignidad, sino el que inaugura una nueva humanidad. Una vez que la puerta férrea de la muerte ha sido abatida, ahora son muchos los que pueden pasar por ella junto a él: todos aquellos que en el bautismo han muerto y resucitado con él.

En la Carta a los Colosenses, esta idea se amplía aún más: se llama a Cristo «primogénito de toda criatura» (1,15) y «el primogénito de entre los muertos» (1,18). «Todo fue creado por él» (1,16). «Él es el principio» (1,18). El concepto de primogenitura adquiere una dimensión cósmica. Cristo, el Hijo encarnado, es, por decirlo así, la primera idea de Dios y precede a toda creación, la cual está ordenada en vista de él y a partir de él. Con eso, es también principio y fin de la nueva creación, que ha tenido inicio con la resurrección.

En Lucas no se habla de todo eso, pero para los lectores posteriores de su Evangelio —para nosotros—, en el humilde pesebre de la gruta de Belén está ya este esplendor cósmico: aquí ha venido entre nosotros el verdadero primogénito del universo.

«En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad» (Lc 2,8s). Los primeros testigos del gran acontecimiento son pastores que velan. Mucho se ha reflexionado sobre el significado que puede tener el que sean precisamente los pastores los primeros en recibir el mensaje. Me parece que no es necesario emplear demasiado talento en esta cuestión. Jesús nació fuera de la ciudad, en un ambiente en que por todas partes en

sus alrededores había pastos a los que los pastores llevaban sus rebaños. Era normal por tanto que ellos, al estar más cerca del acontecimiento, fueran los primeros llamados a la gruta.

Naturalmente se puede ampliar inmediatamente la reflexión: quizá ellos vivieron más de cerca el acontecimiento, no sólo exteriormente, sino también interiormente; más que los ciudadanos, que dormían tranquilamente. Y tampoco estaban interiormente lejos del Dios que se hace niño. Esto concuerda con el hecho de que formaban parte de los pobres, de las almas sencillas, a los que Jesús bendeciría, porque a ellos está reservado el acceso al misterio de Dios (cf. Lc 10,21s). Ellos representan a los pobres de Israel, a los pobres en general: los predilectos del amor de Dios.

La tradición monástica, en particular, ha desarrollado un ulterior acento: los monjes eran personas que velaban. Querían estar ya despiertos en este mundo mediante su oración nocturna, pero sobre todo velando en su interior, permaneciendo abiertos a la llamada de Dios a través de los signos de su presencia.

Por último, se puede pensar además en el relato de la elección de David para rey. Saúl fue repudiado por Dios como rey. Samuel es enviado a casa de Jesé, en Belén, para ungir como rey a uno de sus hijos, que el Señor le indicaría. Ninguno de los hijos que se presenta ante él es el elegido. Todavía falta el más joven, pero está pastoreando el rebaño, como explica Jesé al profeta. Samuel lo manda traer de los pastos y, según las indicaciones de Dios, unge al joven David «en medio de sus hermanos» (cf. 1 S 16,1-13). David viene de pastorear las ovejas, y es constituido pastor de Israel (cf. 2 S 5,2). El profeta Miqueas mira hacia un futuro lejano y anuncia que de Belén había de salir el que un día apacentaría al pueblo de Israel (cf. Mi 5,1-3; Mt 2,6). Jesús nace entre los pastores. Él es el gran Pastor de los hombres (cf. 1 P 2,25; Hb 13,20).

Volvamos al texto de la narración de la Navidad. El ángel del Señor se presenta a los pastores y la gloria del Señor los envolvió de claridad. «Y se llenaron de gran temor» (Lc 2,9). Pero el ángel disipa su temor y les anuncia una «gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor.» (Lc 2,10s). Se les dice que encontrarán como señal a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.

Y «de pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace”» (Lc 2,13-14). El evangelista dice que los ángeles «hablan». Pero para los cristianos estuvo claro desde el principio que el hablar de los ángeles es un cantar, en el que se hace presente de modo palpable todo el esplendor de la gran alegría que ellos anuncian. Y así, desde aquel momento hasta ahora el canto de alabanza de los ángeles jamás ha cesado. Continúa a través de los siglos siempre con nuevas formas y, en la celebración de la Natividad de Jesús, resuena siempre de modo nuevo. Se comprende bien que el pueblo sencillo de los creyentes haya después oído cantar también a los pastores, y que hasta el día de hoy se una a sus melodías en la Noche Santa, expresando con el canto la gran alegría que desde entonces hasta el fin de los tiempos se nos ha dado a todos.

Pero ¿qué es lo que han cantado los ángeles, según la narración de san Lucas? Ellos ponen en relación la gloria de Dios «en el cielo» con la paz de los hombres «en la tierra». La Iglesia ha retomado estas palabras y ha compuesto con ellas todo un himno. En los detalles, sin embargo, la traducción de las palabras del ángel es controvertida.

El texto latino que nos es familiar se traducía hasta hace poco de la siguiente manera: «Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.» Esta traducción es rechazada por los exegetas modernos —con buenas razones— en cuanto unilateralmente moralizante. La «gloria de Dios» no es algo que los hombres puedan suscitar («sea dada gloria a Dios»). La «gloria» de Dios ya existe, Dios es glorioso, y esto es verdaderamente un motivo de alegría: existe la verdad, existe el bien, existe la belleza. Estas realidades existen —en Dios— de modo indestructible.

Más relevante es la diferencia en la traducción de la segunda parte de las palabras del ángel. Lo que hasta hace poco se traducía como «hombres de buena voluntad», ahora se expresa de esta manera en la traducción de la Conferencia Episcopal Alemana: «Menschen seiner Gnade», hombres de su gracia. En la traducción de la Conferencia Episcopal Italiana se habla de «uomini che egli ama», hombres que él ama. Ahora bien, nos preguntamos entonces: ¿Quiénes son los hombres que Dios ama? ¿Hay también algunos a los que tal vez no ama? ¿Acaso no ama a todos como criaturas suyas? ¿Qué quiere decir por tanto la añadidura: «que Dios ama»? También puede hacerse una pregunta similar respecto a la traducción alemana. ¿Quiénes son los «hombres de su gracia»? ¿Hay personas que no son de su gracia? Y si es así, ¿por qué razón? La traducción literal del texto original griego suena así: paz a los «hombres de

[su]

complacencia». También aquí queda naturalmente pendiente la pregunta: ¿Quiénes son los hombres en los que Dios se complace? Y ¿por qué?

Pues bien, en el Nuevo Testamento encontramos una ayuda para comprender este problema. En la narración del bautismo de Jesús, Lucas nos dice que, mientras Jesús estaba orando, se abrieron los cielos y desde allí vino una voz que decía: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Lc 3,22). El hombre en que se complace es Jesús. Lo es porque vive totalmente orientado al Padre, vive con la mirada fija en él y en comunión de voluntad con él. Las personas de la complacencia son por tanto aquellas que tienen la actitud del Hijo, personas configuradas con Cristo.

Detrás de la diferencia entre las traducciones está en último análisis la cuestión sobre la relación entre la gracia de Dios y la libertad humana. Aquí se pueden dar dos posiciones extremas: en primer lugar, la idea de la absoluta exclusividad de la acción de Dios, de tal manera que todo depende de su predestinación. En el otro extremo, en cambio, una postura moralizante, según la cual todo se decide a fin de cuentas mediante la buena voluntad del hombre. La traducción precedente, que hablaba de hombres «de buena voluntad», podía ser malentendida en este sentido. La nueva traducción puede ser malinterpretada en el sentido opuesto, como si todo dependiera únicamente de la predestinación de Dios.

Según el testimonio de la Sagrada Escritura no cabe duda alguna de que ninguna de las dos posiciones extremas es correcta. Gracia y libertad se compenetran recíprocamente, y no podemos expresar la acción de una sobre la otra mediante fórmulas claras. Es verdad que no podríamos amar si antes no hubiésemos sido amados por Dios. La gracia de Dios siempre nos precede, nos abraza y nos sustenta. Pero sigue siendo también verdad que el hombre está llamado a participar en este amor, y que no es un simple instrumento de la omnipotencia de Dios, sin voluntad propia; puede amar en comunión con el amor de Dios, o también rechazar este amor. Me parece que la traducción literal —«de la complacencia» (o «de su complacencia»)— respeta mejor este misterio, sin disolverlo en sentido unilateral.

Por lo que se refiere a lo alto del cielo, aquí es obviamente determinante el verbo «es»: Dios es glorioso, es la Verdad indestructible, la eterna Belleza. Ésta es la certeza fundamental y confortadora de nuestra fe. Existe sin embargo también aquí de modo subordinado —según los tres primeros mandamientos del decálogo— una tarea para nosotros: esforzarnos para que la gran gloria de Dios no sea enturbiada y malentendida en el mundo; para que se dé la gloria debida a su grandeza y a su santa voluntad.

(…)

«Cuando los ángeles los dejaron… los pastores se decían unos a otros: “Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor.” Fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre» (Lc 2,15s). Los pastores se apresuraron. El evangelista había dicho de modo análogo que María, después de que el ángel le hablara del embarazo de su pariente Isabel, fue «de prisa» a la ciudad de Judá en la que vivían Zacarías e Isabel (cf. Lc 1,39). Los pastores se apresuraron ciertamente por curiosidad humana, para ver aquello tan grande que se les había anunciado. Pero estaban seguramente también pletóricos de ilusión porque ahora había nacido verdaderamente el Salvador, el Mesías, el Señor que todo el mundo estaba esperando, y que ellos eran los primeros en poderlo ver.

¿Qué cristianos se apresuran hoy cuando se trata de las cosas de Dios? Si algo merece prisa —tal vez esto quiere decirnos también tácitamente el evangelista— son precisamente las cosas de Dios.

El ángel había anunciado también una señal a los pastores: encontrarían a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Éste es un signo de reconocimiento, una descripción de lo que se podía constatar a simple vista. Pero no es una «señal» en el sentido de que la gloria de Dios se había hecho patente, de tal modo que se pudiera decir claramente: Éste es el verdadero Señor del mundo. Nada de eso. En este sentido, el signo es al mismo tiempo también un no signo: el verdadero signo es la pobreza de Dios. Pero para los pastores que habían visto el resplandor de Dios sobre sus campos, esta señal es suficiente. Ellos ven desde dentro. Y esto es lo que ven: lo que el ángel ha dicho es verdad. Así, los pastores vuelven con alegría. Dan gloria y alaban a Dios por lo que han visto y oído (cf. Lc 2,20).

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.