Preparación opcional – Lectio 24 de septiembre

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3] .

 

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL DOMINGO 25º DEL TIEMPO ORDINARIO – CICLO A – 24 DE SEPTIEMBRE (San Mateo 20,1-16)

-En los Padres de la Iglesia

San Gregorio Magno, homiliae in Evangelia, 19,1

El Padre de familia, es decir, nuestro Creador, tiene una viña, esto es, la Iglesia universal, que ha arrojado tantos sarmientos cuantos son los santos que ha producido, desde el justo Abel hasta el último santo que produzca hasta el fin del mundo. En ningún tiempo ha dejado el Señor de mandar predicadores como trabajadores que enviaba para cultivar su viña a fin de que instruyeran a su pueblo. Porque Él ha trabajado en el cultivo de su viña, primeramente por los patriarcas, después por los doctores de la Ley y los profetas y últimamente por los apóstoles, como sus operarios. Se puede decir que todo hombre que obra con recta intención es de alguna manera y en cierta medida trabajador de su viña.
La mañana del mundo es el tiempo transcurrido desde Adán hasta Noé y por eso se dice: «Que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña.» Y añade el modo de ajustarlos en estas palabras: «Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña.»
 La hora de tercia, de la que se dice: «Salió luego hacia la hora tercia y al ver a otros que estaban en la plaza parados…» comprende el tiempo que media desde Noé hasta Abraham.
Con razón se llama ocioso a aquel que vive para sí y se recrea en los placeres de su carne, porque ése no trabaja para recoger los frutos de las obras de Dios.
La hora de sexta comprende desde Abraham hasta Moisés y la de nona desde Moisés hasta la venida del Señor. Por eso sigue: «Volvió a salir a la hora sexta y a la nona e hizo lo mismo.»
 La hora undécima comprende el tiempo que media desde su venida hasta el fin del mundo. El trabajador de la mañana, de la hora de tercia, de sexta y de nona, es el pueblo judío, que por sus elegidos no cesa de trabajar en la viña del Señor, desde el principio del mundo, esforzándose en honrar a Dios con la rectitud de su fe. Los gentiles son los llamados a la hora undécima. Por eso sigue: «Todavía salió a eso de la hora undécima y, al encontrar a otros que estaban allí, les dice: “¿Por qué estáis aquí todo el día parados?”». Porque estaban ociosos todo el día, sin haber hecho esfuerzo alguno en ninguna de las tan largas épocas del mundo para cultivar su viña; pero reparad en la respuesta que dan cuando fueron preguntados: «Dícenle: “Es que nadie nos ha contratado.” Díceles: “Id también vosotros a la viña.”» Efectivamente, ningún patriarca, ni ningún profeta se había acercado a ellos. ¿Y qué otra cosa significa la contestación: “Ninguno nos ha llamado a jornal”, sino el que nadie les había predicado el camino de la vida.
«Vinieron, pues, los de la hora undécima y cobraron un denario cada uno.»El mismo denario, que con tanto deseo estuvieron esperando todos, reciben tanto los que trabajaron a la hora undécima, como los que trabajaron desde la primera hora, porque igual recompensa, la de la vida eterna, consiguen los que fueron llamados desde el principio del mundo, como los que vengan a Dios hasta el fin del mundo.
«Llevar el peso del día y el calor» es estar fatigado durante el tiempo de una larga vida, por la lucha contra los estímulos de la carne. Pero se puede preguntar: ¿Cómo es posible que murmuren los que son llamados al Reino de los Cielos? Porque el que murmura, no recibe el Reino de los Cielos y el que recibe, no puede murmurar.
«Y al cobrarlo, murmuraban contra el propietario» “El murmurar” quiere decir que todos los antiguos patriarcas, a pesar de haber vivido en la justicia, no pudieron entrar en el reino, hasta la venida del Señor y por eso es propio de ellos el haber murmurado. Mientras que nosotros no podemos murmurar, porque a pesar de haber venido a la hora undécima y de haber nacido después de la venida del Mediador, entramos en el reino en seguida que abandonamos nuestros cuerpos.
 Y como nosotros recibimos la corona de la bienaventuranza por efecto de la bondad del Señor, añade: « ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero?». Grande insensatez del hombre es murmurar contra la bondad de Dios. Porque podría quejarse de Dios cuando no le diera lo que le debe; pero no tiene motivo para formular sus quejas cuando El no da lo que no le debe. Por eso añade con tanta claridad: «¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?”.»
«Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos.» Muchos vienen a la fe, pero son pocos los que llegan al Reino de los Cielos, porque son muchos los que siguen a Dios con los labios y huyen de El con sus costumbres. De todo esto, podemos sacar dos consecuencias. Primera, que nadie debe presumir de sí mismo. Porque aunque uno haya sido llamado a la fe, no sabe si estará elegido para el Reino; y segunda, que nadie debe desconfiar de la salvación del prójimo, aunque lo vea entregado al vicio, porque todos ignoramos los tesoros de la misericordia de Dios. O de otra manera, nuestra mañana es la niñez; la hora de tercia la adolescencia, porque el calor que en esa edad se desarrolla, es como el del sol cuando sube a lo más elevado de su carrera; la hora de sexta es la juventud, época en que el hombre adquiere toda su robustez y la de nona es la vejez, edad en que falta el calor de la juventud, como al sol cuando se retira de los puestos elevados de su carrera. Por último, la hora undécima, es la edad que se llama decrepitud o veterana.
Estuvieron ociosos hasta la hora undécima todos los que se retrasaron en vivir, según Dios, hasta la hora última. A éstos, sin embargo, los llama el padre de las familias y muchas veces los recompensa en primer lugar, porque mueren y van al reino antes que aquellos, que son llamados desde los primeros años de su infancia.

-Santo Tomás de Aquino 
Catena Aurea [4]

Pseudo-Crisóstomo, opus imperfectum in Matthaeum, hom. 34

El padre de familia es Cristo, y el cielo y la tierra son como su única casa y su familia todas las criaturas. Su viña es la justicia, en la que se encuentran todas las clases de justicia, como plantas distintas de una misma viña; por ejemplo, la mansedumbre, la castidad, la paciencia y otras virtudes, todas las cuales están comprendidas en el nombre general de justicia y los cultivadores de esta viña son los hombres. Por eso se dice: “Que salió muy de mañana a ajustar trabajadores”, etc. Dios ha grabado la justicia en nuestras facultades, no para su utilidad, sino para la nuestra. Sabed, pues, que nosotros somos conducidos a la viña como asalariados. Y así como nadie lleva a un asalariado a su viña con el objeto único de que coma, así también nosotros hemos sido llamados por Cristo al trabajo, no sólo para que obtengamos nuestra utilidad personal, sino para la mayor gloria de Dios; y así como el asalariado se ocupa primero de su trabajo y después de su alimentación diaria, así también nosotros debemos ocuparnos primero de lo que se refiere a la gloria de Dios y después de lo que concierne a nuestra utilidad. Así como el mercenario emplea todo el día en las obras de su señor y sólo consagra una hora para su alimentación, así también nosotros debemos emplear todo el tiempo de nuestra vida en la gloria de Dios y no conceder más que un poco de tiempo a nuestras necesidades temporales y así como el mercenario se avergüenza de entrar en la casa de su señor y de pedirle pan el día en que no trabaja, ¿cómo vosotros no os avergonzáis de entrar en la Iglesia y de estar delante de Dios el día en que no practicáis una obra buena?

Remigio

El denario era una moneda que valía antiguamente diez ases y que tenía la efigie del emperador. Con razón, pues, el denario representa en este pasaje la recompensa por la observancia del Decálogo. Por eso el Señor dice de una manera significativa: “Y habiendo concertado, etc.”. Porque en el campo de la Iglesia trabajan todos por la esperanza de una recompensa futura.

San Gregorio Magno, homiliae in Evangelia, 19,1

La hora de tercia, de la que se dice: “Y habiendo salido cerca de la hora de tercia, vio otros en la plaza que estaban ociosos” comprende el tiempo que media desde Noé hasta Abraham.

Orígenes, homilia 10 in Matthaeum

La plaza es todo lo que está fuera de la viña, esto es, de la Iglesia de Cristo.

Pseudo-Crisóstomo, opus imperfectum in Matthaeum, hom. 34

¿Qué es lo que ha concertado con nosotros y cuál el precio de este contrato? La promesa de la vida eterna. Las naciones estaban solas y no conocían a Dios, ni sus promesas.

-En el Magisterio de los Papas:

BENEDICTO XVI, ÁNGELUS Palacio Apostólico de Castelgandolfo
Domingo 21 de septiembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas: 

Quizá recordéis que el día de mi elección, cuando me dirigí a la multitud en la plaza de San Pedro, se me ocurrió espontáneamente presentarme como un obrero de la viña del Señor. Pues bien, en el evangelio de hoy (cf. Mt 20, 1-16) Jesús cuenta precisamente la parábola del propietario de la viña que, en diversas horas del día, llama a jornaleros a trabajar en su viña. Y al atardecer da a todos el mismo jornal, un denario, suscitando la protesta de los de la primera hora. Es evidente que este denario representa la vida eterna, don que Dios reserva a todos. Más aún, precisamente aquellos a los que se considera “últimos”, si lo aceptan, se convierten en los “primeros”, mientras que los “primeros” pueden correr el riesgo de acabar “últimos”.
Un primer mensaje de esta parábola es que el propietario no tolera, por decirlo así, el desempleo: quiere que todos trabajen en su viña. Y, en realidad, ser llamados ya es la primera recompensa: poder trabajar en la viña del Señor, ponerse a su servicio, colaborar en su obra, constituye de por sí un premio inestimable, que compensa por toda fatiga. Pero eso sólo lo comprende quien ama al Señor y su reino; por el contrario, quien trabaja únicamente por el jornal nunca se dará cuenta del valor de este inestimable tesoro.
El que narra la parábola es san Mateo, apóstol y evangelista, cuya fiesta litúrgica, por lo demás, se celebra precisamente hoy. Me complace subrayar que san Mateo vivió personalmente esta experiencia (cf. Mt 9, 9). En efecto, antes de que Jesús lo llamara, ejercía el oficio de publicano y, por eso, era considerado pecador público, excluido de la “viña del Señor”. Pero todo cambia cuando Jesús, pasando junto a su mesa de impuestos, lo mira y le dice: “Sígueme”. Mateo se levantó y lo siguió. De publicano se convirtió inmediatamente en discípulo de Cristo. De “último” se convirtió en “primero”, gracias a la lógica de Dios, que — ¡por suerte para nosotros!— es diversa de la del mundo. “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos”, dice el Señor por boca del profeta Isaías (Is 55, 8).
También san Pablo, de quien estamos celebrando un particular Año jubilar, experimentó la alegría de sentirse llamado por el Señor a trabajar en su viña. ¡Y qué gran trabajo realizó! Pero, como él mismo confiesa, fue la gracia de Dios la que actuó en él, la gracia que de perseguidor de la Iglesia lo transformó en Apóstol de los gentiles, hasta el punto de decir: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia” (Flp 1, 21). Pero añade inmediatamente: “Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger” (Flp 1, 22). San Pablo comprendió bien que trabajar para el Señor ya es una recompensa en esta tierra.
La Virgen María, a la que hace una semana tuve la alegría de venerar en Lourdes, es sarmiento perfecto de la viña del Señor. De ella brotó el fruto bendito del amor divino: Jesús, nuestro Salvador. Que ella nos ayude a responder siempre y con alegría a la llamada del Señor y a encontrar nuestra felicidad en poder trabajar por el reino de los cielos.

JUAN PABLO II
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POST-SINODAL, CHRISTIFIDELES LAICI,
 SOBRE VOCACIÓN Y MISIÓN DE LOS LAICOS EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO.  INTRODUCCIÓN

  1. Los fieles laicos(Christifideles laici), cuya «vocación y misión en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II» ha sido el tema del Sínodo de los Obispos de 1987, pertenecen a aquel Pueblo de Dios representado en los obreros de la viña, de los que habla el Evangelio de Mateo: «El Reino de los Cielos es semejante a un propietario, que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña» (Mt20, 1-2).

La parábola evangélica despliega ante nuestra mirada la inmensidad de la viña del Señor y la multitud de personas, hombres y mujeres, que son llamadas por Él y enviadas para que tengan trabajo en ella. La viña es el mundo entero (cf. Mt 13, 38), que debe ser transformado según el designio divino en vista de la venida definitiva del Reino de Dios.

Id también vosotros a mi viña

  1. «Salió luego hacia las nueve de la mañana, vio otros que estaban en la plaza desocupados y les dijo: “Id también vosotros a mi viña”»(Mt 20,3-4).

El llamamiento del Señor Jesús «Id también vosotros a mi viña» no cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día: se dirige a cada hombre que viene a este mundo.
En nuestro tiempo, en la renovada efusión del Espíritu de Pentecostés que tuvo lugar con el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha madurado una conciencia más viva de su naturaleza misionera y ha escuchado de nuevo la voz de su Señor que la envía al mundo como «sacramento universal de salvación»[1].
Id también vosotros. La llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo. Lo recuerda San Gregorio Magno quien, predicando al pueblo, comenta de este modo la parábola de los obreros de la viña: «Fijaos en vuestro modo de vivir, queridísimos hermanos, y comprobad si ya sois obreros del Señor. Examine cada uno lo que hace y considere si trabaja en la viña del Señor»[2].
De modo particular, el Concilio, con su riquísimo patrimonio doctrinal, espiritual y pastoral, ha reservado páginas verdaderamente espléndidas sobre la naturaleza, dignidad, espiritualidad, misión y responsabilidad de los fieles laicos. Y los Padres conciliares, haciendo eco al llamamiento de Cristo, han convocado a todos los fieles laicos, hombres y mujeres, a trabajar en la viña: «Este Sacrosanto Concilio ruega en el Señor a todos los laicos que respondan con ánimo generoso y prontitud de corazón a la voz de Cristo, que en esta hora invita a todos con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo. Sientan los jóvenes que esta llamada va dirigida a ellos de manera especialísima; recíbanla con entusiasmo y magnanimidad. El mismo Señor, en efecto, invita de nuevo a todos los laicos, por medio de este santo Concilio, a que se le unan cada día más íntimamente y a que, haciendo propio todo lo suyo (cf. Flp 2, 5), se asocien a su misión salvadora; de nuevo los envía a todas las ciudades y lugares adonde Él está por venir (cf. Lc 10, 1»[3].
Id también vosotros a mi viña. Estas palabras han resonado espiritualmente, una vez más, durante la celebración del Sínodo de los Obispos, que ha tenido lugar en Roma entre el 1º y el 30 de octubre de 1987. Colocándose en los senderos del Concilio y abriéndose a la luz de las experiencias personales y comunitarias de toda la Iglesia, los Padres, enriquecidos por los Sínodos precedentes, han afrontado de modo específico y amplio el tema de la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo.
En esta Asamblea episcopal no ha faltado una cualificada representación de fieles laicos, hombres y mujeres, que han aportado una valiosa contribución a los trabajos del Sínodo, como ha sido públicamente reconocido en la homilía conclusiva: «Damos gracias por el hecho de que en el curso del Sínodo hemos podido contar con la participación de los laicos (auditores y auditrices), pero más aún porque el desarrollo de las discusiones sinodales nos ha permitido escuchar la voz de los invitados, los representantes del laicado provenientes de todas las partes del mundo, de los diversos Países, y nos ha dado ocasión de aprovechar sus experiencias, sus consejos, las sugerencias que proceden de su amor a la causa común»[4].
Dirigiendo la mirada al posconcilio, los Padres sinodales han podido comprobar cómo el Espíritu Santo ha seguido rejuveneciendo la Iglesia, suscitando nuevas energías de santidad y de participación en tantos fieles laicos. Ello queda testificado, entre otras cosas, por el nuevo estilo de colaboración entre sacerdotes, religiosos y fieles laicos; por la participación activa en la liturgia, en el anuncio de la Palabra de Dios y en la catequesis; por los múltiples servicios y tareas confiados a los fieles laicos y asumidos por ellos; por el lozano florecer de grupos, asociaciones y movimientos de espiritualidad y de compromiso laicales; por la participación más amplia y significativa de la mujer en la vida de la Iglesia y en el desarrollo de la sociedad.
Al mismo tiempo, el Sínodo ha notado que el camino posconciliar de los fieles laicos no ha estado exento de dificultades y de peligros. En particular, se pueden recordar dos tentaciones a las que no siempre han sabido sustraerse: la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político; y la tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, entre la acogida del Evangelio y la acción concreta en las más diversas realidades temporales y terrenas.
En el curso de sus trabajos, el Sínodo ha hecho referencia constantemente al Concilio Vaticano II, cuyo magisterio sobre el laicado, a veinte años de distancia, se ha manifestado de sorprendente actualidad y tal vez de alcance profético: tal magisterio es capaz de iluminar y de guiar las respuestas que se deben dar hoy a los nuevos problemas. En realidad, el desafío que los Padres sinodales han afrontado ha sido el de individuar las vías concretas para lograr que la espléndida «teoría» sobre el laicado expresada por el Concilio llegue a ser una auténtica «praxis» eclesial. Además, algunos problemas se imponen por una cierta «novedad» suya, tanto que se los puede llamar posconciliares, al menos en sentido cronológico: a ellos los Padres sinodales han reservado con razón una particular atención en el curso de sus discusiones y reflexiones. Entre estos problemas se deben recordar los relativos a los ministerios y servicios eclesiales confiados o por confiar a los fieles laicos, la difusión y el desarrollo de nuevos «movimientos» junto a otras formas de agregación de los laicos, el puesto y el papel de la mujer tanto en la Iglesia como en la sociedad.
Los Padres sinodales, al término de sus trabajos, llevados a cabo con gran empeño, competencia y generosidad, me han manifestado su deseo y me han pedido que, a su debido tiempo, ofreciese a la Iglesia universal un documento conclusivo sobre los fieles laicos.[5].
Esta Exhortación Apostólica post-sinodal quiere dar todo su valor a la entera riqueza de los trabajos sinodales: desde losLineamenta hasta el Instrumentum laboris; desde la relación introductoria hasta las intervenciones de cada uno de los obispos y de los laicos y la relación de síntesis al final de las sesiones en el aula; desde los trabajos y relaciones de los «círculos menores» hasta las «proposiciones» finales y el Mensaje final. Por eso el presente documento no es paralelo al Sínodo, sino que constituye su fiel y coherente expresión; es fruto de un trabajo colegial, a cuyo resultado final el Consejo de la Secretaría General del Sínodo y la misma Secretaría han sumado su propia aportación.
El objetivo que la Exhortación quiere alcanzar es suscitar y alimentar una más decidida toma de conciencia del don y de la responsabilidad que todos los fieles laicos —y cada uno de ellos en particular— tienen en la comunión y en la misión de la Iglesia.

Las actuales cuestiones urgentes del mundo: ¿Porqué estáis aquí ociosos todo el día?

  1. El significado fundamental de este Sínodo, y por tanto el fruto más valioso deseado por él, esla acogida por parte de los fieles laicos del llamamiento de Cristo a trabajar en su viña,a tomar parte activa, consciente y responsable en la misión de la Iglesia en esta magnífica y dramática hora de la historia, ante la llegada inminente del tercer milenio.

Nuevas situaciones, tanto eclesiales como sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos. Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable.A nadie le es lícito permanecer ocioso.
Reemprendamos la lectura de la parábola evangélica: «Todavía salió a eso de las cinco de la tarde, vió otros que estaban allí, y les dijo: “¿Por qué estáis aquí todo el día parados?” Le respondieron: “Es que nadie nos ha contratado”. Y él les dijo: “Id también vosotros a mi viña”» (Mt 20, 6-7).
No hay lugar para el ocio: tanto es el trabajo que a todos espera en la viña del Señor. El «dueño de casa» repite con más fuerza su invitación: «Id vosotros también a mi viña».
La voz del Señor resuena ciertamente en lo más íntimo del ser mismo de cada cristiano que, mediante la fe y los sacramentos de la iniciación cristiana, ha sido configurado con Cristo, ha sido injertado como miembro vivo en la Iglesia y es sujeto activo de su misión de salvación. Pero la voz del Señor también pasa a través de las vicisitudes históricas de la Iglesia y de la humanidad, como nos lo recuerda el Concilio: «El Pueblo de Dios, movido por la fe que le impulsa a creer que quien le conduce es el Espíritu del Señor que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o del designio de Dios. En efecto, la fe todo lo ilumina con nueva luz, y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas»[6].
Es necesario entonces mirar cara a cara este mundo nuestro con sus valores y problemas, sus inquietudes y esperanzas, sus conquistas y derrotas: un mundo cuyas situaciones económicas, sociales, políticas y culturales presentan problemas y dificultades más graves respecto a aquél que describía el Concilio en la Constitución pastoral Gaudium et spes[7]. De todas formas, es ésta la viña, y es éste el campo en que los fieles laicos están llamados a vivir su misión. Jesús les quiere, como a todos sus discípulos, sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5, 13-14). Pero ¿cuál es el rostro actual de la «tierra» y del «mundo» en el que los cristianos han de ser «sal» y «luz»?
Es muy grande la diversidad de situaciones y problemas que hoy existen en el mundo, y que además están caracterizadas por la creciente aceleración del cambio. Por esto es absolutamente necesario guardarse de las generalizaciones y simplificaciones indebidas. Sin embargo, es posible advertir algunas líneas de tendencia que sobresalen en la sociedad actual. Así como en el campo evangélico crecen juntamente la cizaña y el buen grano, también en la historia, teatro cotidiano de un ejercicio a menudo contradictorio de la libertad humana, se encuentran, arrimados el uno al otro y a veces profundamente entrelazados, el mal y el bien, la injusticia y la justicia, la angustia y la esperanza.

Secularismo y necesidad de lo religioso

  1. ¿Cómo no hemos de pensar en la persistente difusión de la indiferencia religiosa y del ateísmo en sus más diversas formas, particularmente en aquella —hoy quizás más difundida— del secularismo? Embriagado por las prodigiosas conquistas de un irrefrenable desarrollo científico-técnico, y fascinado sobre todo por la más antigua y siempre nueva tentación de querer llegar a ser como Dios (cf. Gn 3, 5) mediante el uso de una libertad sin límites, el hombre arranca las raíces religiosas que están en su corazón: se olvida de Dios, lo considera sin significado para su propia existencia, lo rechaza poniéndose a adorar los más diversos «ídolos».

Es verdaderamente grave el fenómeno actual del secularismo; y no sólo afecta a los individuos, sino que en cierto modo afecta también a comunidades enteras, como ya observó el Concilio: «Crecientes multitudes se alejan prácticamente de la religión»[8]. Varias veces yo mismo he recordado el fenómeno de la descristianización que aflige los pueblos de antigua tradición cristiana y que reclama, sin dilación alguna, una nueva evangelización.
Y sin embargo la aspiración y la necesidad de lo religioso no pueden ser suprimidos totalmente. La conciencia de cada hombre, cuando tiene el coraje de afrontar los interrogantes más graves de la existencia humana, y en particular el del sentido de la vida, del sufrimiento y de la muerte, no puede dejar de hacer propia aquella palabra de verdad proclamada a voces por San Agustín: «Nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Ti»[9]. Así también, el mundo actual testifica, siempre de manera más amplia y viva, la apertura a una visión espiritual y trascendente de la vida, el despertar de una búsqueda religiosa, el retorno al sentido de lo sacro y a la oración, la voluntad de ser libres en el invocar el Nombre del Señor.

La persona humana: una dignidad despreciada y exaltada

  1. Pensamos, además, en las múltiples violacionesa las que hoy está sometida la persona humana. Cuando no es reconocido y amado en su dignidad de imagen viviente de Dios (cf. Gn 1, 26), el ser humano queda expuesto a las formas más humillantes y aberrantes de «instrumentalización», que lo convierten miserablemente en esclavo del más fuerte. Y «el más fuerte» puede asumir diversos nombres: ideología, poder económico, sistemas políticos inhumanos, tecnocracia científica, avasallamiento por parte de los mass-media. De nuevo nos encontramos frente a una multitud de personas, hermanos y hermanas nuestras, cuyos derechos fundamentales son violados, también como consecuencia de la excesiva tolerancia y hasta de la patente injusticia de ciertas leyes civiles: el derecho a la vida y a la integridad física, el derecho a la casa y al trabajo, el derecho a la familia y a la procreación responsable, el derecho a la participación en la vida pública y política, el derecho a la libertad de conciencia y de profesión de fe religiosa.

¿Quién puede contar los niños que no han nacido porque han sido matados en el seno de sus madres, los niños abandonados y maltratados por sus mismos padres, los niños que crecen sin afecto ni educación? En algunos países, poblaciones enteras se encuentran desprovistas de casa y de trabajo; les faltan los medios más indispensables para llevar una vida digna del ser humano; y algunas carecen hasta de lo necesario para su propia subsistencia. Tremendos recintos de pobreza y de miseria, física y moral a la vez, se han vuelto ya anodinos y como normales en la periferia de las grandes ciudades, mientras afligen mortalmente a enteros grupos humanos.
Pero la sacralidad de la persona no puede ser aniquilada, por más que sea despreciada y violada tan a menudo. Al tener su indestructible fundamento en Dios Creador y Padre, la sacralidad de la persona vuelve a imponerse, de nuevo y siempre.
De aquí el extenderse cada vez más y el afirmarse siempre con mayor fuerza del sentido de la dignidad personal de cada ser humano. Una beneficiosa corriente atraviesa y penetra ya todos los pueblos de la tierra, cada vez más conscientes de la dignidad del hombre: éste no es una «cosa» o un «objeto» del cual servirse; sino que es siempre y sólo un «sujeto», dotado de conciencia y de libertad, llamado a vivir responsablemente en la sociedad y en la historia, ordenado a valores espirituales y religiosos.
Se ha dicho que el nuestro es el tiempo de los «humanismos». Si algunos, por su matriz ateo y secularista, acaban paradójicamente por humillar y anular al hombre; otros, en cambio, lo exaltan hasta el punto de llegar a una verdadera y propia idolatría; y otros, finalmente, reconocen según la verdad la grandeza y la miseria del hombre, manifestando, sosteniendo y favoreciendo su dignidad total.
Signo y fruto de estas corrientes humanistas es la creciente necesidad de participación. Indudablemente es éste uno de los rasgos característicos de la humanidad actual, un auténtico «signo de los tiempos» que madura en diversos campos y en diversas direcciones: sobre todo en lo relativo a la mujer y al mundo juvenil, y en la dirección de la vida no sólo familiar y escolar, sino también cultural, económica, social y política. El ser protagonistas, creadores de algún modo de una nueva cultura humanista, es una exigencia universal e individual[10].

Conflictividad y paz

  1. Por último, no podemos dejar de recordar otro fenómeno que caracteriza la presente humanidad. Quizás como nunca en su historia, la humanidad es cotidiana y profundamente atacada y desquiciada por laconflictividad.Es éste un fenómeno pluriforme, que se distingue del legítimo pluralismo de las mentalidades y de las iniciativas, y que se manifiesta en el nefasto enfrentamiento entre personas, grupos, categorías, naciones y bloques de naciones. Es un antagonismo que asume formas de violencia, de terrorismo, de guerra. Una vez más, pero en proporciones mucho más amplias, diversos sectores de la humanidad contemporánea, queriendo demostrar su «omnipotencia», renuevan la necia experiencia de la construcción de la «torre de Babel» (cf. Gn 11, 1-9), que, sin embargo, hace proliferar la confusión, la lucha, la disgregación y la opresión. La familia humana se encuentra así dramáticamente turbada y desgarrada en sí misma.

Por otra parte, es completamente insuprimible la aspiración de los individuos y de los pueblos al inestimable bien de la paz en la justicia. La bienaventuranza evangélica: «dichosos los que obran la paz» (Mt 5, 9) encuentra en los hombres de nuestro tiempo una nueva y significativa resonancia: para que vengan la paz y la justicia, enteras poblaciones viven, sufren y trabajan. Laparticipación de tantas personas y grupos en la vida social es hoy el camino más recorrido para que la paz anhelada se haga realidad. En este camino encontramos a tantos fieles laicos que se han empeñado generosamente en el campo social y político, y de los modos más diversos, sean institucionales o bien de asistencia voluntaria y de servicio a los necesitados.

Jesucristo, la esperanza de la humanidad

  1. Este es el campo inmenso y apesadumbrado que está ante los obreros enviados por el «dueño de casa» para trabajar en su viña.

En este campo está eficazmente presente la Iglesia, todos nosotros, pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos. Las situaciones que acabamos de recordar afectan profundamente a la Iglesia; por ellas está en parte condicionada, pero no dominada ni muchos menos aplastada, porque el Espíritu Santo, que es su alma, la sostiene en su misión.
La Iglesia sabe que todos los esfuerzos que va realizando la humanidad para llegar a la comunión y a la participación, a pesar de todas las dificultades, retrasos y contradicciones causadas por las limitaciones humanas, por el pecado y por el Maligno, encuentran una respuesta plena en Jesucristo, Redentor del hombre y del mundo.
La Iglesia sabe que es enviada por Él como «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano[11].
En conclusión, a pesar de todo, la humanidad puede esperar, debe esperar. El Evangelio vivo y personal, Jesucristo mismo, es la «noticia» nueva y portadora de alegría que la Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres.
En este anuncio y en este testimonio los fieles laicos tienen un puesto original e irreemplazable: por medio de ellos la Iglesia de Cristo está presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y de amor.

 

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.