PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL IV DOMINGO DE ADVIENTO CB 24 de diciembre de 2023 (San Lucas 1, 26-38).

San Agustín  (cfr. Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea)

26-27.

Sólo la virginidad pudo decentemente dar a luz a Aquel que en su nacimiento no pudo tener igual. Convenía, pues, que nuestro Redentor naciese, según la carne, de una Virgen por medio de un milagro insigne para dar a entender que sus miembros debían nacer de la Iglesia virgen, según el espíritu. (De sancta virginitate, 5)

28-29.

Más que contigo, El está en tu corazón, se forma en tu seno, llena tu espíritu, llena tu vientre. (En el serm. de Nativit. Dom. 4)

36-38.

Si alguno dice: si Dios es omnipotente, que haga que no suceda lo que ya ha sucedido, no se da cuenta que lo que está diciendo es: que haga que aquellas cosas que son verdaderas, sean verdaderas y falsas a la vez. El puede hacer que no exista algo que antes existía, como cuando alguno que empieza a existir cuando nace, deja de existir muriendo. Pero ¿quién dirá: que haga que no sea aquello que ya no existe? Pues, todo lo que ha pasado, ya no existe. Si puede hacerse algo de ello, aún hay materia de la cual puede hacerse. Y si hay materia, ¿cómo puede decirse que ya ha pasado? Así, aquello que dijimos que ha sido, en realidad no es. Pero es verdad aquello que ha sido, porque lo verdadero no está en la cosa que ya no es, sino en nuestra sentencia sobre ella. Dios no puede hacer que esta sentencia sea falsa. No llamamos a Dios omnipotente en este sentido, según el cual creamos que El también puede morir. Aquél se llama con toda propiedad el sólo Omnipotente que verdaderamente existe y de quien únicamente procede todo lo que es. (Contra Faustum, 26,5)

Santa  Catalina de Siena, oraciones y soliloquios, n° 11, en el día de la anunciación

Historia.

—Compuesta en la fiesta de la Anunciación, 25 de marzo de 1379. Ese día cumplía Catalina treinta y dos años. Vivía cerca de la iglesia dominicana de Santa María sopra Minerva, dedicada a la Anunciación. Es una de sus oraciones más bellas —María, corredentora de los hombres, nos es presentada sencilla, humilde, complaciendo al Padre. —En María, como en un libro, aparece manifiesta la Trinidad. —La misericordia y la justicia se dan el abrazo en la encarnación del Verbo. —María coopera dando  su consentimiento. —Cristo, desde ese momento, tiene ansias de morir  por el hombre.  —Plegaria por la Iglesia y por los discípulos de la Santa.

¡Oh María, María, templo de la Trinidad! ¡Oh María,  portadora del Fuego! María, que ofreces misericordia,  que germinas el fruto, que redimes el género humano, porque, sufriendo la carne tuya en el Verbo, fue nuevamente redimido el mundo. ¡Oh María, tierra fértil! Eres la nueva planta de la que recibimos la fragante flor del Verbo, unigénito Hijo de Dios, pues en ti, tierra fértil, fue sembrado ese Verbo. Eres la tierra y eres la planta. ¡Oh María, carro de fuego!

Tú llevaste el fuego escondido y velado bajo el polvo de tu humanidad.

¡Oh María!, vaso de humildad en el q u e está y arde la luz del verdadero conocimiento con que te elevaste sobre ti misma, y por eso agradaste al Padre eterno y te raptó y llevó a sí, amándote con amor singular. Con la luz y el fuego de tu caridad, y con el ungüento de tu humildad atrajiste e inclinaste a la Divinidad a que viniera a ti, si bien antes fue arrastrado a venir a nosotros por el ardentísimo fuego de su inestimable caridad.

¡Oh María! Porque tuviste luz no fuiste necia, sino prudente, y por eso, con prudencia, quisiste saber del ángel cómo sería posible lo que anunciaba. ¿No sabías que esto era posible al Dios omnipotente? Ciertamente que sí. ¿Por qué dijiste: «pues no conozco varón»? No porque te faltase la fe, sino por la profunda humildad que consideraba tu indignidad; no porque dudases de que fuera posible a Dios.

María: ¿te turbaste de las palabras del ángel por miedo? Si atiendo a la luz de Dios, no parece que te turbases por miedo, aunque mostrases algún gesto de admiración y alguna turbación. Entonces, ¿de qué te maravillaste? De la gran bondad de Dios que veías. Considerándote a ti misma y cuan indigna te reconocías a tanta gracia, quedaste estupefacta. Quedaste admirada y estupefacta por la consideración de la inefable gracia de Dios, por la consideración de tu indignidad y debilidad. Preguntando con prudencia, demostraste profunda humildad, y, como queda dicho, no tuviste temor, sino admiración por causa de la desmedida bondad y caridad de Dios, dada la bajeza y pequeñez de tu virtud.

Tú, ¡oh María!, has sido hecha hoy un libro en que se halla descrito nuestro modo de actuar. En ti se halla descrita la sabiduría del Padre eterno, en ti se manifiesta hoy la fortaleza y la libertad del hombre. Digo que se manifiesta la dignidad del hombre porque, si miro a ti, María, veo que la mano del Espíritu Santo imprimió en ti la Trinidad, formando en ti al Verbo encarnado, Hijo unigénito de Dios. La sabiduría del Padre escribió, es decir, el mismo Verbo ha dejado escrito su poder, pues fue poderoso para realizar este gran misterio. La clemencia del Espíritu Santo también ha dejado escrito, pues sólo por benevolencia y clemencia fue ordenado y llevado a cabo tan gran misterio. Si considero tu admirable determinación, Trinidad eterna, veo que en tu luz tuviste en cuenta la dignidad y nobleza del género humano, por lo que como el amor te obligó a sacar al hombre de ti, así el mismo amor te forzó a redimirlo cuando estaba perdido. Bien mostraste que amabas al hombre antes de que existiese al querer crearlo sólo por amor; pero mayor lo mostraste dándote a ti mismo, encerrándote hoy en el envoltorio de su humanidad.

¿Qué más pudiste darnos que a ti mismo? Por lo cual pudiste con verdad decir: « ¿Qué he podido decir que no haya hecho?»

Así comprendo que lo que determinó la sabiduría en aquella grande y eterna resolución fue salvar al hombre. Hoy se ha realizado, cumpliéndose lo que tu clemencia deseaba y podía, de modo que en nuestra salvación se hallan aunados, Trinidad eterna, el poder, la sabiduría y la clemencia. Con esta decisión quería tu gran misericordia hacer misericordia a las criaturas, y tú, Trinidad eterna, realizar en ella tu verdad de darle la vida eterna, pues para esto la habías creado, a fin de que tuviera parte y gozase de ti. Esto no contradecía a tu justicia, que, como la misericordia, te es propia. La justicia permanece para siempre, por lo que ella n o deja falta alguna sin castigo, lo mismo que nada bueno sin ser premiado. El hombre no se podía satisfacer por su culpa. ¿Qué medio encontraste, Trinidad eterna, para que se cumpliese tu verdad de hacer misericordia al hombre  y a la vez pudiese satisfacerse tu justicia? ¿Qué remedio nos has dado? He aquí el remedio oportuno: determinaste  darnos el Verbo de tu unigénito Hijo y que tomase la masa de nuestra carne que te había ofendido, para que, sufriendo en esa humanidad, se satisficiese tu justicia; no en virtud de la humanidad, sino de la divinidad unida a ella. Así se hizo, y se cumplió tu verdad, y quedaron cumplidas la justicia y la misericordia.

¡Oh María! Veo que este Verbo, dado a ti para que en ti esté sin ser separado del Padre, al modo que la palabra que el hombre tiene en la mente, aunque pronunciada exteriormente y comunicada a los demás, no se separa de esa mente ni del corazón. En todo esto se muestra la dignidad del hombre, por el cual ha hecho Dios tan grandes cosas.

También se demuestra hoy, ¡oh María!, la fortaleza y libertad del hombre, porque, después de tan maravillosa determinación, te fue enviado u n ángel p a r a anunciártela e indagar tu voluntad. El Hijo de Dios no bajaría a tu vientre antes de que te conformases con ella. Aguardaba a la puerta de tu voluntad a que abrieses al que deseaba venir a ti, y nunca habría entrado si n o la hubieses abierto, diciendo: «He aquí la sierva del Señor». Manifiestamente, pues, aparece la fortaleza y libertad de tu querer, ya que ningún bien ni mal se pueden hacer sin él y no hay demonio ni criatura que pueda obligarla a la culpa de pecado mortal si ella no quiere, como tampoco puede forzarla a obrar bien alguno más allá de lo que ella quiera; de modo que la voluntad del hombre es libre, y ninguno la puede llevar al mal o al bien si ella no quiere. ¡Oh María! A la puerta llamaba la eterna Divinidad, pero si tú no hubieras abierto la entrada de tu voluntad, Dios no se habría encarnado en ti. Avergüénzate, alma mía, viendo que Dios se h a emparentado contigo por medio de María. Hoy te ha quedado claro que, aunque hayas sido creada sin intervención tuya, no serás salvada sin ella; por eso hoy llama Dios a la puerta de la voluntad de María y espera que le abra.

¡Oh María, dulcísimo amor mío! En ti está escrito el Verbo del que recibimos la doctrina de la vida, tú eres la tabla [documento] que nos la das. Veo que en cuanto esta Verdad ha sido escrita en ti, ésta no se halla sin la cruz del santo deseo. En cuanto fue concebido en ti, le fue infundido y dado el deseo de morir por la salvación del hombre, razón por la que había tomado carne. Fue para El una gran cruz soportar tanto tiempo el deseo, que hubiera querido realizar inmediatamente.

María: a ti acudo y te presento mi petición por la dulce esposa de Cristo, tu dulcísimo Hijo, y por su vicario en la tierra para que le dé la luz a fin de que con discreción tome las medidas oportunas para la reforma de la Iglesia. Que el pueblo se una y que su corazón se amolde al del vicario, de modo que nunca levante la cabeza contra él. Me parece que tú, Dios eterno, has hecho de él un yunque sobre el que todo el mundo golpea cuanto puede con la lengua y con las obras. Te ruego igualmente por los que has puesto en mi deseo con singular amor. Que sus corazones ardan como brasas que no se apagan. Que siempre vivan anhelando la caridad para contigo y con el prójimo, a fin de que en tiempo de necesidad tenga las navecillas bien provistas para sí y para los demás. Te pido por los que me has dado, aunque yo no sea motivo de bien alguno, sino siempre de mal, al no ser para ellos espejo de virtud, sino de ignorancia y negligencia.

Pero, María, hoy te pido con atrevimiento, porque es el día de las gracias, y sé que nada se te niega. ¡Oh María! La tierra ha germinado para nosotros al Salvador. Pequé contra el Señor todo el tiempo de mi vida; pequé contra el Señor. T e n misericordia de mí, dulcísimo e inestimable Amor

¡Oh María! Bendita tú e n t r e las mujeres por los siglos de los siglos, pues hoy nos has dado de tu harina. Hoy la Divinidad se u n e y entremezcla tan estrechamente  con nuestra humanidad, que nunca se podrá separar ni  por muerte ni por ingratitud. Siempre ha estado unida a la Divinidad con el alma, y con el cuerpo en Cristo: con el sepulcro y con el alma, en el limbo. De esta manera se ha contraído este parentesco que nunca ha desaparecido y nunca desaparecerá.

Amén.

En el Catecismo de la Iglesia Católica

490

«¡Alégrate!, llena de gracia» (Lc 1,28).

Para ser la Madre del Salvador, María fue «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante» (Vaticano II LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como «llena de gracia». En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios.

491

A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María «llena de gracia» por había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX: «… la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género.

492

Esta «resplandeciente santidad del todo singular» de la que ella fue «enriquecida desde el primer instante de su concepción» (LG 56), le viene toda entera de Cristo: ella es «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (LG 53). El Padre la ha «bendecido […] con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. Él la ha «elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor» (cf. Ef 1, 4).

493 Los Padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios «la Toda Santa» (Panaghia), la celebran «como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo» (LG 56). Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.

En el Magisterio de los Papas:

San Juan Pablo II, papa

Redemptoris Mater: Carta Encíclica “Redemptoris Mater”, n. 7, 10.

«Alégrate, llena de gracia» (Lc 1,28).

Desde hace una semana estamos viviendo el tiempo litúrgico de Adviento: tiempo de apertura al futuro de Dios, tiempo de preparación para la santa Navidad, cuando él, el Señor, que es la novedad absoluta, vino a habitar en medio de esta humanidad decaída para renovarla desde dentro. En la liturgia de Adviento resuena un mensaje lleno de esperanza, que invita a levantar la mirada al horizonte último, pero, al mismo tiempo, a reconocer en el presente los signos del Dios-con-nosotros.

En este segundo domingo de Adviento la Palabra de Dios asume el tono conmovedor del así llamado segundo Isaías, que a los israelitas, probados durante decenios de amargo exilio en Babilonia, les anunció finalmente la liberación: “Consolad, consolad a mi pueblo —dice el profeta en nombre de Dios—. Hablad al corazón de Jerusalén, decidle bien alto que ya ha cumplido su tribulación” (Is 40, 1-2). Esto es lo que quiere hacer el Señor en Adviento: hablar al corazón de su pueblo y, a través de él, a toda la humanidad, para anunciarle la salvación.

También hoy se eleva la voz de la Iglesia: “En el desierto preparadle un camino al Señor” (Is40, 3). Para las poblaciones agotadas por la miseria y el hambre, para las multitudes de prófugos, para cuantos sufren graves y sistemáticas violaciones de sus derechos, la Iglesia se pone como centinela sobre el monte alto de la fe y anuncia: “Aquí está vuestro Dios. Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza” (Is 40, 11).

Este anuncio profético se realizó en Jesucristo. Él, con su predicación y después con su muerte y resurrección, cumplió las antiguas promesas, revelando una perspectiva más profunda y universal. Inauguró un éxodo ya no sólo terreno, histórico y como tal provisional, sino radical y definitivo: el paso del reino del mal al reino de Dios, del dominio del pecado y la muerte al del amor y la vida. Por tanto, la esperanza cristiana va más allá de la legítima esperanza de una liberación social y política, porque lo que Jesús inició es una humanidad nueva, que viene “de Dios”, pero al mismo tiempo germina en nuestra tierra, en la medida en que se deja fecundar por el Espíritu del Señor. Por tanto, se trata de entrar plenamente en la lógica de la fe: creer en Dios, en su designio de salvación, y al mismo tiempo comprometerse en la construcción de su reino. En efecto, la justicia y la paz son un don de Dios, pero requieren hombres y mujeres que sean “tierra buena”, dispuesta a acoger la buena semilla de su Palabra.

Primicia de esta nueva humanidad es Jesús, Hijo de Dios e hijo de María. Ella, la Virgen Madre, es el “camino” que Dios mismo se preparó para venir al mundo. Con toda su humildad, María camina a la cabeza del nuevo Israel en el éxodo de todo exilio, de toda opresión, de toda esclavitud moral y material, hacia “los nuevos cielos y la nueva tierra, en los que habita la justicia” (2 P 3, 13). A su intercesión materna encomendamos las esperanzas de paz y de salvación de los hombres de nuestro tiempo.