PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL III DOMINGO DE ADVIENTO CB 17 de diciembre de 2023. San Juan (1,6-8.20-28).

San Juan Crisóstomo, in Ioannemm hom. 15-16

6-8. No creas que hay algo humano en aquello que es dicho por él, porque no dice lo que es de él, sino lo que es de parte del que lo envía. Por esto es llamado ángel por el profeta, cuando dice: «Yo envío a mi ángel» (Mal 3,1). Es propiedad del ángel no decir cosa alguna de sí mismo. Cuando dice: «Fue enviado», no se refiere a su ser, sino al ministerio que traía. Y así como Isaías fue enviado desde el mundo, y fue hacia el pueblo luego que vio al Señor sentado sobre un solio elevado y excelso, así San Juan fue enviado desde el desierto para bautizar. Por esto dice: «El que me envió a bautizar me dijo: Sobre aquél que veas, etc.».

No porque necesitase testimonio de la luz, sino para dar razón de su venida, nos enseña Juan diciendo: «Para que creyesen todos por él». Así como se hizo carne para que no se perdiesen todos los hombres, así envió delante un mensajero para que oyendo una voz que conociesen, acudiesen con mayor facilidad.

Como entre nosotros es mayor el que da testimonio que aquél de quien lo da, y más digno de ser creído, para que nadie sospechase esto de San Juan, dice: «No era él la luz, sino que dio testimonio de la luz».

Pero si no repitió con intención las palabras «para dar testimonio de la luz», sería inútil lo que dice, y más bien repetición de la palabra que explicación de doctrina.

19-23. Creyeron a San Juan tan digno de ser creído que admitieron su contestación como verdadera, a pesar de ser él mismo quien daba testimonio de sí. Por esto se dice: «A preguntarle, ¿tú quién eres?»

Experimentaron los judíos cierta pasión humana respecto de San Juan. Creían indigno que él se sometiese a Jesucristo, porque las muchas cosas que hacía San Juan demostraban su excelencia y, en realidad, que descendía de familia ilustre (puesto que era hijo del príncipe de los sacerdotes). Y porque demostraban, después, su educación sólida y su desprecio de las cosas humanas. Mas en Jesucristo se veía lo contrario; era de un aspecto humilde, lo cual menospreciaban los judíos diciendo: «¿Pues no es éste el hijo del carpintero?» (Mt 13,55). Su ordinario sustento era el de los demás, y su vestido no se distinguía del de muchos. Y como San Juan mandaba continuamente a ver a Jesucristo, y por otro lado querían más bien tener por maestro a San Juan, le enviaron aquella legación, creyendo que por medio de halagos le obligarían a confesar que él era el Cristo. Y por esto no envían a personas despreciables (a la manera que a Cristo le enviaban a los ministros y los herodianos) sino sacerdotes y levitas. Y no cualquiera de estos, sino a aquellos que estaban en Jerusalén, que eran los más distinguidos. Y los envían para que pregunten: «¿Tú quién eres?». No porque lo ignorasen, sino porque querían llevarlo a contestar como queda dicho. Por esto San Juan les respondió según él creía, y no según la mente de los que preguntaban: «Y confesó y no negó. Y confesó, que yo no soy el Cristo». Y véase aquí la sabiduría del Evangelista. Dice por tercera vez casi lo mismo, indicando la virtud del Bautista, y descubriendo la malicia y la locura de los judíos. Es propio de un siervo respetuoso no sólo no quitar la gloria a su amo, sino rechazarla cuando otros se la ofrecen. Las muchedumbres, en realidad, habían creído por ignorancia que San Juan era el Cristo. Y éstos, como iban de mala fe, le preguntaban impulsados por la misma, creyendo que podrían atraerlo por medio de halagos a lo que se proponían. Si no hubiesen pensado así, hubieran dicho a Juan cuando les responde «yo no soy el Cristo»: no hemos pensado en esto, ni hemos venido a preguntártelo. Mas habiéndose visto descubiertos, pasan a otra cosa. Y por esto prosigue: «Y le preguntaron: ¿pues qué cosa? ¿eres tú Elías?

Véase aquí cómo insisten y preguntan con más fuerza. Mas éste destruye con su mansedumbre todas las sospechas que no estaban inspiradas en la verdad, y restablece la opinión verdadera. Por esto sigue: «El dijo: yo soy voz del que clama en el desierto».

24-28. O acaso los mismos sacerdotes y levitas eran también de los fariseos, y como no pudieron doblegarlo con halagos, intentan arrojar sobre él una acusación, obligándole a decir lo que no era. Por esto sigue: «Y le preguntaron y le dijeron: ¿pues por qué bautizas, si tú no eres el Cristo, ni Elías ni el profeta?». Les parecía que rayaba en la audacia el bautizar sin ser el Cristo, ni su precursor, ni su anunciador, esto es, su profeta.

Dijo esto porque era conveniente que el Salvador se confundiese con el pueblo, como uno de tantos, para dar ejemplo de humildad en todas partes. Y cuando dice: «A quien vosotros no conocéis», habla de un conocimiento cierto y seguro de quién es y de dónde viene.

Como si dijese (San Juan) no creáis que todo consiste en mi bautismo, porque si mi bautismo fuese perfecto, no vendría otro después de mí a dar otro bautismo; mas todo esto es preparación de aquél, y pasará en breve como la sombra y la imagen; pero conviene que el que impone la verdad venga después de mí. Y si este bautismo fuera perfecto, nunca hubiese sido necesario un segundo. Y por esto añade: «El que ha sido engendrado antes de mí» es digno de mayor honor y de mayor respeto.

Y para que no se crea que su respectiva excelencia es comparable, y para manifestar mejor la diferencia, añade: «Del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado». Como diciendo: en tanto es superior a mí yo no soy digno de contarme ni aun entre sus servidores más humildes, porque soltar el calzado es lo último que puede hacer el que sirve.

Y como San Juan predicaba a todos con oportuna libertad lo que se refería a Jesucristo, el Evangelista dice aquí el lugar donde lo hacía, añadiendo: «Esto aconteció en Betania, de la otra parte del Jordán, en donde estaba Juan bautizando». Porque no predicaba a Jesucristo ni en la casa ni en la esquina, sino al otro lado del Jordán, en medio de la multitud y estando presentes los que había bautizado. Algunos ejemplares dicen en Betábora [1], porque Betania no estaba al otro lado del Jordán, ni en el desierto, sino cerca de Jerusalén.

También se fija en esto por otra causa. Porque no refería cosas antiguas sino las que habían ocurrido poco tiempo antes, por lo que cita como testigos a los que estaban presentes y habían visto aquello que se refería, haciendo la demostración hasta de los lugares.

San Bernardo de Claraval

Sermón: Luz que alumbra al arder

«No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz» (Jn 1,8)

Sermón 3º en el Primer Domingo de Noviembre, nn. 2-3

[…] ¡Cuánta más sensatez y sabiduría demostró ese otro lucero, Juan Bautista! Fue el precursor del Señor, pero no por propia presunción, ni como un ladrón o bandido, sino por autorización de Dios Padre. Así está escrito: He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti. Y en un salmo leemos también: Preparé una lámpara para mi Ungido. Era una antorcha que ardía e iluminaba, y los judíos quisieron disfrutar una hora de su luz. Pero él se negó. ¿Por qué motivo? Pregúntaselo a él y que se aclare. El amigo del esposo, responde él, está siempre con él y se alegra mucho de oír su voz. Juan persevera: no una caña sacudida por el viento. Persevera porque es su amigo, y porque es un fuego que arde. Y por eso los Serafines están en pie. Sí, es un auténtico amigo del esposo, porque no siente celos de la gloria del que procede del trono; le prepara el camino, predica su amor gratuito, y sólo aspira a participar también él de su plenitud.

Juan alumbra, y alumbra con tanta mayor claridad cuanto más arde. Y cuanto menos desea brillar tanto más verdadera es su luz. Es un auténtico lucero que no viene a suplantar al Sol de justicia, sino a proclamar su resplandor. Escuchémosle: Yo no soy el Mesías. Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo, y yo no merezco ni agacharme para desatarle la correa de las sandalias. Yo os bautizo con agua, y él os va a bautizar con Espíritu Santo y fuego. Este lucero quiere decirnos sin rodeos: ¿por qué os detenéis a contemplar mi resplandor? Yo no soy el sol. Vais a ver a otro que es incomparablemente mayor. Junto a él yo no soy luz, sino tinieblas. Yo, como lucero de la mañana, os regalo el rocío matinal. El os inundará con sus rayos de fuego, derretirá los hielos, secará los pantanos, calentará a los que están yertos, y será el vestido de los pobres. Las palabras del Precursor concuerdan con las del juez: el fuego que promete Juan, Cristo lo derrama: He venido a encender fuego en la tierra.

Puedes replicarme que tan esencial le es al fuego despedir llamas como resplandores. No te lo niego, aunque las llamas creo que le son mucho más esenciales. Escuchemos nuevamente del Señor cuál es la propiedad por excelencia del fuego: He venido a encender fuego en la tierra y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo. Ahí tienes su deseo. Tampoco ignoras que vivir es cumplir su voluntad, y que el empleado que conoce el deseo de su señor y no lo cumple recibirá muchos palos. ¿Por qué quieres brillar tan pronto? Todavía no ha llegado el momento en que los justos brillarán como el sol en el Reino del Padre. Actualmente es muy peligrosa esa ansia de brillar. Es muchísimo más interesante arder.

Mas si te consume el deseo de iluminar y ser visto, preocúpate ante todo de arder, y ten por cierto que vivirás envuelto en la luz. En caso contrario pierdes el tiempo, pues brillar sin arder es pura ilusión. La luz que no nace del fuego es falsa y artificial. Y lo que no es tuyo propio no puedes retenerlo mucho tiempo. Además del bochorno que supone presumir de lo que no es tuyo. Dicen que la luna tiene luz sin tener fuego, y que la recibe prestada del sol. Por eso está siempre cambiando y muda continuamente de cara. Lo mismo ocurre entre los hombres: el necio cambia como la luna y el sabio se mantiene firme como el sol. El necio por excelencia fue aquel a quien por su esplendor perdió la sabiduría, es decir, se ofuscó con tanta luz.

En el Catecismo de la Iglesia Católica

523

San Juan Bautista es el precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino (cf. Mt 3, 3). “Profeta del Altísimo” (Lc 1, 76), sobrepasa a todos los profetas (cf. Lc 7, 26), de los que es el último (cf. Mt 11, 13), e inaugura el Evangelio (cf. Hch 1, 22; Lc 16,16); desde el seno de su madre ( cf. Lc 1,41) saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser “el amigo del esposo” (Jn 3, 29) a quien señala como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Precediendo a Jesús “con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio (cf. Mc 6, 17-29).

524

Al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda Venida (cf. Ap 22, 17). Celebrando la natividad y el martirio del Precursor, la Iglesia se une al deseo de éste: “Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30).

608

Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14; cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: “Servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45).

Juan, Precursor, Profeta y Bautista

717

“Hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan. (Jn 1, 6). Juan fue “lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” (Lc 1, 15. 41) por obra del mismo Cristo que la Virgen María acababa de concebir del Espíritu Santo. La “Visitación” de María a Isabel se convirtió así en “visita de Dios a su pueblo” (Lc 1, 68).

718

Juan es “Elías que debe venir” (Mt 17, 10-13): El fuego del Espíritu lo habita y le hace correr delante [como “precursor”] del Señor que viene. En Juan el Precursor, el Espíritu Santo culmina la obra de “preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1, 17).

719

Juan es “más que un profeta” (Lc 7, 26). En él, el Espíritu Santo consuma el “hablar por los profetas”. Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías (cf. Mt 11, 13-14). Anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la “voz” del Consolador que llega (Jn1, 23; cf. Is 40, 1-3). Como lo hará el Espíritu de Verdad, “vino como testigo para dar testimonio de la luz” (Jn 1, 7; cf. Jn 15, 26; 5, 33). Con respecto a Juan, el Espíritu colma así las “indagaciones de los profetas” y la ansiedad de los ángeles (1 P 1, 10-12): “Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo. Y yo lo he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios […] He ahí el Cordero de Dios” (Jn 1, 33-36).

720

En fin, con Juan Bautista, el Espíritu Santo, inaugura, prefigurándolo, lo que realizará con y en Cristo: volver a dar al hombre la “semejanza” divina. El bautismo de Juan era para el arrepentimiento, el del agua y del Espíritu será un nuevo nacimiento (cf. Jn 3, 5).

En el Magisterio de los Papas:

Juan Pablo II

Ángelus (03-06-1987): Viene al mundo como fuente de vida y de santidad

«Vino a dar testimonio de la luz» (Jn 1,7)

nn. 6-9

El prólogo del Evangelio de Juan (lo mismo que, de otro modo, la Carta a los Hebreos), expresa, pues, bajo la forma de alusiones bíblicas, el cumplimiento en Cristo de todo cuanto se había dicho en la Antigua Alianza, comenzando por el libro del Génesis, pasando por la ley de Moisés (cf. Jn 1, 17) y los Profetas, hasta los libros sapienciales. La expresión «el Verbo» (que «estaba en el principio en Dios»), corresponde a la palabra hebrea «dabar». Aunque en griego encontramos el término «logos», el patrón es, con todo, vétero-testamentario. Del Antiguo Testamento toma simultáneamente dos dimensiones: la de «hochma», es decir, la sabiduría, entendida como «designio» de Dios sobre la creación, y la de «dabar» (Logos), entendida como realización de ese designio. La coincidencia con la palabra «Logos», tomada de la filosofía griega, facilitó a su vez a aproximación de estas verdades a las mentes formadas en esa filosofía.

Permaneciendo ahora en el ámbito del Antiguo Testamento, precisamente en Isaías, leemos: La «palabra que sale de mi boca, no vuelve a mí vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumple su misión» (Is 55, 11 ). De donde se deduce que la «dabar-Palabra» bíblica no es sólo «palabra», sino además «realización» (acto). Se puede afirmar que ya en los libros de la Antigua Alianza se encuentra cierta personificación del «verbo» (dabar, logos); lo mismo que de la «Sabiduría» (sofia).

Efectivamente, en el libro de la Sabiduría leemos: (la Sabiduría) «está en los secretos de la ciencia de Dios y es la que discierne sus obras» (Sab 8, 4); y en otro texto: «Contigo está la sabiduría, conocedora de tus obras, que te asistió cuando hacías al mundo, y que sabe lo que es grato a tus ojos y lo que es recto… Mándala de los santos cielos, y de tu trono de gloria envíala, para que me asista en mis trabajos y venga yo a saber lo que te es grato» (Sab 9, 9-10).

Estamos, pues, muy cerca de las primeras palabras del prólogo de Juan. Aún más cerca se hallan estos versículos del libro de la Sabiduría que dicen: «Un profundo silencio lo envolvía todo, y en el preciso momento de la medianoche, tu Palabra omnipotente de los cielos, de tu trono real… se lanzó en medio de la tierra destinada a la ruina llevando por aguda espada tu decreto irrevocable» (Sab 18, 14-15). Sin embargo, esta «Palabra» a la que aluden los libros sapienciales, esa Sabiduría que desde el principio está en Dios, se considera en relación con el mundo creado que ella ordena y dirige (cf. Prov 8, 22-27). En el Evangelio de Juan, por el contrario, «el Verbo» no sólo está «al principio», sino que se revela como vuelto completamente hacia Dios (pros ton Theon) y siendo Dios Él mismo. «El Verbo era Dios». El es el «Hijo unigénito, que está en el seno del Padre», es decir, Dios-Hijo. Es en Persona la expresión pura de Dios, la «irradiación de su gloria» (cf. Heb 1, 3), «consubstancial al Padre».

Precisamente este Hijo, el Verbo que se hizo carne, es Aquel de quien Juan da testimonio en el Jordán. De Juan Bautista leemos en el prólogo: «Hubo un hombre enviado por Dios de nombre Juan. Vino éste a dar testimonio de la luz…» (Jn 1, 6-7). Esa luz es Cristo, como Verbo. Efectivamente, en el prólogo leemos: «En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1, 4). Esta es «la luz verdadera que… ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9). La luz que «luce en las tinieblas, pero las tinieblas no a acogieron» (Jn 1, 5).

Así, pues, según el prólogo del Evangelio de Juan, Jesucristo es Dios porque es Hijo unigénito de Dios Padre. El Verbo. El viene al mundo como fuente de vida y de santidad. Verdaderamente nos encontramos aquí en el punto central y decisivo de nuestra profesión de fe: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros».