PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DE LA SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO. 26 de noviembre de 2023 (San Mateo 25,31-46).

En los SANTOS PADRES:

San Gregorio de Nisa.

Homilías: No desprecies a los pobres como si fuesen de ningún valor

«Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40)

Hom. 1 sobre el amor a los pobres: PG 46, 459-462

No desprecies a los pobres que arrastran su miseria como si fuesen de ningún valor. Considera quiénes son y reconocerás su dignidad: son la presencialización del Salvador. En efecto, Cristo, en su bondad, les ha transferido su propia persona para que, a semejanza de los soldados que, frente al enemigo que ataca, blanden, cual escudo, las insignias reales, a fin de que a la vista de la efigie del soberano, se quebrante y refrene el ímpetu de los asaltantes, así también los pobres puedan, gracias a la representación de Cristo que ostentan, doblegar, calmar y apiadar a cuantos ignoran la compasión o aborrecen francamente a los pobres.

Ellos son los administradores de los bienes que también nosotros esperamos; los porteros del reino de los cielos, que abren las puertas a los buenos y compasivos, y la cierran a los malos e inhumanos; ellos son también unos severos fiscales y unos magníficos abogados. Pero acusan o defienden, no con discursos, sino con sola su presencia, al comparecer ante el juez. Gritan lo que se ha hecho contra ellos y lo proclaman con mayor claridad, exactitud y eficacia que cualquier pregonero, en presencia de quien escudriña los corazones y conoce todos los pensamientos de los hombres y lee los movimientos secretos del alma. Por causa de ellos se nos describe con todo lujo de detalles aquel tremendo juicio, del que a menudo habéis oído hablar.

Veo, en efecto, allí al Hijo del hombre venir del cielo, avanzando sobre los aires como si caminase sobre la tierra, escoltado de miríadas de ángeles. Veo a continuación el trono de la gloria, erigido en un lugar excelso, y, sentado en él, al Rey. Veo entonces que todas las familias humanas, los pueblos y las naciones que pasaron por esta vida, que respiraron este aire y contemplaron la luz de este sol, están alineados ante el tribunal, divididos en dos grupos.

Oigo que a los situados a la derecha se les llama corderos y a los situados a la izquierda se los denomina cabritos, nombres que responden a la categoría moral de cada grupo. Oigo al Rey que los interroga y anota sus justificaciones. Oigo lo que ellos responden al Rey. Advierto, finalmente, que cada uno es adornado según sus méritos. A los que fueron buenos y compasivos y llevaron una vida intachable, se les premia con el descanso eterno en el reino de los cielos, en cambio, a los inhumanos, y a los malvados, se les condena al suplicio del fuego, y del fuego eterno. Como sabéis, todas estas cosas se explican en el evangelio con toda diligencia.

Me inclino a creer que esta descripción tan detallada de aquel juicio, que parece un cuadro pintado al vivo, no tiene otra finalidad que inculcarnos la beneficiencia e inducirnos a practicar la benevolencia. En ella va facturada la vida. Ella es la madre de los pobres, la maestra de los ricos, la bondadosa nodriza de sus pupilos, la protectora de los ancianos, la despensa de los necesitados, el puerto común de los miserables, la que se cuida de todas las edades, la que atiende en todas las aflicciones y calamidades.

San Agustín, de civitate Dei, 19-21

31b. Bajará, pues, con los ángeles, que convocó de las alturas para celebrar el juicio, por lo que dice: Y todos sus ángeles con El.

32. Esta reunión se verificará por ministerio de los ángeles, a quienes se dice en el salmo: «Congregad al Señor todos sus Santos» (Sal 49,5).

34. Hecha excepción de aquel reino del cual, en el juicio final, se ha de decir: Poseed el reino que os está preparado, también la Iglesia presente, aunque de una manera más impropia, es llamada su reino, en el que aun se lucha con el enemigo, hasta que se llegue a aquel pacificadísimo reino en donde se reinará sin enemigos.

41b. De aquí se colige que será uno mismo el fuego destinado para suplicio de los hombres y de los demonios. Y si será dañoso al tacto corporal, para que por él puedan ser atormentados los cuerpos, ¿de qué manera podrá contenerse en él la pena de los espíritus malignos, salvo que los demonios tengan ciertos cuerpos, formados del aire denso y húmedo, como algunos han opinado? Mas si alguno afirma que los demonios no tienen cuerpos, no se ha de entablar disputa acerca de este asunto discutible: pues ¿por qué no diremos -con términos que, aunque maravillosos, son sin embargo razonables- que los espíritus incorpóreos pueden ser afligidos con la pena del fuego corporal? Si las almas de los hombres -aun siendo enteramente incorpóreas- podrán ser encerradas ahora en los miembros corporales y también entonces ser sujetos indisolublemente a los vínculos de sus cuerpos, se adherirán, por consiguiente, los demonios (aunque incorpóreos) a los fuegos corporales para ser atormentados, recibiendo la pena de los fuegos, mas no dando la vida a los fuegos. Y aquel fuego será corporal, y atormentará a los cuerpos de los hombres juntamente con sus espíritus; pero los espíritus de los demonios sin cuerpo.

46. Aquí, pues, se trata del último juicio, cuando Jesucristo ha de venir del cielo con el fin de juzgar a los vivos y a los muertos. Llamamos último a este día del juicio divino, esto es, último tiempo, pues es incierto por cuántos días se alargará dicho juicio; según costumbre de las Escrituras Santas, el día suele ponerse en lugar del período. Por lo mismo, pues, decimos el último juicio o novísimo, porque juzga ahora, y juzgó desde el principio del género humano, separando a los primeros hombres del árbol de la vida (Gén 3,24) y no perdonando a los ángeles que pecaron (2Pe 2,4). Y en aquel juicio final serán juzgados a un mismo tiempo los hombres y los ángeles, porque por el poder divino se hará que a cada uno se le representen en su memoria todas sus obras (ya buenas, ya malas); y que sean vistas con admirable celeridad por la vista de la mente, a fin de que el entendimiento acuse o excuse a la conciencia.

La vida eterna es, pues, nuestro sumo bien, y el fin de la ciudad de Dios. De este fin dice el Apóstol: «Y por fin la vida eterna» (Rom 6,22). Y además, como quiera que aquéllos que no están muy versados en las Escrituras Santas pueden tomar la vida eterna por la vida de los malos, a causa de la inmortalidad del alma, o a causa de las penas interminables de los impíos: verdaderamente se ha de decir que el fin de esta ciudad en la cual se tendrá el sumo bien para que todos puedan entenderlo es o la paz en la vida eterna, o la vida eterna en la paz.

Ninguna ley justa exige que sea igual la duración del tiempo de la pena al de la culpa, pues no hay quien haya querido sostener que la pena del homicida o del adúltero deba durar tan poco como duraron estas faltas. Cuando por algún gran crimen es condenado alguno a muerte, ¿acaso toman en consideración las leyes el tiempo que dura el suplicio; y no la necesidad de quitarle para siempre de la sociedad de los vivos? Los azotes, la deshonra, el destierro, la esclavitud que frecuentemente se imponen sin remisión alguna, ¿no se parece en esta vida, en la forma, a las penas eternas? Y eso que no pueden ser eternas, porque ni la misma vida durante la cual se imponen es eterna. Pero se dice: ¿Cómo, pues, puede ser verdad lo que dice Jesucristo, «Con la misma medida que midiereis seréis medidos», si el pecado temporal es castigado con pena eterna? Pero no se considera que la medida de la pena se entiende, no por la igual duración del tiempo, sino por la reciprocidad del mal, esto es, que el que mal hizo mal padezca; hízose digno de la pena eterna, el hombre que aniquiló en sí el bien que pudiera ser eterno.

Pero dirán que, de todos los cuerpos creados por Dios, no hay ninguno que pueda padecer y no pueda morir. Es, pues, necesario que viva sufriendo, y no es necesario que muera de dolor. Porque no cualquier dolor mata a estos cuerpos mortales; para que un dolor pueda matar es necesario que sea de tal naturaleza, que estando íntimamente unida el alma a este cuerpo, cediendo a acerbos dolores, salga de él. Entonces, el alma se une a tal cuerpo con un lazo tan íntimo que ningún dolor podrá romperlo; y no se extinguirá la muerte, sino que será muerte sempiterna, cuando el alma no podrá vivir sin Dios, ni librarse de los dolores del cuerpo muriendo. Entre los que negaron semejante eterno suplicio el más misericordioso fue Orígenes, que incurrió en el error de que después de largos y crueles suplicios serían libertados hasta el mismo diablo y sus ángeles, y asociados a los ángeles santos. Pero la Iglesia no sin razón lo condenó no sólo por éste, sino por muchos otros errores, y le abandonó a esta ilusión de falsa misericordia que le había hecho inventar en los santos verdaderas miserias, para evitar los futuros castigos y falsas bienaventuranzas, en las que no gozaran con seguridad de la eterna dicha. También yerran en diversos sentidos otros llevados de un sentimiento de compasión puramente humano, que suponen que después de sufrir temporalmente aquellas penas serán tarde o temprano libertadas de ellas en el último juicio. ¿Por qué, pues, tanta misericordia con toda la naturaleza humana, y ninguna con la angélica?

También hay algunos que no prometen a todos los hombres la redención del suplicio eterno, sino tan sólo a aquéllos que están lavados con el bautismo de Cristo y que han participado de su cuerpo, de cualquier modo que hayan vivido. Por aquello que dice el Señor por San Juan: «Si alguno comiere de este pan no morirá eternamente» (Jn 6,51). Asimismo otros no hacen la misma promesa a todos los que participan del sacramento de Cristo sino solamente a los católicos (aunque vivan mal), y que no solamente hayan participado del cuerpo de Cristo, sino que de hecho hayan formado parte de su cuerpo, que es la Iglesia, a pesar de que después hayan incurrido en alguna herejía o idolatría. No falta quien teniendo fijos los ojos en aquellas palabras de San Mateo: «El que perseverare hasta el fin, ésta será salvo» (Mt 24,3); promete tan sólo a los que perseveran en la Iglesia católica (aunque vivan mal), que por el mérito del fundamento, es decir, de la fe, se salvarán por el fuego con que en el último juicio serán castigados los malos. Pero todo esto lo refuta el Apóstol diciendo: «Evidentes son las obras de la carne, que son la impureza, la fornicación y otras semejantes: yo os predico que todos los que tal hacen no poseerán el reino de Dios» (Gál 5,19-21). Si, pues, alguno prefiere en su corazón las cosas temporales a Cristo, aunque parezca que tiene la fe de Cristo, sin embargo no es Cristo el fundamento en quien tales cosas antepone. Y con mayor razón, si comete pecados, queda convicto de que no sólo no prefiere a Dios, sino que le pospone. He hallado algunos que piensan que tan solamente arderán en el fuego eterno los que descuidan el compensar con dignas limosnas sus pecados y por eso sostienen que el juez en su sentencia no ha querido hacer mención de otra cosa, que de si han hecho o no limosnas. Pero el que dignamente hace limosna por sus pecados, empieza primero a hacerla para sí mismo: pues es indigno que no la haga para sí, el que la hace para el prójimo, y no oiga la voz de Dios que dice: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y asimismo en el Eclesiástico «Compadécete de tu alma agradando a Dios» (Eclo 30,24). No haciendo esta limosna por su alma, esto es, la de agradar a Dios, ¿cómo puede decirse que hace limosnas suficientes por sus pecados? Por esta razón se han de hacer las limosnas para que seamos oídos cuando pedimos perdón por los pecados pasados, y no creamos que con ellas compramos el permiso de perseverar obrando mal. Por esto, pues, el Señor predijo que colocaría a su derecha a los que hicieron limosnas y a la izquierda a los que no las hicieron; para demostrar cuánto vale la limosna para borrar los pecados pasados; no para continuar pecando impunemente.

Santo Tomás de Aquino, Suma contra gentiles, Libro IV, CAPÍTULO XCVI: Del juicio final
CAPÍTULO XCVI

Por lo dicho se ve que hay una doble retribución por lo que el hombre hizo en la vida: una, según el alma, la cual recibe uno inmediatamente que el alma se hubiere separado del cuerpo; a otra retribución tendrá lugar en la reasunción de los cuerpos, ya que unos se unirán a cuerpos gloriosos e impasibles y otros a pasibles y viles. Mas la primera retribución se hace, en efecto, a cada uno separadamente, ya que separadamente muere cada cual; pero la segunda se hará a todos a la vez, pues todos resucitarán a la vez. Pero toda retribución por la que se dan diversas cosas en atención a la diversidad de méritos, requiere un juicio. Luego es necesario que haya un doble juicio: uno por el que a cada uno se da separadamente el premio o castigo respecto al alma, y otro universal, según el cual se dará a todos juntamente lo que merecieron respecto al alma y al cuerpo.

Y porque Cristo nos prometió por su humanidad, según la cual padeció y murió, tanto la resurrección como la vida eterna, a Él le compete aquel juicio universal por el que los resucitados son premiados o castigados. Por esto se dice de Él: “Le dio poder de juzgar, por cuanto Él es el Hijo del hombre”.

Sin embargo, el juicio debe ser proporcionado a lo que se juzga. Y como el juicio final tratará del premio o castigo de los cuerpos visibles, es preciso que se ejecute visiblemente. Par eso Cristo juzgará también en forma humana, visible a todos, así buenos como malos. Pero la visión de su divinidad hace bienaventurados, como se demostró en el libro tercero (cc. 25, 51, 63); por lo cual sólo podrá ser vista ésta por los buenos. Mas el juicio de las almas, como es de algo invisible, se hará invisiblemente.

Y aunque Cristo tenga autoridad de juzgar en aquel juicio final, no obstante, juntamente con Él, como asesores del Juez, juzgarán los que más íntimamente se le unieron, o sea, los apóstoles, de quienes se ha dicho: “Vosotros, los que me habéis seguido, os sentaréis sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel”, cuya promesa se extiende también a quienes siguen las huellas de los apóstoles.

En el Catecismo de la Iglesia Católica

544

El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para “anunciar la Buena Nueva a los pobres” (Lc 4, 18; cf. Lc 7, 22). Los declara bienaventurados porque de “ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3); a los “pequeños” es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).

1033

Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él” (1 Jn 3, 14-15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”.

1373

La liturgia es también participación en la oración de Cristo, dirigida al Padre en el Espíritu Santo. En ella toda oración cristiana encuentra su fuente y su término. Por la liturgia el hombre interior es enraizado y fundado (cf Ef 3,16-17) en “el gran amor con que el Padre nos amó” (Ef 2,4) en su Hijo Amado. Es la misma “maravilla de Dios” que es vivida e interiorizada por toda oración, “en todo tiempo, en el Espíritu” (Ef 6,18).

2447

Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58, 6-7; Hb 13, 3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras espirituales de misericordia, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25,31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5-11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf Mt 6, 2-4):

«El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo» (Lc 3, 11). «Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros» (Lc 11, 41). «Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, calentaos o hartaos”, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?» (St 2, 15-16; cf Jn 3, 17).

2831

Pero la existencia de hombres que padecen hambre por falta de pan revela otra hondura de esta petición. El drama del hambre en el mundo llama a los cristianos que oran en verdad a una responsabilidad efectiva hacia sus hermanos, tanto en sus conductas personales como en su solidaridad con la familia humana. Esta petición de la Oración del Señor no puede ser aislada de las parábolas del pobre Lázaro (cf Lc 16, 19-31) y del juicio final (cf Mt 25, 31-46).

2443

Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: “A quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda” (Mt 5, 42). “Gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10, 8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres (cf Mt 25, 31-36). La buena nueva “anunciada a los pobres” (Mt 11, 5; Lc 4, 18)) es el signo de la presencia de Cristo.

331

Cristo es el centro del mundo de los ángeles. Los ángeles le pertenecen: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles…” (Mt 25, 31). Le pertenecen porque fueron creados por y para Él: “Porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él” (Col 1, 16). Le pertenecen más aún porque los ha hecho mensajeros de su designio de salvación: “¿Es que no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?” (Hb 1, 14).

333

De la Encarnación a la Ascensión, la vida del Verbo encarnado está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles. Cuando Dios introduce «a su Primogénito en el mundo, dice: “adórenle todos los ángeles de Dios”» (Hb 1, 6). Su cántico de alabanza en el nacimiento de Cristo no ha cesado de resonar en la alabanza de la Iglesia: “Gloria a Dios…” (Lc 2, 14). Protegen la infancia de Jesús (cf Mt 1, 20; 2, 13.19), le sirven en el desierto (cf Mc 1, 12; Mt 4, 11), lo reconfortan en la agonía (cf Lc 22, 43), cuando Él habría podido ser salvado por ellos de la mano de sus enemigos (cf Mt 26, 53) como en otro tiempo Israel (cf 2 M 10, 29-30; 11,8). Son también los ángeles quienes “evangelizan” (Lc 2, 10) anunciando la Buena Nueva de la Encarnación (cf Lc 2, 8-14), y de la Resurrección (cf Mc 16, 5-7) de Cristo. Con ocasión de la segunda venida de Cristo, anunciada por los ángeles (cf Hb 1, 10-11), éstos estarán presentes al servicio del juicio del Señor (cf Mt 13, 41; 25, 31 ; Lc 12, 8-9).

671

El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Ts 2, 7), a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no […] haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20; cf. 1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).

679

Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. “Adquirió” este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado “todo juicio al Hijo” (Jn 5, 22; cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31; Hch 10, 42; 17, 31; 2 Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3,17) y para dar la vida que hay en él (cf. Jn 5, 26). Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (cf. Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras (cf. 1 Co 3, 12- 15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31).

1038

La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será “la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz […] y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus ángeles […] Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda […] E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.” (Mt 25, 31. 32. 46).

1503

La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase (cf Mt 4,24) son un signo maravilloso de que “Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados (cf Mc 2,5-12): vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan (Mc 2,17). Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: “Estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25,36). Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables esfuerzos por aliviar a los que sufren.

678

Siguiendo a los profetas (cf. Dn 7, 10; Jl 3, 4; Ml 3,19) y a Juan Bautista (cf. Mt 3, 7-12), Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno (cf. Mc 12, 38-40) y el secreto de los corazones (cf. Lc 12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2, 16; 1 Co 4, 5). Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (cf Mt 11, 20-24; 12, 41-42). La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino (cf. Mt 5, 22; 7, 1-5). Jesús dirá en el último día: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).

1397

La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf Mt 25,40):

«Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. […] Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno […] de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso (S. Juan Crisóstomo, hom. in 1 Co 27,4).

1825

Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía “enemigos” (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a Él mismo (cf Mt 25, 40.45).

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4-7).

1932

El deber de hacerse prójimo de los demás y de servirlos activamente se hace más acuciante todavía cuando éstos están más necesitados en cualquier sector de la vida humana. “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).

2449

En el Antiguo Testamento, toda una serie de medidas jurídicas (año jubilar, prohibición del préstamo a interés, retención de la prenda, obligación del diezmo, pago cotidiano del jornalero, derecho de rebusca después de la vendimia y la siega) corresponden a la exhortación del Deuteronomio: “Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquél de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra” (Dt 15, 11). Jesús hace suyas estas palabras: “Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis” (Jn 12, 8). Con esto, no hace caduca la vehemencia de los oráculos antiguos: “comprando por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias […]” (Am 8, 6), sino que nos invita a reconocer su presencia en los pobres que son sus hermanos (cf Mt 25, 40):

El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, santa Rosa de Lima le contestó: “Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de Cristo”.

1034

Jesús habla con frecuencia de la “gehenna” y del “fuego que nunca se apaga” (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse , y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que “enviará a sus ángeles […] que recogerán a todos los autores de iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo” (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:” ¡Alejaos de mí malditos al fuego eterno!” (Mt 25, 41).

598

La Iglesia, en el magisterio de su fe y en el testimonio de sus santos, no ha olvidado jamás que “los pecadores mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas que soportó el divino Redentor” (Catecismo Romano, 1, 5, 11; cf. Hb 12, 3). Teniendo en cuenta que nuestros pecados alcanzan a Cristo mismo (cf. Mt 25, 45; Hch 9, 4-5), la Iglesia no duda en imputar a los cristianos la responsabilidad más grave en el suplicio de Jesús, responsabilidad con la que ellos con demasiada frecuencia, han abrumado únicamente a los judíos:

«Debemos considerar como culpables de esta horrible falta a los que continúan recayendo en sus pecados. Ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal “crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia” (Hb 6, 6). Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los judíos. Porque según el testimonio del apóstol, “de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria” (1 Co 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de Él con nuestras acciones, ponemos de algún modo sobre Él nuestras manos criminales» (Catecismo Romano, 1, 5, 11).

«Y los demonios no son los que le han crucificado; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados» (S. Francisco de Asís, Admonitio, 5, 3).

1825

Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía “enemigos” (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a Él mismo (cf Mt 25, 40.45).

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4-7).

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¿Cómo no reconocer a Lázaro, el mendigo hambriento de la parábola, en la multitud de seres humanos sin pan, sin techo, sin patria? (cf Lc 16, 19-31). ¿Cómo no escuchar a Jesús que dice: “A mi no me lo hicisteis?” (Mt 25, 45).

En el Magisterio de los Papas:

Benedicto XVI, papa

Homilía (20-11-2011): Un Rey que se hace cercano

Viaje Apostólico a Benín. Santa Misa en el Estadio de la Amistad, Cotonú

Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario (Ciclo A). Jesucristo, Rey del Universo

]…] El Evangelio que acabamos de escuchar, nos dice que Jesús, el Hijo del hombre, el juez último de nuestra vida, ha querido tomar el rostro de los hambrientos y sedientos, de los extranjeros, los desnudos, enfermos o prisioneros, en definitiva, de todos los que sufren o están marginados; lo que les hagamos a ellos será considerado como si lo hiciéramos a Jesús mismo. No veamos en esto una mera fórmula literaria, una simple imagen. Toda la vida de Jesús es una muestra de ello. Él, el Hijo de Dios, se ha hecho hombre, ha compartido nuestra existencia hasta en los detalles más concretos, haciéndose servidor de sus hermanos más pequeños. Él, que no tenía donde reclinar su cabeza, fue condenado a morir en una cruz. Este es el Rey que celebramos.

Sin duda, esto puede parecernos desconcertante. Aún hoy, como hace 2000 años, acostumbrados a ver los signos de la realeza en el éxito, la potencia, el dinero o el poder, tenemos dificultades para aceptar un rey así, un rey que se hace servidor de los más pequeños, de los más humildes, un rey cuyo trono es la cruz. Sin embargo, dicen las Sagradas Escrituras, así es como se manifiesta la gloria de Cristo; en la humildad de su existencia terrena es donde se encuentra su poder para juzgar al mundo. Para él, reinar es servir. Y lo que nos pide es seguir por este camino para servir, para estar atentos al clamor del pobre, el débil, el marginado. El bautizado sabe que su decisión de seguir a Cristo puede llevarle a grandes sacrificios, incluso el de la propia vida. Pero, como nos recuerda san Pablo, Cristo ha vencido a la muerte y nos lleva consigo en su resurrección. Nos introduce en un mundo nuevo, un mundo de libertad y felicidad. También hoy son tantas las ataduras con el mundo viejo, tantos los miedos que nos tienen prisioneros y nos impiden vivir libres y dichosos. Dejemos que Cristo nos libere de este mundo viejo. Nuestra fe en Él, que vence nuestros miedos, nuestras miserias, nos da acceso a un mundo nuevo, un mundo donde la justicia y la verdad no son una parodia, un mundo de libertad interior y de paz con nosotros mismos, con los otros y con Dios. Este es el don que Dios nos ha dado en nuestro bautismo.

«Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). Acojamos estas palabras de bendición que el Hijo del hombre dirigirá el Día del Juicio a quienes habrán reconocido su presencia en los más humildes de sus hermanos con un corazón libre y rebosante de amor de Dios. Hermanos y hermanas, este pasaje del Evangelio es verdaderamente una palabra de esperanza, porque el Rey del universo se ha hecho muy cercano a nosotros, servidor de los más pequeños y más humildes. Y quisiera dirigirme con afecto a todos los que sufren, a los enfermos, a los aquejados del sida u otras enfermedades, a todos los olvidados de la sociedad. ¡Tened ánimo! El Papa está cerca de vosotros con el pensamiento y la oración. ¡Tened ánimo! Jesús ha querido identificarse con el pequeño, con el enfermo; ha querido compartir vuestro sufrimiento y reconoceros a vosotros como hermanos y hermanas, para liberaros de todo mal, de toda aflicción. Cada enfermo, cada persona necesitada merece nuestro respeto y amor, porque a través de él Dios nos indica el camino hacia el cielo.

[…] Queridos hermanos y hermanas, todos los que han recibido ese don maravilloso de la fe, el don del encuentro con el Señor resucitado, sienten también la necesidad de anunciarlo a los demás. La Iglesia existe para anunciar esta Buena Noticia. Y este deber es siempre urgente. […] Hay todavía muchos que aún no han escuchado el mensaje de salvación de Cristo. Hay también muchos que se resisten a abrir sus corazones a la Palabra de Dios. Y son numerosos aquellos cuya fe es débil, y su mentalidad, costumbres y estilo de vida ignoran la realidad del Evangelio, pensando que la búsqueda del bienestar egoísta, la ganancia fácil o el poder es el objetivo final de la vida humana. ¡Sed testigos ardientes, con entusiasmo, de la fe que habéis recibido! Haced brillar por doquier el rostro amoroso de Cristo, especialmente ante los jóvenes que buscan razones para vivir y esperar en un mundo difícil.

[…] Queridos hermanos y hermanas, os invito por tanto a fortalecer vuestra fe en Jesucristo mediante una auténtica conversión a su persona. Sólo Él nos da la verdadera vida, y nos libera de nuestros temores y resistencias, de todas nuestras angustias. Buscad las raíces de vuestra existencia en el bautismo que habéis recibido y que os ha hecho hijos de Dios. Que Jesucristo os dé a todos la fuerza para vivir como cristianos y tratar de transmitir con generosidad a las nuevas generaciones lo que habéis recibido de vuestros padres en la fe.

[En este día de fiesta, nos alegramos del reino de de Cristo Rey en toda la tierra. Él es quien remueve todo lo que obstaculiza la reconciliación, la justicia y la paz. Recordemos que la verdadera realeza no consiste en una ostentación de poder, sino en la humildad del servicio; no en la opresión de los débiles, sino en la capacidad de protegerlos para darles vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Cristo reina desde la cruz y con los brazos abiertos, que abarcan a todos los pueblos de la tierra y les atrae a la unidad. Por la cruz, derriba los muros de la división, y nos reconcilia unos con otros y con el Padre. Hoy oramos por los pueblos…, para que todos puedan vivir en la justicia, la paz y la alegría del Reino de Dios (cf. Rm 14,17).]

[Queridos hermanos y hermanas… os invito a renovar vuestra decisión de pertenecer a Cristo y servir a su reino de reconciliación, de justicia y de paz. Su reino puede estar amenazado en nuestro corazón. En él, Dios se encuentra con nuestra libertad. Nosotros – y sólo nosotros – podemos impedir que reine sobre nosotros y hacer así difícil su señorío sobre la familia, la sociedad y la historia. A causa de Cristo, muchos hombres y mujeres se han opuesto con éxito a las tentaciones del mundo para vivir fielmente su fe, a veces hasta el martirio. Queridos pastores y fieles, sed para ellos ejemplo, sal y luz de Cristo en la tierra… Amén.]