Preparación opcional 14 de mayo 2023

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL DOMINGO VI DE PASCUA.  14 DE MAYO DE 2023 (San Juan 14, 15-21).  

  • En los santos padres: 

Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia

Agustín de Hipona

Confesiones: Nuestro corazón no halla sosiego hasta que descanse en ti

«Si me amáis guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15)

Lib. 1, 1,1—2, 2; 5, 5: CSEL 33, 1-5

Grande eres, Señor, y muy digno de alabanza; eres grande y poderoso, tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, parte de tu creación, desea alabarte; el hombre, que arrastra consigo su condición mortal, la convicción de su pecado y la convicción de que tú resistes a los soberbios. Y, con todo, el hombre, parte de tu creación, desea alabarte. De ti proviene esta atracción a tu alabanza, porque nos has hecho para ti, y nuestro corazón no halla sosiego hasta que descansa en ti.

Haz, Señor, que llegue a saber y entender qué es primero, si invocarte o alabarte, qué es antes, conocerte o invocarte. Pero, ¿quién podrá invocarte sin conocerte? Pues el que te desconoce se expone a invocar una cosa por otra. ¿Será más bien que hay que invocarte para conocerte? Pero, ¿cómo van a invocar a aquel en quien no han creído? Y ¿cómo van a creer sin alguien que proclame?

Alabarán al Señor los que lo buscan. Porque los que lo buscan lo encuentran y, al encontrarlo, lo alaban. Haz, Señor, que te busque invocándote, y que te invoque creyendo en ti, ya que nos has sido predicado. Te invoca, Señor, mi fe, la que tú me has dado, la que tú me has inspirado por tu Hijo hecho hombre, por el ministerio de tu predicador.

Y ¿cómo invocaré a mi Dios, a mi Dios y Señor? Porque, al invocarlo, lo llamo para que venga a mí. Y ¿a qué lugar de mi persona puede venir mi Dios? ¿A qué parte de mi ser puede venir el Dios que ha hecho el cielo y la tierra? ¿Es que hay algo en mí, Señor, Dios mío, capaz de abarcarte? ¿Es que pueden abarcarte el cielo y la tierra que tú hiciste, y en los cuales me hiciste a mí? O ¿por ventura el hecho de que todo lo que existe no existiría sin ti hace que todo lo que existe pueda abarcarte?

¿Cómo, pues, yo, que efectivamente existo, pido que vengas a mí, si, por el hecho de existir, ya estás en mí? Porque yo no estoy ya en el abismo y, sin embargo, tú estás también allí. Pues, si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. Por tanto, Dios mío, yo no existiría, no existiría en absoluto, si tú no estuvieras en mí. O ¿será más acertado decir que yo no existiría si no estuviera en ti, origen, guía y meta del universo? También esto, Señor, es verdad. ¿A dónde invocarte que vengas, si estoy en ti? ¿Desde dónde puedes venir a mí? ¿A dónde puedo ir fuera del cielo y de la tierra, para que desde ellos venga a mí el Señor, que ha dicho: No lleno yo el cielo y la tierra?

¿Quién me dará que pueda descansar en ti? ¿Quién me dará que vengas a mi corazón y lo embriagues con tu presencia, para que olvide mis males y te abrace a ti, mi único bien? ¿Quién eres tú para mí? Sé condescendiente conmigo, y permite que te hable. ¿Qué soy yo para ti, que me mandas amarte y que, si no lo hago, te enojas conmigo y me amenazas con ingentes infortunios? ¿No es ya suficiente infortunio el hecho de no amarte?

¡Ay de mí! Dime, Señor, Dios mío, por tu misericordia, qué eres tú para mí. Di a mi alma: «Yo soy tu victoria». Díselo de manera que lo oiga. Mira, Señor: los oídos de mi corazón están ante ti; ábrelos y di a mi alma: «Yo soy tu victoria». Correré tras estas palabras tuyas y me aferraré a ti. No me escondas tu rostro: muera yo, para que no muera, y pueda así contemplarlo.

  • En los santos dominicos

Santo Tomás de Aquino, fraile. Doctor de la Iglesia

La ley del amor divino es la regla de todos los actos humanos 

Opúsculos teológicos de santo Tomás de Aquino, presbítero (In duo praecenta… Ed. J.P. Torrel, en Revue des Sc. Phil. et Théol. 69 [1985] pp. 26-29)   

“Es claro que no todos pueden dedicarse a la ciencia con esfuerzo y por eso Cristo ha dado una ley sencilla que todos la puedan conocer y nadie puede excusarse por ignorancia de su cumplimiento. Esta es la ley del amor divino: Porque pronta y perfectamente cumplirá el Señor su palabra sobre la tierra (Rm 9, 28; Is 10, 23) 

Esta ley debe ser la regla de todos los actos humanos. Del mismo modo que sucede en las cosas artificiales, donde una cosa se dice buena y recta cuando se adecua a la regla, de la misma manera, pues, cualquier acción del hombre se llama recta y virtuosa cuando concuerda con la regla divina del amor, mientras que cuando está en desacuerdo con ella no es ni recta, ni buena, ni perfecta. 

Esta ley, la del amor divino, realiza en el hombre cuatro cosas muy deseables. En primer lugar es causa en él de la vida espiritual; es claro que ya en el orden natural el que ama está en el amado, y del mismo modo, también el que ama a Dios lo tiene dentro de sí: Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él (1 Jn 4, 16) Es propio también naturalmente en el amor que, el que ama, se transforme en el amado; así, si amamos a Dios nos hacemos divinos: El que se une al Señor es un espíritu con él (1 Co 6, 15) Y como afirma san Agustín: «Como el alma es la vida del cuerpo, así Dios es la vida del alma.» Paralelamente el alma obrará virtuosamente y perfectamente sólo cuando actúe por la caridad, mediante la cual Dios habita en ella; en cambio, sin caridad, no podrá actuar: El que no ama permanece en la muerte. (1 Jn 3, 14) Si alguien tuviera todos los dones del Espíritu Santo, pero sin la caridad, no tiene la vida. Sea el don de lenguas, sea la gracia de la fe, o cualquier otro, como el don de profecía, si no hay caridad, no dan la vida. (1 Co 3) Aunque al cuerpo muerto se lo revista de oro y piedras preciosas, no obstante, siempre estará muerto. En segundo lugar, es causa del cumplimiento de los mandamientos divinos. Dice san Gregorio que la caridad no es ociosa: si se da, actuará cosas grandes; pero si no se actúa es que no hay allí caridad. Comprobamos cómo el que ama es capaz de hacer cosas grandes y difíciles por el amado, por ello dice el señor: El que me ama guardará mi palabra. (Jn 4, 23) El que guarda el mandamiento y ley del amor divino, cumple toda la ley. 

Lo que hace la caridad en tercer lugar es ser una defensa en la adversidad. Al que posee la caridad ninguna cosa adversa lo dañará, es más, se convertirá en utilidad: A los que aman a Dios todo les sirve para el bien (Rm 8, 28); aún más, incluso al que ama le parecen suaves las cosas adversas y difíciles, como entre nosotros mismos vemos tan manifiestamente. En cuarto lugar la caridad lleva a la felicidad; únicamente a los que tienen caridad se les promete efectivamente la bienaventuranza. Todas las demás cosas, si no van acompañadas de la caridad, son in­suficientes. Además, es de saber que la diferencia de bienaventuranza se deberá únicamente a la diferencia le caridad y no en comparación con otras virtudes.”  

  • En el CATECISMO de la IGLESIA CATÓLICA: 

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 Jesús, cuando anuncia y promete la Venida del Espíritu Santo, le llama el “Paráclito”, literalmente “aquel que es llamado junto a uno”, advocatus (Jn 14, 16. 26; 15, 26; 16, 7). “Paráclito” se traduce habitualmente por “Consolador”, siendo Jesús el primer consolador (cf. 1 Jn 2, 1). El mismo Señor llama al Espíritu Santo “Espíritu de Verdad” (Jn 16, 13).

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Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de “otro Paráclito” (Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn 1,2) y “por los profetas” (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150), estará ahora junto a los discípulos y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn 14,16) y conducirlos “hasta la verdad completa” (Jn 16,13). El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre.

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“Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Co 2, 11). Pues bien, su Espíritu que lo revela nos hace conocer a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se revela a sí mismo. El que “habló por los profetas” (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150) nos hace oír la Palabra del Padre. Pero a él no le oímos. No le conocemos sino en la obra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al Verbo en la fe. El Espíritu de verdad que nos “desvela” a Cristo “no habla de sí mismo” (Jn 16, 13). Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué “el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce”, mientras que los que creen en Cristo le conocen porque él mora en ellos (Jn 14, 17).

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 En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó en plenitud. “Lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14), él es la “luz del mundo” (Jn 8, 12), la Verdad (cf Jn 14, 6). El que cree en él, no permanece en las tinieblas (cf Jn 12, 46). El discípulo de Jesús, “permanece en su palabra”, para conocer “la verdad que hace libre” (cf Jn 8, 31-32) y que santifica (cf Jn 17, 17). Seguir a Jesús es vivir del “Espíritu de verdad” (Jn 14, 17) que el Padre envía en su nombre (cf Jn 14, 26) y que conduce “a la verdad completa” (Jn 16, 13). Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional de la verdad: «Sea vuestro lenguaje: “sí, sí”; “no, no”» (Mt 5, 37).

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La forma tradicional para pedir el Espíritu es invocar al Padre por medio de Cristo nuestro Señor para que nos dé el Espíritu Consolador (cf Lc 11, 13). Jesús insiste en esta petición en su nombre en el momento mismo en que promete el don del Espíritu de Verdad (cf Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13). Pero la oración más sencilla y la más directa es también la más tradicional: “Ven, Espíritu Santo”, y cada tradición litúrgica la ha desarrollado en antífonas e himnos:

«Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor» (Solemnidad de Pentecostés, Antífona del «Magnificat» in I Vísperas: Liturgia de las Horas; cf. Solemnidad de Pentecostés, misa del día, Secuencia: Leccionario, V, 1).

«Rey celeste, Espíritu Consolador, Espíritu de Verdad, que estás presente en todas partes y lo llenas todo, tesoro de todo bien y fuente de la vida, ven, habita en nosotros, purifícanos y sálvanos. ¡Tú que eres bueno!» (Oficio Bizantino de las Horas, Oficio Vespertino del día de Pentecostés, capítulo 4: «Pentekostárion»).

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Cuando fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no los dejó huérfanos (cf. Jn 14, 18). Les prometió quedarse con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20), les envió su Espíritu (cf. Jn 20, 22; Hch 2, 33). Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: “Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo” (LG 7).

  • En el Magisterio de los Papas:

Benedicto XVI, Papa

Homilía (27-04-2008): El anuncio de Cristo abrió el corazón a la alegría

VI Domingo del Tiempo de Pascua (A)

Domingo 27 de abril de 2008

Se realizan hoy para nosotros, de modo muy particular, las palabras que dicen: «Acreciste la alegría, aumentaste el gozo» (Is 9, 2). En efecto, a la alegría de celebrar la Eucaristía en el día del Señor, se suman el júbilo espiritual del tiempo de Pascua, que ya ha llegado al sexto domingo…

La primera lectura, tomada del capítulo octavo de los Hechos de los Apóstoles, narra la misión del diácono Felipe en Samaria. Quiero atraer inmediatamente la atención hacia la frase con que se concluye la primera parte del texto: «La ciudad se llenó de alegría» (Hch 8, 8). Esta expresión no comunica una idea, un concepto teológico, sino que refiere un acontecimiento concreto, algo que cambió la vida de las personas: en una determinada ciudad de Samaria, en el período que siguió a la primera persecución violenta contra la Iglesia en Jerusalén (cf. Hch 8, 1), sucedió algo que «llenó de alegría». ¿Qué es lo que sucedió?

El autor sagrado narra que, para escapar a la persecución religiosa desatada en Jerusalén contra los que se habían convertido al cristianismo, todos los discípulos, excepto los Apóstoles, abandonaron la ciudad santa y se dispersaron por los alrededores. De este acontecimiento doloroso surgió, de manera misteriosa y providencial, un renovado impulso a la difusión del Evangelio. Entre quienes se habían dispersado estaba también Felipe, uno de los siete diáconos de la comunidad…

Pues bien, sucedió que los habitantes de la localidad samaritana de la que se habla en este capítulo de los Hechos de los Apóstoles acogieron de forma unánime el anuncio de Felipe y, gracias a su adhesión al Evangelio, Felipe pudo curar a muchos enfermos. En aquella ciudad de Samaria, en medio de una población tradicionalmente despreciada y casi excomulgada por los judíos, resonó el anuncio de Cristo, que abrió a la alegría el corazón de cuantos lo acogieron con confianza. Por eso —subraya san Lucas—, aquella ciudad «se llenó de alegría».

Volvamos a la primera lectura, que nos brinda otro elemento de meditación. En ella se habla de una reunión de oración, que tiene lugar precisamente en la ciudad samaritana evangelizada por el diácono Felipe. La presiden los apóstoles san Pedro y san Juan, dos «columnas» de la Iglesia, que habían acudido de Jerusalén para visitar a esa nueva comunidad y confirmarla en la fe. Gracias a la imposición de sus manos, el Espíritu Santo descendió sobre cuantos habían sido bautizados.

En este episodio podemos ver un primer testimonio del rito de la «Confirmación», el segundo sacramento de la iniciación cristiana…

También en el pasaje evangélico encontramos este misterioso «movimiento» trinitario, que lleva al Espíritu Santo y al Hijo a habitar en los discípulos. Aquí es Jesús mismo quien promete que pedirá al Padre que mande a los suyos el Espíritu, definido «otro Paráclito» (Jn 14, 16), término griego que equivale al latino ad-vocatus, abogado defensor. En efecto, el primer Paráclito es el Hijo encarnado, que vino para defender al hombre del acusador por antonomasia, que es satanás. En el momento en que Cristo, cumplida su misión, vuelve al Padre, el Padre envía al Espíritu como Defensor y Consolador, para que permanezca para siempre con los creyentes, habitando dentro de ellos. Así, entre Dios Padre y los discípulos se entabla, gracias a la mediación del Hijo y del Espíritu Santo, una relación íntima de reciprocidad: «Yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros», dice Jesús (Jn 14, 20). Pero todo esto depende de una condición, que Cristo pone claramente al inicio: «Si me amáis» (Jn 14, 15), y que repite al final: «Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él» (Jn 14, 21). Sin el amor a Jesús, que se manifiesta en la observancia de sus mandamientos, la persona se excluye del movimiento trinitario y comienza a encerrarse en sí misma, perdiendo la capacidad de recibir y comunicar a Dios.

«Si me amáis». Queridos amigos, Jesús pronunció estas palabras durante la última Cena, en el mismo momento en que instituyó la Eucaristía y el sacerdocio. Aunque estaban dirigidas a los Apóstoles, en cierto sentido se dirigen a todos… Hoy las volvemos a escuchar como una invitación a vivir cada vez con mayor coherencia nuestra vocación en la Iglesia… Acogedlas con fe y amor. Dejad que se graben en vuestro corazón; dejad que os acompañen a lo largo del camino de toda vuestra vida. No las olvidéis; no las perdáis por el camino. Releedlas, meditadlas con frecuencia y, sobre todo, orad con ellas. Así, permaneceréis fieles al amor de Cristo y os daréis cuenta, con alegría continua, de que su palabra divina «caminará» con vosotros y «crecerá» en vosotros.

Otra observación sobre la segunda lectura: está tomada de la primera carta de san Pedro… Hago mías sus palabras y con afecto os las dirijo: «Glorificad en vuestro corazón a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1 P 3, 15). Glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones, es decir, cultivad una relación personal de amor con él, amor primero y más grande, único y totalizador, dentro del cual vivir, purificar, iluminar y santificar todas las demás relaciones.

«Vuestra esperanza» está vinculada a esta «glorificación», a este amor a Cristo, que por el Espíritu, como decíamos, habita en nosotros. Nuestra esperanza, vuestra esperanza, es Dios, en Jesús y en el Espíritu. Esperanza de vida y de perdón… esperanza de santidad y de fecundidad apostólica… esperanza de apertura a la fe y al encuentro con Dios para cuantos se acerquen a vosotros buscando la verdad; esperanza de paz y de consuelo para los que sufren y para los heridos por la vida.

Queridos hermanos, en este día tan significativo para vosotros, mi deseo es que viváis cada vez más la esperanza arraigada en la fe, y que seáis siempre testigos y dispensadores sabios y generosos, dulces y fuertes, respetuosos y convencidos, de esa esperanza. Que os acompañe en esta misión y os proteja siempre la Virgen María, a quien os exhorto a acoger nuevamente, como hizo el apóstol san Juan al pie de la cruz, como Madre y Estrella de vuestra vida… Amén.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.