FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DE LA FIESTA DE SANTA CATALINA DE SIENA 29 DE ABRIL DE 2023 (San Mateo 11, 25-30).
- En los santos padres:
San Juan Crisóstomo
Sobre el Evangelio de san Mateo: Nos mostró el camino de la sencillez
«Te doy gracias, Padre… porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25)
Sermones sobre el Evangelio de Mateo, n° 38, 1
«Te doy gracias, Padre, -dice- porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes». ¿Cómo? ¿Es que el Señor se alegra que se pierdan los sabios y prudentes y que no conozcan estas cosas? — ¡De ninguna manera! No. Es que el mejor camino de salvación era no forzar a los que le rechazaban y no querían aceptar su enseñanza. De este modo, ya que por el llamamiento no habían querido convertirse, sino que lo rechazaron y menospreciaron, por el hecho de sentirse reprobados vinieran a desear su salvación. De este modo también, los que le habían atendido vendrían a ser más fervorosos. Porque el habérseles a éstos revelado estas cosas era motivo de alegría; mas el habérseles ocultado a los otros, no ya de alegría, sino de lágrimas. Y también éstas derramó el Señor cuando lloró sobre Jerusalén (Lc 19,41). No se alegra pues, por eso, sino porque lo que no conocieron los sabios, lo conocieron los pequeñuelos. Como cuando dice Pablo: «Doy gracias a Dios, porque erais esclavos del pecado, pero obedecisteis de corazón a la forma de doctrina a que fuisteis entregados» (Rom 6,17).
Llama aquí el Señor sabios a los escribas y fariseos, y lo hace así para incitar el fervor de sus discípulos, al ponerles delante qué bienes se concedieron a los pescadores y perdieron todos aquellos sabios. Mas, al llamarlos sabios, no habla el Señor de la verdadera sabiduría, que merece toda alabanza, sino de la que aquéllos se imaginaban poseer por su propia habilidad. De ahí que tampoco dijo: «Se les ha revelado a los necios», sino: «a los pequeños», es decir, a los no fingidos, a los sencillos. Es una nueva lección que nos da para que nos apartemos de toda soberbia y sigamos la sencillez. La misma que Pablo nos reitera, con más energía, cuando escribe: «Si alguno entre vosotros cree ser sabio en este siglo, hágase necio para llegar a ser sabio» (1Cor 3,18).
- En los santos dominicos
Santa Catalina de Siena, virgen y doctora de la Iglesia.
Carta n° 15
“Sea alabado Jesucristo crucificado, Hijo de la gloriosa Virgen María.
A ti, queridísimo y amadísimo hermano, comprado con la preciosa sangre del Hijo de Dios, como yo, yo, indigna Catalina, escribo obligada por Cristo crucificado y por su dulce Madre María, que os suplique y urja que debéis salir y abandonar la dureza y la tenebrosa incredulidad, y que debéis someteros y recibir la gracia del santo bautismo: pues sin el bautismo no podéis tener la gracia de Dios. Quien se encuentra sin bautismo no participa del fruto de la santa Iglesia, sino que, como miembro podrido y arrancado de la comunidad de los fieles cristianos, pasa de la muerte temporal a la muerte eterna, y recibe justamente pena y tinieblas, pues no ha querido lavarse en el agua del santo bautismo, y ha despreciado la sangre del Hijo de Dios, que derramó con tanto amor.
Oh, queridísimo hermano en Jesucristo, abre el ojo del entendimiento para contemplar su inestimable caridad, que te manda mediante invitación con las inspiraciones santas que han surgido en tu corazón; y que por sus siervos te pide y te invita, pues quiere hacer las paces contigo, sin fijarse en la prolongada guerra e injuria que ha recibido de ti por tu incredulidad. Pero cuánto es dulce y bondadoso nuestro Dios puesto que, ya que vino la ley del amor, y el Hijo de Dios vino de la Virgen María, y derramó la abundancia de su sangre sobre el árbol de la santísima cruz, podemos recibir la abundancia de la misericordia divina.
Por lo que, puesto que la ley de Moisés estaba fundada sobre la justicia y el castigo, así la nueva ley dada por Cristo crucificado, vida evangélica, está fundada en el amor y la misericordia. Puesto que Él es dulce y benigno, siempre que el hombre vuelva a Él humilde y creyente, y creyendo por Cristo se tiene la vida eterna. Y parece que no quiere recordar las ofensas que nosotros le hacemos; y que no quiere condenarnos eternamente, sino que siempre quiere ser misericordioso. Por eso levántate, hermano mío, en tanto en cuanto quieras estar unido a Cristo; y no duermas ya en tanta ceguera, porque ni Dios quiere, ni yo lo quiero, que la hora de la muerte te encuentre ciego; sino que mi alma desea el verte acercándote a la luz del santo bautismo, como el ciervo desea, cuando tiene hambre, el agua viva. Por lo tanto, ya no te resistas al Espíritu Santo que te llama, y no desprecies el amor que te tiene María, ni las lágrimas y oraciones que se hacen por ti; porque entonces te resultaría demasiado pesado el juicio. Permanece en el santo y dulce amor de Dios; y yo le pido a Él, que es la Verdad suma, que nos ilumine y nos llene con su santísima gracia, y que satisfaga mi deseo respecto de ti, Consejo.
Esta te es dada, Consejo, de parte de Jesucristo. Sea alabado Cristo crucificado, y su dulcísima Madre, la gloriosa Virgen y Madre Santa María. Jesús dulce, Jesús amor.”
Oración:
Señor Dios, Tú has creado todos los pueblos y los has redimido por medio de la sangre de tu divino Hijo. Te pedimos, por intercesión de santa Catalina, la gracia de vivir coherentemente nuestra fe, como ella, y de adoptar una actitud de caridad y de respeto hacia nuestros hermanos mayores, herederos de la promesa. Te lo pedimos por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
- En el CATECISMO de la IGLESIA CATÓLICA:
Catecismo de la Iglesia Católica
2603
Los evangelistas han conservado las dos oraciones más explícitas de Cristo durante su ministerio. Cada una de ellas comienza precisamente con la acción de gracias. En la primera (cf Mt 11, 25-27 y Lc 10, 21-23), Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a los “pequeños” (los pobres de las Bienaventuranzas). Su conmovedor “¡Sí, Padre!” expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el “Fiat” de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1, 9).
2779
Antes de hacer nuestra esta primera exclamación de la Oración del Señor, conviene purificar humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes falsas de “este mundo”. La humildad nos hace reconocer que “nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”, es decir “a los pequeños” (Mt 11, 25-27). La purificación del corazón concierne a imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios. Dios nuestro Padre transciende las categorías del mundo creado. Transferir a Él, o contra Él, nuestras ideas en este campo sería fabricar ídolos para adorar o demoler. Orar al Padre es entrar en su misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado:
«La expresión Dios Padre no había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a Dios quién era Él, oyó otro nombre. A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre» (Tertuliano, De oratione, 3, 1).
2701
La oración vocal es un elemento indispensable de la vida cristiana. A los discípulos, atraídos por la oración silenciosa de su Maestro, éste les enseña una oración vocal: el “Padre Nuestro”. Jesús no solamente ha rezado las oraciones litúrgicas de la sinagoga; los Evangelios nos lo presentan elevando la voz para expresar su oración personal, desde la bendición exultante del Padre (cf Mt 11, 25-26), hasta la agonía de Getsemaní (cf Mc 14, 36).
María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10; Jn 20, 11-18).Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34).
153
Cuando san Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos, gusto en aceptar y creer la verdad”» (DV 5).
544
El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para “anunciar la Buena Nueva a los pobres” (Lc 4, 18; cf. Lc 7, 22). Los declara bienaventurados porque de “ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3); a los “pequeños” es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).
2785
Un corazón humilde y confiado que nos hace volver a ser como niños (cf Mt 18, 3); porque es a “los pequeños” a los que el Padre se revela (cf Mt 11, 25):
«Es una mirada a Dios y sólo a Él, un gran fuego de amor. El alma se hunde y se abisma allí en la santa dilección y habla con Dios como con su propio Padre, muy familiarmente, en una ternura de piedad en verdad entrañable» (San Juan Casiano, Conlatio 9, 18).
«Padre nuestro: este nombre suscita en nosotros todo a la vez, el amor, el gusto en la oración […] y también la esperanza de obtener lo que vamos a pedir […] ¿Qué puede Él, en efecto, negar a la oración de sus hijos, cuando ya previamente les ha permitido ser sus hijos?» (San Agustín, De sermone Domini in monte, 2, 4, 16).
240
Jesús ha revelado que Dios es “Padre” en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27).
443
Si Pedro pudo reconocer el carácter transcendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo dejó entender claramente. Ante el Sanedrín, a la pregunta de sus acusadores: “Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?”, Jesús ha respondido: “Vosotros lo decís: yo soy” (Lc 22, 70; cf. Mt 26, 64; Mc 14, 61). Ya mucho antes, Él se designó como el “Hijo” que conoce al Padre (cf. Mt 11, 27; 21, 37-38), que es distinto de los “siervos” que Dios envió antes a su pueblo (cf. Mt 21, 34-36), superior a los propios ángeles (cf. Mt 24, 36). Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás “nuestro Padre” (cf. Mt 5, 48; 6, 8; 7, 21; Lc 11, 13) salvo para ordenarles “vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro” (Mt 6, 9); y subrayó esta distinción: “Mi Padre y vuestro Padre” (Jn 20, 17).
473
Pero, al mismo tiempo, este conocimiento verdaderamente humano del Hijo de Dios expresaba la vida divina de su persona (cf. san Gregorio Magno, carta Sicut aqua: DS, 475). “El Hijo de Dios conocía todas las cosas; y esto por sí mismo, que se había revestido de la condición humana; no por su naturaleza, sino en cuanto estaba unida al Verbo […]. La naturaleza humana, en cuanto estaba unida al Verbo, conocida todas las cosas, incluso las divinas, y manifestaba en sí todo lo que conviene a Dios” (san Máximo el Confesor, Quaestiones et dubia, 66: PG 90, 840). Esto sucede ante todo en lo que se refiere al conocimiento íntimo e inmediato que el Hijo de Dios hecho hombre tiene de su Padre (cf. Mc 14, 36; Mt 11, 27; Jn 1, 18; 8, 55; etc.). El Hijo, en su conocimiento humano, mostraba también la penetración divina que tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres (cf Mc 2, 8; Jn 2, 25; 6, 61; etc.).
1658
Es preciso recordar asimismo a un gran número de personas que permanecen solteras a causa de las concretas condiciones en que deben vivir, a menudo sin haberlo querido ellas mismas. Estas personas se encuentran particularmente cercanas al corazón de Jesús; y, por ello, merecen afecto y solicitud diligentes de la Iglesia, particularmente de sus pastores. Muchas de ellas viven sin familia humana, con frecuencia a causa de condiciones de pobreza. Hay quienes viven su situación según el espíritu de las bienaventuranzas sirviendo a Dios y al prójimo de manera ejemplar. A todas ellas es preciso abrirles las puertas de los hogares, “iglesias domésticas” y las puertas de la gran familia que es la Iglesia. «Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos, especialmente para cuantos están “fatigados y agobiados” (Mt 11,28)» (FC 85).
1615
Esta insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable (cf Mt 19,10). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (cf Mt 11,29-30), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos podrán “comprender” (cf Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.
459
El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí … “(Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: “Escuchadle” (Mc 9, 7;cf. Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la Ley nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).
- En el Magisterio de los Papas:
CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN EL VI CENTENARIO DE LA MUERTE DE SANTA CATALINA DE SIENA
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Basílica de San Pedro, Martes 29 de abril de 1980
1.
Una innumerable falange de “vírgenes prudentes”, como ésas alabadas por la parábola evangélica que hemos escuchado, han sabido, a lo largo de los siglos cristianos, esperar al Esposo con sus lámparas encendidas, bien provistas de aceite, para participar con El en la fiesta de la gracia en la tierra, y de la gloria en el cielo. Entre ellas, hoy fulgura ante nuestra mirada la grande y amada Santa Catalina de Siena, flor espléndida de Italia, gema preciosísima de la Orden Dominicana, estrella de incomparable belleza en el firmamento de la Iglesia, a la que honramos aquí en el sexto centenario de su muerte, acaecida una mañana de domingo, hacia las tres, el 29 de abril de 1380, mientras se celebraba la fiesta de San Pedro Mártir, tan amado por ella.
Feliz al poder daros una primera señal de mi viva participación en la celebración del centenario, os saludo cordialmente a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas que, para conmemorar dignamente la gloriosa fecha, os habéis reunido en esta Basílica Vaticana, donde parece aletear el espíritu ardiente de la gran Santa de Siena. Saludo de modo particular al maestro general de los Hermanos Predicadores, padre Vincent de Couesnongle, y al arzobispo de Siena, mons. Ismaele Mario Castellano, promotores principales de esta celebración; saludo a los miembros de la Tercera Orden Dominicana y de la Asociación Ecuménica de los Caterinos, y a los participantes en el Congreso internacional de estudios sobre Santa Catalina, y a todos vosotros, queridos peregrinos que habéis recorrido tantos caminos de Italia y de Europa para uniros en este centro de la catolicidad, un día de fiesta tan bello y significativo.
2.
Nosotros miramos hoy a Santa Catalina ante todo para admirar en ella lo que inmediatamente impresionaba a cuantos se la acercaron: la extraordinaria riqueza de humanidad, que nada ofuscó, sino que más bien aumentó y perfeccionó la gracia, que hacía de ella casi una imagen viviente de ese auténtico y sano “humanismo” cristiano, cuya ley fundamental fue formulada por el hermano y maestro de Catalina, Santo Tomás de Aquino, con el conocido aforisma: “La gracia no suprime a la naturaleza, sino que la supone y perfecciona” (S. Th. I, q. 1, a. 8, ad 2). El hombre de dimensiones completas es aquel que se realiza en la gracia de Cristo.
Cuando en mi ministerio insisto en llamar la atención de todos sobre la dignidad y los valores del hombre, que hoy es necesario defender, respetar y servir, hablo sobre todo de esta naturaleza salida de las manos del Creador y renovada en la sangre de Cristo redentor: una naturaleza buena en sí, y por lo tanto sanable en sus debilidades y perfectible en sus dotes, llamada a recibir eso “de más” que la hace partícipe de la naturaleza divina y de la “vida eterna”. Cuando este elemento sobrenatural se injerta en el hombre y puede actuar allí con toda su fuerza, se tiene el prodigio de la “nueva creatura”, que en su altura trascendente no anula, sino que hace más rico, más denso, más sólido lo que es simplemente humano.
Así nuestra Santa, en su naturaleza de mujer dotada abundantemente de fantasía, de intuición, de sensibilidad, de vigor volitivo y operativo, de capacidad y de fuerza comunicativa, de disponibilidad a la entrega de sí y al servicio, se transfigura, pero no empobrecida, en la luz de Cristo que la llama a ser su esposa y a identificarse místicamente con El en la profundidad del “conocimiento interior”, como también a comprometerse en la acción caritativa, social e incluso política, en medio de grandes y pequeños, de ricos y pobres, de doctos e ignorantes. Y ella, casi analfabeta, es capaz de hacerse oír, y leer, y ser tenida en cuenta por gobernadores de ciudades y de reinos, por príncipes y prelados de la Iglesia, por monjes y teólogos, muchos de los cuales la veneraban incluso como “maestra” y “madre”.
Es una mujer prodigiosa, que en esa segunda mitad del siglo XIV muestra en sí de lo que es capaz una criatura humana —insisto—, una mujer hija de humildes tintoreros, cuando sabe escuchar la voz del único Pastor y Maestro, y nutrirse en la mesa del Esposo divino, al que, como “virgen prudente”, ha consagrado generosamente su vida.
Se trata de una obra maestra de la gracia renovadora y elevadora de la criatura hasta la perfección de la santidad, que es también realización plena de los valores fundamentales de la humanidad.
3.
El secreto de Catalina al responder tan dócil, fiel y provechosamente a la llamada de su Esposo divino, se puede captar por las mismas explicaciones y aplicaciones de la parábola de las “vírgenes prudentes”, que ella hizo muchas veces en las cartas a sus discípulos. Especialmente en la que envió a una joven sobrina que quiere ser “esposa de Cristo”, fija una pequeña síntesis de vida espiritual, que vale sobre todo para quien se consagra a Dios en el estado religioso, pero que sirve de orientación y guía para todos.
«Si quieres ser verdadera esposa de Cristo —escribe la Santa—, te conviene tener la lámpara, el aceite y la luz».
«¿Sabes lo que se da a entender con esto, hijita mía?».
Y he aquí el simbolismo de la lámpara. «Con la lámpara se da a entender el corazón, que debe asemejarse a una lámpara. Tú ves bien que la lámpara es ancha por arriba y estrecha por debajo: y así es de hecho nuestro corazón, Para significar que debernos tenerlo siempre ancho por arriba, mediante los pensamientos santos, las santas imaginaciones y la oración continua; con la memoria siempre dispuesta a recordar los beneficios de Dios y más que nada el beneficio de la Sangre por la que hemos sido rescatados…»Te he dicho también que la lámpara es estrecha por debajo: así es también nuestro corazón, para significar que debe ser estrecho hacia estas cosas terrenas, no deseándolas ni amándolas desordenadamente, ni apeteciéndolas en mayor cantidad de cuanto Dios nos las quiera dar, pero debemos darle gracias siempre, al admirar cómo Él nos provee dulcemente, de manera que jamás nos falte nada…» (Carta 23).
En la lámpara se necesita el aceite. No bastaría la lámpara si no estuviese dentro el aceite. Y por aceite se entiende esa dulce virtud pequeña de la humildad profunda… Las cinco vírgenes necias, gloriándose sólo y vanamente de la integridad y virginidad del cuerpo, perdieron la virginidad del alma, porque no llevaron consigo el aceite de la humildad… (ib.).
«Finalmente, es necesario que la lámpara esté encendida y que arda su llama: de otro modo no sería capaz de hacernos ver. Esta llama es la luz de la fe santísima. Digo la fe viva, porque dicen los santos que la fe sin las obras está muerta…» (ib.; cf. Cartas 79, 360).
En su vida, Catalina alimentó efectivamente con gran humildad la lámpara de su corazón, y mantuvo encendida la luz de la fe; el fuego de la caridad, el celo de las buenas obras realizadas por amor de Dios, incluso en las horas de tribulación y de padecimientos, cuando su alma alcanzó la máxima conformación con Cristo crucificado, hasta que un día el Señor celebró con ella las bodas místicas en la pequeña celda donde habitaba, quedando toda fulgurante por aquella divina presencia (cf. Vida, núms. 114-115).
¡Si los hombres de hoy, y especialmente los cristianos, llegasen a descubrir de nuevo las maravillas que se pueden conocer y gozar en la “celda interior”, y más aún en el corazón de Cristo! ¡Entonces, sí, el hombre volvería a encontrarse a sí mismo, las razones de su dignidad, el fundamento de cada uno de sus valores, la altura de su vocación eterna!
4.
Pero la espiritualidad cristiana no se agota en un círculo intimista, ni impulsa a un aislamiento individualista y egocéntrico. La elevación de la persona se realiza en la sinfonía de la comunidad. Y Catalina, que aunque guarda para sí la celda de su casa y de su corazón, vive desde los años juveniles en comunión con muchos otros hijos de Dios; en los que siente vibrar el misterio de la Iglesia: con los religiosos de Santo Domingo, a los que se une en espíritu también cuando la campana los llama al coro, de noche, para Maitines; con las religiosas “Mantelatas” de Siena, entre las que fue admitida para el ejercicio de las obras de caridad y la práctica común de la oración; con sus discípulos, que van creciendo para constituir en torno a ella un cenáculo de cristianos fervientes, que acogen sus exhortaciones a la vida espiritual y los estímulos para la renovación y reforma que ella dirige a todos en el nombre de Cristo; y se puede decir, con todo el “Cuerpo místico de la Iglesia” (cf. Diálogo, c. 166), con el cual y por el cual Catalina ora, trabaja, sufre, se ofrece, y finalmente muere.
Su gran sensibilidad por los problemas de la Iglesia de su tiempo se transforma así en una comunión con el Christus patiens y con la Ecclesia patiens. Esta comunión está en el origen de la misma actividad exterior que, en cierto momento, la Santa es impulsada a desarrollar primero con la acción caritativa y con el apostolado laical en su ciudad y, bien pronto, en un plano más amplio con el compromiso a nivel social, político, eclesial.
En todo caso, Catalina saca de esa fuente interior la valentía de la acción y esa inagotable esperanza que la sostiene incluso en las horas más difíciles, aun cuando todo parece perdido, y le permite influir sobre los demás, también a los más altos niveles eclesiásticos, con la fuerza de su fe y la fascinación de su persona completamente ofrecida a la causa de la Iglesia.
En una reunión de cardenales en presencia de Urbano VI, ateniéndonos a la narración del Beato Raimundo, Catalina «demostró que la Divina Providencia está siempre presente, máxime cuando la Iglesia sufre»; y lo hizo con tal ardor, que el Pontífice, al final, exclamó: «¿A quién debe temer el Vicario de Jesucristo, si aun cuando todo el mundo se le pusiese en contra, Cristo es más potente que el mundo, y no es posible que abandone su Iglesia?” (Vida, núm. 334).
5.
Se trataba de un momento excepcionalmente grave para la Iglesia y para la Sede Apostólica. El demonio de la división había penetrado en el pueblo cristiano. Bullían por todas partes discusiones y peleas. En la misma Roma había quien tramaba contra el Papa, sin excluir amenazarlo de muerte. El pueblo se amotinaba.
Catalina, que no cesaba de reanimar a Pastores y fieles, sentía, sin embargo, que había llegado la hora de una suprema ofrenda de sí, como víctima de expiación y de reconciliación unida a Cristo. Y por esto oraba al Señor: «Por el honor de tu nombre y por tu Santa Iglesia, yo beberé gustosamente el cáliz de pasión y de muerte, como siempre lo he deseado beber; Tú eres testigo de ello, desde cuando, por tu gracia, comencé a amarte con toda la mente y con todo el corazón» (Vida, núm. 346).
Desde ese momento comenzó a debilitarse rápidamente. Cada mañana de esa Cuaresma de 1380, «iba a la iglesia de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, donde oía Misa, permanecía largamente orando; no volvía a casa hasta la hora de Vísperas», agotada. Al día siguiente, muy de madrugada, «yendo por la calle llamada Vía del Papa (hoy de Santa Clara), donde estaba su casa, entre la Minerva y Campo dei Fiori, marchaba rápida, rápida a San Pedro, recorriendo un camino que cansaría hasta a un sano» (Vida, núm. 348; cf. Carta 373).
Pero a fines de abril no logró levantarse más. Reunió entonces en torno al lecho a su familia espiritual. En la larga despedida, declaró a sus discípulos: «Pongo la vida, la muerte y todo en las manos de mi Esposo eterno… Si le agrada que yo muera, tened por seguro, hijos queridísimos, que he dado la vida por la Santa Iglesia, y esto lo creo por gracia excepcional que me ha concedido el Señor» (Vida, núm. 363).
Poco después murió. Sólo tenía 33 años: una bellísima juventud ofrecida al Señor por la “virgen prudente” que había llegado al final de su espera y de su servicio.
Nosotros estamos aquí reunidos, a seiscientos años de aquella mañana (ib., núm. 348), para conmemorar esa muerte y sobre todo para celebrar esa suprema ofrenda de la vida por la Iglesia.
Mis queridos hermanos y hermana: Es consolador que vosotros hayáis acudido tan numerosos para glorificar e invocar a la Santa en esta fausta efeméride.
Es justo que el humilde Vicario de Cristo, lo mismo que tantos de sus predecesores, os inspire, os preceda y os guíe para tributar un homenaje de alabanza y de gratitud a aquella que tanto amó a la Iglesia, y tanto trabajó y sufrió por su renovación. Y yo lo he hecho de todo corazón.
Ahora permitidme que os deje un recuerdo final, que quiere ser un mensaje una exhortación, una invitación a la esperanza, un estímulo a la acción: lo saco de las palabras que Catalina dirigía a su discípulo Stefano Maconi y a todos sus compañeros de acción y de pasión por la Iglesia: “Si sois lo que debéis ser, pondréis fuego en toda Italia…” (Carta 568); más aún, yo añado: en toda la Iglesia, en todo el mundo. De este fuego tiene necesidad la humanidad también hoy, y quizá hoy más que ayer. La palabra y el ejemplo de Catalina susciten en muchas almas generosas el deseo de ser llamas que ardan y que, como ella, se consuman para dar a los hermanos la luz de la fe y el calor de la caridad “que jamás decae” (1 Cor 13, 8).
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.