Preparación opcional Vigilia Pascual 2023

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL DOMINGO DE PASCUA 8 DE ABRIL DE 2023 (San Mateo 28,1-10).

  • En los santos padres: 

San Agustín Sermones (4), Sermón 229 B, 1-2, BAC Madrid 1983, XXIV, pág. 305-08

La alegría pascual 

  1. No hay día que no lo haya hecho el Señor; no solamente ha hecho los días, sino que continúa haciéndolos desde el momento en que hace salir su sol sobre los buenos y sobre los malos, y llueve sobre los justos y los injustos. En consecuencia, no ha de pensarse que se refiera a este día ordinario, común a buenos y malos, aquel texto en que hemos escuchado: Este es el día que hizo. Al decir: Este es el día que hizo el Señor, nos proclama un día más notable y hace que concentremos nuestra atención en él. ¿Qué día es este del que se dice: Alegrémonos y gocémonos en él? ¿Qué día sino un día bueno? ¿Qué día sino el apetecible, amable, deseable y deleitoso del que decía el santo Jeremías: Tú sabes que no apetecí el día de los hombres? ¿Cuál es, pues, este día que hizo el Señor? Vivid bien y lo seréis vosotros. Cuando el Apóstol decía: Caminemos honestamente como de día, no se refería a este que inicia con la salida del sol y termina con su ocaso. El mismo dice también: Pues los que se embriagan, se embriagan de noche. Nadie ve a los hombres borrachos a la hora del almuerzo; pero sea la hora que sea, se trata siempre de la noche, no del día que hizo el Señor. Pues así como son día los que viven piadosa, santa y devotamente, con templanza, justicia y sobriedad, así, por el contrario, son noche los que viven impía, lujuriosa, soberbia e irreligiosamente; para esta noche, la noche será, sin duda, como un ladrón. El día del Señor vendrá como ladrón en la noche, según está escrito. Pero, después de mencionar este testimonio, el Apóstol, dirigiéndose a quienes había dicho en otro lugar: Fuisteis en otro tiempo tinieblas; ahora, en cambio, sois luz en el Señor —ved aquí el día que hizo el Señor—; después de haber dicho dirigiéndose a ellos: Sabéis, hermanos, que el día del Señor vendrá como ladrón en la noche, añadió: Pero vosotros no estáis en las tinieblas para que aquel día os sorprenda como un ladrón. Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos de Dios; no lo somos de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, este nuestro cantar es un traer a la memoria la vida santa. Cuando decimos todos al unísono con espíritu alegre y corazón concorde: Este es el día que hizo el Señor, procuremos ir de acuerdo con nuestro sonido para que nuestra lengua no profiera un testimonio contra nosotros. Tú que vas a embriagarte hoy dices: Este es el día que hizo el Señor; ¿no temes que te responda: «Este día no lo hizo el Señor? ¿Se cree día bueno incluso aquel al que la lujuria y la maldad convirtieron en pésimo?»
  2. Ved qué alegría, hermanos míos; alegría por vuestra asistencia, alegría de cantar salmos e himnos, alegría de recordar la pasión y resurrección de Cristo, alegría de esperar la vida futura. Si el simple esperarla nos causa tanta alegría, ¿qué será el poseerla? Cuando estos días escuchamos el Aleluya ¡cómo se transforma el espíritu! ¿No es como si gustáramos un algo de aquella ciudad celestial? Si estos días nos producen tan grande alegría, ¿qué sucederá aquel en que se nos diga: Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino; cuando todos los santos se encuentren reunidos, cuando se encuentren allí quienes no se conocían de antes, se reconozcan quienes se conocían; allí donde la compañía será tal que nunca se perderá un amigo ni se temerá un enemigo? Henos, pues, proclamando el Aleluya; es cosa buena y alegre, llena de gozo, de placer y de suavidad. Con todo, si estuviéramos diciéndolo siempre, nos cansaríamos; pero como va asociado a cierta época del año, ¡con qué placer llega, con qué ansia de que vuelva se va! ¿Habrá allí acaso idéntico gozo e idéntico cansancio? No lo habrá. Quizá diga alguien: «¿Cómo puede suceder que no engendre cansancio el repetir siempre lo mismo?» Si consigo mostrarte algo en esta vida que nunca llega a cansar, has de creer que allí todo será así. Se cansa uno de un alimento, de una bebida, de un espectáculo; se cansa uno de esto y aquello, pero nunca se cansó nadie de la salud. Así, pues, como aquí, en esta carne mortal y frágil, en medio del tedio originado por la pesantez del cuerpo, nunca ha podido darse que alguien se cansara de la salud, de idéntica manera, tampoco allí producirá cansancio la caridad, la inmortalidad o la eternidad.
  • En los santos dominicos

Santo Tomás de Aquino, Suma teológica – Parte IIIa – Cuestión 53

Sobre la resurrección de Cristo

Artículo 1: ¿Fue necesario que Cristo resucitase?

Objeciones por las que parece no haber sido necesario que Cristo resucitase.

1. Dice el Damasceno, en el libro IV: La resurrección es un levantarse por segunda vez del cuerpo animal que se corrompió y cayó. Pero Cristo no murió por causa del pecado, ni se corrompió su cuerpo, como es manifiesto por lo dicho anteriormente (q.15 a.1; q.51 a.3). Luego no le conviene propiamente resucitar.

2. Aún más: cualquiera que resucita es promovido a algo más alto, porque levantarse equivale a moverse hacia lo alto. Ahora bien, el cuerpo de Cristo, después de su muerte, permaneció unido a la divinidad, y de esta manera no pudo ser promovido a algo más alto. Luego no le competía resucitar.

3. Todo lo hecho tocante a la humanidad de Cristo, se ordena a nuestra salvación. Pero para nuestra salvación era suficiente la pasión de Cristo, por la que hemos sido liberados de la culpa y de la pena, como es claro por lo dicho antes (q.49 a.1 y a.3). Luego no fue necesario que Cristo resucitase de entre los muertos.

Contra esto: está lo que se dice en Lc 24,46: Era necesario que Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos.

Respondo: Fue necesario que Cristo resucitase por cinco motivos. Primero, para recomendación de la justicia divina, que es la encargada de exaltar a los que se humillan por Dios, según aquellas palabras de Lc 1,52: Derribó a los poderosos de su trono, y exaltó a los humildes. Así pues, al haberse humillado Cristo hasta la muerte de cruz, por caridad y por obediencia a Dios, era necesario que fuese exaltado por Dios hasta la resurrección gloriosa. Por lo que, en el Sal 138,2, se dice de su persona: Tú conociste, esto es, aprobaste mi sentarme, es decir, mi humillación y mi pasión y mi resurrección, lo que equivale a mi glorificación por la resurrección, como lo expone la Glosa.

Segundo, para la instrucción de nuestra fe. Por su resurrección, efectivamente, fue confirmada nuestra fe en la divinidad de Cristo porque, como se dice en 2 Cor 13,4, aunque fue crucificado por nuestra flaqueza, está sin embargo vivo por el poder de Dios. Y, por este motivo, se escribe en 1 Cor 15,14: Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y vana es nuestra fe. Y en el Sal 29,10 se pregunta: ¿Qué utilidad habrá en mi sangre, esto es, en el derramamiento de mi sangre, mientras desciendo, como por unos escalones de calamidades, a la corrupción? Como si dijera: Ninguna. Pues si no resucita al instante, y mi cuerpo se corrompe, a nadie predicaré, a nadie ganaré, según expone la Glosa.

Tercero, para levantar nuestra esperanza. Pues, al ver que Cristo resucita, siendo El nuestra cabeza, esperamos que también nosotros resucitaremos. De donde, en 1 Cor 15,12, se dice: Si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo algunos de entre vosotros dicen que no hay resurrección de los muertos? y en Job 19,25.27 se escribe: Yo sé, es claro que por la certeza de la fe, que mi Redentor, esto es, Cristo, vive, por resucitar de entre los muertos, y por eso resucitaré yo de la tierra en el último día; esta esperanza está asentada en mi interior.

Cuarto, para instrucción de la vida de los fieles, conforme a aquellas palabras de Rom 6,4: Como Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Y debajo (v.9.11): Cristo, al resucitar de entre los muertos, ya no muere; así, pensad que también vosotros estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios.

Quinto, para complemento de nuestra salvación. Porque, así como por este motivo soportó los males muriendo para librarnos de ellos, así también fue glorificado resucitando para llevarnos los bienes, según aquel pasaje de Rom 4,25: Fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación.

A las objeciones:

1. Aunque Cristo no cayó por causa del pecado, cayó, sin embargo, a causa de la muerte; pues, como el pecado es la caída de la justicia, así también la muerte es la caída de la vida. Por lo que puede entenderse de la persona de Cristo lo que se dice en Miq 7,8: No te alegres, enemiga mía, acerca de mí, porque caí; me levantaré.

Igualmente también, aunque el cuerpo de Cristo no fue desintegrado por la incineración, la separación entre su alma y su cuerpo fue, no obstante, una especie de desintegración.

2. La divinidad estaba unida al cuerpo de Cristo, después de la muerte, con la unión personal, pero no con la unión de la naturaleza, a la manera en que el alma está unida al cuerpo como forma a fin de constituir la naturaleza humana. Y por eso, al estar el cuerpo unido al alma, fue promovido a un estado más alto de naturaleza; pero no a un estado más alto de la persona.

3. Hablando con propiedad, la pasión de Cristo obró nuestra salvación en cuanto al alejamiento de los males; en cambio, la resurrección lo hizo como inicio y ejemplar de los bienes.

Artículo 2: ¿Fue conveniente que Cristo resucitase al tercer día?

Objeciones por las que parece no haber sido conveniente que Cristo resucitase al tercer día.

1. Los miembros deben ser conformes con la cabeza. Ahora bien, nosotros, que somos miembros de Cristo, no resucitamos de la muerte al tercer día, sino que nuestra resurrección se aplaza hasta el fin del mundo. Luego parece que Cristo, por ser nuestra cabeza, no debió resucitar al tercer día, sino que su resurrección debió diferirse hasta el fin del mundo.

2. En Act 2,24 dice Pedro que era imposible que Cristo fuera retenido por el infierno, y por la muerte. Pero mientras uno está muerto, es retenido por la muerte. Luego da la impresión de que la resurrección de Cristo no debió aplazarse hasta el tercer día, sino que debió resucitar al instante, en el mismo día; especialmente cuando la glosa, antes citada, dice que no hay ninguna utilidad en el derramamiento de la sangre de Cristo si no resucita al momento.

3. Parece que el día comienza con la salida del sol, que con su presencia origina el día. Pero Cristo resucitó antes de la salida del sol, pues en Jn 20,1 se dice que el primer día de la semana, María Magdalena vino al sepulcro de madrugada, cuando todavía era de noche; y entonces ya había resucitado Cristo, porque continúa: y vio la piedra quitada del sepulcro. Luego Cristo no resucitó al tercer día.

Contra esto: está lo que se dice en Mt 20,19: Le entregarán a los gentiles para que le escarnezcan, le flagelen y le crucifiquen; pero al tercer día resucitará.

Respondo: Como acabamos de decir (a.1), la resurrección de Cristo fue necesaria para instrucción de nuestra fe. Y nuestra fe recae tanto en la divinidad como en la humanidad de Cristo, pues no basta creer una cosa sin la otra, como es manifiesto por lo dicho anteriormente (q.36 a.4; 2-2 q.2 a.7 y 8). Y por eso, para confirmar la fe en su divinidad, convino que resucitase pronto, y que su resurrección no se aplazase hasta el fin del mundo; y para que se hiciese firme la fe en su humanidad y en su muerte, fue necesario que mediase un intervalo entre su muerte y su resurrección, pues si hubiese resucitado inmediatamente después de la muerte, podría dar la impresión de que ésta no fue real y, por consiguiente, tampoco la resurrección. Pero para poner en claro la verdad de la muerte de Cristo bastaba con que su resurrección se difiriese hasta el tercer día, pues no acontece que en este espacio de tiempo dejen de aparecer algunas señales de vida en el hombre que, tenido por muerto, vive sin embargo.

Por la resurrección al tercer día se avalora la perfección del ternario, que es el número de todas las cosas, como que contiene el principio, el medio y el fin, como se dice en I De Coelo.

Místicamente muestra también que Cristo con su sola muerte, a saber, la corporal, que fue luz por su bondad, destruyó nuestras dos muertes, esto es, la del cuerpo y la del alma, que son tenebrosas por causa del pecado. Y, por ese motivo, permaneció muerto un día entero y dos noches, como escribe Agustín en IV De Trín.

Por eso también se da a entender que, con la resurrección de Cristo, comenzaba la tercera era. Pues la primera fue la anterior a la ley; la segunda, la de la ley; la tercera, la de la gracia. Con la resurrección de Cristo empieza asimismo el tercer estado de los santos. Porque el primero tuvo lugar bajo las figuras de la ley; el segundo, en la verdad de la fe; el tercero se producirá en la eternidad de la gloria, a la que Cristo dio principio con su resurrección.

A las objeciones:

1. La cabeza y los miembros son conformes en la naturaleza, pero no en el poder, pues el poder de la cabeza es superior al de los miembros. Y, por tal motivo, para demostrar la excelencia del poder de Cristo, fue conveniente que El resucitase al tercer día, aplazándose la resurrección de los demás hasta el fin del mundo.

2. La retención implica cierta coacción. Pero Cristo no era retenido atado por necesidad alguna de la muerte, sino que estaba libre entre los muertos (cf. Sal 87,6). Y por esto permaneció algún tiempo en la muerte, no como retenido, sino por propia voluntad, mientras juzgó que eso era necesario para instrucción de nuestra fe. Y se dice que se hace al instante lo que se realiza en un corto espacio de tiempo.

3. Como antes se expuso (q.51 a.4 ad 1 y 2), Cristo resucitó hacia el amanecer, cuando ya clareaba el día, para dar a entender que, con su resurrección, nos impulsaba hacia la luz de la gloria; así como murió al atardecer, cuando el día tiende a las tinieblas, para significar que, mediante su muerte, destruía las tinieblas de la culpa y de la pena. Y, sin embargo, se dice que resucitó al tercer día, entendiendo éste como un día natural, el que comprende el espacio de veinticuatro horas. Y, como dice Agustín, en IV De Trin., la noche que se prolonga hasta el amanecer en que se anunció la resurrección de Cristo, pertenece al tercer día. Porque Dios, que dijo que brillase la luz en las tinieblas, a fin de que, por la gracia del Nuevo Testamento y por la participación en la resurrección de Cristo, oyésemos: Fuisteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor (Ef 5,8), en cierto modo nos manifiesta que el día tiene su principio en la noche. Pues así como los primeros días, a causa de la futura caída del hombre, se cuentan desde la luz hasta la noche, así también éstos, por causa de la reparación del hombre, se cuentan desde las tinieblas a la luz.

Y así resulta claro que, incluso si hubiera resucitado a media noche, se podría decir que había resucitado al tercer día, entendiendo éste por el día natural. Pero, habiendo resucitado al amanecer, se puede decir que resucitó al tercer día incluso tomando el día como día artificial, el que es producido por la presencia del sol, porque el sol comenzaba ya a iluminar la atmósfera. Por lo que también en Mc 16,2 se dice que las mujeres vinieron al sepulcro salido ya el sol. Lo cual no es contrario a lo que dice Juan: cuando todavía era de noche (Jn 20,1), pues, como dice Agustín, en el libro De consensu Evang.: cuando nace el día, los vestigios de las tinieblas tanto más desaparecen cuanto más fuerza va tomando la luz; y lo que dice Marcos: salido ya el sol (Mc 16,2), no debe entenderse como si el sol se dejase ver ya sobre la tierra, sino como aproximándose a aquellas regiones.

Artículo 3: ¿Fue Cristo el primero en resucitar?

Objeciones por las que parece que Cristo no fue el primero en resucitar.

1. En el Antiguo Testamento se lee que Elias y Elíseo resucitaron algunos muertos (cf. 1 Re 17,19; 2 Re 4,32), conforme a aquel pasaje de Heb 11,35: Las mujeres recibieron sus muertos resucitados. Igualmente, Cristo, antes de su pasión, resucitó tres muertos (cf. Mt 9,18; Lc 7,11; Jn 11). Luego Cristo no fue el primero de los resucitados.

2. En Mt 27,52 se cuenta, entre otros milagros acaecidos a la hora de su pasión, que se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron. Luego Cristo no fue el primero de los resucitados.

3. Así como Cristo, por medio de su resurrección, es causa de la nuestra, así también, por su gracia, es causa de nuestra gracia, según aquellas palabras de Jn 1,16: De su plenitud hemos recibido todos. Pero, temporalmente, otros tuvieron la gracia antes que Cristo, como sucedió con todos los Padres del Antiguo Testamento. Luego también algunos alcanzaron la resurrección corporal antes que Cristo.

Contra esto: está lo que se dice en 1 Cor 15,20: Cristo resucitó de entre los muertos, como primicias de los que duermen, porque —comenta la Glosa — resucitó el primero en el tiempo y en la dignidad.

Respondo: La resurrección es la vuelta de la muerte a la vida. Pero son dos los modos en que uno es arrancado de la muerte. Uno, cuando esa liberación se limita a la muerte actual, de suerte que alguien comienza a vivir de cualquier manera, después de haber muerto. Otro, cuando alguien es librado no sólo de la muerte sino también de la necesidad y, lo que es más, de la posibilidad de morir. Y ésta es la resurrección verdadera y perfecta. Porque, mientras uno vive sujeto a la necesidad de morir, en cierto modo le domina la muerte, según aquellas palabras de Rom 8,10: El cuerpo está muerto por causa del pecado. Y lo que es posible que exista, existe de algún modo, esto es, potencialmente. Y así resulta evidente que la resurrección que sólo libra a uno de la muerte actual, es una resurrección imperfecta.

Hablando, pues, de la resurrección perfecta, Cristo es el primero de los resucitados, porque, al resucitar, fue el primero de todos en llegar a la vida enteramente inmortal, conforme a aquellas palabras de Rom 6,9: Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere. Pero, con resurrección imperfecta, algunos resucitaron antes que Cristo, para demostrar de antemano, como una señal, la resurrección de Aquél.

A las objeciones:

1. Da resuelta con lo que se acaba de exponer en la solución. Porque, tanto los que resucitaron en el Antiguo Testamento como los que Cristo resucitó, volvieron a la vida para volver a morir.

2. Sobre los que resucitaron con Cristo hay dos opiniones. Algunos sostienen que volvieron a la vida como para no volver a morir, pues sería para ellos mayor tormento tener que volver a morir que no haber resucitado. Y en este sentido habría que entender, como escribe Jerónimo, In Matth., el que no resucitaron antes de que resucitase el Señor. Por esto dice también el Evangelista que, saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de El, vinieron a la ciudad santa y se aparecieron a muchos (Mt 27,53).

Pero Agustín, en la epístola Ad Evodium, al citar esta opinión, dice: Sé que algunos opinan que, en el momento de la muerte de Cristo el Señor, fue otorgada a los justos una resurrección de la misma clase que la que a nosotros se nos promete para el fin del mundo. Pero, si no volvieron a morir, despojándose de sus cuerpos, habrá que ver el modo de entender cómo es Cristo el primogénito de los muertos (Col 1,18) si le precedieron tantos en una resurrección de esa clase. Porque, si se responde que esto se dice por anticipación, de modo que se entienda que los sepulcros se abrieron a causa del terremoto acaecido mientras Cristo pendía de la cruz; pero que los cuerpos de los justos no resucitaron entonces, sino una vez que El resucitó primero, todavía queda esta dificultad: ¿Cómo aseguró Pedro que había sido predicho, no de David sino de Cristo, que su carne no vería la corrupción, puesto que se conservaba entre ellos el sepulcro de David? Y no los convencería, si el cuerpo de David ya no estaba allí, porque, aunque hubiese resucitado antes, apenas muerto, y su carne no hubiese experimentado la corrupción, se hubiera podido conservar su sepulcro. Por otra parte parece duro que David, de quien desciende Cristo, no figurase en aquella resurrección de los justos, en caso de que les hubiese sido otorgada la resurrección eterna. Peligraría también lo que se dice de los antiguos justos, en la Carta a los Hebreos: para que sin nosotros no llegasen ellos a la perfección (Heb 11,40), en caso de queja entonces hubiesen logrado la incorrupción de la resurrección que a nosotros se nos promete para perfeccionarnos al fin del mundo.

Así, pues, da la impresión de que Agustín piensa que resucitarían para volver a morir. Y en esta línea parece que va también lo que dice Jerónimo, In Matth.: Como resucitó Lázaro, así también resucitaron muchos cuerpos de los Santos para manifestar al Señor resucitado. Aunque, en un Sermón De Assumptione, lo deja en la duda. No obstante, los argumentos de Agustín parecen mucho más poderosos.

3. Así como los acontecimientos que precedieron a la venida de Cristo fueron una preparación con miras a Él, así también la gracia es una disposición para la gloria. Y, por este motivo, todo lo que atañe a la gloria, bien en cuanto al alma, como la perfecta fruición de Dios, bien en cuanto al cuerpo, como la resurrección gloriosa, debió existir temporalmente primero en Cristo, como en el autor de la gloria. Pero convenía que la gracia se hallase primeramente en las cosas que se ordenaban a Cristo.

Artículo 4: ¿Fue Cristo causa de su resurrección?

Objeciones por las que parece que Cristo no fue causa de su propia resurrección.

1. No es causa de su propia resurrección cualquiera que es resucitado por otro. Pero Cristo fue resucitado por otro, según aquellas palabras de Act 2,24: A quien Dios resucitó, librándole de los dolores del infierno; y Rom 8,11: El que resucitó a Jesucristo de entre los muertos vivificará también nuestros cuerpos mortales, etc. Luego Cristo no es causa de su resurrección.

2. No se dice que uno merezca, o que pida a otro, aquello de lo que él mismo es causa. Pero Cristo, con su pasión, mereció la resurrección, pues, como dice Agustín, In loann.: La humildad de la pasión es el mérito de la gloria de la resurrección. Incluso el propio Cristo pide al Padre que le resucite, según el Sal 40,11: Pero tú, Señor, ten misericordia de mí y resucítame. Luego Cristo no fue causa de su resurrección.

3. Como demuestra el Damasceno, en el libro IV, la resurrección no es propia del alma sino del cuerpo, que sucumbe por la muerte. Ahora bien, el cuerpo no fue capaz de unir a sí el alma, porque ésta es más noble que él. Luego lo que resucitó en Cristo no pudo ser causa de su resurrección.

Contra esto: está lo que dice el Señor, en Jn 10,17.18: Nadie me quita mi alma, sino que la entrego yo mismo y vuelvo a tomarla. Pero resucitar no es otra cosa que volver a tomar el alma. Luego parece que Cristo resucitó por su propia virtud.

Respondo: Como antes hemos expuesto (q.50 a.2 y 3), por la muerte no se separó la divinidad ni del alma de Cristo, ni de su cuerpo. Así pues, tanto el alma de Cristo muerto como su cuerpo pueden considerarse de dos maneras: Una, por razón de la divinidad; otra, por razón de su naturaleza creada. Por consiguiente, de acuerdo con el poder de la divinidad, tanto el cuerpo reasumió el alma de la que se había separado, como reasumió el alma el cuerpo del que se había despojado. Y esto es lo que se dice de Cristo en 2 Cor 13,4, pues aunque fue crucificado por nuestra debilidad, vive, sin embargo, por el poder de Dios.

En cambio, si consideramos el cuerpo y el alma de Cristo muerto de acuerdo con el poder de la naturaleza creada, no pudieron volver a unirse el uno con el otro, sino que fue necesario que Dios resucitase a Cristo.

A las objeciones:

1. El Padre y el Hijo tienen una misma virtud y operación divina. De donde se sigue esta doble realidad: Que Cristo fue resucitado por la virtud del Padre, y por la suya propia.

2. Cristo, orando, pidió y mereció su resurrección en cuanto hombre, pero no en cuanto Dios.

3. El cuerpo, según su naturaleza creada, no es más poderoso que el alma de Cristo; pero sí lo es conforme a su naturaleza divina. Y el alma, a su vez, en cuanto unida a la divinidad, es más poderosa que el cuerpo considerado según su naturaleza creada. Y por tanto, según el poder divino, el cuerpo y el alma se reasumieron mutuamente, pero no según el poder de la naturaleza creada.

  • En el CATECISMO de la IGLESIA CATÓLICA: 

638 

“Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús (Hch 13, 32-33). La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz:

Cristo resucitó de entre los muertos. Con su muerte venció a la muerte. A los muertos ha dado la vida. (Liturgia bizantina, Tropario de Pascua)

639 

El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce: “(1 Co 15, 3-4). El Apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (cf. Hch 9, 3-18).

640 

“¿Por qué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24, 5-6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo (cf. Jn 20,13; Mt 28, 11-15). A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de las santas mujeres (cf. Lc 24, 3. 22- 23), después de Pedro (cf. Lc 24, 12). “El discípulo que Jesús amaba” (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir “las vendas en el suelo”(Jn 20, 6) “vio y creyó” (Jn 20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío (cf.Jn 20, 5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el caso de Lázaro (cf. Jn 11, 44).

María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10;Jn 20, 11-18).Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34).

Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles – y a Pedro en particular – en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos “testigos de la Resurrección de Cristo” (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).

Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él de antemano(cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos presentan a los discípulos abatidos (“la cara sombría”: Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua “les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (Mc 16, 14).

644 

Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). “No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, “algunos sin embargo dudaron” (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació – bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.

Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (cf. Lc 24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o “bajo otra figura” (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).

646

La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naim, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena “ordinaria”. En cierto momento, volverán a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es “el hombre celestial” (cf. 1 Co 15, 35-50).

647 

“¡Qué noche tan dichosa, canta el ‘Exultet’ de Pascua, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!”. En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus discípulos, “a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo” (Hch 13, 31).

La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención transcendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las tres personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el poder del Padre que “ha resucitado” (cf. Hch 2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad – con su cuerpo – en la Trinidad. Jesús se revela definitivamente “Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 3-4). San Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1, 19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.

649 En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término) (cf. Mc 8, 31; 9, 9-31; 10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: “doy mi vida, para recobrarla de nuevo … Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10, 17-18). “Creemos que Jesús murió y resucitó” (1 Te 4, 14).

Los Padres contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de Cristo que permaneció unida a su alma y a su cuerpo separados entre sí por la muerte: “Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en cada una de las dos partes del hombre, éstas se unen de nuevo. Así la muerte se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la unión de las dos partes separadas” (San Gregorio Niceno, res. 1; cf.también DS 325; 359; 369; 539).

  1.  

“Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe”(1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.

La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (cf. Lc 24, 26-27. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión “según las Escrituras” (cf. 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo nicenoconstantinopolitano) indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.

La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy” (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era “Yo Soy”, el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los Judíos: “La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros… al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: ‘Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy” (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7). La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.

654

 Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) “a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos… así también nosotros vivamos una nueva vida” (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: “Id, avisad a mis hermanos” (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.

Por último, la Resurrección de Cristo – y el propio Cristo resucitado – es principio y fuente de nuestra resurrección futura: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron … del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En El los cristianos “saborean los prodigios del mundo futuro” (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquél que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15).

Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que El los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad: Si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).

¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.

¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: “los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 29; cf. Dn 12, 2).

¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: “Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo” (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El “todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora” (Cc de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será “transfigurado en cuerpo de gloria” (Flp 3, 21), en “cuerpo espiritual” (1 Co 15, 44): Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano…, se siembra corrupción, resucita incorrupción; … los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).

Este “cómo” sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo: Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).

1001 

¿Cuándo? Sin duda en el “último día” (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); “al fin del mundo” (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).

Si es verdad que Cristo nos resucitará en “el último día”, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo: Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos… Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col 2, 12; 3, 1).

Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece “escondida con Cristo en Dios” (Col 3, 3) “Con El nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús” (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos “manifestaremos con El llenos de gloria” (Col 3, 4).

Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser “en Cristo”; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre: El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?… No os pertenecéis… Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.(1 Co 6, 13-15. 19-20).

“¡Qué noche tan dichosa, canta el ‘Exultet’ de Pascua, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!”. En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus discípulos, “a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo” (Hch 13, 31).

El domingo es el día por excelencia de la Asamblea litúrgica, en que los fieles “deben reunirse para, escuchando loa palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los ‘hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos'” (SC 106): Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron realizadas en este día del domingo de tu santa Resurrección, decimos: Bendito es el día del domingo, porque en él tuvo comienzo la Creación…la salvación del mundo…la renovación del género humano…en él el cielo y la tierra se regocijaron y el universo entero quedó lleno de luz. Bendito es el día del domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán y todos los desterrados entraran en él sin temor (Fanqîth, Oficio siriaco de Antioquía, vol 6, 1ª parte del verano, p.193b).

A partir del “Triduo Pascual”, como de su fuente de luz, el tiempo nuevo de la Resurrección llena todo el año litúrgico con su resplandor. De esta fuente, por todas partes, el año entero queda transfigurado por la Liturgia. Es realmente “año de gracia del Señor” (cf Lc 4,19). La Economía de la salvación actúa en el marco del tiempo, pero desde su cumplimiento en la Pascua de Jesús y la efusión del Espíritu Santo, el fin de la historia es anticipado, como pregustado, y el Reino de Dios irrumpe en el tiempo de la humanidad.

1169 

Por ello, la Pascua no es simplemente una fiesta entre otras: es la “Fiesta de las fiestas”, “Solemnidad de las solemnidades”, como la Eucaristía es el Sacramento de los sacramentos (el gran sacramento). S. Atanasio la llama “el gran domingo” (Ep. fest. 329), así como la Semana santa es llamada en Oriente “la gran semana”. El Misterio de la Resurrección, en el cual Cristo ha aplastado a la muerte, penetra en nuestro viejo tiempo con su poderosa energía, hasta que todo le esté sometido. 

1170 

En el Concilio de Nicea (año 325) todas las Iglesias se pusieron de acuerdo para que la Pascua cristiana fuese celebrada el domingo que sigue al plenilunio (14 del mes de Nisán) después del equinoccio de primavera. Por causa de los diversos métodos utilizados para calcular el 14 del mes de Nisán, en las Iglesias de Occidente y de Oriente no siempre coincide la fecha de la Pascua. Por eso, dichas Iglesias buscan hoy un acuerdo, para llegar de nuevo a celebrar en una fecha común el día de la Resurrección del Señor. 

La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha “revestido de Cristo” (Ga 3,27): ha resucitado con Cristo. El cirio que se enciende en el cirio pascual, significa que Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son “la luz del mundo” (Mt 5,14; cf Flp 2,15). El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios en el Hijo Único. Puede ya decir la oración de los hijos de Dios: el Padre Nuestro. 

1287 

Ahora bien, esta plenitud del Espíritu no debía permanecer únicamente en el Mesías, sino que debía ser comunicada a todo el pueblo mesiánico (cf Ez 36,25-27; Jl 3,1-2). En repetidas ocasiones Cristo prometió esta efusión del Espíritu (cf Lc 12,12; Jn 3,5-8; 7,37-39; 16,7-15; Hch 1,8), promesa que realizó primero el día de Pascua (Jn 20,22) y luego, de manera más manifiesta el día de Pentecostés (cf Hch 2,1-4). Llenos del Espíritu Santo, los Apóstoles comienzan a proclamar “las maravillas de Dios” (Hch 2,11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los tiempos mesiánicos (cf Hch 2, 17-18). Los que creyeron en la predicación apostólica y se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu Santo (cf Hch 2,38).

  • En el Magisterio de los Papas:

San Juan Pablo II, papa

Homilía (1979): Noche de la gran espera

Basílica de San Pedro. Sábado Santo 14 de abril de 1979

1. La palabra «muerte» se pronuncia con un nudo en la garganta. Aunque la humanidad, durante tantas generaciones, se haya acostumbrado de algún modo a la realidad inevitable de la muerte, sin embargo resulta siempre desconcertante. La muerte de Cristo había penetrado profundamente en los corazones de sus más allegados, en la conciencia de toda Jerusalén. El silencio que surgió después de ella llenó la tarde del viernes y todo el día siguiente del sábado. En este día, según las prescripciones de los judíos, nadie se había trasladado al lugar de la sepultura. Las tres mujeres, de las que habla el Evangelio de hoy, recuerdan muy bien la pesada piedra con que habían cerrado la entrada del sepulcro. Esta piedra, en la que pensaban y de la que hablarían al día siguiente yendo al sepulcro, simboliza también el peso que había aplastado sus corazones. La piedra que había separado al Muerto de los vivos, la piedra límite de la vida, el peso de la muerte. Las mujeres, que al amanecer del día después del sábado van al sepulcro, no hablarán de la muerte, sino de la piedra. Al llegar al sitio, comprobarán que la piedra no cierra ya la entrada del sepulcro. Ha sido derribada. No encontrarán a Jesús en el sepulcro. ¡Lo han buscado en vano! «No está aquí; ha resucitado, según lo había dicho» (Mt 28, 6). Deben volver a la ciudad y anunciar a los discípulos que El ha resucitado y que lo verán en Galilea. Las mujeres no son capaces de pronunciar una palabra. La noticia de la muerte se pronuncia en voz baja. Las palabras de la resurrección eran para ellas, desde luego, difíciles de comprender. Difíciles de repetir, tanto ha influido la realidad de la muerte en el pensamiento y en el corazón del hombre.

2. Desde aquella noche y más aún desde la mañana siguiente, los discípulos de Cristo han aprendido a pronunciar la palabra «resurrección». Y ha venido a ser la palabra más importante en su lenguaje, la palabra central, la palabra fundamental. Todo toma nuevamente origen de ella. Todo se confirma y se construye de nuevo: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Este es el día en que actuó el Señor. ¡Sea nuestra alegría y nuestro gozo!» (Sal 117/118, 22-24).

Precisamente por esto la vigilia pascual —el día siguiente al Viernes Santo— no es ya sólo el día en que se pronuncia en voz baja la palabra «muerte», en el que se recuerdan los últimos momentos de la vida del Muerto: es el día de una gran espera. Es la Vigilia Pascual: el día y la noche de la espera del día que hizo el Señor.

El contenido litúrgico de la Vigilia se expresa mediante las distintas horas del breviario, para concentrarse después con toda su riqueza en esta liturgia de la noche, que alcanza su cumbre, después del período de Cuaresma, en el primer «Alleluia». ¡Alleluia: es el grito que expresa la alegría pascual!

La exclamación que resuena todavía en la mitad de la noche de la espera y lleva ya consigo la alegría de la mañana. Lleva consigo la certeza de la resurrección. Lo que, en un primer momento, no han tenido la valentía de pronunciar ante el sepulcro los labios de las mujeres, o la boca de los Apóstoles, ahora la Iglesia, gracias a su testimonio, lo expresa con su Aleluya.

Este canto de alegría, cantado casi a media noche, nos anuncia el Día Grande. (En algunas lenguas eslavas, la Pascua se llama la «Noche Grande», después de la Noche Grande, llega el Día Grande: «Día hecho por el Señor»).

3. Y he aquí que estarnos para ir al encuentro de este Día Grande con el fuego pascual encendido; en este fuego hemos encendido el cirio —luz de Cristo— y junto a él hemos proclamado la gloria de su resurrección en el canto del Exultet. A continuación, hemos penetrado, mediante una serie de lecturas, en el gran proceso de la creación, del mundo, del hombre, del Pueblo de Dios; hemos penetrado en la preparación del conjunto de lo creado en este Día Grande, en el día de la victoria del bien sobre el mal, de la Vida sobre la muerte. ¡No se puede captar el misterio de la resurrección sino volviendo a los orígenes y siguiendo, después, todo el desarrollo de la historia de la economía salvífica hasta ese momento! El momento en que las tres mujeres de Jerusalén, que se detuvieron en el umbral del sepulcro vacío, oyeron el mensaje de un joven vestido de blanco: «No os asustéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado; ha resucitado, no está aquí» (Mc 16, 5-6).

4. Ese gran momento no nos consiente permanecer fuera de nosotros mismos; nos obliga a entrar en nuestra propia humanidad. Cristo no sólo nos ha revelado la victoria de la vida sobre la muerte, sino que nos ha traído con su resurrección la nueva vida. Nos ha dado esta nueva vida.

He aquí cómo se expresa San Pablo: «¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados para participar en su muerte? Con El hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rom 6, 3-4).

Las palabras «hemos sido bautizados en su muerte» dicen mucho. La muerte es el agua en la que se reconquista la vida: el agua «que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14). ¡Es necesario «sumergirse» en este agua; en esta muerte, para surgir después de ella como hombre nuevo, como nueva criatura, como ser nuevo, esto es, vivificado por la potencia de la resurrección de Cristo!

Este es el misterio del agua que esta noche bendecimos, que hacemos penetrar con la «luz de Cristo», que hacemos penetrar con la nueva vida: ¡es el símbolo de la potencia de la resurrección!

Este agua, en el sacramento del bautismo, se convierte en el signo de la victoria sobre Satanás, sobre el pecado; el signo de la victoria  que Cristo ha traído mediante la cruz, mediante la muerte y que nos trae después a cada uno: «Nuestro hombre viejo ha sido crucificado para que fuera destruido el cuerpo del pecado y ya no sirvamos al pecado» (Rom 6, 6).

5. Es pues la noche de la gran espera. Esperemos en la fe, esperemos con todo nuestro ser humano a Aquel que al despuntar el alba ha roto la tiranía de la muerte, y ha revelado la potencia divina de la Vida: Él es nuestra esperanza.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final