FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DE LA SOLEMNIDAD DE LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR 25 DE MARZO DE 2023 (San Lucas Lc 1, 26-38).
- En los santos padres:
San Amadeo de Lausanne
Reina del mundo y de la paz, «Reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,33). Homilía 7: SC 72, 188. 190.192. 200
Observa cuán adecuadamente brilló por toda la tierra, ya antes de la asunción, el admirable nombre de María y se difundió por todas partes su ilustre fama, antes de que fuera ensalzada su majestad sobre los cielos. Convenía, en efecto, que la Madre virgen, por el honor debido a su Hijo, reinase primero en la tierra y, así, penetrara luego gloriosa en el cielo; convenía que fuera engrandecida aquí abajo, para penetrar luego, llena de santidad, en las mansiones celestiales, yendo de virtud en virtud y de gloria en gloria por obra del Espíritu del Señor.
Así pues, durante su vida mortal, gustaba anticipadamente las primicias del reino futuro, ya sea elevándose hasta Dios con inefable sublimidad, como también descendiendo hacia sus prójimos con indescriptible caridad. Los ángeles la servían, los hombres le tributaban su veneración. Gabriel y los ángeles la asistían con sus servicios; también los apóstoles cuidaban de ella, especialmente san Juan, gozoso de que el Señor, en la cruz, le hubiese encomendado su Madre virgen, a él, también virgen. Aquéllos se alegraban de contemplar a su Reina, éstos a su Señora, y unos y otros se esforzaban en complacerla con sentimientos de piedad y devoción.
Y ella, situada en la altísima cumbre de sus virtudes, inundada como estaba por el mar inagotable de los carismas divinos, derramaba en abundancia sobre el pueblo creyente y sediento el abismo de sus gracias, que superaban a las de cualquiera otra criatura. Daba la salud a los cuerpos y el remedio para las almas, dotada como estaba del poder de resucitar de la muerte corporal y espiritual. Nadie se apartó jamás triste o deprimido de su lado, o ignorante de los misterios celestiales. Todos volvían contentos a sus casas, habiendo alcanzado por la Madre del Señor lo que deseaban.
Plena hasta rebosar de tan grandes bienes, la Esposa, Madre del Esposo único, suave y agradable, llena de delicias, como una fuente de los jardines espirituales, como un pozo de agua viva y vivificante, que mana con fuerza del Líbano divino, desde el monte de Sión hasta las naciones extranjeras, hacía derivar ríos de paz y torrentes de gracia celestial. Por esto, cuando la Virgen de las vírgenes fue llevada al cielo por el que era su Dios y su Hijo; el Rey de reyes, en medio de la alegría y exultación de los ángeles y arcángeles y de la aclamación de todos los bienaventurados, entonces se cumplió la profecía del Salmista, que decía al Señor: De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir.
- En los santos dominicos
Santo Tomás de Aquino, credo comentado, Artículo 3, fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de la Virgen María
45.
No solamente es necesario creer en el Hijo de Dios, como está demostrado, sino que es menester creer también en su encarnación. Por lo cual San Juan, después de haber dicho muchas cosas sutiles y difíciles (sobre el Verbo), en seguida nos habla de su encarnación en estos términos (Jn I, 14): Y el Verbo se hizo carne. Y para que podamos captar algo de esto, propondré dos ejemplos.
Es claro que nada es tan semejante al Hijo de Dios como el verbo concebido en nuestra mente y no proferido. Ahora bien, nadie conoce el verbo mientras permanece en la mente del hombre, si no es aquel que lo concibe; pero es conocido al ser proferido. Y así, el Verbo de Dios, mientras permanecía en la mente del Padre no era conocido sino por el Padre; pero ya revestido de carne, como el verbo se reviste con la voz, entonces por primera vez se manifestó y fue conocido. Baruc (3, 38): “Después apareció en la tierra, y conversó con los hombres”.
El segundo ejemplo es éste: por el oído se conoce el verbo proferido, y sin embargo no se le ve ni se le toca; pero si se le escribe en un papel, entonces sí se le ve y se le toca. Así, el Verbo de Dios se hizo visible y tangible cuando en nuestra carne fue como inscrito; y así como al papel en que está escrita la palabra del rey se le llama palabra del rey, así también el hombre al cual se unió el Verbo de Dios en una sola hipóstasis, se llama Hijo de Dios, Isaías 8, I: “Toma un gran libro, y escribe en él con un punzón de hombre”; por lo cual los santos apóstoles dijeron (acerca de Jesús): “Que fue concebido del Espíritu Santo, y nació de la Virgen María”.
46.
En esto erraron muchos. Por lo cual los Santos Padres, en otro símbolo, en el Concilio de Nicea, añadieron muchas precisiones, en virtud de las cuales son destruidos ahora todos los errores.
47.
En efecto, Orígenes dijo que Cristo nació y vino al mundo para salvar también a los demonios. Por lo cual dijo que todos los demonios serían salvos al fin del mundo. Pero esto es en contra de la Sagrada Escritura. En efecto, dice San Mateo (25, 41): “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles”. Por lo cual, para rechazar esto se agrega: “Que por nosotros los hombres (no por los demonios) y por nuestra salvación”. En lo cual aparece mejor el amor que Dios nos tiene.
48.
Fotino ciertamente consintió en que Cristo nació de la Bienaventurada Virgen; pero agregó que Él era un simple hombre, que viviendo bien y haciendo la voluntad de Dios mereció venir a ser hijo de Dios, como los demás santos. Pero contra esto Jesús dice en Juan (ó, 38): “Yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió”. Es claro que del cielo no habría descendido si allí no hubiese estado; y que si fuese un simple hombre, no habría estado en el cielo. Por lo cual, para rechazar ese error se añade: “Descendió del cielo”.
49.
Maniqueo, por su parte, dijo que ciertamente el Hijo de Dios existió siempre y que descendió del cielo; pero que no tuvo carne verdadera, sino aparente. Pero esto es falso. En efecto, no convenía que el doctor de la verdad tuviese alguna falsedad. Y por lo mismo, puesto que ostentó verdadera carne, verdaderamente la tuvo. Por lo cual dijo en San Lucas (24, 39): “Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo”. Por lo cual, para rechazar dicho error, agregaron (los Santos Padres): “Y se encarnó”.
50.
Por su parte, Ebión, que fue de origen judío, dijo que Cristo nació de la Santísima Virgen, pero por la unión de un varón y del semen viril. Pero esto es falso, porque el Ángel dijo (Mt I, 20): “Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo”. Por lo cual los Santos Padres, para rechazar dicho error, añadieron: “del Espíritu Santo”.
51.
Valentino, por su parte, confesó que Cristo fue concebido del Espíritu Santo; pero pretendió que el Espíritu Santo llevó un cuerpo celeste, y que lo puso en la Santísima Virgen, y que ése fue el cuerpo de Cristo: de modo que ninguna otra cosa hizo la Santísima Virgen, sino que fue su receptáculo. Por lo cual aseguró que dicho cuerpo pasó por la Bienaventurada Virgen como por un acueducto. Pero esto es falso, pues el Ángel le dijo a Ella (Lc I, 35): “El Santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios”. Y el Apóstol dice (Gal 4, 4): “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer”. Por lo cual añadieron: “Y nació de la Virgen María”.
52.
Arrio y Apolinar dijeron que ciertamente Cristo es el Verbo de Dios y que nació de la Virgen María; pero que no tuvo alma, sino que en el lugar del alma estuvo allí la divinidad. Pero esto es contra la Escritura, porque Cristo dijo (Jn 12, 27): “Ahora mi alma está turbada”, y también en Mateo 26, 38: “Triste está mi alma hasta la muerte”. Por lo cual, para rechazar dicho error añadieron: “Y se hizo hombre”. Pues bien, el hombre está constituido de alma y cuerpo. Así es que muy verdaderamente Jesús tuvo todo lo que el hombre puede tener, con excepción del pecado.
53.
Al asentar que Cristo se hizo hombre, se destruyen todos los errores arriba enunciados y cuantos puedan decirse, y principalmente el error de Eutiques, que enseñaba que hecha la mezcla de la naturaleza divina con la humana, resultaba una sola naturaleza de Cristo, la cual no sería ni puramente divina ni puramente humana. Lo cual es falso, porque así Cristo no sería hombre, y también contra esto se dice que “se hizo hombre”. Se destruye también el error de Nestorio, el cual enseñó que el Hijo de Dios está unido a un hombre sólo porque habita en él. Pero esto es falso, porque en tal caso no sería hombre, sino que estaría en un hombre. Y que Cristo es hombre lo dice claramente el Apóstol (Filip 2, 7): “Y por su presencia fue reconocido como hombre”. Y Juan (8, 40) dice: “¿Por qué tratáis de matarme a mí, que soy hombre, que os he dicho la verdad que he oído de Dios?”.
54.
De todo esto podemos concluir algunas cosas para nuestra instrucción. En primer lugar, se confirma nuestra fe. En efecto, si alguien dijera algunas cosas de una tierra remota a la que no hubiese ido, no se le creería igual que si allí hubiese estado. Ahora bien, antes de la venida de Cristo al mundo, los Patriarcas y los Profetas y Juan Bautista dijeron algunas cosas acerca de Dios, y sin embargo no les creyeron a ellos los hombres como a Cristo, el cual estuvo con Dios, y que además es uno con El. De aquí que nuestra fe, que nos transmitió el mismo Cristo, sea más firme. Juan I, 18: “Nadie ha visto jamás a Dios: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él mismo lo ha revelado”. De aquí resulta que muchos secretos de la fe se nos han manifestado después de la venida de Cristo, los cuales estaban antes ocultos.
55.
En segundo lugar, por todo ello se eleva nuestra esperanza. En efecto, es claro que el Hijo de Dios no vino, asumiendo nuestra carne, por negocio de poca monta, sino para una gran utilidad nuestra; por lo cual efectuó cierto canje, o sea, que tomó un cuerpo con una alma, y se dignó nacer de la Virgen, para hacernos el don de su divinidad; y así, El se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios. Rom 5, 2: “Por quien hemos obtenido, mediante la fe, el acceso a esta gracia, en la cual nos hallamos y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios”.
56.
En tercer lugar, con todo ello se inflama la caridad. En efecto, ninguna prueba de la divina caridad es tan evidente como la de que Dios creador de todas las cosas se haya hecho criatura, que nuestro Dios se haya hecho nuestro hermano, que el Hijo de Dios se haya hecho hijo del hombre. Juan 3, 16: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito”. Por lo tanto, por esta consideración el amor a Dios debe reencenderse e inflamarse.
57.
En cuarto lugar, somos llevados a guardar pura el alma. En efecto, de tal manera ha sido ennoblecida y exaltada nuestra naturaleza por la unión con Dios, que ha sido elevada a la unidad con una divina persona. Por lo cual el Ángel, después de la encarnación, no quiso permitir que el bienaventurado apóstol Juan lo adorase, cosa que anteriormente les había permitido a los más grandes de los Patriarcas. Por lo cual, recordando su exaltación y meditando sobre ella, debe el hombre guardarse de mancharse y de manchar su naturaleza con el pecado. Por eso dice San Pedro (II Petr I, 4): “Por quien nos han sido dadas las magníficas y preciosas promesas, para que por ellas nos hagamos partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción de la concupiscencia que hay en el mundo”.
58.
En quinto lugar, con todo ello se nos inflama el deseo de alcanzar a Cristo. En efecto, si algún rey fuese hermano de alguien y estuviese lejos de él, ese cuyo hermano fuese el rey desearía llegar a él, y con él estar y permanecer. Por lo cual, como Cristo es nuestro hermano, debemos desear estar con él y unírnosle: Mt 24, 28: “Donde esté el cuerpo, allí se juntarán las águilas”. Y el Apóstol deseaba morir y estar con Cristo. Y este deseo crece en nosotros si meditamos sobre su encarnación.
- En el CATECISMO de la IGLESIA CATÓLICA:
Artículo 3: “Jesucristo fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de santa María Virgen”.
Párrafo 1
EL HIJO DE DIOS SE HIZO HOMBRE
I. Por qué el Verbo se hizo carne
456
Con el Credo Niceno-Constantinopolitano respondemos confesando: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre” (DS 150).
457
El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: “Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). “El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo” (1 Jn 4, 14). “Él se manifestó para quitar los pecados” (1 Jn 3, 5):
«Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado?» (San Gregorio de Nisa, Oratio catechetica, 15: PG 45, 48B).
458
El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9). “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
459
El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí … “(Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: “Escuchadle” (Mc 9, 7;cf. Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la Ley nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).
460
El Verbo se encarnó para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1, 4): “Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 19, 1). “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios” (San Atanasio de Alejandría, De Incarnatione, 54, 3: PG 25, 192B). Unigenitus […] Dei Filius, suae divinitatis volens nos esse participes, naturam nostram assumpsit, ut homines deos faceret factus homo (“El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”) (Santo Tomás de Aquino, Oficio de la festividad del Corpus, Of. de Maitines, primer Nocturno, Lectura I).
II. La Encarnación
461
Volviendo a tomar la frase de san Juan (“El Verbo se encarnó”: Jn 1, 14), la Iglesia llama “Encarnación” al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación. En un himno citado por san Pablo, la Iglesia canta el misterio de la Encarnación:
«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 5-8; cf. Liturgia de las Horas, Cántico de las Primeras Vísperas de Domingos).
462
La carta a los Hebreos habla del mismo misterio:
«Por eso, al entrar en este mundo, [Cristo] dice: No quisiste sacrificio y oblación; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo […] a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 10, 5-7; Sal 40, 7-9 [LXX]).
463
La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: “Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (1 Jn 4, 2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta “el gran misterio de la piedad”: “Él ha sido manifestado en la carne” (1 Tm 3, 16).
III. Verdadero Dios y verdadero hombre
464
El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la falseaban.
465
Las primeras herejías negaron menos la divinidad de Jesucristo que su humanidad verdadera (docetismo gnóstico). Desde la época apostólica la fe cristiana insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios, “venido en la carne” (cf. 1 Jn 4, 2-3; 2 Jn 7). Pero desde el siglo III, la Iglesia tuvo que afirmar frente a Pablo de Samosata, en un Concilio reunido en Antioquía, que Jesucristo es Hijo de Dios por naturaleza y no por adopción. El primer Concilio Ecuménico de Nicea, en el año 325, confesó en su Credo que el Hijo de Dios es «engendrado, no creado, “de la misma substancia” [en griego homousion] que el Padre» y condenó a Arrio que afirmaba que “el Hijo de Dios salió de la nada” (Concilio de Nicea I: DS 130) y que sería “de una substancia distinta de la del Padre” (Ibíd., 126).
466
La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella san Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio Ecuménico reunido en Éfeso, en el año 431, confesaron que “el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre” (Concilio de Éfeso: DS, 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el concilio de Éfeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno: “Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional […] unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne” (DS 251).
467
Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de existir como tal en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a esta herejía, el cuarto Concilio Ecuménico, en Calcedonia, confesó en el año 451:
«Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad, “en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad.
Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona» (Concilio de Calcedonia; DS, 301-302).
468
Después del Concilio de Calcedonia, algunos concibieron la naturaleza humana de Cristo como una especie de sujeto personal. Contra éstos, el quinto Concilio Ecuménico, en Constantinopla, el año 553 confesó a propósito de Cristo: “No hay más que una sola hipóstasis [o persona] […] que es nuestro Señor Jesucristo, uno de la Trinidad” (Concilio de Constantinopla II: DS, 424). Por tanto, todo en la humanidad de Jesucristo debe ser atribuido a su persona divina como a su propio sujeto (cf. ya Concilio de Éfeso: DS, 255), no solamente los milagros sino también los sufrimientos (cf. Concilio de Constantinopla II: DS, 424) y la misma muerte: “El que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de la gloria y uno de la Santísima Trinidad” (ibíd., 432).
469
La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero Hombre. Él es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor:
Id quod fuit remansit et quod non fuit assumpsit (“Sin dejar de ser lo que era ha asumido lo que no era”), canta la liturgia romana (Solemnidad de la Santísima Virgen María, Madre de Dios, Antífona al «Benedictus»; cf. san León Magno, Sermones 21, 2-3: PL 54, 192). Y la liturgia de san Juan Crisóstomo proclama y canta: “¡Oh Hijo unigénito y Verbo de Dios! Tú que eres inmortal, te dignaste, para salvarnos, tomar carne de la santa Madre de Dios y siempre Virgen María. Tú, Cristo Dios, sin sufrir cambio te hiciste hombre y, en al cruz, con tu muerte venciste la muerte. Tú, Uno de la Santísima Trinidad, glorificado con el Padre y el Santo Espíritu, ¡sálvanos! (Oficio Bizantino de las Horas, Himno O’ Monogenés”).
IV. Cómo es hombre el Hijo de Dios
470
Puesto que en la unión misteriosa de la Encarnación “la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida” (GS 22, 2), la Iglesia ha llegado a confesar con el correr de los siglos, la plena realidad del alma humana, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad, y del cuerpo humano de Cristo. Pero paralelamente, ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella proviene de “uno de la Trinidad”. El Hijo de Dios comunica, pues, a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cf. Jn 14, 9-10):
«El Hijo de Dios […] trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (GS 22, 2).
El alma y el conocimiento humano de Cristo
471
Apolinar de Laodicea afirmaba que en Cristo el Verbo había sustituido al alma o al espíritu. Contra este error la Iglesia confesó que el Hijo eterno asumió también un alma racional humana (cf. Dámaso I, Carta a los Obispos Orientales: DS, 149).
472
Este alma humana que el Hijo de Dios asumió está dotada de un verdadero conocimiento humano. Como tal, éste no podía ser de por sí ilimitado: se desenvolvía en las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo. Por eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar “en sabiduría, en estatura y en gracia” (Lc 2, 52) e igualmente adquirir aquello que en la condición humana se adquiere de manera experimental (cf. Mc 6, 38; 8, 27; Jn 11, 34; etc.). Eso correspondía a la realidad de su anonadamiento voluntario en “la condición de esclavo” (Flp 2, 7).
473
Pero, al mismo tiempo, este conocimiento verdaderamente humano del Hijo de Dios expresaba la vida divina de su persona (cf. san Gregorio Magno, carta Sicut aqua: DS, 475). “El Hijo de Dios conocía todas las cosas; y esto por sí mismo, que se había revestido de la condición humana; no por su naturaleza, sino en cuanto estaba unida al Verbo […]. La naturaleza humana, en cuanto estaba unida al Verbo, conocida todas las cosas, incluso las divinas, y manifestaba en sí todo lo que conviene a Dios” (san Máximo el Confesor, Quaestiones et dubia, 66: PG 90, 840). Esto sucede ante todo en lo que se refiere al conocimiento íntimo e inmediato que el Hijo de Dios hecho hombre tiene de su Padre (cf. Mc 14, 36; Mt 11, 27; Jn 1, 18; 8, 55; etc.). El Hijo, en su conocimiento humano, mostraba también la penetración divina que tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres (cf Mc 2, 8; Jn 2, 25; 6, 61; etc.).
474
Debido a su unión con la Sabiduría divina en la persona del Verbo encarnado, el conocimiento humano de Cristo gozaba en plenitud de la ciencia de los designios eternos que había venido a revelar (cf. Mc 8,31; 9,31; 10, 33-34; 14,18-20. 26-30). Lo que reconoce ignorar en este campo (cf. Mc 13,32), declara en otro lugar no tener misión de revelarlo (cf. Hch 1, 7).
La voluntad humana de Cristo
475
De manera paralela, la Iglesia confesó en el sexto Concilio Ecuménico que Cristo posee dos voluntades y dos operaciones naturales, divinas y humanas, no opuestas, sino cooperantes, de forma que el Verbo hecho carne, en su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación (cf. Concilio de Constantinopla III, año 681: DS, 556-559). La voluntad humana de Cristo “sigue a su voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario, estando subordinada a esta voluntad omnipotente” (ibíd., 556).
El verdadero cuerpo de Cristo
476
Como el Verbo se hizo carne asumiendo una verdadera humanidad, el cuerpo de Cristo era limitado (cf. Concilio de Letrán, año 649: DS, 504). Por eso se puede “pintar” la faz humana de Jesús (Ga 3,2). En el séptimo Concilio ecuménico, la Iglesia reconoció que es legítima su representación en imágenes sagradas (Concilio de Nicea II, año 787: DS, 600-603).
477
Al mismo tiempo, la Iglesia siempre ha admitido que, en el cuerpo de Jesús, Dios “que era invisible en su naturaleza se hace visible” (Misal Romano, Prefacio de Navidad). En efecto, las particularidades individuales del cuerpo de Cristo expresan la persona divina del Hijo de Dios. Él ha hecho suyos los rasgos de su propio cuerpo humano hasta el punto de que, pintados en una imagen sagrada, pueden ser venerados porque el creyente que venera su imagen, “venera a la persona representada en ella” (Concilio de Nicea II: DS, 601).
El Corazón del Verbo encarnado
478
Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: “El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), “es considerado como el principal indicador y símbolo […] de aquel amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres” (Pío XII, Enc. Haurietis aquas: DS, 3924; cf. ID. enc. Mystici Corporis: ibíd., 3812).
Resumen
479
En el momento establecido por Dios, el Hijo único del Padre, la Palabra eterna, es decir, el Verbo e Imagen substancial del Padre, se hizo carne: sin perder la naturaleza divina asumió la naturaleza humana.
480
Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre en la unidad de su Persona divina; por esta razón Él es el único Mediador entre Dios y los hombres.
481
Jesucristo posee dos naturalezas, la divina y la humana, no confundidas, sino unidas en la única Persona del Hijo de Dios.
482
Cristo, siendo verdadero Dios y verdadero Hombre, tiene una inteligencia y una voluntad humanas, perfectamente de acuerdo y sometidas a su inteligencia y a su voluntad divinas que tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo.
483
La encarnación es, pues, el misterio de la admirable unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única Persona del Verbo.
I Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo…
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La Anunciación a María inaugura “la plenitud de los tiempos”(Ga 4, 4), es decir, el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará “corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9). La respuesta divina a su “¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35).
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La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo (cf. Jn 16, 14-15). El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina, él que es “el Señor que da la vida”, haciendo que ella conciba al Hijo eterno del Padre en una humanidad tomada de la suya.
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El Hijo único del Padre, al ser concebido como hombre en el seno de la Virgen María es “Cristo”, es decir, el ungido por el Espíritu Santo (cf. Mt 1, 20; Lc 1, 35), desde el principio de su existencia humana, aunque su manifestación no tuviera lugar sino progresivamente: a los pastores (cf. Lc 2,8-20), a los magos (cf. Mt 2, 1-12), a Juan Bautista (cf. Jn 1, 31-34), a los discípulos (cf. Jn 2, 11). Por tanto, toda la vida de Jesucristo manifestará “cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder” (Hch 10, 38).
- En el Magisterio de los Papas:
San Juan Pablo II, papa. Carta Encíclica “Redemptoris Mater”, n. 7, 10.
«Alégrate, llena de gracia» (Lc 1,28).
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo, por cuanto nos ha eligió en él antes de la fundación del mundo.” (Ef 1,3-4) La carta a los Efesios, hablando de la “riqueza de gracia” con que el Padre nos ha bendecido (cf Ef 1,7) añade: “En él tenemos por medio de su sangre la redención”. Según la doctrina formulada en los documentos solemnes de la Iglesia, esta “gloria de la gracia” se ha manifestado en la Madre de Dios por el hecho que ella ha sido “rescatada de manera sobre eminente”. (Papa Pío IX)
En virtud de la riqueza de la gracia del Hijo Bien amado, en virtud de los méritos redentores de aquel que debía ser su Hijo, María fue preservada de la herencia del pecado original. Así, desde el primer momento de su concepción, es decir, desde su existencia, pertenece a Cristo, participa de la gracia salvífica y santificante y del amor que tiene su fuente en el “Hijo bien amado”, en el Hijo del Padre eterno que, por la encarnación, es su propio Hijo. Por esto, por el Espíritu en el orden de la gracia, es decir, de la participación en la naturaleza divina, María recibe la vida de aquel al que ella misma, en el orden de la generación terrena, da la vida como madre… Y porque María recibe esta vida nueva en una plenitud que conviene al amor del Hijo hacia su Madre –y pues a la dignidad de la maternidad divina- el ángel de la Anunciación la llama “llena de gracia.”
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.