Preparación opcional 26 de marzo 2023

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL V DOMINGO DE CUARESMA CICLO A. 26 DE MARZO DE 2023. San Juan 11,1-45.

  • En los santos padres: 

Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Pedro Crisólogo. Sermón: ¿Por qué llora Cristo? Sermón 64: PL 52, 379

«Entonces, Jesús derramó lágrimas» (Jn 11, 35)

«Cuando Jesús vio llorar a María, y que los judíos que llegaron con él estaban llorando, le embargó una profunda emoción». María llora, los judíos lloran, el mismo Cristo llora. ¿Crees que todos sienten la misma pena? María, la hermana del muerto, llora porque no pudo retener a su hermano, ni evitar la muerte. Ella está bien convencida de la resurrección pero la pérdida de su mejor apoyo, el pensamiento de una falta cruel, la tristeza de una larga separación, son lágrimas que ella no puede evitar. La imagen implacable de la muerte no puede ser que no nos toque y moleste, cualquiera que sea nuestra fe. Los judíos también lloraron, en recuerdo de su condición mortal, porque no esperan la eternidad. Un mortal no puede dejar de llorar ante la muerte.

¿Cuál de estas penas siente Cristo? ¿Ninguna? entonces ¿por qué llora? Él dijo: «Lázaro está muerto, y me alegro ». Pero he aquí que derrama lágrimas como los mortales, al mismo tiempo que Él difunde una vez más el Espíritu de la vida. Hermanos, este es el hombre: bajo la influencia de la alegría, como bajo el efecto de la pena, derrama las lágrimas. Cristo no llora en la desolación de la muerte, en recuerdo de la alegría, aquel que por su palabra, una palabra, debe despertar a los muertos a la vida eterna (Jn 5,48). ¿Cómo podemos pensar que Cristo lloró por debilidad humana, cuando el Padre Celestial llora a su hijo pródigo, no cuando se marcha, sino a la hora del regreso? (Lc 15,20). Él permitió que Lázaro muriera, porque quería resucitar a un muerto y así mostrar su gloria, permitió que su amigo descendiera a los infiernos para que Dios apareciera, liberando al hombre del infierno.

  • En los santos dominicos

En santo Tomás de Aquino,  Suma Teológica Suma teológica –  Parte IIIa – Cuestión 83

El rito de este sacramento (la eucaristía).

Artículo 4: ¿Están debidamente establecidas las palabras que acompañan a este sacramento?

Objeciones 

Por las que parece que las palabras que acompañan a este sacramento no están debidamente establecidas.

1. 

Este sacramento se consagra con las palabras de Cristo, como dice San Ambrosio en su libro De Sacramentes z. Luego en este sacramento no deben decirse más palabras que las palabras de Cristo.

2. 

Nosotros conocemos las palabras y las acciones de Cristo por el Evangelio. Ahora bien, en la consagración de este sacramento hay algunas expresiones que no constan en el Evangelio. No consta en el Evangelio, por ejemplo, que Cristo en la institución de este sacramento elevara los ojos al cielo. Igualmente, en los Evangelios z se dice tomad y comed, pero no se dice todos. Mientras que en la celebración de este sacramento se dice: Elevados los ojos al cielo, y, seguidamente, tomad y comed todos. Luego estas palabras han sido introducidas indebidamente en la celebración de este sacramento.

3. 

Todos los demás sacramentos están destinados a la salvación de todos los fieles. Pero en la celebración de los demás sacramentos no se hace una oración común por la salvación de todos los fieles vivos y difuntos. Luego parece que tampoco deba hacerse en este sacramento.

4. 

Al bautismo se le llama especialmente sacramento de la fe. Luego las cosas que pertenecen a la institución de la fe, como es la doctrina de los Apóstoles y los Evangelios, deberían leerse en la celebración del bautismo, y no aquí.

5. 

Los sacramentos requieren la devoción de los fieles. Luego no hay motivo para estimularla más en este sacramento que en los otros con las alabanzas y requerimientos, como cuando se dice levantemos el corazón.

6. 

El ministro de este sacramento es el sacerdote, como se dijo en la q.82 a.l. Luego todo lo que se dice en este sacramento debería decirlo el sacerdote, y no parte los ministros y parte el coro.

7. 

Es absolutamente cierto que la virtud divina actúa en este sacramento. Luego es superflua la petición que hace el sacerdote de que se realice este sacramento, cuando dice: Santifica plenamente esta oblarían, etc.

8. 

El sacrificio de la nueva ley es mucho más excelente que el de los antiguos padres. Luego indebidamente pide el sacerdote que este sacrificio sea acepto como el sacrificio de Abel, de Abrahán y de Melquisedec.

9. 

De la misma manera que el cuerpo de Cristo no comienza a estar en este sacramento por un cambio de lugar, según la explicación dada (q.75 a.2), así tampoco deja de estar en él por movimiento local. Luego no tiene sentido la petición del sacerdote: Manda que por las manos de tu santo ángel sean llevados estos dones a tu altar del cielo.

Contra esto: 

se dice en De Consecr. dist.I can.47: Santiago, hermano del Señor según la carne, y Basilio, obispo de Cesárea, redactaron la celebración de la misa. Por cuya autoridad queda claro que cada una de las cosas que se dicen en la celebración de este sacramento son oportunas.

Respondo: 

Puesto que en este sacramento se compendia todo el misterio de nuestra salvación, por eso se celebra con mayor solemnidad que ninguno. Y porque está escrito en Eclo 4,17: Guarda tus pasos cuando vas a la casa de Dios, y en Eclo 18,23: Antes de la orarían prepara tu alma, por eso, en primer lugar, antes de celebrar este misterio, se antepone una preparación que disponga a hacer dignamente lo que sigue. La primera parte de esta preparación es la alabanza divina, contenida en el Introito, según aquello de Sal 49,23: El que me ofrece sacrificios de alabanza me honra, al hombre recto le mostraré la salvación de Dios. Las más de las veces, el introito se toma de los salmos, o al menos se canta intercalando en él un salmo, ya que, como observa Dionisio en III De Eccl. Hier.en los salmos se contiene en forma de alabanza todo lo que hay en la Sagrada Escritura.

La segunda parte recuerda la miseria presente al pedir misericordia, diciendo Señor, ten piedad tres veces dirigiéndose al Padre; tres dirigiéndose al Hijo, cuando se dice: Cristo, ten piedad, y tres dirigiéndose al Espíritu Santo, al decir de nuevo Señor, ten piedad. Se dice tres veces contra la triple miseria de la ignorancia, de la culpa y de la pena; o también para significar que las tres personas están presentes la una en la otra.

La tercera parte recuerda la gloria celestial, a la cual estamos destinados después de la presente miseria, diciendo: Gloria a Dios en el cielo. Se canta en las fiestas porque en ellas se recuerda la gloria celestial, y se omite en los oficios de luto, que recuerdan nuestra miseria.

La cuarta parte contiene la Oración que hace el sacerdote por el pueblo, para que todos sean dignos de tan grandes misterios.

En segundo lugar, sigue la instrucción del pueblo fiel, porque este sacramento es misterio de fe, como se ha dicho más arriba (q.78 a.3 ad 5). Esta enseñanza tiene lugar inicialmente con la doctrina de los Profetas y de los Apóstoles, que viene proclamada en la Iglesia por los lectores y los subdiáconos. Después de esta lectura, el coro canta el gradual, que significa el progreso de la vida, y el aleluya, que significa la alegría espiritual, o el tracto, en los oficios luctuosos, que significa el llanto espiritual. Estos son, en efecto, los frutos que debe producir en los fieles la doctrina indicada.

Ahora bien, al pueblo se le instruye de modo perfecto con la doctrina de Cristo, contenida en el Evangelio, leído por los ministros más importantes, o sea, por los diáconos. Y puesto que creemos a Cristo como a la Verdad divina, según aquello de Jn 8,46: Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis?, una vez leído el Evangelio, se canta el símbolo de la fe con el que el pueblo manifiesta su asentimiento a la doctrina de Cristo por la fe. El símbolo, sin embargo, se canta en las fiestas de quienes se hace alguna mención en él, como son las fiestas de Cristo, de la Santísima Virgen y de los Apóstoles, que fundamentaron nuestra fe, y en otras semejantes.

Y, una vez que el pueblo ha sido preparado e instruido de esta manera, se pasa a la celebración del misterio. Un misterio que se ofrece como sacrificio, y se consagra y se toma como sacramento. Porque primero se hace la oblación, después se consagra la materia ofrecida y, finalmente, se recibe esta ofrenda. En la oblación hay que distinguir dos momentos: la alabanza del pueblo con el canto del ofertorio, que significa la alegría de los oferentes, y la oración del sacerdote, que pide que la oblación del pueblo sea agradable a Dios. Por eso en 1 Par 29,17 dice David: Con sencillez de corazón te he ofrecido todas estas cosas, y ahora veo que tu pueblo, aquí reunido, te ofrece espontáneamente tus dones. Y después (v.18) ora diciendo: Señor, Dios, manten siempre en ellos esta disposición de ánimo. En lo que se refiere después a la consagración, que se realiza por virtud sobrenatural, primeramente se suscita la devoción del pueblo en el prefacio con el que se invita a levantar el corazón al Señor. Y, por eso, una vez terminado el prefacio, el pueblo alaba devotamente tanto la divinidad de Cristo, diciendo con los ángeles (Is 6,3): Santo, santo, santo, como su humanidad, cantando con los niños (Mt 21,9): Bendito el que viene. Posteriormente, el sacerdote recuerda secretamente en primer lugar a aquellos por quienes se ofrece este sacrificio, o sea: la Iglesia universal, a los que están constituidos en autoridad (1 Tim 2,2), y especialmente a quienes ofrecen o por quienes se ofrece este sacrificio. En segundo lugar recuerda a los santos, cuyo patrocinio implora sobre las personas ya recordadas diciendo: Unidos en la misma comunión, veneramos la memoria, etc. Finalmente, concluye la petición con las palabras: Acepta, pues, esta oblación, etc., para que esta oblación sea salutífera para aquellos por quienes se ofrece.

Y, seguidamente, llega el sacerdote a la consagración misma. Y pide primeramente que la consagración obtenga su efecto diciendo: santifica plenamente esta ofrenda. En segundo lugar, realiza la consagración con las palabras del Salvador diciendo: El cual, la víspera de su pasión, etc. En tercer lugar, el sacerdote se excusa de esta audacia declarando haber obedecido al mandato de Cristo, con las palabras: Por tanto, nosotros tus siervos, recordando tu pasión. En cuarto lugar, suplica que el sacrificio realizado sea acepto a Dios, cuando dice: Dígnate, Señor, mirar propicio, etc. Y, finalmente, invoca el efecto de este sacrificio y sacramento: para los mismos que lo toman al decir: Humildemente te rogamos; para los muertos, que ya no lo pueden recibir, cuando dice: Acuérdate también, Señor, etc., y especialmente para los mismos sacerdotes que lo ofrecen, diciendo: También a nosotros, pecadores, etc.

Y así se pasa a la consumación de este sacramento. Primeramente se prepara al pueblo para recibirlo. Primero, por la oración común de todo el pueblo, que es el Padrenuestro, en la que pedimos que nos dé nuestro pan de cada día; y también por la oración privada, que el sacerdote presenta especialmente por el pueblo cuando dice: Líbranos, Señor. Segundo, se le prepara al pueblo con la paz, que se le da cuando se dice el Cordero de Dios. Este sacramento es, efectivamente, sacramento de unidad y de paz, como más arriba se dijo. Ahora bien, en las misas de difuntos, en las que este sacrificio se ofrece no por la paz presente, sino por el descanso de los muertos, la paz se omite.

Seguidamente viene la recepción del sacramento. Primeramente lo recibe el sacerdote, y después se lo da a los demás. Porque, como dice Dionisio en III De Eccl. Hier., quien entrega las cosas divinas a los demás, debe participar de ellas primeramente él.

Y, finalmente, toda la celebración de la misa termina con la acción de gracias. El pueblo exulta de alegría por haber participado en el misterio, y ése es el significado del canto después de la comunión; y el sacerdote da gracias con la oración, de la misma manera que Cristo, una vez celebrada la cena con sus discípulos, recitó el himno, como se narra en Mt 26,30.

A las objeciones:

1. 

La consagración se realiza con las solas palabras de Cristo. Pero fue necesario añadir lo restante para la preparación del pueblo que comulga.

2. 

Se declara en Jn 21,25 que el Señor hizo y dijo muchas cosas que los evangelistas no han consignado por escrito. Y entre esas cosas está el que el Señor en la cena elevó los ojos al cielo, según consta a la Iglesia por tradición apostólica. Parece razonable, en efecto, que si elevó los ojos al Padre en la resurrección de Lázaro y en la oración que hizo por sus discípulos, según se dice en Jn 11,41 y 17,1 respectivamente, mucho más haya podido elevarlos al instituir este sacramento, tratándose de algo mucho más importante.

Y el hecho de que diga manducad en lugar de comed no cambia el sentido. Además de que no importa una locución u otra, puesto que, como ya se dijo (q.78 a.1 ad 2.4), esas palabras no pertenecen a la forma.

En lo que se refiere a la adición del término todos, hay que decir que está implícito en las palabras evangélicas, aunque no esté expreso. Porque el mismo Cristo había dicho en Jn 6,54: Si no coméis la carne del Hijo del hombre, no tendréis vida en vosotros.

3. 

La eucaristía es el sacramento de la unidad de toda la Iglesia. Y, por eso, en este sacramento más que en otros debe hacerse mención de todo lo que pertenece a la salvación de toda la Iglesia.

4. 

Hay dos tipos de instrucción. Una, que se dirige a los que comienzan, o sea, a los catecúmenos. Y esta instrucción tiene lugar con ocasión del bautismo.

Otra, que es la que se da al pueblo fiel que toma parte en el misterio eucarístico. Y ésta se hace en la celebración de este sacramento. Sin embargo, de esta instrucción no están excluidos ni los catecúmenos ni los infieles. Por lo que se dice en De Consecr. dist.I can.67: El obispo no prohiba a nadie, sea gentil, hereje o judío, entrar en la iglesia y oír la palabra de Dios durante la misa de los catecúmenos, en la cual se dan las enseñanzas de la fe.

5. 

Este sacramento requiere una devoción mayor que los otros sacramentos por contener a Cristo en su totalidad, y una devoción más extensa por requerir la devoción de todo el pueblo, por el que se ofrece este sacrificio, y no solamente de los que le reciben, como sucede con los otros sacramentos. Por eso, como dice San Cipriano, el sacerdote con el prefacio prepara el ánimo de los hermanos diciendo: «levantemos el corazón», para que con la respuesta: «lo tenemos levantado hacia el Señor», el pueblo se dé cuenta de que no debe pensar en otra cosa más que en Dios.

6. 

En este sacramento, como acabamos de exponer (ad 3), se hace mención de cosas que interesan a la Iglesia entera. Por eso, algunas de ellas las dice el coro, y que pertenecen al pueblo. Algunas de éstas las dice en su totalidad el coro, son las que se inspiran en todo el pueblo. Otras, sin embargo, las continúa el pueblo, después de la incoación del sacerdote, que representa a Dios, como signo de que tales cosas vinieron al pueblo por revelación divina, como la fe y la gloria celestial. Esta es la razón de que el sacerdote comience el símbolo de la fe y el Gloria a Dios en el cielo. Otras cosas, por el contrario, las dicen los ministros, como es la lectura del Nuevo y Antiguo Testamento, para indicar que esta doctrina ha sido anunciada a los pueblos por medio de ministros enviados de Dios.

Y hay otras cosas que las dice el sacerdote solamente: son las que pertenecen al propio oficio del sacerdote, o sea, al oficio de ofrecer dones y preces por el pueblo, como se dice en Heb 5,1. Algunas de estas cosas las dice en voz alta: son las que pertenecen al sacerdote y al pueblo conjuntamente, como son las oraciones comunes. Otras, sin embargo, pertenecen solamente al sacerdote, como es la oblación y la consagración. Y, por eso, las fórmulas que se refieren a estos ritos son recitadas por el sacerdote en voz baja. No obstante, en ambos casos el sacerdote reclama la atención del pueblo diciendo: El Señor esté con vosotros. Y espera su consentimiento expreso con el Amén. Y, por eso, las oraciones que dice en secreto van precedidas de El Señor esté con vosotros y las termina con por los siglos de los siglos.

También pueden interpretarse algunas fórmulas de las que el sacerdote dice en secreto como signo de que durante la pasión de Cristo los discípulos profesaron su fe en él ocultamente.

7. 

La eficacia de las palabras sacramentales puede ser impedida por la intención del sacerdote. Y no puede decirse que sea superfluo pedir a Dios lo que sabemos que él realizará con absoluta certeza, de la misma manera que Cristo, según Jn 17,1.5, pidió su propia glorificación.

Sin embargo, no parece que el sacerdote ore ahí para que se realice la consagración, sino para que nos sea fructuosa, por lo que expresamente dice que se haga para nosotros cuerpo y sangre. Y esto es lo que, según San Agustín, significan las palabras anteriores: Dígnate hacer que esta oblación sea bendita, o sea, que nosotros seamos bendecidos por ella, esto es, por su gracia; adscrita, es decir, que por ella seamos inscritos en el cielo; ratificada, o sea, que seamos considerados como miembros de Cristo; razonable, a saber, que seamos despojados de la sensualidad bestial; aceptable, es decir, que nosotros, que nos desagradamos a nosotros mismos, seamos aceptables por ella al Hijo de Dios.

8. 

Aunque este sacrificio sea preferible por sí mismo a todos los antiguos sacrificios, sin embargo los sacrificios de los antiguos fueron aceptísimos a Dios a causa de su devoción. Pide, pues, el sacerdote que este sacrificio sea acepto a Dios por la devoción de los que ofrecen, como fueron aceptos a Dios aquéllos.

9. 

El sacerdote no pide que las especies sacramentales sean transportadas al cielo, ni que lo sea el cuerpo real de Cristo, el cual nunca dejó de estar allí. Sino que pide esto para el cuerpo místico, significado en este sacramento, o sea, que el ángel asistente de los divinos misterios presente a Dios las oraciones del pueblo y del sacerdote, según aquello de Ap 8,4: El humo del incienso subió de la mano del ángel con las oblaciones de sus santos. El altar del cielo significa aquí o la misma Iglesia triunfante, a la que pedimos ser llevados, o el mismo Dios, del cual imploramos la participación, ya que de este altar se dice en Ex 20,26: No subirás por las gradas a mi altar, o sea, no admitirás grados en la Trinidad.

También se entiende por el ángel el mismo Cristo, que es el ángel del gran consejo (Is 9,6), quien une su cuerpo místico a Dios Padre y a la Iglesia triunfante.

Por todo esto, al sacrificio eucarístico también se le llama misa (enviada), porque el sacerdote envía preces a Dios a través del ángel, como el pueblo las envía a través del sacerdote. O porque Cristo es para nosotros la víctima enviada. De ahí que el diácono en los días festivos despida al pueblo diciendo: Marchaos, ha sido enviada, a saber, la hostia a Dios por el ángel para que sea acepta a Dios.

  • En el CATECISMO de la IGLESIA CATÓLICA: 

Nº 994 

Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él (cf. Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (cf. Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla como del “signo de Jonás” (Mt 12, 39), del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10, 34).

Nº993

Los fariseos (cf. Hch 23, 6) y muchos contemporáneos del Señor (cf. Jn 11, 24) esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: “Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error” (Mc 12, 24). La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que “no es un Dios de muertos sino de vivos” (Mc 12, 27).

Nº 1001 

¿Cuándo (ocurrirá la resurrección)?  Sin duda en el “último día” (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); “al fin del mundo” (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: «El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Ts 4, 16).

Nº 439

Numerosos judíos e incluso ciertos paganos que compartían su esperanza reconocieron en Jesús los rasgos fundamentales del mesiánico “hijo de David” prometido por Dios a Israel (cf. Mt 2, 2; 9, 27; 12, 23; 15, 22; 20, 30; 21, 9. 15). Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho (cf. Jn 4, 25-26; 11, 27), pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana (cf. Mt 22, 41-46), esencialmente política (cf. Jn 6, 15; Lc 24, 21).

Nº 581

“Jesús fue considerado por los judíos y sus jefes espirituales como un “rabbi” (cf. Jn 11, 28; 3, 2; Mt 22, 23-24, 34-36). Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley (cf. Mt 12, 5; 9, 12; Mc 2, 23-27; Lc 6, 6-9; Jn 7, 22-23). Pero al mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que “enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mt 7, 28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en Él se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: “Habéis oído también que se dijo a los antepasados […] pero yo os digo” (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas “tradiciones humanas” (Mc 7, 8) de los fariseos que “anulan la Palabra de Dios” (Mc 7, 13).

Nº 472

Esta  alma humana que el Hijo de Dios asumió está dotada de un verdadero conocimiento humano. Como tal, éste no podía ser de por sí ilimitado: se desenvolvía en las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo. Por eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar “en sabiduría, en estatura y en gracia” (Lc 2, 52) e igualmente adquirir aquello que en la condición humana se adquiere de manera experimental (cf. Mc 6, 38; 8, 27; Jn 11, 34; etc.). Eso correspondía a la realidad de su anonadamiento voluntario en “la condición de esclavo” (Flp 2, 7).

Nº 627

 La muerte de Cristo fue una verdadera muerte en cuanto que puso fin a su existencia humana terrena. Pero a causa de la unión que la persona del Hijo conservó con su cuerpo, éste no fue un despojo mortal como los demás porque “no era posible que la muerte lo dominase” (Hch 2, 24) y por eso “la virtud divina preservó de la corrupción al cuerpo de Cristo” (Santo Tomás de Aquino, S.th., 3, 51, 3, ad 2). De Cristo se puede decir a la vez: “Fue arrancado de la tierra de los vivos” (Is 53, 8); y: “mi carne reposará en la esperanza de que no abandonarás mi alma en la mansión de los muertos ni permitirás que tu santo experimente la corrupción” (Hch 2,26-27; cf. Sal 16, 9-10). La Resurrección de Jesús “al tercer día” (1Co 15, 4; Lc 24, 46; cf. Mt 12, 40; Jon 2, 1; Os 6, 2) era el signo de ello, también porque se suponía que la corrupción se manifestaba a partir del cuarto día (cf. Jn 11, 39).

Nº 2604

La segunda oración nos la transmite san Juan (cf Jn 11, 41-42), antes de la resurrección de Lázaro. La acción de gracias precede al acontecimiento: “Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado”, lo que implica que el Padre escucha siempre su súplica; y Jesús añade a continuación: “Yo sabía bien que tú siempre me escuchas”, lo que implica que Jesús, por su parte, pide de una manera constante. Así, apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere a Aquél que da y que se da en sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado, es el “tesoro”, y en Él está el corazón de su Hijo; el don se otorga como “por añadidura” (cf Mt 6, 21. 33).

  • En el Magisterio de los Papas:

San Juan Pablo II, Visita a la Parroquia Romana de Santa Teresa del Niño Jesús en Pánfilo
V Domingo de Cuaresma, Ciclo A
Domingo 21 de marzo del 1999

1. 

«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26; cf. Aclamación antes del Evangelio).

Podemos imaginar la sorpresa que ese anuncio provocó en los oyentes, los cuales, sin embargo, pudieron constatar poco después la verdad de las palabras de Jesús, cuando, obedeciendo a su orden, Lázaro, que ya llevaba cuatro días en el sepulcro, salió afuera vivo. Jesús dio más tarde una confirmación aún más clamorosa de su asombrosa afirmación cuando, con su propia resurrección, consiguió la victoria definitiva sobre el mal y la muerte.


Lo que muchos siglos antes había anunciado el profeta Ezequiel, al dirigirse a los israelitas deportados de Babilonia: «Os infundiré mi espíritu y viviréis» (Ez 37, 14), se hará realidad en el misterio pascual, y el apóstol san Pablo lo presentará como el núcleo fundamental de la nueva vida de los creyentes: «Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8, 9).


¿No consiste precisamente en esto la actualidad del mensaje evangélico? En una sociedad en la que se manifiestan signos de muerte, pero donde se advierte al mismo tiempo una profunda necesidad de esperanza de vida, los cristianos tienen la misión de seguir proclamando a Cristo, «resurrección y vida» del hombre. Sí, frente a los síntomas de una «cultura de muerte» que avanza, también hoy debe resonar la gran revelación de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida».

2. 

[…] Los creyentes deben «ser presencia» activa y evangelizadora en los lugares de trabajo. Al reunirse en la parroquia para orar juntos y crecer en la fe, también están llamados a ser levadura de renovación espiritual donde trabajan. Han de convertirse en apóstoles de sus hermanos, dirigiéndoles la invitación evangélica «ven y verás» (cf. Jn 1, 46) y ayudándoles a redescubrir y vivir con mayor convicción los valores cristianos…


6. 

Repitamos con el evangelista: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27).
Como Marta, la hermana de Lázaro, también nosotros queremos renovar hoy nuestra fe en Jesús y nuestra amistad con él. Por su muerte y resurrección, se nos comunica la vida plena en el Espíritu Santo. La vida divina puede transformar nuestra existencia en don de amor a Dios y a nuestros hermanos.

[…] Como hemos orado al comienzo de la celebración eucarística, «vivamos siempre de aquel mismo amor que movió al Hijo de Dios a entregarse a la muerte por la salvación del mundo» (Oración colecta). Amén.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final