Preparación opcional 28 de enero 2023

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DE LA MISA DE LA FIESTA DE SANTO TOMÁS DE AQUINO – CICLO A. 28 DE ENERO DE 2023.

FR. DR. ANÍBAL FOSBERY, LA CULTURA CATÓLICA

CAPÍTULO XI: Santo Tomás de Aquino y su formulación doctrinal de la cultura católica

AsÍ como las catedrales medievales expresan el encuentro de la fe en el culto de Dios desde la

belleza del arte y de su arquitectura, así Santo Tomás logrará expresar, del modo más acabado posible, el encuentro de la fe con la razón. Ésa será su teología. El tesoro más exquisito de la cultura católica. No en vano dirá Gilson que una catedral gótica es fruto de la fe y también de la geometría.

San Francisco, armonizando la fe con la vida, rescataba una equilibrada relación entre el espíritu y la materia que salvaba al hombre de las dialécticas maniqueas de bien y mal en que lo habían sumido el gnosticismo con su secuela de herejías: cátaros, albigenses, valdenses. Ellos terminaban por negar la existencia real del hombre aniquilando su naturaleza, es decir, su espíritu y su libertad, frente a la absorción de lo divino.

San Francisco recreará el desposorio de la naturaleza con su Creador; de lo sensible con lo espiritual; de la verdad con el bien y la belleza. El hombre podrá, como Adán en los albores de la creación, nombrar desde Dios todas las cosas. Había recuperado, con la autonomía y el señorío de su libertad, el sentido teológico de su origen y de su destino. Lo católico, como cultura, se abría así a la dimensión del amor y, desde allí, impulsaba las mejores energías espirituales para actuar dinámicamente en la naturaleza, transformándola en orden a una transfiguración esjatológica que debía expresar el sentido último del Reino, porque “el Reino de Dios ya está en medio de nosotros”.

Este sentido de la creación, asumida en toda su amplitud y realidad, evitaba que lo religioso encerrara a la Iglesia en un misticismo especulativo. Tampoco la limitaba a una expresión únicamente cultual, como sí ocurrió en Oriente. La abrió al gran desafío paulino de instaurar todo en Cristo, a partir de una tensión esjatológica que, como quería Agustín, ordenaba la ciudad de los hombres hacia la Ciudad de Dios. La Iglesia se abría a una acción que no era mera praxis voluntarista, eficientista o utilitaria. Era como la extensión de la contemplación hacia la acción, que permitía rescatar la naturaleza de su profanidad para ordenarla a la sacralidad: la gracia suponía y perfeccionaba la naturaleza.

El hombre podía reasumir su tarea en la organización y desarrollo del mundo, con los instrumentos propios que le brindaba la naturaleza: “valde bona”, al decir del Creador. Quedaban siempre abiertos los caminos para la cultura católica.

A Santo Tomás le corresponderá, no sin un designio especial de la Providencia, el formular el encuentro de la naturaleza con la gracia, a partir de una precisa y nunca más superada fundamentación doctrinal que permitirá integrar la fe con la razón. La cultura católica encontrará allí su más acabada fundamentación teológico-metafísica. Pasará, por eso mismo, a formar parte del tesoro de la Iglesia. Así lo entendió siempre el Magisterio y la tradición católica.

Este sorprendente movimiento espiritual que, a partir de la Revelación, se amplía para abarcar toda la realidad del hombre y a todo el hombre, rebasará los límites del hecho puramente religioso, cultual o místico, para constituirse como un hecho marcadamente cultural. Y así como las primeras comunidades cristianas fueron el lugar donde se recibía el “dato” revelado para custodiarlo, protegerlo y transmitirlo, así este hecho cultural se irá abriendo camino en el ámbito de lo social hasta encontrar el lugar propio de su configuración y explicitación. Ese lugar será la universidad. Sus protagonistas ya no serán los monjes, sino los frailes mendicantes.

La cultura católica funda la universidad, la cual irrumpe en el siglo XIII como una suerte de respuesta a la nueva sociedad que, como fruto dinámico de esta cultura, se ha comenzado a gestar. Florece el comercio, circula la moneda –en 1252 se hace la primera emisión del florín de oro en Florencia–, comienzan a descubrirse nuevas técnicas, se incrementa la especialización entre artesanos y artífices y grandes masas de población campesina se vuelcan hacia los centros urbanos para generarse el sustento, activar su comercio o continuar sus estudios. Occidente se transforma. La amplitud de este proceso cultural ya no puede quedar contenido en las viejas escuelas monacales y catedralicias. Un nuevo hálito de crecimiento, expansión, acomodación social, política y religiosa embarga los espíritus. Aparecen las corporaciones apoyando al individuo frente al poder comunal o a la misma comunidad. A modo de corporaciones se reúnen también los estudiantes y los profesores, algunas veces como elementos separados y otras en tarea conjunta. Es entonces cuando comienza a gestarse la universidad como “comgregatio docentium et studentium”.

El Papa Alejandro IV, en 1255, usa la palabra “universitas” para referirse a todos los profesores y estudiantes residentes en París. Sólo más adelante esta palabra vino a designar la institución académica misma; y, posteriormente, a la escuela o institución dedicada al estudio de todas las ciencias.

Podríamos decir que, así como el monacato fue el lugar de encuentro del “dato” con “los datos” en la antigüedad cristiana, la universidad y las órdenes mendicantes serán el lugar adecuado para que la Revelación de Dios y la sociedad en gestación se interpelen sobre la nueva y cambiante situación. Para que el mundo y el Evangelio vuelvan a encontrarse había que trasladar el monasterio al corazón de las grandes ciudades. Los encargados de hacer esta tarea serán los frailes mendicantes. El lugar elegido: la universidad.

Hay como una trabazón social que integra, en un ámbito de libertad, el régimen gremial y corporativo, las universidades y las órdenes mendicantes. Del antiguo régimen de formas y costumbres feudales se pasa a la era de las comunas, sociedades, gremios y organizaciones colectivas, fundadas por pactos y dotadas de libertades y derechos legales como personas jurídicas. De las antiguas escuelas monásticas y catedralicias se pasa a las nuevas universidades donde, dentro de una atmósfera de libre asociación, los estudiantes y profesores, viviendo en el tumulto de la vida ciudadana, con un dominante espíritu de libertad personal y sistemas electivos de estudios, demuestran cuán lejos están de las antiguas escuelas monacales.

Del monasterio estático e inamovible se pasa, finalmente, a este extraño género de frailes mendicantes que reclaman un retorno al Evangelio, intentaban reeditar la forma de vida de los apóstoles y, audazmente, se establecen en los grandes centros urbanos, dueños de una libertad y de una movilidad de acción hasta entonces desusada.

Nace un mundo nuevo y hay también, en el corazón de la Iglesia y de su espíritu, toda la rica gestación de una respuesta apostólica, que no será únicamente cultual sino cultural.

Se había recorrido un largo camino de inculturación desde la constitución de las primeras comunidades cristianas, detrás del discurso de Pedro después de Pentecostés, con las primeras conversiones, y del discurso de Pablo en el Areópago. 

Desde el Símbolo de los Apóstoles, la Iglesia ha ido iluminando la realidad y gestando una cultura. Pero esta tarea no tiene término.

La Iglesia, peregrina entre dos promesas, recién detendrá su marcha cuando el Señor vuelva. “¡Ven Señor Jesús, no tardes!”, es el clamor de su corazón hecho plegaria. Tendrá que acompañar el tiempo de los hombres, cuidando de no quedar inserta en sus historias hasta tal punto que deje de significar la eternidad. Cuidando de no quedar de tal manera confundida con sus vidas que deje de entregar la gracia; de no quedar de tal modo comprometida con sus destinos que no pueda transitar el camino que lleva a la gloria futura; en definitiva, que no pueda mostrar quién es la Verdad.

Difícil misión ésta de la Iglesia, entregando el misterioso mensaje de salvación a los hombres, desde una meta-historia que no cambia, en medio del vertiginoso tiempo de los hombres, que cambia.

En esta desafiante tensión, la Iglesia sobrevive fiel al mandato recibido, sabiendo que Jesús estará con ella hasta la consumación de los siglos.

En cada hecho o acontecimiento que aparece, en esa sucesión de sucesos que configura la historia de la humanidad, la Iglesia tendrá que hacerse presente para anunciar y hacer vivo el mensaje: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva”.

La historia del anuncio del mensaje es también la historia de la cultura católica. Los problemas, las dificultades, los encuentros y desencuentros entre el “dato” de la Revelación y el depurar para asumir, o rechazar, “los datos” de la temporalidad, está siempre lejos de ser un simple diagnóstico de la realidad, o una hermenéutica racional. Es un sensus fidei, una inteligencia de la fe que la Iglesia percibe desde la acción del Espíritu Santo. No es un “libro” el que la Iglesia usa para discernir la realidad: es un discernimiento vivo que se realiza desde los apóstoles y el Espíritu Santo.

La Iglesia, en este siglo XIII, está como en el final de un proceso; pero, al mismo tiempo, en el comienzo de otro. Es una verdadera coyuntura cultural la que atraviesa. En Europa, antes de 1300, ya hay más de 23 universidades que son receptáculos de la cultura gestada y por gestarse. Santo Tomás de Aquino, nos dirá el P. Chenu, a quien el nacimiento lo había ubicado en una alta dinastía feudal; a quien las tradiciones familiares destinaban a la más poderosa de las abadías, se dirigía sin embargo, gracias a la libertad que le había procurado su vocación, a un camino que lo llevaría a la más representativa y efervescente de las escuelas urbanas en el corazón de la nueva sociedad: la Universidad de París.

Allí, bajo la tutela de maestros como San Alberto Magno o Rolando de Cremona, el joven Tomás conoce el dinamismo innovador de la vida universitaria en aquella “nueva Atenas”, como se le llamaba a París donde, al decir del Papa Gregorio IX: se cuece el pan intelectual del mundo.

La Universidad de París tiene, para esa época, Facultad de Teología, de Jurisprudencia, de Medicina y de Filosofía. Roberto de Courçon, Canciller en 1211, nos ha dejado, en sus reglamentos, una imagen de la estructura institucional de la universidad. Teología, Derecho Canónico y Medicina eran consideradas “facultades superiores”. La regían “decanos”, y sólo ellas podían otorgar profesorados o doctorados. Las “facultades inferiores” otorgaban solamente títulos de bachiller. Un profesor de teología debía contar por lo menos con treinta años, y se requerían ocho años de estudio, de los cuales los tres últimos debían ser dedicados a estudios especiales para obtener el grado de magister o doctor, y siempre bajo la dirección de un maestro determinado.

Había vacaciones en el verano, pero no completas, pues en ese tiempo los bachilleres podían dar lecciones, y algunos días de fiesta, como Navidad, Pascua o Pentecostés, los métodos de enseñanza se reducían al modelo de las “conferencias” o “disputas”.

Las lecciones que se impartían eran de dos tipos: ordinarias, reservadas a los doctores y maestros, y extraordinarias, habitualmente dirigidas por los bachilleres.

Las disputas también eran de dos clases: las ordinarias, que tenían lugar en casi todo el curso del año, y las conocidas como de quod-libet, que tenían lugar una o dos veces al año; para Navidad y Pascua. En estas últimas disputas se abarcaba un campo vastísimo de tópicos, muy relacionados con la problemática del momento.

El cuerpo estudiantil de la universidad incluía tanto a los seglares como a los clérigos. Los estudiantes acudían desde muchos países, formando grupos cosmopolitas, y gozaban de los mismos privilegios eclesiásticos, aunque no tuvieran órdenes sagradas.

El alojamiento de los estudiantes en las ciudades universitarias presentaba problemas difíciles de solucionar, que afectaban no sólo la moral personal sino que resquebrajaban la disciplina y el rendimiento académico. Por otro lado, el abuso que los posaderos ejercían sobre los estudiantes llevó a la instalación de colegios con alojamientos y habitaciones colectivas, especialmente para los más pobres. En 1257, Roberto de Sorbon funda su famoso colegio para alojar a los estudiantes-clérigos más pobres, el cual se convertirá luego en el centro principal de los estudios teológicos de París. En este ambiente universitario vive y se forma Santo Tomás, desde los 20 a los 23 años, retornando después como magister, cuando tiene apenas 31 años. Su juventud y su talento le permiten conocer, asimilar y procesar toda la problemática que la universidad vive en esos momentos. La Orden de Predicadores, a la que él pertenece, fundada en 1215 por Santo Domingo de Guzmán, no tiene temor de someterlo a esta prueba.

El ambiente doctrinal e ideológico que vive la universidad acusa toda la problemática social y cultural de la época. Por un lado, se está en el final de un proceso de inculturación, y por otro, Europa se está abriendo a una nueva realidad cultural. En el gozne de estos dos procesos está Santo Tomás de Aquino. ¿Fue un hombre del medioevo? ¿Fue un hombre de la modernidad? Más bien me atrevería a decir que, al darle a la cultura católica su más acabada formulación doctrinal, se ubica en el final de un largo proceso de inculturación; pero, al mismo tiempo, se pone de frente a la modernidad al integrar, como principio fundante de la cultura católica, la fe con la razón.

La modernidad, al intentar liberar a la razón del tutelaje de la Revelación y proclamar su absoluta autonomía, terminará desconociendo a Santo Tomás y separando la cultura de la catolicidad. Lo católico será poco a poco reducido a un culto y obligado a habitar exclusivamente en la individualidad de la conciencia. De este modo, comienza a gestarse la secularidad, que alcanzará su más acabada expresión con la reforma protestante. El nominalismo, vaciando la metafísica del fundamento de lo real, hará el resto.

Era el inicio de un camino que Occidente debería recorrer. La universidad ya acusaba el quebrantamiento entre fe y razón: la tentación del racionalismo. Se intentaba dar autonomía a la razón, pero a costa de su subordinación a la fe: la razón y sólo ella es la que decide los criterios de verdad y los juicios de valor. ¿Cómo salvar las contradicciones, que pueden aparecer, con las verdades de fe? Y aparece, por primera vez, formulada por los franciscanos de la escuela de York, la doctrina de las dos verdades: una para las verdades del “dato”, otra para las verdades de “los datos”. No era necesario conciliarlas: planteo gnoseológico que en el fondo preparaba el camino al racionalismo cartesiano y a la reforma protestante.

En este momento, quien da fundamento a este planteo es el Aristóteles averroísta, inficionado de un craso materialismo y que enseña en la universidad, con brillo y elocuencia, Sigerio de Brabante. Enfrentando estas corrientes del averroísmo latino, aparecen las místicas interpretaciones del Evangelio, acuñadas en la filosofía neoplatónica y avaladas con la autoridad de San Agustín y del Pseudo Dionisio. San Buenaventura y la escuela franciscana defenderán abiertamente estas corrientes del agustinismo avicenizante que constituyen la línea “tradicional” de la Iglesia, conciliada con el pensamiento de los filósofos árabes, conocidos a partir del siglo XI en Occidente.

Era ésta una lucha entre materialismo y espiritualismo; entre secularismo y misticismo; entre progresismo y tradición. Santo Tomás percibe con claridad la problemática. Hay que salvar el orden de la naturaleza y el orden de la gracia; hay que otorgar autonomía a la razón, salvando los legítimos derechos de la fe; hay que afirmar la acción de Dios y la acción de las criaturas, salvando

la independencia y libertad de las causas segundas en el obrar, para de este modo afirmar la responsabilidad moral en las consecuencias de la salvación personal; hay que evitar toda forma de panteísmo, afirmando la trascendencia de Dios sin negar la íntima presencia de Dios en las cosas y en la interioridad del hombre. Hay que afirmar, en definitiva, la realidad de la gracia sin negar la realidad de la naturaleza, de modo que no sea ésta avasallada o deformada, sino perfeccionada, para constituirse en instrumento y signo de salvación. “La gracia supone la naturaleza”, dirá el Angélico Doctor, dando una colosal batalla doctrinal contra los unos y contra los otros. Pero vayamos por partes.

Las doctrinas que llegan a la Universidad de París y provocan una verdadera efervescencia intelectual, no son meramente circunstanciales ni se reducen a un determinado problema particular. Ellas son fruto de un largo proceso de inculturación y de transmisión que les permite presentarse como una verdadera sistemática doctrinal. Es una especial concepción de Dios, del mundo y de los seres, lo que está operando en el trasfondo doctrinal con que debe enfrentarse Tomás. Una visión del cosmos donde el “dato” de la fe viene a aunarse con una metafísica de marcado tinte neoplatónico, asimilada a través de San Agustín, el Pseudo-Dionisio y los autores árabes.

Había que oponer, entonces, un sistema a otro sistema. A una dinámica del mundo entendida sólo y exclusivamente desde “arriba”, desde lo “superior”, había que integrarla dando a los seres el lugar que poseían, como tales, por la virtualidad de su propia naturaleza. No era suficiente, pues, insistir en Aristóteles para contraponerlo a Platón. Se debía ir muchos más lejos. Era necesario asumir todas estas concepciones e integrarlas en un único sistema, a la luz de la Revelación. Y esto es precisamente lo que hace Santo Tomás. De tal manera que, si la Escritura habla de igual modo para todos, y es frecuente en ella hacer referencia a Dios y su divina acción e iluminación, Santo Tomás ha de explicar este hecho de modo totalmente diverso y personal: asumirá los elementos aristotélicos manteniendo, sin embargo, la ordenación platónica. Podrá solucionar de esta forma todas las dificultades, cumpliendo con lo que le enseñara su maestr Alberto el Grande: “sabrás que en filosofía sólo es posible avanzar siguiendo la ciencia de los dos grandes filósofos: Aristóteles y Platón”.

La temática del agustinismo avicenizante había llegado hasta la universidad portando, tras de sí, una amplia secuela de conclusiones doctrinales. Unas se mantendrán en el campo de lo meramente filosófico y no afectarán como tal a la fe; otras, sin embargo, llevarán a serios y peligrosos desvaríos en la inteligencia de la doctrina revelada. Con ambas se enfrenta Santo Tomás en la universidad.

A las primeras, dado que están respaldadas por la autoridad de San Agustín, intenta interpretarlas a su modo, evitando contradecir al santo Doctor de Hipona, por quien el Angélico tiene una profunda veneración y respeto; a tal punto que, según cuentan sus biógrafos, lo citaba de memoria. Pero a las conclusiones que pueden afectar la fe, las pone en evidencia y las rechaza. El neoplatonismo había conectado dinámicamente el mundo de las ideas platónicas y el otro, múltiple, mudable y contingente, de las criaturas, por medio de la emanación. Un emanantismo monista que afectaba la realidad entitativa y operativa de los seres.

Ahora bien, los autores árabes recibieron esta doctrina integrándola, a su vez, con elementos aristotélicos. La conclusión a la que llegaron en la explicación de la teoría del conocimiento se hacía perfectamente congruente: el nous poieticós es la inteligencia agente o el dator formarum de Avicena, exterior y común a todos los hombres; de él se recibe la luz para el conocimiento intelectual.

Cuando los autores cristianos asimilan esta doctrina con la de San Agustín, hacen desempeñar a Dios las funciones de entendimiento agente, conforme a aquello de la Escritura “era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”. No alcanzan ellos, sin embargo, a darse cuenta de las conclusiones inmediatas que de allí se siguen y afectan la enseñanza de la Revelación. En efecto, dado que el entendimiento posible debe adecuarse al entendimiento agente, ambos serán por lo tanto, únicos y separados para todos los hombres y, consiguientemente, el alma intelectiva en cuanto tal. Pero al identificarse, entonces, el alma con Dios, y ser, al mismo tiempo, forma del cuerpo humano, se caerá en un craso panteísmo.

Por otro lado, no se distinguían de modo adecuado el orden del conocimiento sobrenatural, revelado directa e inmediatamente por Dios, del natural. Y, por fin, siendo el intelecto divino el medio formal por el cual conoceríamos, se suprimía el conocer como un acto vital e inmanente al sujeto, es decir, en cuanto postulado por las virtualidades de su propia naturaleza. Debemos reconocer que los autores católicos partícipes de este criterio, y que conforman la línea del “agustinismo avicenizante”, no sostienen explícitamente estas conclusiones; pero no por eso el problema, desde el punto de vista doctrinal, dejaba de existir, y originaba una de las más agitadas controversias en aquella luminosa Universidad de París.

Santo Tomás conoce a estos autores: Guillermo de Auvernia (1180-1228), Roberto Grosseteste (1170-1253), Roger Bacon (1210?- 1292), Vital du Four († 1237?), Pedro de Trabibus, Adán de Marisco († 1258?), etc., y, en general, los dos grandes grupos constituidos por los maestros de Oxford y toda la escuela franciscana.

Santo Tomás conoce a algunos de ellos porque son profesores de la universidad y, sin el más mínimo tapujo, los pone en evidencia, denunciando que algunos profesores “de nuestro tiempo”, al afirmar que el entendimiento agente está separado, concluyen de modo expreso que el entendimiento agente se identifica con Dios.

En la cuestión disputada De anima, y también en el Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, denuncia abiertamente que “algunos católicos sostuvieron que el entendimiento agente era el mismo Dios, que es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”.

Ahora bien, como los que de este modo piensan están influidos por la concepción agustiniana arabizante, Santo Tomás intenta salvarlos haciendo una interpretación benévola de San Agustín. De esta manera, decir respecto de la fe, como quiere San Agustín, que el hombre participa en Dios los “inteligibles”, o decir, como lo sostiene el Aquinate, que “es la luz del entendimiento que hace posible los «inteligibles»”, lo que se participa, no supone una gran diferencia.

Santo Tomás salva a San Agustín, en virtud de la autoridad que tiene como Padre de la Iglesia, porque “Agustín lo seguía a Platón en todo lo que la fe católica lo admitía”. Lo que Santo Tomás busca, de esta manera, es hacer que las dos doctrinas estuviesen de acuerdo para situar en Dios la fuente primera de los “inteligibles”; y por otro lado separar a Dios, fuente primera del conocimiento, del intelecto creado, por medio del cual el hombre opera. Pero las doctrinas como tales, la de Agustín y la de Tomás, son distintas. Porque una cosa es afirmar que el hombre  recibe de Dios la luz natural capaz de producir los “inteligibles” (Santo Tomás) o afirmar que el hombre recibe los “inteligibles” directamente de Dios (San Agustín).

Pero cuando hay que enfrentar a los árabes, las cosas cambian. El Aquinate pone énfasis en determinar las consecuencias doctrinales a las que lleva el neoplatonismo de los árabes y que deforman la fe respecto a: 1) La creación inmediata de Dios y sin intermediarios. 2) La felicidad última y sobrenatural del hombre, que consiste en la visión inmediata de Dios y no de algún intermediario. 3) La participación o similitud del hombre con la imagen directa de Dios y no de algún intermediario 18. De esta manera, Santo Tomás muestra que la emanación, como fundamento explicativo de la reabsorción intelectual o mística del hombre por Dios o Primer Principio, a través del paso de inteligencia en inteligencia, es contrario a la Revelación. Dios crea libre, directa e inmediatamente todas las cosas, y por eso decimos que el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. Rechazando el neoplatonismo en su principal fundamento, las cosas pueden entonces aclararse mejor: la felicidad última del hombre ha de consistir sólo en Dios. En definitiva, podríamos resumir así los graves errores con los que, en este proceso de inculturación del “dato” revelado con los “datos” recogidos del sincretismo filosófico-religioso del paganismo y los pensadores árabes, se había contaminado la fe y, consecuentemente, deformado la Revelación: – un alma única para todos los hombres, creada por la Inteligencia agente; – el hombre hecho a imagen y semejanza de esa Inteligencia agente; – y ordenado a alcanzar la felicidad última por la visión del Primer Principio, pero a través de la contemplación de la Inteligencia agente.

Los autores católicos a los que el Aquinate conocía querían salvar estas incongruencias. Para ellos no se daban inteligencias intermediarias entre Dios y los hombres, y la felicidad última consistía en la visión inmediata y directa de Dios. De todas maneras, se hacía difícil, conforme a su concepción, salvar las otras objeciones: – unidad de entendimiento y, por ende, de alma intelectiva para todos los hombres: – anulación del premio y castigo personales, al desaparecer la responsabilidad moral personal; – panteísmo; – indistinción esencial del orden natural y sobrenatural respecto a la visión de Dios aquí en la tierra; y negación de los principios intrínsecos del operar humano. Que Aristóteles hablaba de un entendimiento agente separado era la interpretación común del averroísmo latino, con Sigerio de Brabante como principal autor.

El problema que se le presentaba a Santo Tomás era grave. Estaban en juego verdades fundamentales sobre Dios y el hombre que comprometían la recta interpretación de la fe. Tenía que combatir, entre otras cosas, el neoplatonismo arabizante escondido en los esquemas doctrinales del agustinismo, que pretendía ser tenido por “tradicional”. Para poder depurar esta doctrina, Santo Tomás creía conveniente dar entrada a la filosofía aristotélica, la cual, frente a la marcada tendencia del agustinismo por resolver la realidad de los seres en una acción directa e inmediata de Dios –explicada ya sea a la luz de la participación (forma platónica), o a la de la emanación neoplatónica arabizante– dejaba perfectamente aclarado dónde y cómo debían situarse el operar propio de las causas segundas.

La antinomia Heráclito-Parménides, que Sócrates había eludido escapándose hacia un enfrentamiento directo con la moral, Platón la solucionaba construyendo una metafísica donde las ideas eran la única realidad verdadera de las cosas; los seres no eran más que sombras, meras participaciones del único y verdadero ser.

Aristóteles, en cambio, había salido al encuentro del ser desde la realidad de las cosas mismas, y su metafísica, aunque no terminaba de completarse con una teodicea en donde el ser supremo fuera algo más que el primer motor, sin embargo, estaba fundada en una física y una cosmología realistas. En su planteo no había ningún tipo de escepticismo frente al conocimiento de lo real; menos aún podría confundírselo con un idealismo, pero, ¿podía, por esto, ser calificado de materialista?

El peligro no dejaba ciertamente de existir, desde el momento en que el platonismo, con su metafísica casi divina, podía congeniar mucho más congruentemente con la Revelación. Así lo había entendido San Agustín; así lo entendieron los escolásticos, y esta pasó a ser “la doctrina tradicional”, con no pocos elementos aristotélicos tomados de los árabes, los cuales no afectaban, en lo fundamental, la visión última de Dios y del cosmos.

Introducir ahora correcciones en este ya acabado proceso de inculturación que había gestado una cultura, al parecer, tradicional en la Iglesia, se hacía muy difícil. Mucho más aún si de lo que se trataba era de cambiar el sistema.

Había que precisar y depurar una corriente doctrinal que respondía a la línea de tradición de la Iglesia, pasando por el Pseudo-Dionisio y San Agustín. Por otro lado, el Aristóteles que se conocía a través de los comentarios de Alejandro de Afrodisias, Avicena y Averroes, implicaba un serio peligro de contaminación y deformación de la Revelación. Ya en 1210, 1215 y 1231, la Facultad de Teología de París había motivado algunas prohibiciones al respecto.

Lo cierto es que este movimiento de asimilación aristotélica, hecho a través de Averroes, fue creciendo a pesar de todo, y ya hacia 1250 el Filósofo había desplazado de la universidad a Avicena y establecido una línea de pensamiento que se enfrentaba directamente con la entonces corriente tradicional, la cual vino a llamarse averroísmo latino. Ésta, interpretando literalmente a Aristóteles, llegaba también a las más funestas consecuencias dogmáticas, que sus sostenedores, como Sigerio de Brabante, pretendían salvar con la conocida doctrina de las “dos verdades”.

Todo este difícil y complicado cuadro de ideas que comprometía la formulación doctrinal de la cultura católica hizo eclosión en la universidad con dos condenaciones: la de 1270, donde se precisaron las tesis heterodoxas, como son la eternidad del mundo, del movimiento y del tiempo; la unidad del entendimiento agente y posible en la especie humana; y la negación de la creación temporal ex nihilo, de la libertad del acto creador divino, de la inmortalidad personal, del libre albedrío, de la liberación moral y de la providencia divina sobre los individuos, recayendo sólo en la especie. La otra condenación es la de Esteban Tempier, arzobispo de París, en 1270.

Santo Tomás, en el medio, contra unos y otros, y no ciertamente incólume. Hay que tener en cuenta que, en la condenación de Esteban de Tempier, los agustinos lograron hacer introducir algunas tesis tomistas, fruto de las importantes reacciones que en contra de

Santo Tomás se habían originado. La tesis más discutida, tenida como innovadora, herética y contraria al sentir de San Agustín, era la de la unicidad de la forma substancial en el hombre, en la cual coincidiría Santo Tomás con los aristotélicos, razón por la cual quisieron incluirlo en la condenación de 1240.

Sin embargo, con esta doctrina Santo Tomás refutaba, por un lado, la unicidad de la inteligencia en la especie humana, como querían los averroístas, y por otro, el pluralismo agustiniano de las formas. En la condenación de 1277 se condenaron otra serie de proposiciones en las que el Angélico coincidía con los averroístas: el principio de individuación, la teoría de los universales, la unidad de mundo, la localización de las substancias espirituales y su relación con el mundo físico, y la dependencia de la operación intelectual respecto del cuerpo.

Recién en 1325, el obispo de París, Esteban de Bounet, anuló las condenaciones.

Santo Tomás no se arredró; sabía que debía cumplir con su misión, y encaró con decisión y excepcional penetración intelectual ambos frentes: el agustinismo avicenizante y el averroísmo latino. Las traducciones directas que su hermano de hábito, Fr. Guillermo de Moerbecke, le facilitó acerca de Aristóteles, fueron su gran instrumento. Con un Aristóteles purificado, la Revelación y los elementos salvables del neoplatonismo, construirá un único y original sistema que brindará a la cultura católica su estructura doctrinal.

En este descomunal esfuerzo de Santo Tomás, todo fue sometido a una tarea de reubicación. Una auténtica labor de inculturación. La verdad de Dios y la verdad del hombre ocuparon su lugar a partir de la posesión de la fe y de la búsqueda de la razón.

Para algunos, los “tradicionalistas”, Santo Tomás aparecía como hereje; para otros, los “progresistas”, Santo Tomás se mostraba como trascendentalista.

Algunos, y no pocos, hombres de la Iglesia, maestros de la universidad y hasta hermanos suyos de hábito, lo observaron con desconfianza, lo combatieron y, finalmente, lo condenaron, como el dominico Roberto Kildwarby, profesor de teología en la Universidad de Oxford ( 1248-1261) y luego Arzobispo de Canterbury (1272).

La universidad, que era el lugar donde se había instalado la cultura católica después del largo proceso de inculturación y gestación, le había ofrecido a Santo Tomás la mejor posibilidad para conocer hasta sus últimas consecuencias toda la problemática doctrinal de su tiempo. El joven fraile tenía apenas 20 años. Pero esa universidad a la que asistió y después le permitió enseñar, no era una organización administrativo-académica, sino que se constituyó como una auténtica congregatio docentium et studentium movidos por el amor, la búsqueda y el servicio a la verdad. Y es la verdad en toda su más amplia extensión y difusión la que se hizo presente: desde la verdad de la Revelación hasta la sabiduría metafísica, pasando por la lectura de los datos empíricos que ofrece el orden de la naturaleza.

Se puede actuar, desde ella, en un plano verdaderamente humano, pues esta universidad está muy lejos de ser alcanzada por los males del escepticismo, del racionalismo, del empirismo pragmático o utilitario y del poder político. Es, simplemente, una universitas donde, con plena confianza en la razón, se posibilita el encuentro intelectual entre la fe y la cultura. Al mismo tiempo, el progreso de la investigación aporta a la fe nuevos problemas que estimulan el esfuerzo de los teólogos y le posibilitan nuevas reflexiones.

Sólo en un ambiente universitario como ése, Santo Tomás pudo realizar la vocación de servicio a la verdad que él tenía como dominico. La universidad era el espacio natural donde se situaba, se plasmaba, crecía y explicaba la cultura católica. Todo allí estaba tocado de un espíritu de libertad y de novedad, abierto a los aportes del progreso y la evolución de los tiempos.

Pero esta interacción de los datos recibidos, buscados, adquiridos o encontrados, se intentaban integrar con la fe, en el final de un largo proceso de inculturación donde la antiquitas pagana y la antiquitas cristiana eran reformuladas desde una nueva inteligencia de la fe, en la nueva Europa que se estaba gestando. Santo Tomás será el mentor doctrinal de esta reformulación. La cultura católica le debe este aporte.

Así lo describe a Santo Tomás, alumno y profesor de la más importante universidad de la Europa del siglo XIII, R. Seeberg, célebre profesor protestante: Fue el gran adalid del progreso entre los teólogos; el que sometió más que ningún otro la tradición a severa crítica, transformándola. Pero en él fue tan vivo el amor de la ciencia como la devoción y adhesión a la doctrina de la Iglesia. Por eso creó un sistema en el que se dan la mano de una manera admirable, el más fuerte apego a la tradición conservadora de la Iglesia con las aspiraciones más audaces de las nuevas conquistas científicas. Este gran teólogo iba en realidad al frente del progreso filosófico, siendo al mismo tiempo el más recio defensor de la tradición de la Iglesia.

La cultura católica crea a la universidad en Occidente como el lugar donde ella existe, se afirma, se desarrolla y se transmite. La cultura le dará a la universidad su razón de ser. Y aún hoy, cuando queremos definir a la universidad, decimos que es una institución que tiene como finalidad la búsqueda de la verdad y la transmisión de la cultura. Vista desde sus orígenes, ¿a qué cultura nos estamos refiriendo si no es a la cultura católica?

La universidad donde se forma y actúa Santo Tomás ha ocupado el lugar de las primitivas comunidades cristianas donde se recibía, se protegía y se transmitía, desde el Símbolo de los Apóstoles y la vida litúrgica, el puro “dato revelado”.

Ahora, ampliado este dato por un largo proceso de inculturación, enriquecido con los tesoros del pensamiento, manifestado con las realizaciones del arte y de la lengua, explicitado como doctrina, con la estructura intelectual de la filosofía y de la teología, acuñado en la sociedad por el comportamiento moral, religioso y político, necesitaba un espacio social donde pudiera habitar e indagar para poder desarrollarse. Santo Tomás logrará el encuentro del “dato” religioso con el cultural, transformándolo en una formulación doctrinal. Y esta tarea la hará desde la universidad y en la universidad, que, por eso mismo, será una institución que abarcará, al mismo tiempo, lo cultual y lo cultural. Más aún, lo cultural se gestará suscitando un movimiento intelectual que irá de arriba hacia abajo, de la Revelación a la indagación, pasando por el orden natural, para volver, luego de la indagación del orden natural, a la Revelación.

Esto le dará a la universidad un tono de universalidad conciliable con la realidad de lo particular que debe considerar. Avanzada en su reflexión, será tradicional en su fundamentación; siendo metodológicamente rigurosa estará, sin embargo, siempre abierta para recibir las nuevas manifestaciones de la realidad; sometida a los postulados de una verdad sin evidencia, aunque cierta, buscará liberar al ser desde las conclusiones de la evidencia. Imperturbable en su espíritu, inquieta y cambiante en sus vivencias, coherente en sus fines, contradictoria en sus desafíos, contemplativa y teorética en sus principios, práctica y eficiente en sus realizaciones.

Estas notas de la universidad pasarán a ser características de la cultura que en su seno se gesta y cobija. El logro, gracias al providencial talento de Santo Tomás, fue una estructura doctrinal capaz de sostener, desde una cierta unidad, un modelo cultural que inculturaba a l antiquitas christiana con los nuevos desafíos de la razón y la naturaleza.

Aquel sincretismo religioso-filosófico que le había dado al mundo pagano una unidad que terminaba equilibrando el conjunto de los elementos contingentes del Imperio y, consecuentemente, configurando el modelo cultural del paganismo, había sido desplazado por la paulatina vigencia de la verdad revelada y anunciada, a partir de la Encarnación del Verbo, tras un proceso de inculturación.

La “fuerza de salvación” que Dios había suscitado, según lo predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas, gestaría y llevaría adelante el proceso de inculturación. Había que hacer nuevas “todas las cosas”. La antiquitas pagana se inculturaría en chris-tiana.

La herejía arriana, de la mano de los pueblos bárbaros, empujaría y terminaría derribando al Imperio. Pero la antiquitas ya estaba afirmada sobre un proceso de asimilación y depuración que permitió salvarla, enriquecerla y desarrollarla.

La Iglesia ocuparía el poder dejado por el Imperio y se lanzaría a evangelizar a los nuevos pueblos y ciudades que se iban formando tras las invasiones bárbaras. Es, precisamente, esta tarea de inculturación religiosa la que da como fruto un nuevo modelo cultural: la cultura católica.

Santo Tomás aportará, a este modelo cultural, la trabazón doctrinal de su sistema, el cual ajustará, hasta las últimas consecuencias, la conciliación del “orden natural” con la Revelación. Quedará de esta manera señalado un camino doctrinal con el que indefectiblemente habrá que encontrarse cada vez que el hombre realice la tarea de inculturación transfigurante entre la realidad del mundo y los contenidos del Reino.

Derrotero doctrinal teológico, metafísico y ético que hará posible que todos los hechos de cultura volcados sobre la naturaleza puedan expresar, desde cualquiera de sus formalidades, el orden ontológico creacional siendo, al mismo tiempo, soporte de la gracia.

La formulación doctrinal a la que llega Santo Tomás es esencial a la cultura católica. Cualesquiera que sean los hechos o los atajos

que las realidades temporales obliguen a asumir como requerimientos culturales que surgen del encuentro del hombre con la naturaleza, no podrán ser inculturados adecuadamente sin recorrer, de uno u otro modo, la senda abierta por el pensamiento teológico y metafísico del Aquinate. Por eso mismo forma parte constitutiva esencial del patrimonio cultural de la Iglesia.

El Papa Pablo VI así lo expresa en la carta que envía al Maestro de la Orden de Predicadores, Fr. Vicente de Couesnongle, con motivo del séptimo centenario de la muerte de Santo Tomás de Aquino:

Los Romanos Pontífices sostuvieron con su autoridad la doctrina de Santo Tomás cuando aún vivía; protegieron al Maestro y defendieron también su doctrina contra los adversarios. Y después de su muerte, cuando algunas proposiciones suyas fueron condenadas por autoridades locales, la Iglesia no dejó de honrar al fiel servidor de la verdad, sino que ratificó su veneración inscribiéndolo en el registro de los Santos (18 de julio de 1323) y concediéndole el título de Doctor de la Iglesia (11 de abril de 1567).

De esta manera la Iglesia ha querido reconocer en la doctrina de Santo Tomás la expresión particularmente elevada, completa y fiel de su Magisterio y del sensus fidei de todo el pueblo de Dios, como se habían manifestado en un hombre provisto de todas las dotes necesarias y en un momento histórico especialmente favorable.

La Iglesia, para decirlo brevemente, convalida con su autoridad la doctrina del Doctor Angélico y la utiliza como instrumento magnífico, extendiendo de esta manera los rayos de su Magisterio al Aquinate, tanto y más que a otros insignes Doctores suyos. Lo reconoció nuestro predecesor Pío XI, al escribir en la encíclica Studiorum Ducem: “A todo el mundo cristiano interesa que esta conmemoración centenaria se celebre dignamente, porque honrando a Santo Tomás no sólo se manifiesta estima hacia él, sino que se reconoce también la autoridad de la Iglesia docente”.

Ahora bien, como sería prolijo citar todas las pruebas de la gran veneración dada por la Iglesia y los Romanos Pontífices a Santo Tomás, nos limitaremos a recordar que a las finales del siglo pasado, cuando ya se hacían sentir por doquier las consecuencias de la pérdida del equilibrio entre la razón y la fe, volvieron a proponer su ejemplo y su magisterio como factores que contribuirían a conseguir la unión entre la fe religiosa, la cultura y la vida civil, aunque fuera de manera distinta y adaptada a los nuevos tiempos.

La Sede Apostólica incitó y estimuló a un florecimiento de los estudios tomistas. Nuestros predecesores, a partir de León XIII, y debido al fuerte impulso que él mismo dio con la encíclica Aeterni Patris, recomendaron el amor al estudio y doctrina de Santo Tomás, para manifestar “la consonancia de su doctrina con la Revelación divina”, la armonía entre la fe y la razón dentro de sus respectivos derechos 26, el hecho de que la importancia concedida a su doctrina, lejos de suprimir la emulación en la búsqueda de la verdad, la estimula más bien y la guía con seguridad. Además, la Iglesia ha preferido la doctrina de Santo Tomás, proclamándola como propia, sin afirmar con ello que no sea lícito seguir otra escuela que tenga derecho de ciudadanía en la Iglesia, y la ha favorecido a causa de su experiencia multisecular. También en la actualidad el Angélico y el estudio de su doctrina constituyen, por ley, la base de la formación teológica de los que están llamados a la misión de confirmar y robustecer dignamente a los hermanos en la fe.

También el Concilio Vaticano II ha recomendado a Santo Tomás, dos veces, a las escuelas católicas. En efecto, al tratar de la formación sacerdotal, afirmó: “Para explicar de la forma más completa posible los misterios de la salvación, aprendan los alumnos a profundizar en ellos y a descubrir su conexión, por medio de la especulación, bajo el magisterio de Santo Tomás”. El mismo Concilio Ecuménico, en la Declaración sobre la Educación Cristiana, exhorta a las escuelas de grado superior a procurar que, “estudiando con esmero las nuevas investigaciones del progreso contemporáneo, se perciba con mayor profundidad cómo la fe y la razón tienden a la misma verdad”, y afirma acto seguido que a este fin es necesario seguir los pasos de los Doctores de la Iglesia, especialmente, de Santo Tomás. Es la primera vez que un Concilio Ecuménico recomienda a un teólogo, y éste es Santo Tomás. En cuanto a nosotros, entre otras cosas, baste repetir las palabras que pronunciamos en otra ocasión: “Los que tienen encomendada la función de enseñar… escuchen con reverencia la voz de los Doctores de la Iglesia, entre los que ocupa un lugar eminente Santo Tomás; en efecto, es tan poderoso el talento del Doctor Angélico, tan sincero su amor a la verdad y tan grande su sabiduría al indagar las verdades más elevadas, al explicarlas y relacionarlas con profunda coherencia, que su doctrina es instrumento eficacísimo, no sólo para poner a buen seguro los fundamentos de la fe, sino también para recabar de ella de modo útil y seguro frutos de sano progreso. Sin lugar a dudas, Santo Tomás es el paradigma más acabado de la cultura católica.

Pero tengamos en cuenta que, desde el punto de vista ontológico, la cultura no existe más que como un ser de razón. Su existencia está significada por los muchos y diversos componentes accidentales, fruto de las determinaciones de los individuos y las circunstancias que la configuran. Podemos señalar, al respecto, hechos o circunstancias geográficas, climáticas, acontecimientos sociales, políticos, económicos. ¿Y qué decir de los profundos cambios culturales provocados por la revolución industrial, primero, y la revolución científico-tecnológica después? Todo hace suponer que caminamos hacia una suerte de cultura universal. El Concilio Ecuménico Vaticano II, especialmente en la Gaudium et Spes, intenta mostrar las realidades profundas de estos cambios y sus consecuencias. Hablar de cultura es hablar de personas, de grupos sociales, de lenguas, de hábitats, de herramientas, de artesanías, de conocimientos, de ciencia, de técnica, de arte, de costumbres, de instituciones más o menos bosquejadas o realizadas, de mitos, de creencias, de religión. A medida que las costumbres y las ideas evolucionan, se perfilan en los grupos humanos o comunidades ideas-fuerzas, realidades que definen el tono peculiar de una cultura y la diferencian de las otras.

Así, en el proceso de inculturación que va a dar como efecto la antiquitas christiana convergen, sobre el dato de la Revelación, el sentido metafísico de la cultura griega, que mira a la realización del hombre desde la contemplación, con el sentido fundacional y político del hombre romano. Estas notas características de la cultura greco-romana encuentran en el sincretismo filosófico-religioso del paganismo una base estructural que le da coherencia y unidad a la misma.

A medida que el núcleo religioso que sostiene el organismo o

modelo cultural pagano va siendo desplazado por la Revelación

cristiana, todos los elementos accidentales que configuran esa cultura, encuentran un nuevo modo de ser expresados. Algunos son

rechazados, otros son incorporados. Se precipita entonces un nuevo modelo cultural donde la Revelación de Dios define la característica determinante del mismo, al que podemos llamar antiquitas christiana. De aquí en más el proceso de inculturación irá avanzando y, en medio de la diversidad de formas, costumbres, lenguas, instituciones, se irá afirmando el hecho religioso como iluminativo y unificador de lo cultural. Se ha gestado una nueva cultura que, por esa

misma razón, podemos llamar “católica”.

Lo católico será la nota distintiva de esta cultura y lo que la diferenciará de otras. Y esto “propio” de lo católico ya no será una suerte de sincretismo, como lo fue en el paganismo; tampoco una pura vivencia de fe expresada desde el comportamiento de lo cultual, como lo fue en los comienzos del cristianismo; tampoco el componente de una realidad político-religiosa, como lo fue en la caída del Imperio; y tampoco la asimilación de los nuevos pueblos, costumbres y lenguas al depósito cultural de la cristiandad, después de la conversión de los pueblos bárbaros, sino la explicitación de una formulación doctrinal, teológica y metafísica que, por un lado, cerraría el proceso de inculturación del “dato revelado” con los “datos” de la antiquitas pagana y la antiquitas christiana y, por otro, dejaría abierta la posibilidad para generar nuevos procesos acorde con el dinamismo propio de todo hecho cultural. Esta formulación doctrinal es la de Santo Tomás de Aquino. La cultura que estructura y sostiene, es la católica.

En el núcleo fundante de la catolicidad como cultura hemos pasado del puro dato de la Revelación, que gestó un hecho “cultual-cultural”, a un hecho “doctrinal-cultural”, con la formulación de Santo Tomás.

La cultura católica alcanzará, de esta manera, un punto de realización final que permitirá, en lo sucesivo, sean cuales fueren las diversidades de los componentes accidentales que configuren el hecho cultural, intentar el encuentro transfigurante de la realidad del mundo y del hombre, con la Palabra y los contenidos del Reino, pero sin menoscabar a la divinidad ni corromper o profanar el orden natural.

Ésta será la característica fundante de toda realidad humana que quiera manifestarse como “cultura católica”. Sin embargo, existen quienes niegan identidad a esta cultura. Para ellos, el cristianismo no es más que una simiente de cultura.

Por eso es posible que se den otros tipos de cultura, con características distintas según las circunstancias y los tiempos. ¡Qué decir entonces si se quiere afirmar, como parte constitutiva de la cultura católica, una formulación doctrinal como la de Santo Tomás de Aquino!

No podemos ignorar que las opiniones a las que hacemos referencia están inficionadas de un craso historicismo. El punto de partida de la cultura católica no es un hecho cultural sino un hecho religioso: la encarnación del Verbo de Dios y su Revelación, que se cierra con los apóstoles. No es posible otra forma de cristianismo fuera de la Revelación de Dios, tal como se manifiesta en la Iglesia.

Consecuentemente no puede generarse, a partir de este hecho religioso, una cultura que esté fuera de la Revelación. No es la Revelación de Dios la que debe acomodarse a las culturas, sino que los pueblos deben acomodar sus costumbres a la Revelación. Ésta es precisamente la historia misionera de la Iglesia. Éste es el verdadero desafío que debe enfrentar todo proceso de inculturación, tal como lo entendió siempre la doctrina pontificia.

La Iglesia, enseñan los Papas, no está ligada a ninguna cultura, y todo lo que ella encuentre de bueno y provechoso en las culturas no cristianas debe ser tenido en cuenta con benevolencia, protegido y promovido, en tanto y en cuanto no esté indisolublemente ligado a errores religiosos. Pero esto no quiere decir que la Iglesia no haya elaborado su propia cultura. Ella, necesariamente, al insertar el mensaje evangélico y los contenidos del Reino en el corazón del hombre, ya lo está haciendo sujeto y objeto de cultura. De allí resultará la cultura católica, con sus notas propias de universalidad y trascendencia; de allí el lenguaje que irá acuñando para expresar su misterio; de allí los comportamientos individuales y sociales para encarnar el Evangelio; de allí su liturgia, su moral, su dogma; de allí la formulación doctrinal desde la que edificará, en medio de los hombres, el adelanto del Reino; de allí la inquebrantable esperanza esjatológica del fin de los tiempos.

En la Semana Social de Francia, celebrada en Versalles en 1936, el Papa Pío XI recordaba que: no hay que perder de vista jamás que el objetivo de la Iglesia es evangelizar y no civilizar. Si ella civiliza, es para evangelizar.

Es indispensable distinguir, como lo hace la Iglesia, las consuetudines o costumbres, o géneros de vida particular de una sociedad o comunidad, de lo que esencialmente constituye la cultura católica, que se integra con todos los tesoros de su vida sobrenatural, desarrollados a través de los tiempos, cumpliendo con su misión de evangelizar hasta los confines de la tierra.

Es posible, y de hecho se han dado, múltiples y diversas conexiones entre la buena nueva de Cristo y las culturas. Así lo expone el Concilio Ecuménico Vaticano II en la Encíclica Gaudium et Spes (n. 58): Dios ha hablado, por medio de la Revelación, desde las edades más remotas hasta su plena manifestación en el Hijo encarnado, según los tipos de cultura propio de cada época.

La Iglesia, por su parte ha empleado los hallazgos de las diversas culturas para difundir y explicar el mensaje de Cristo en su predicación a todas las gentes; no está ligada de una manera exclusiva e indisoluble a ninguna raza o nación, a ningún género de vida particular, a ninguna costumbre antigua o reciente; puede entrar en comunión con las diversas civilizaciones, pero desde la fidelidad a su propia tradición.

Así la Iglesia ha evangelizado la cultura, haciendo posible una cultura propia, que llamamos católica y, además, como fruto de esa inculturación, “ha renovado constantemente la vida y la cultura del hombre caído”, porque la buena nueva de Cristo combate y aleja los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado; purifica y eleva incesantemente la moralidad de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las perfecciona y las restaura en Cristo. Así la Iglesia, cumpliendo su misión propia, por ello mismo ya contribuye a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad, aún la litúrgica, educa al hombre para la libertad interior. Se sigue, consecuentemente, que en el centro del hecho cultural está la persona humana, la cual deberá ser desarrollada integralmente. El único modo de lograr este desarrollo es el de injertar el don de la gracia en el corazón del hombre. Desde allí el hombre, como ya lo hemos dicho, se hace sujeto y objeto de cultura. Más allá de las costumbres, de los géneros de vida particular, de su nación o de su raza, desarrollará una perfección entitativa y operativa de la cual surgirá el hecho distintivo y fundante que lo convertirá en hombre culto. A partir de allí, todos los diversos componentes accidentales, fruto de las costumbres, los grupos sociales, las lenguas, el hábitat, los conocimientos, el arte, las instituciones a las que pertenece, deberán encontrar su sentido y unidad desde esta perfección personal que realiza la gracia. Y entonces se habrán transformado en un modo de expresar la cultura católica. Y si esto no se puede dar, tendrá que renunciar a su entorno o modificarlo. Esto es, precisamente, lo que llamamos inculturación.

Toda tarea de inculturación tendrá que empezar o terminar expresando, de algún modo, los contenidos de la cultura católica. Entre estos contenidos, la formulación doctrinal de Santo Tomás de Aquino cobra una especial relevancia. De esta comprensión teológica y metafísica, la cultura católica ya nunca más podrá prescindir. Cada vez que el hombre intenta, desde el dato revelado, actuar sobre la naturaleza o, por el contrario, cada vez que indague a la naturaleza para encontrarla con el dato revelado, es decir, cada vez que haga cultura católica, tendrá que apelar a Santo Tomás de Aquino. Su formulación doctrinal garantiza la adecuada unión del dato revelado con la cultura, “poniendo a buen recaudo los fundamentos de la fe” y asegurando, en todo proceso legítimo de inculturación, “de modo útil y seguro, frutos de sano progreso” 40. Santo Tomás de Aquino, como ya lo hemos señalado, representa el paradigma en el cual la cultura católica se expresa doctrinalmente a sí misma. Encarna, como tal, un ideal de perfección natural y sobrenatural como resultado de su obrar humano, libre y deliberado, sobre su naturaleza individual. No podemos dejar de señalar que, en este operar, tuvo una especial asistencia de la gracia de Dios y del Espíritu Santo, en razón del servicio que Dios le había confiado, como vocación y misión, a la Iglesia.

La gracia de Dios operó sobre su naturaleza en consciente tensión a su última perfección. Tensión, como el mismo Santo Tomás señala, connatural al hombre, pero que en él cobró las dos máximas respuestas posibles que ordenan este operar del hombre hacia su beatitud: la santidad y la sabiduría. Fue el resultado de este operar perfectivo, libre y deliberado, de Santo Tomás sobre su propia naturaleza humana, con la gracia de Dios y la especial asistencia del Espíritu Santo, el que lo hizo un hombre culto. Su vida no fue otra cosa que plasmar toda su existencia en la Verdad. Desde allí elaboró, con la ayuda de los medios propios de la vida religiosa y la vocación dominicana, el empeño cotidiano para someterse a las exigencias de la disciplina intelectual en todos sus aspectos. Movido siempre por la tendencia a la santidad y a la perfección eminentemente intelectual, alcanzó la sabiduría, y con un ardoroso deseo interior de entregar, en servicio apostólico, a los fieles y a la Iglesia, los frutos de su contemplación y de su especulación, se hizo servidor de los demás. Ascetismo, soledad, silencio, estudio, orden personal, plegaria interior, amor de caridad, discernimiento intelectual, fueron posibilitando la adquisición de los hábitos morales e intelectuales que le permitieron, finalmente, delinear la cultura católica en su más perfecta forma de realización y formulación doctrinal. Por eso fue el más acabado ejemplo de hombre culto católico. Pero ¿por qué Santo Tomás aparece como el paradigma más acabado del hombre culto católico? Porque de tal manera había asimilado y había conformado los hábitos perfectivos de su naturaleza con los objetos propios que lo ordenaban a la perfección, que en este operar virtuoso contuvo, en grado eminente, los hábitos intelectuales y los del obrar moral.

El conjunto de hábitos que le permitió adquirir la cultura católica también le posibilitó indagar la verdad, ya sea del orden de la razón o del orden de la Revelación, y ello desde una cierta eminencia del saber, que ordena la realidad con el dato de la fe y con las exigencias del Ser. Revelación y metafísica, apuran una aporía que el Aquinate va a saber resolver. Ni en su formulación doctrinal ni en su vida hay fisuras. Todo en él es pleno, seguro, ponderado, quieto. Esta unidad profunda de su espíritu, conseguida a través de un operar perseverante de la gracia en su naturaleza con los modos que el mismo señala cuando quiere aconsejar a un joven discípulo acerca de la vida de estudio, le permite zanjar todas las aporías, las brechas y las contradicciones.

Hay que afrontar progresivamente las dificultades, le dirá el Angélico Doctor al hermano Juan, hay que amar el silencio, la pureza de conciencia, la oración asidua, la soledad; hay que tener una actitud amable con el prójimo, desterrar la vana curiosidad, evitar la excesiva familiaridad en el trato con los demás, alejarse de la vida mundana, no dispersarse, imitar a los santos y los buenos ejemplos, rechazar las sospechas y los prejuicios, entender lo que se intenta aprender, resolver las dudas, enriquecer el tesoro de la memoria, evitar la presunción y la soberbia. Su alma, moldeada en el orden superior de lo sapiencial, comunicará desde lo especulativo y desde lo contemplativo la luz de la verdad.

Y esto lo hará, ya sea en la predicación, ya sea en la enseñanza o desde las disputas, integrando siempre la fe con la razón. Así logró compaginar en su doctrina y en su vida la fidelidad total y absoluta a la palabra de Dios y la máxima apertura de mente al mundo y a sus valores auténticos; su afán innovador y progresista con la resolución de apoyar todo su edificio doctrinal sobre el firme cimiento de la tradición; su asombrosa erudición, que le permitió captar las nuevas inquietudes del pensamiento y la ciencia, sin salir fuera del cauce de la fe y de la tradición del Magisterio de la Iglesia; su espíritu, profundamente cristiano, y la agudeza de su talento especulativo, abierto a todos los logros del pensamiento tanto antiguo como contemporáneo, le permitieron encontrar, en plena crisis del siglo XII, nuevas fórmulas para definir las relaciones entre la fe y la razón.

Frente a Dios, Santo Tomás se muestra como un niño ante los sublimes e inefables misterios de la fe; reconociendo que, acerca del misterio de Dios, había aprendido más en la oración que en el estudio; manteniendo vivo el sentido de la trascendencia divina.

Aquí se fundamenta su metodología de la investigación. Aquí aparece su humildad y adoración. Y frente a los maestros del espíritu humano sentía tres cosas: 1- admiración ante el inmenso patrimonio cultural que entre todos acumularon y legaron a la humanidad: la antiquitas; 2- reconocimiento de las limitaciones y errores de las obras de cada uno; 3- compasión hacia los que, careciendo de la luz de la fe, experimentaban una angustia humanamente insuperable al enfrentarse con los interrogantes últimos de la existencia humana y del fin último del hombre 54.

Su libertad e independencia intelectual, en el campo filosófico, siempre lo mostraban obediente a la verdad y juzgándolo todo “no por la verdad de quien lo afirma sino por el valor de las afirmaciones en sí”: “el argumento de autoridad es firmísimo respecto de la fe: pero, respecto a la ciencia es debilísimo”. Y para manifestar su actitud no servil ni puramente historicista o ecléctica, afirma: “el estudio de la Filosofía no está ordenado a que los hombres conozcan lo que piensan los hombres, sino cómo se encuentra la verdad de las cosas”.

Siguiendo a Santo Tomás podríamos entonces decir que un hombre culto católico tendrá que poseer, en cierto grado de realización, los hábitos operativos virtuosos que lo ordenen a la perfección, dándole: solidez en la fe, coherencia en la razón, discernimiento sapiencial en la especulación, amplitud de erudición, sentido de la trascendencia y asombro ante el misterio de Dios, fidelidad a la Iglesia y reconocimiento de los valores del mundo, humildad, oración y compasión.

No es de extrañar que esta portentosa personalidad religiosa produzca, irradiando y operando sobre la naturaleza con los hábitos perfectivos de sus potencias, la formulación que va a darle, a la cultura católica, su más acabada trabazón doctrinal.

Si, como dice el P. Santiago Ramírez, “toda la cultura humana está contenida y operada por los hábitos, ya sean de las ciencias, de las artes o de las industrias”, es evidente que la formulación doctrinal de Santo Tomás de Aquino es el hecho más singular y eminente de la cultura católica, desde el punto de vista del operar intelectual.

¿Cuál es el resultado del encuentro de la Revelación de Dios con la naturaleza o, dicho de otro modo, del “dato” con los “datos”, tal como lo logró Santo Tomás operando con los hábitos de sabiduría y ciencia que él desarrolló, con ayuda de la gracia y la asistencia del Espíritu Santo, de modo eminente? Sin lugar a dudas, imprimió una trayectoria nueva a la historia del pensamiento cristiano y marcó para siempre los postulados que harían posible relacionar la fe con la razón.

El Papa Pablo VI señala los valores que hacen perenne la doctrina y el método de Santo Tomás:

1. Su realismo gnoseológico y ontológico en razón de:

     – vincular su teoría del conocimiento y su metafísica a la percepción sensible y, por tanto, a la objetividad de la cosa, proporcionando el sentido verdadero y positivo del ser: de este modo instaura un realismo crítico;

     – no alejarse de los datos del conocimiento sensible, aun cuando, en la ulterior elaboración mental, estos datos se universalicen: de esta manera evita el torbellino dialéctico del pensamiento subjetivo, que siempre termina en un agnosticismo más o menos radical.

2. El principio fundante de su gnoseología, que él expresa diciendo: “lo primero que cae en la aprehensión del entendimiento es el ser”.

– este realismo gnoseológico permite una equilibrada valoración de la experiencia sensible y de los datos auténticos de la conciencia en el proceso cognoscitivo;

–  es, a su vez, el punto de arranque de una sana ontología y, en consecuencia, fundamenta todo el edificio doctrinal teológico.

3. Su filosofía del ser, considerado éste en toda su amplitud, es decir, en todo su valor universal y en sus condiciones existenciales; a partir de esta filosofía el Aquinate se remonta a la teología del ser Divino, tal cual subsiste en sí mismo; a la teología del ser Divino, tal cual se revela en su Palabra y en los eventos de la economía de la salvación, especialmente en

el misterio de la Encarnación.

4. Su reconocimiento y valoración de la capacidad cognoscitiva del entendimiento humano, fundamentalmente sano y dotado de un cierto gusto del ser, le permite tender a ponerse en contacto con el ser en toda experiencia, pequeña o grande, de la realidad existencial; descubrir, en todos y cada uno de los seres, una participación del ser absoluto que crea, sostiene y, con su dinamismo, mueve ex alto, todo el universo creado, toda vida, pensamiento y acto de fe; ofrecer un instrumento valiosísimo para la reflexión teológica, al exaltar al máximo la dignidad de la razón humana. Pío XII dijo, al respecto: “En el tomismo se encuentra, por así decirlo, una especie de evangelio natural, un cimiento incomparablemente firme para todas las construcciones científicas, porque el tomismo se caracteriza, ante todo, por su objetividad; las suyas no son construcciones o elevaciones del espíritu puramente abstractas, sino construcciones que siguen el impulso de las cosas… Nunca caerá el valor de la doctrina tomista, pues para ello tendría que decaer el valor de las cosas”. 

5. La penetración a fondo en temas doctrinales sobre los que tuvo intuiciones fulgurantes, a saber: – los valores trascendentales y la analogía del ser; -la estructura del ser limitado compuesto de esencia y existencia; – la relación entre los seres creados y el ser divino; – la dignidad de la causalidad en las criaturas con dependencia dinámica de la causalidad divina; – la consistencia real de las acciones de los seres finitos en el plano ontológico, con sus repercusiones en todos los campos de la filosofía y la teología; de la moral y de la ascética; – la organicidad y el finalismo del orden universal; – la idea de Dios como ser subsistente, cuya misteriosa vida “ad intra” nos la da a conocer la Revelación; – la deducción de los atributos divinos; – la defensa de la trascendencia divina contra cualquier tipo de panteísmo; – la penetración racional, guiada, apoyada e impulsada por la fe, del contenido esencial de la Revelación cristiana superando las imágenes y penumbras del lenguaje antropomórfico.

6. La apertura de su pensamiento que, al estar fundado en la filosofía del ser y en la Revelación, es susceptible de enriquecimiento y progresos continuos, aún para nuestro tiempo, pero a partir de: – criterios válidos de discernimiento para medir la aceptabilidad

cristiana de un pensamiento filosófico o científico, ya que no todas las teorías filosóficas o científicas pueden reclamar, por igual, un sitio dentro de la visión cristiana del mundo o pretender ser consideradas plenamente cristianas; – reconocimiento de aportaciones particulares útiles para el perfeccionamiento de la doctrina tradicional, provenientes, aún, de aquellos sistemas o teorías inconciliables con la fe cristiana; – estímulos para reflexionar sobre puntos antes ignorados o insuficientemente explicados.

7. El método de confrontación y asimilación seguido, que le permite entablar con todos los pensadores del pasado y de su tiempo (cristianos y no cristianos) una especie de diálogo intelectual; hacer un planteamiento dialéctico del procedimiento, buscando no simplemente inventar dificultades sino elaborar tesis seguras sobre los puntos que eran objeto de reflexión y discusión; actuar con plena y generosa disposición de espíritu para reconocer y admitir la verdad, quien quiera que la dijese, llegando, en algunos casos, a dar una interpretación benigna de sentencias que en el debate resultaban erróneas, como en el caso de San Agustín.

8. Su estilo literario, que es límpido, sobrio, preciso; forjado en el ejercicio de la enseñanza, en la discusión y en la redacción de sus obras; no emplea, como ocurre en la actualidad, un lenguaje complicado o retorcido, o demasiado tosco y vulgar, o incluso, tan ambiguo que no sirve ni de vehículo del pensamiento, ni de mediador para lograr comunión en la verdad.

Juan Pablo II, el 13 de septiembre de 1980 hizo un discurso a los participantes del VIIIº Congreso Tomista internacional, dedicado al estudio y al origen de la encíclica Aeterni Patris 63 con motivo de su centenario.

En esa oportunidad, el Santo Padre habló sobre el método y la doctrina de Santo Tomás en diálogo con la cultura contemporánea. Señalaba el Papa que el principio fundamental que le confiere a la Aeterni Patris una profunda unidad orgánica interior, es el de la armonía fundamental entre las verdades de la razón y las de la fe. Dieciocho años después promulgará la encíclica Fides et ratio (16- X-1998) 65 desarrollando este tema de modo exhaustivo. Allí se ocupa de la interacción entre teología y filosofía, las intervenciones del Magisterio en cuestiones filosóficas, el interés de la Iglesia por la Filosofía y los cometidos y exigencias que reclaman esa relación. Pues bien, Juan Pablo II destaca que Santo Tomás, aun señalando con fuerza el carácter sobrenatural de la fe, no ha olvidado el valor de su carácter racional, sino que ha sabido profundizar y precisar este sentido. En efecto, la fe es de algún modo “ejercicio del pensamiento”; la razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente.

Así mismo, Santo Tomás muestra la primacía de la sabiduría que es don del Espíritu Santo e introduce en el conocimiento de las cosas divinas, y la distingue de la otra sabiduría que se adquiere como virtud intelectual y también de la fe, que asiente a la verdad divina por sí misa; mas el juicio conforme con la verdad divina pertenece al don de la sabiduría.

Pero, a pesar de la prioridad que Santo Tomás asigna a la sabiduría como don del Espíritu Santo, el Angélico Doctor señala la presencia de otras dos formas de sabiduría complementarias: la filosofía basada en la capacidad del intelecto para integrar la realidad dentro de sus límites connaturales, y la teología, fundamentada en la Revelación, y que examina los contenidos de la fe, llegando al misterio mismo de Dios.

Nadie como Santo Tomás ha podido desplegar la capacidad del conocimiento racional, relacionándolo con la fe, de modo que pueda alcanzar la penetración más profunda, connatural y adecuada, según el orden del ser, y más cierta, firme y sobreelevada, según el orden de la gracia. En Santo Tomás, la fe y la razón se encuentran para que el hombre pueda abordar, desde un nivel no sólo intelectual, su más acabada penetración de la verdad. Por eso el Papa termina afirmando: Santo Tomás amó de manera desinteresada la verdad. La buscó allí donde pudiere manifestarse, poniendo de relieve al máximo su universalidad. El Magisterio de la Iglesia ha visto y apreciado en él la pasión por la verdad; su pensamiento, al mantenerse siempre en el horizonte de la verdad universal, objetiva y trascendente, alcanzó “cotas que la inteligencia humana jamás podría haber pensado”.

Con razón pues, se le puede llamar “apóstol de la verdad” 70. Precisamente porque la buscaba sin reservas, supo reconocer en su realismo la objetividad de la verdad. su filosofía es verdaderamente la filosofía del ser y no del parecer.

A toda esta formulación doctrinal debemos agregar su fina sensibilidad poética, que puso de manifiesto con la composición de los cinco himnos eucarísticos designados por las primeras respectivas palabras: el Pange Lingua, el Sacris Solemniis, el Verbum Supernum, el Lauda Sion y el Adoro Te. Los cuatro primeros, según es conocido, formaban parte del Oficio de la Fiesta del Santísimo Sacramento, instituida por el Papa Urbano IV, el 11 de agosto de 1264.

Para algunos autores, si bien no hay documentación fehaciente que atestigüe a Santo Tomás como autor de estos himnos, no caben dudas sobre su composición. El Papa ordenó a Fray Tomás de Aquino la preparación del Oficio de la Fiesta del Corpus Christi, puesto que ya le había encargado antes otro trabajo doctrinal: las glosas sobre los cuatro evangelios, parcialmente ejecutado ya en 1263. Santo Tomás de Aquino, que estaba enseñando en Orvieto desde 1261, era conocido, por lo tanto, por el Papa Urbano, quien sabía que en él se daban las condiciones requeridas para realizar tamaña obra: era teólogo, poeta y santo.

Cuentan sus biógrafos que, en cierta ocasión, mientras se hallaba en plegaria pidiendo luces para resolver una difícil cuestión sobre la eucaristía, que le encargaron los maestros de la Universidad de París, se oyó la voz de Cristo mismo que le responde: “Bene de hoc mei Corporis Sacramento scripsisti”.

No hay duda de que el Señor confirmaba, de esta manera, su tratado eucarístico desarrollado en la tercera parte de la Suma Teológica, desde la cuestión 73 a la 83, y en el cuarto libro de la Suma contra Gentiles, en los capítulos 6l al 69, pero también valía esta revelación para las composiciones líricas de sus himnos eucarísticos. No en vano el Papa Pío XI lo declaró, en su encíclica Studiorum ducem del 23 de junio de 1923, “Doctor Eucarístico”: El arte destinado a Dios supone a Dios en el alma (…) y en el alma de Tomás de Aquino, Jesús Hostia estuvo constantemente presente por la más acendrada caridad. Picasso admitía que no se debiera pintar sino lo que se ama. Quizá tampoco debiera cantar el poeta sino lo que ama, y el gran amor de toda su vida, el que había convertido su corazón en ascua perenne, fue, para el Ángel de las Escuelas, Jesús Eucaristía.

Si la poesía sólo ha de manifestar lo muy profundamente pensado, sentido y amado, Tomás de Aquino, con una preparación tan larga como completa, tanto en el orden intelectual como en el orden afectivo, cuando el Sumo Pontífice le encargó el oficio del Corpus Christi, para componer sus himnos eucarísticos no tuvo más que permitir que se derramara la abundancia de su corazón. No tuvo más que dejar que de la semilla teológica brotara casi espontáneamente la flor de la belleza escogida.

La mayor suerte que puede tocar a un artista es dar con el motivo que convenga a su talento. Y cuando por maravillosa coincidencia se produce la conjunción de una fuerza potencial con un magno tema que le corresponde, nace la obra maestra imperecedera. Queremos creer por ello que el humilde, sabio y piadoso fraile medieval, que, en el trance postrero, al recibir la última comunión, resumió magníficamente su existencia exclamando: “te recibo, precio de la redención de mi alma, viático de mi peregrinación, por cuyo amor estudié, velé, trabajé, enseñé y te prediqué”, ser considerado por antonomasia, hasta la consumación de los siglos, el Poeta del Santísimo Sacramento.

Si al conjunto de hábitos que le permitió a Santo Tomás, adquirir la cultura católica en grado eminente, debemos agregar su fina sensibilidad poética, expresada en sus himnos eucarísticos y su sentido del honor, que él calificaba como el más grande de los bienes exteriores, no quedan dudas para poder afirmar que es el modelo más acabado de la cultura católica.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.