Preparación opcional 25 de enero 2023

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DE LA  MISA DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO – CICLO A. 25 DE ENERO DE 2023.

-En los Santos Padres:

Juan Crisóstomo, obispo

Homilía: He combatido bien mi combate. Homilía 2 sobre las alabanzas de san Pablo: PG 50, 480-484

Pablo, encerrado en la cárcel, habitaba ya en el cielo, y recibía los azotes y heridas con un agrado superior al de los que conquistan el premio en los juegos; amaba los sufrimientos no menos que el premio, ya que éstos mismos sufrimientos, para él, equivalían al premio; por esto, los consideraba como una gracia. Sopesemos bien lo que esto significa. El premio consistía ciertamente en partir para estar con Cristo; en cambio, quedarse en esta vida significaba el combate; sin embargo, el mismo anhelo de estar con Cristo lo movía a diferir el premio, llevado del deseo del combate, ya que lo juzgaba más necesario.

Comparando las dos cosas, el estar separado de Cristo representaba para él el combate y el sufrimiento, más aún, el máximo combate y el máximo sufrimiento. Por el contrario, estar con Cristo representaba el premio sin comparación; con todo, Pablo, por amor a Cristo, prefiere el combate al premio.

Alguien quizá dirá que todas estas dificultades él las tenía por suaves, por su amor a Cristo. También yo lo admito, ya que todas aquellas cosas, que para nosotros son causa de tristeza, en él engendraban el máximo deleite. Y ¿para qué recordar las dificultades y tribulaciones? Su gran aflicción le hacía exclamar: ¿Quién enferma sin que yo enferme? ¿quién cae sin que a mi me dé fiebre?

Os ruego que no sólo admiréis, sino que también imitéis este magnífico ejemplo de virtud: así podremos ser partícipes de su corona.

Y, si alguien se admira de esto que hemos dicho, a saber, que el que posea unos méritos similares a los de Pablo obtendrá una corona semejante a la suya, que atienda a las palabras del mismo Apóstol: He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mi, sino a todos los que tienen amor a su venida. ¿Te das cuenta de cómo nos invita a todos a tener parte en su misma gloria?

Así pues, ya que a todos nos aguarda una misma corona de gloria, procuremos hacernos dignos de los bienes que tenemos prometidos.

Y no sólo debemos considerar en el Apóstol la magnitud y excelencia de sus virtudes y su pronta y robusta disposición de ánimo, por las que mereció llegar a un premio tan grande, sino que hemos de pensar también que su naturaleza era en todo igual a la nuestra; de este modo, las cosas más arduas nos parecerán fáciles y llevaderas y, esforzándonos en este breve tiempo de nuestra vida, alcanzaremos aquella corona incorruptible e inmortal, por la gracia y la misericordia de nuestro Señor Jesucristo, a quien pertenece la gloria y el imperio ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

– En los santos Dominicos:

Santo Tomás de Aquino.

Suma teológica – Parte I-IIae – Cuestión 112

La causa de la gracia

Artículo 1: ¿Solamente Dios es causa de la gracia?

Objeciones 

por las que no parece que la gracia sea causada únicamente por Dios.

1. Según se dice en Jn 1,17, la gracia y la verdad fueron dadas por Jesucristo. Pero con el nombre de Jesucristo no se designa únicamente la naturaleza divina, sino también la naturaleza creada asumida por aquélla. Luego alguna criatura puede ser causa de la gracia.

2. La diferencia que se señala entre los sacramentos de la antigua ley y los de la nueva es que éstos causan la gracia, mientras que aquellos solamente la significan. Mas los sacramentos de la nueva ley son elementos visibles. Luego no sólo Dios es causa de la gracia.

3. Dionisio dice en su obra De cael. hier. que los ángeles superiores purifican, iluminan y perfeccionan a los ángeles inferiores y también a los hombres. Pero la criatura racional no puede ser purificada, iluminada y perfeccionada sino por la gracia. Luego no sólo Dios es causa de la gracia.

Contra esto: 

está lo que se dice en Sal 83,12: Es el Señor quien os dará la gracia y la gloria.

Respondo: 

Ningún agente puede obrar más allá de los límites de su especie, porque la causa es siempre superior al efecto. Ahora bien, el don de la gracia sobrepasa todas las facultades de la naturaleza creada, porque es una participación de la naturaleza divina, y ésta pertenece a un orden superior al de toda otra naturaleza. Por tanto, es imposible que una criatura cause la gracia. Sólo Dios puede deificar, comunicando un consorcio con la naturaleza divina mediante cierta participación de semejanza, al igual que sólo el fuego puede quemar.

A las objeciones:

1. Según la expresión de San Juan Damasceno en el libro III de su obra, la humanidad de Cristo es como un órgano de su divinidad. Ahora bien, cuando el instrumento realiza la acción del agente principal, no lo hace por su propia virtud, sino por la de éste. Luego la humanidad de Cristo no causa la gracia por su propia virtud, sino por la de la divinidad que le está unida y que otorga a las acciones de la humanidad de Cristo su poder salvifíco.

2. Así como en la persona de Cristo la humanidad causa nuestra salud por la gracia merced a la acción divina que opera como agente principal, así también los sacramentos de la nueva ley, derivados de Cristo, son por sí mismos causa instrumental de la gracia, pero la causa principal es la virtud del Espíritu Santo, que obra en ellos, según aquello de Jn 3,15: Quien no renace del agua y del Espíritu Santo, etc.

3. El ángel purifica, ilumina y perfecciona a otro ángel y al hombre por medio de ciertas instrucciones, pero no comunicándoles la justificación de la gracia. Por eso Dionisio dice también en el capítulo VII del De div. nom. que purificación, iluminación y perfeccionamiento no son más que una comunicación de la ciencia divina.

Artículo 2: ¿Se requiere por parte del hombre una preparación o disposición para la gracia?

Objeciones 

por las que no parece que se requiera preparación o disposición alguna para la gracia por parte del hombre.

1. Según dice el Apóstol en Rom 4,4, al que trabaja no se le computa el salario como gracia, sino como deuda. Pero prepararse mediante una acción del libre albedrío requiere cierto trabajo personal. Luego no habría lugar a la gracia.

2. El que se mantiene en el pecado no se prepara para la gracia. Mas la gracia se dio a veces a quien se mantenía en su pecado, como en el caso de San Pablo, que recibió la gracia mientras respiraba amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, según se dice en Act 9,1. Luego no se requiere ninguna preparación para la gracia por parte del hombre.

3. Un agente de poder infinito no necesita disposiciones previas en la materia de su acción, puesto que ni siquiera necesita materia, como se ve en el caso de la creación, a la que, por cierto, se compara la infusión de la gracia cuando en Gál 6,15 se le llama «nueva criatura». Ahora bien, como ya dijimos (a.1), la gracia la causa únicamente Dios, que posee un poder infinito. Luego no se requiere preparación alguna por parte del hombre para recibir la gracia.

Contra esto: 

está lo que se lee en Amos 4,12: Prepárate, Israel, para el encuentro con tu Dios. Y en 1 Re 7,3: Preparad vuestros corazones para el Señor.

Respondo: 

Como ya dijimos (q.109 a.2.3.6.9), se puede hablar de la gracia en un doble sentido: o como un don habitual de Dios, o como un auxilio divino que mueve el alma al bien. Así pues, como don habitual la gracia requiere una preparación previa, porque ninguna forma puede ser recibida sino en una materia dispuesta. Pero como moción al bien no requiere por parte del hombre ninguna preparación anterior al auxilio divino, sino que, a la inversa, cualquier preparación que se pueda dar en el hombre proviene del auxilio de Dios que mueve el alma al bien. De esta suerte, el mismo movimiento bueno del libre albedrío por el que nos preparamos para recibir la gracia como don habitual es, por una parte, un acto producido por el libre albedrío bajo la moción divina, lo que permite decir que el hombre se prepara para la gracia, según aquello de Prov 16,1: Del hombre es preparar su ánimo. Pero, por otra parte, es un movimiento del libre albedrío que tiene su causa principal en Dios, y esto permite decir: Es Dios quien prepara la voluntad del hombre (Prov 8,35); o bien: Es el Señor quien dirige sus pasos (Sal 36,23).

A las objeciones:

1. Hay una preparación para la gracia que se produce al mismo tiempo en que la gracia se infunde. Y tal acción es ciertamente meritoria, pero no respecto de la gracia, puesto que ya se la tiene, sino respecto de la gloria, que aún no se posee. Y hay otra preparación imperfecta, que a veces precede al don de la gracia santificante y que, sin embargo, procede de la moción divina. Pero esta preparación no puede ser meritoria, puesto que el hombre no se encuentra aún justificado por la gracia, y sin la gracia nada podemos merecer, como veremos luego (q.114 a.2).

2. Dado que el hombre no puede prepararse para la gracia sin que Dios le prevenga y le mueva al bien, poco importa que se llegue de repente o paulatinamente a la preparación perfecta, pues según Eclo 11,23, es fácil para Dios enriquecer de repente al pobre. Sucede, pues, a veces que Dios mueve al hombre al bien, pero no al bien completo; y ésta es la preparación que precede a la gracia. Pero otras veces le mueve al bien súbitamente y en grado perfecto, de modo que de repente el hombre recibe el don de la gracia, según aquello de Jn 6,45: Todo el que oye a mi Padre y recibe su enseñanza viene a mí. Y así le sucedió a San Pablo, porque de pronto, mientras proseguía aún en su pecado, su corazón fue movido en grado perfecto por Dios, de modo que oyó, comprendió y obedeció, y así consiguió súbitamente la gracia.

3. El agente dotado de poder infinito no requiere una materia o unas disposiciones materiales producidas previamente por otro agente. Sin embargo, en las cosas que causa, de acuerdo con la naturaleza de cada una, necesariamente ha de producir tanto la materia como las disposiciones requeridas para la forma. Y así sucede con la infusión de la gracia en el alma, donde no se requiere ninguna disposición de la que Dios mismo no sea autor.

Artículo 3: ¿Se concede necesariamente la gracia a quien se prepara para recibirla o hace todo lo que está de su parte?

Objeciones 

por las que parece que la gracia se da necesariamente a quien se prepara para ella o hace todo lo que está de su parte.

1. A propósito de aquello de Rom 5,1: justificados por la fe, estamos en paz, comenta la Glosa: Dios recibe a quien se refugia en él; de lo contrario, habría en El iniquidad. Pero como en Dios no puede haber iniquidad, es imposible que no reciba a quien recurre a él, el cual, por tanto, consigue necesariamente la gracia.

2. En su obra De casu diaboli dice San Anselmo que si Dios no concedió la gracia al diablo fue porque éste no quiso recibirla ni se preparó para ello. Ahora bien, si se remueve la causa, desaparece el efecto. Luego si alguien quiere recibir la gracia, necesariamente se le ha de conceder.

3. El bien tiende a comunicarse, según expone Dionisio en el cap. 4 del De div. nom. Mas el bien de la gracia es superior al bien de la naturaleza. Luego, dado que la forma natural adviene necesariamente cuando la materia está dispuesta, parece que con mucha más razón se concederá necesariamente la gracia a quien se prepara a recibirla.

Contra esto: 

consta que el hombre es para Dios como el barro para el alfarero, según aquello de Jer 18,6: Sois en mi mano como barro en manos del alfarero. Ahora bien, el barro, por muy preparado que se encuentre, no se hace necesariamente acreedor a la forma del artesano. Luego tampoco el hombre recibe necesariamente de Dios la gracia por más que se prepare.

Respondo: 

Como ya dijimos (a.2), la preparación del hombre para la gracia procede a la vez de Dios, que es el motor, y del libre albedrío, que obra movido por Dios. Puede, pues, ser considerada bajo estos dos aspectos. En cuanto procede del libre albedrío, la preparación no entraña necesidad alguna en orden a la consecución de la gracia, puesto que el don de la gracia sobrepasa el alcance de cualquier preparación humana. Por el contrario, en cuanto procede de la moción divina, alcanza necesariamente lo que Dios se propone, no con necesidad de coacción, sino de infalibilidad, porque los designios de Dios no pueden fallar, de acuerdo con aquello de San Agustín en De praedest. sanct.: Cuantos se salvan, por los beneficios de Dios se salvan con toda certidumbre. Por consiguiente, si la intención de Dios al obrar sobre el corazón del hombre es que éste consiga la gracia, la conseguirá infaliblemente, según aquello de Jn 6,45: Todo el que oye a mi Padre y recibe su enseñanza viene a mí.

A las objeciones:

1. La Glosa se refiere al hombre que acude a Dios por un acto meritorio de su libre albedrío informado ya por la gracia, cuyo rechazo sería ciertamente contrario a la justicia que Dios mismo ha establecido. O bien, si se refiere a un movimiento del libre albedrío anterior a la gracia, lo entiende en cuanto obedece a la moción divina, la cual justo es que no se produzca en vano.

2. La causa primera de la pérdida de la gracia se encuentra en nosotros; por el contrario, la causa primera de la comunicación de la gracia está en Dios. De aquí aquellas palabras de Os 13,9: Tu perdición viene de ti, ¡oh Israel!; mas tu auxilio sólo de mí procede.

3. Aun en las cosas naturales la disposición de la materia no comporta necesariamente la aparición de la forma, a no ser en virtud del agente mismo que causa la disposición.

Artículo 4: ¿Es mayor la gracia en unos que en otros?

Objeciones 

por las que no parece que la gracia sea mayor en unos que en otros.

1. La gracia es causada en nosotros por obra del amor divino, como ya dijimos (q.110 a.1). Pero se lee en Sab 6,8: El ha hecho al pequeño y al grande y cuida igualmente de todos. Luego todos alcanzan su gracia por igual.

2. Lo que pertenece al orden más alto no admite más y menos. Pero la gracia pertenece al orden más alto, puesto que nos une al último fin. Luego no admite más y menos ni es mayor en unos que en otros.

3. La gracia es la vida del alma, como dijimos antes (q.110 a.1 ad 2). Pero el vivir no admite más y menos. Luego tampoco la gracia.

Contra esto: 

está lo que se lee en Ef 4,7: A cada uno se le ha dado la gracia según la medida de la donación de Cristo. Pero lo que se da con medida no se da por igual a todos. Luego no todos tienen la gracia en el mismo grado.

Respondo: 

Como se dijo anteriormente (q.52 a.1.2), cabe en los hábitos una doble magnitud: una por razón del fin o del objeto, y en este sentido se dice que una virtud es más grande que otra cuando se ordena a un bien mayor; otra, por razón del sujeto, en cuanto éste participa del hábito en grado mayor o menor. Pues bien, considerada en relación con su objeto, la gracia no puede ser mayor o menor, porque la gracia, por su misma naturaleza, nos une al sumo bien, que es Dios. En cambio, por razón del sujeto, la gracia puede ser mayor o menor, puesto que un hombre puede ser iluminado por la luz de la gracia más perfectamente que otro.

Esta diversidad se explica en parte por la preparación misma para la gracia, pues quien se prepara mejor para ella la recibe de manera más abundante. Pero ésta no puede ser la raíz última de la diversidad, pues la preparación para la gracia sólo se atribuye al hombre porque su libre albedrío es preparado por Dios. Por eso, la raíz última de la diversidad hay que ponerla en Dios, que reparte diversamente los dones de su gracia, a fin de que en esta variedad de grados la Iglesia alcance su belleza y perfección; como también estableció los diversos grados de los seres para que el universo fuera perfecto. De aquí que el Apóstol, tras haber dicho en Ef 4,7 que a cada uno se le ha dado la gracia según la medida de la donación de Cristo, y después de enumerar diversas gracias, añada (v.12): Para la perfección consumada de los santos en la edificación del cuerpo de Cristo.

A las objeciones:

1. El cuidado que Dios tiene de nosotros puede ser considerado bajo un doble aspecto. Primero, en cuanto al acto mismo de Dios, es simple e invariable. Y así es igual para todos, porque con un acto único y simple dispensa sus dones grandes y pequeños. Segundo, en cuanto a los bienes que de tal cuidado resultan para las criaturas. Y bajo este aspecto hay desigualdad, porque para unos provee dones mayores y para otros, menores.

2. El argumento se basa en el primer modo de entender la magnitud de la gracia. La gracia, en efecto, no puede ser más grande en el sentido de que nos ordene a un bien mayor, sino sólo porque nos ordena más o menos intensamente a ese bien, siempre el mismo, del que nosotros venimos a participar en mayor o menor medida. Y estas diferencias de intensidad por razón del sujeto pueden darse no sólo en la gracia, sino también en la gloria final.

3. La vida natural pertenece a la sustancia del hombre y no admite, por tanto, más y menos. Pero la vida de la gracia es participada en el hombre de manera accidental, y puede, por consiguiente, tenerla en mayor o menor grado.

Artículo 5: ¿Puede el hombre saber que se encuentra en gracia?

Objeciones 

por las que parece que el hombre puede saber que se encuentra en gracia.

1. La gracia está en el alma por su propia esencia. Ahora bien, según expone San Agustín en XII Super Gen. ad litt., todo aquello que se encuentra en el alma por su propia esencia lo conocemos con certeza absoluta. Luego el que posee la gracia lo puede saber con toda certeza.

2. La gracia es un don de Dios al igual que la ciencia. Pero aquel a quien Dios concede la ciencia sabe que la tiene, según aquello de Sab 7,17: El Señor me dio la ciencia verdadera de las cosas que existen. Luego, por la misma razón, quien recibe de Dios la gracia sabe que la tiene.

3. La luz es más fácil de conocer que las tinieblas, ya que, según dice el Apóstol en Ef 5,13, todo lo que se manifiesta es luz. Pero el pecado, que es una tiniebla espiritual, es conocido con certeza por el que lo comete. Luego con mucha más razón se conoce la gracia, que es una luz espiritual.

4. Hemos recibido, dice el Apóstol en 1 Cor 2,12, no el espíritu de este mundo, sino el espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido. Pero la gracia es el principal de estos dones de Dios. Luego el hombre que recibe la gracia por obra del Espíritu Santo sabe por el mismo Espíritu que le ha sido dada.

5. Según Gén 22,12 se le dice a Abraham en nombre del Señor: Ahora conocí que temes al Señor, es decir: Te lo hice conocer. Mas aquí se trata de un temor santo, que no se da sin la gracia. Luego el hombre puede conocer que está en gracia.

Contra esto: 

está lo que se dice en Ecl. 9,1: Nadie sabe si es digno de odio o de amor. Pero la gracia santificante hace al hombre digno del amor divino. Luego nadie puede saber si posee la gracia santificante.

Respondo: 

De tres maneras podemos conocer una cosa. En primer lugar, por revelación. Y de este modo se puede saber que se tiene la gracia. Porque Dios se lo revela a veces a algunos por un especial privilegio, para que ya en esta vida empiecen a disfrutar del gozo de la seguridad, para que emprendan grandes obras con más confianza y energía y para que soporten con más valor los males de la vida presente, de acuerdo con aquello que se le dijo a San Pablo según 2 Cor 12,9: Te basta mi gracia.

En segundo lugar, puede conocerse una cosa por sí misma y con certeza. Y de este modo nadie puede saber que tiene la gracia. Porque para conocer algo con certeza hay que estar en condiciones de verificarlo a la luz de su principio propio. Pues es así como se obtiene un conocimiento cierto de las conclusiones demostrables partiendo de principios indemostrables, y nadie puede saber que posee la ciencia de una conclusión si ignora los principios de la misma. Ahora bien, el principio de la gracia, como también su objeto, es Dios mismo, que por su propia excelencia nos es desconocido, según aquello de Job 36,26: Dios es tan grande que rebasa nuestra ciencia. Y así, su presencia en nosotros, lo mismo que su ausencia, no puede ser conocida con certeza, como lo señala también Job 9,11: Si viene a mí no le veo; si se aleja de mí no lo advierto. De aquí que.el hombre no puede juzgar con certeza si posee la gracia, de acuerdo con aquello de 1 Cor 4,3: Ni aun a mí mismo me juzgo; quien me juzga es el Señor.

En tercer lugar, una cosa puede ser conocida de manera conjetural por medio de indicios. Y de esta suerte sí puede el hombre conocer que posee la gracia, porque advierte que su gozo se encuentra en Dios y menosprecia los placeres del mundo, y porque no tiene conciencia de haber cometido pecado mortal. Y en este sentido se puede interpretar aquello de Apoc 2,17: Al que venciere le daré del maná escondido que nadie conoce sino el que lo recibe. Quien lo recibe, en efecto, lo reconoce, porque experimenta una dulcedumbre de la que nada sabe quien no lo recibe. Sin embargo, este conocimiento es imperfecto. Por eso dice el Apóstol en 1 Cor 4,4: De nada me arguye la conciencia, mas no por esto me creo justificado. Porque, según se dice en Sal 18,13: ¿Quién conoce sus faltas? Limpiame, Señor, de las que se me ocultan.

A las objeciones:

1. Lo que está por su propia esencia en el alma es objeto de conocimiento experimental; pero sólo en la medida en que a través de los actos se experimentan los principios intrínsecos de los mismos, como percibimos la voluntad en el acto de querer y la vida en las operaciones vitales.

2. El tener certeza de nuestros conocimientos científicos pertenece a la naturaleza misma de la ciencia; e igualmente, el tener certeza de las verdades que conocemos por fe pertenece a la esencia misma de la fe. Y esto es así porque la certeza pertenece a la perfección del entendimiento, en el que estos dones se encuentran. Por eso el que posee la ciencia o la fe tiene la seguridad de poseerlas. Pero no sucede lo mismo con la gracia y la caridad y otros dones semejantes, que pertenecen a la perfección de las facultades apetitivas.

3. El pecado tiene por objeto el bien transitorio, que nos es conocido. Pero el objeto o fin de la gracia nos es desconocido a causa de la inmensidad de su luz, según aquello de I Tim 6,16: Habita una luz inaccesible.

4. El Apóstol habla en el texto aducido de los dones de la gloria, que se nos dan en esperanza, y que conocemos con toda certeza por la fe, aunque no sepamos con certeza si poseemos la gracia que nos permite merecerlos. O bien se refiere al conocimiento privilegiado que se tiene por una revelación, y por eso añade (v.10): Dios nos lo reveló por el Espíritu Santo.

5. Esas palabras dirigidas a Abraham pueden referirse a un conocimiento experimental consiguiente a la obra que acababa de realizar, puesto que en ella pudo experimentar que tenía temor de Dios. O bien pueden atribuirse a una revelación.

En el Magisterio de los Papas:

Santo Padre emérito Benedicto XVI

La conversión de san Pablo

Audiencia General del miércoles, 3 de septiembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

La catequesis de hoy estará dedicada a la experiencia que san Pablo tuvo en el camino de Damasco y, por tanto, a lo que se suele llamar su conversión. Precisamente en el camino de Damasco, en los inicios de la década del año 30 del siglo I, después de un período en el que había perseguido a la Iglesia, se verificó el momento decisivo de la vida de san Pablo. Sobre él se ha escrito mucho y naturalmente desde diversos puntos de vista. Lo cierto es que allí tuvo lugar un viraje, más aún, un cambio total de perspectiva. A partir de entonces, inesperadamente, comenzó a considerar «pérdida» y «basura» todo aquello que antes constituía para él el máximo ideal, casi la razón de ser de su existencia (cf. Flp 3, 7-8) ¿Qué es lo que sucedió?

Al respecto tenemos dos tipos de fuentes. El primer tipo, el más conocido, son los relatos escritos por san Lucas, que en tres ocasiones narra ese acontecimiento en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 4-23). Tal vez el lector medio puede sentir la tentación de detenerse demasiado en algunos detalles, como la luz del cielo, la caída a tierra, la voz que llama, la nueva condición de ceguera, la curación por la caída de una especie de escamas de los ojos y el ayuno. Pero todos estos detalles hacen referencia al centro del acontecimiento: Cristo resucitado se presenta como una luz espléndida y se dirige a Saulo, transforma su pensamiento y su vida misma. El esplendor del Resucitado lo deja ciego; así, se presenta también exteriormente lo que era su realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz que es Cristo. Y después su «sí» definitivo a Cristo en el bautismo abre de nuevo sus ojos, lo hace ver realmente.

En la Iglesia antigua el bautismo se llamaba también «iluminación», porque este sacramento da la luz, hace ver realmente. En Pablo se realizó también físicamente todo lo que se indica teológicamente: una vez curado de su ceguera interior, ve bien. San Pablo, por tanto, no fue transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la presencia irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar, pues la evidencia de ese acontecimiento, de ese encuentro, fue muy fuerte. Ese acontecimiento cambió radicalmente la vida de san Pablo. En este sentido se puede y se debe hablar de una conversión. Ese encuentro es el centro del relato de san Lucas, que tal vez utilizó un relato nacido probablemente en la comunidad de Damasco. Lo da a entender el colorido local dado por la presencia de Ananías y por los nombres tanto de la calle como del propietario de la casa en la que Pablo se alojó (cf. Hch 9, 11).

El segundo tipo de fuentes sobre la conversión está constituido por las mismas Cartas de san Pablo. Él mismo nunca habló detalladamente de este acontecimiento, tal vez porque podía suponer que todos conocían lo esencial de su historia, todos sabían que de perseguidor había sido transformado en apóstol ferviente de Cristo. Eso no había sucedido como fruto de su propia reflexión, sino de un acontecimiento fuerte, de un encuentro con el Resucitado. Sin dar detalles, en muchas ocasiones alude a este hecho importantísimo, es decir, al hecho de que también él es testigo de la resurrección de Jesús, cuya revelación recibió directamente del mismo Jesús, junto con la misión de apóstol.

El texto más claro sobre este punto se encuentra en su relato sobre lo que constituye el centro de la historia de la salvación: la muerte y la resurrección de Jesús y las apariciones a los testigos (cf. 1 Co 15). Con palabras de una tradición muy antigua, que también él recibió de la Iglesia de Jerusalén, dice que Jesús murió crucificado, fue sepultado y, tras su resurrección, se apareció primero a Cefas, es decir a Pedro, luego a los Doce, después a quinientos hermanos que en gran parte entonces vivían aún, luego a Santiago y a todos los Apóstoles. Al final de este relato recibido de la tradición añade: «Y por último se me apareció también a mí» (1 Co 15, 8). Así da a entender que este es el fundamento de su apostolado y de su nueva vida.

Hay también otros textos en los que expresa lo mismo: «Por medio de Jesucristo hemos recibido la gracia del apostolado» (Rm 1, 5); y también: «¿Acaso no he visto a Jesús, Señor nuestro?» (1 Co 9, 1), palabras con las que alude a algo que todos saben. Y, por último, el texto más amplio es el de la carta a los Gálatas: «Mas, cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, sin subir a Jerusalén donde los Apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco» (Ga 1, 15-17). En esta «auto-apología» subraya decididamente que también él es verdadero testigo del Resucitado, que tiene una misión recibida directamente del Resucitado.

Así podemos ver que las dos fuentes, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de san Pablo, convergen en un punto fundamental: el Resucitado habló a san Pablo, lo llamó al apostolado, hizo de él un verdadero apóstol, testigo de la Resurrección, con el encargo específico de anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo grecorromano. Al mismo tiempo, san Pablo aprendió que, a pesar de su relación inmediata con el Resucitado, debía entrar en la comunión de la Iglesia, debía hacerse bautizar, debía vivir en sintonía con los demás Apóstoles. Sólo en esta comunión con todos podía ser un verdadero apóstol, como escribe explícitamente en la primera carta a los Corintios: «Tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído» (1 Co 15, 11). Sólo existe un anuncio del Resucitado, porque Cristo es uno solo.

Como se ve, en todos estos pasajes san Pablo no interpreta nunca este momento como un hecho de conversión. ¿Por qué? Hay muchas hipótesis, pero en mi opinión el motivo es muy evidente. Este viraje de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que llegó desde fuera: no fue fruto de su pensamiento, sino del encuentro con Jesucristo. En este sentido no fue sólo una conversión, una maduración de su «yo»; fue muerte y resurrección para él mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo resucitado. De ninguna otra forma se puede explicar esta renovación de san Pablo.

Los análisis psicológicos no pueden aclarar ni resolver el problema. Sólo el acontecimiento, el encuentro fuerte con Cristo, es la clave para entender lo que sucedió: muerte y resurrección, renovación por parte de Aquel que se había revelado y había hablado con él. En este sentido más profundo podemos y debemos hablar de conversión. Este encuentro es una renovación real que cambió todos sus parámetros. Ahora puede decir que lo que para él antes era esencial y fundamental, ahora se ha convertido en «basura»; ya no es «ganancia» sino pérdida, porque ahora cuenta sólo la vida en Cristo.

Sin embargo no debemos pensar que san Pablo se cerró en un acontecimiento ciego. En realidad sucedió lo contrario, porque Cristo resucitado es la luz de la verdad, la luz de Dios mismo. Ese acontecimiento ensanchó su corazón, lo abrió a todos. En ese momento no perdió cuanto había de bueno y de verdadero en su vida, en su herencia, sino que comprendió de forma nueva la sabiduría, la verdad, la profundidad de la ley y de los profetas, se apropió de ellos de modo nuevo. Al mismo tiempo, su razón se abrió a la sabiduría de los paganos. Al abrirse a Cristo con todo su corazón, se hizo capaz de entablar un diálogo amplio con todos, se hizo capaz de hacerse todo a todos. Así realmente podía ser el Apóstol de los gentiles.

En relación con nuestra vida, podemos preguntarnos: ¿Qué quiere decir esto para nosotros? Quiere decir que tampoco para nosotros el cristianismo es una filosofía nueva o una nueva moral. Sólo somos cristianos si nos encontramos con Cristo. Ciertamente no se nos muestra de esa forma irresistible, luminosa, como hizo con san Pablo para convertirlo en Apóstol de todas las gentes. Pero también nosotros podemos encontrarnos con Cristo en la lectura de la sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos. Así se abre nuestra razón, se abre toda la sabiduría de Cristo y toda la riqueza de la verdad.

Por tanto oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en nuestro mundo el encuentro con su presencia y para que así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad con todos, capaz de renovar el mundo.

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[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.