Preparación opcional 1 de enero 2023

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DE LA SOLEMNIDAD DE MARÍA MADRE DE DIOS. MARTES 1 DE ENERO DE 2023 (San Lucas 2, 16-21).

-En los Santos Padres:

San Cirilo de Alejandría, obispo

La santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios. Homilía 15, 1-3 sobre la encarnación del Verbo: PG 77,1090-1091 – Liturgia de las Horas

Profundo, grande y realmente admirable es el misterio de la religión, ardientemente deseado incluso por los santos ángeles. Dice, en efecto, en cierto pasaje uno de los discípulos del Salvador, refiriéndose a lo que los santos profetas dijeron acerca de Cristo, Salvador de todos nosotros: Y ahora se os anuncia por medio de predicadores que os han traído el evangelio con la fuerza del Espíritu enviado desde el cielo. Son cosas que los ángeles ansían penetrar. Y a la verdad, cuantos inteligentemente se asomaron a este gran misterio de la religión, al encarnarse Cristo, daban gracias por nosotros diciendo: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres que Dios ama.

Pues aun siendo por su misma naturaleza verdadero Dios, Verbo que procede de Dios Padre, consustancial y coeterno con el Padre, resplandeciente con la excelencia de su propia dignidad, y de la misma condición del que lo había engendrado, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó de santa María la condición de esclavo, pasando por uno de tantos Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Y de este modo quiso humillarse hasta el anonadamiento el que a todos enriquece con su plenitud. Se anonadó por nosotros sin ser coaccionado por nadie, sino asumiendo libremente la condición servil por nosotros, él que era libre por su propia naturaleza. Se hizo uno de nosotros el que estaba por encima de toda criatura; se revistió de mortalidad el que a todos vivifica. Él es el Pan vivo para la vida del mundo.

Con nosotros se sometió a la ley quien, como Dios, era superior a la ley y legislador. Se hizo –insisto– como uno de los nacidos cuya vida tiene un comienzo, el que existía anterior a todo tiempo y a todos los siglos; más aún, él que es el Autor y Hacedor de los tiempos.

¿Cómo, entonces, se hizo igual a nosotros? Pues asumiendo un cuerpo en la santísima Virgen: y no es un cuerpo inanimado, como han creído algunos herejes, sino un cuerpo informado por un alma racional. De esta forma nació hombre perfecto de una mujer, pero sin pecado. Nació verdaderamente, y no sólo en apariencia o fantásticamente. Aunque, eso sí, sin renunciar a la divinidad ni dejar de ser lo que siempre había sido, es y será: Dios. Y precisamente por esto afirmamos que la santísima Virgen es Madre de Dios. Pues como dice el bienaventurado Pablo: Un solo Dios, el Padre, de quien procede el universo; y un solo Señor, Jesucristo, por quien existe el universo. Lejos de nosotros dividir en dos hijos al único Dios y Salvador, al Verbo de Dios humanado y encarnado.

– En los santos Dominicos:

  • Santo Tomás de Aquino

Credo comentado

ARTÍCULO 3. Que fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María Virgen

El cristiano no sólo tiene que creer en el Hijo de Dios, como hemos dicho; sino que debe creer en su encarnación. Y por eso S. Juan, después de decir muchas cosas sutiles y arduas, inmediatamente nos habla de la encarnación del Verbo, cuando dice: Y el Verbo se hizo carne (Jn 1,14).

Y para que podamos captar algo de esto, aduciré dos ejemplos.

Es claro que no hay nada semejante al Hijo de Dios como el verbo (o palabra) concebido en nuestro interior, no pronunciado. Mas nadie conoce ese ‘verbo’ mientras está en el interior del hombre, a no ser quien lo concibe; sino que empieza a conocerse cuando se pronuncia. Así el Verbo de Dios, mientras estaba en el corazón del Padre no era conocido más que del Padre; pero revestido de la carne como (nuestra palabra o verbo) de la voz, entonces comenzó a manifestarse y fue conocido: Después de esto fue visto en la tierra y conversó con los hombres (Bar 3,38).

Otro ejemplo es el siguiente. Que aunque el «verbo» (o la palabra) pronunciado se conozca por el oído, sin embargo no se ve ni se toca. Mas, cuando se escribe en el papel, entonces se ve y se toca. Así también el Verbo de Dios se hizo visible y tangible al ser como escrito en nuestra carne. Y, como el papel en el que está escrita la palabra del rey se dice palabra del rey, así el hombre al cual está unido el Verbo de Dios en una hipóstasis (o persona) se dice Hijo de Dios. Isaías 8,1 dice: Toma un libro grande y escribe en él con un estilete de hombre. Y por eso los santos Apóstoles dijeron: Que fue concebido por (obra de) el Espíritu Santo y nació de María Virgen.

En lo cual ciertamente muchos erraron. Por donde también los Santos Padres en otro Símbolo, en el concilio Niceno, añadieron muchas cosas, por las cuales ahora se destruyen muchos errores.

Pues Orígenes dijo que Cristo nació y vino al mundo para salvar también a los demonios, por donde afirmó que los demonios todos serían salvados al fin del mundo. Pero esto está en contra de la S. Escritura, pues en Mt 25,41 se dice: Apartaos de mí, malditos, (e id) al fuego eterno, que está preparado para el diablo y sus ángeles. Y por eso, para suprimir esto, se añade: Que por nosotros los hombres –no por los demonios– y por nuestra salvación. En lo cual ciertamente aparece más el amor de Dios a nosotros.

Fotino afirmó que Cristo nació de la Sma. Virgen; mas añadió que fue un mero hombre, quien viviendo virtuosamente y haciendo la voluntad de Dios, mereció hacerse Hijo de Dios, como también los otros santos, contra lo cual se dice en Jn 6,38: Bajé del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Es claro que no habría bajado, si no estuviese allí; y (si) fuese un mero hombre, no estaría en el cielo. Y por eso, para rechazar esto, se añadió: Descendió del cielo.

Manés dijo que, aunque el Hijo de Dios hubiese existido siempre y hubiese bajado del cielo, sin embargo no tuvo una carne verdadera, sino aparente. Mas esto es falso: pues no convenía que el doctor de la verdad tuviera falsedad alguna; y por ello, como mostró tener verdadera carne, así la tuvo. Por donde dijo en Lc 24,39: Palpad y ved que el espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. Y para rechazar esto añadieron (los Padres): Y se encarnó.

Ebión, quien fue de linaje judío, dijo que Cristo nació de la Sma. Virgen; pero por unión con varón y de semen viril. Mas esto es falso, pues el ángel dijo: Lo que hay en ella es del Espíritu Santo (Mt 1,20). Y por eso los SS. Padres, para rechazar esto, añadieron: Del Espíritu Santo.

Valentín, aunque confesó que Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo, defendió, sin embargo, que el Espíritu Santo trajo un cuerpo celeste y lo colocó en la Sma. Virgen, y ése fue el cuerpo de Cristo. Por donde la Sma. Virgen no hizo otra cosa que ser su lugar. Por ello dijo que tal cuerpo pasó ,por la Sma. Virgen como por un acueducto. Mas esto es falso, ya que el Ángel le dijo: Lo santo, que nacerá de ti, será llamado Hijo de Dios (Lc 1,35); y el Apóstol, en Gál 4,4: Mas, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho de una mujer, y por eso añadieron: Nacido de María Virgen.

Arrio y Apolinar dijeron que, aunque Cristo fuese el Verbo de Dios y hubiese nacido de María la Virgen, sin embargo que no tuvo alma, sino que el lugar del alma humana lo tuvo la divinidad. Mas esto está contra la Escritura, pues Cristo dijo: Ahora está turbada mi alma (Jn 12,27); y otra vez: Triste está mi alma hasta la muerte (Mt 26,38). Y por ello los SS. Padres, para rechazar esto, añadieron: Y se hizo hombre. Pues el hombre consta de alma y cuerpo; por donde con toda verdad tuvo todo lo que el hombre puede tener, excepto el pecado.

Con esta afirmación de que se hizo hombre se eliminan todos los errores susodichos y todos los demás que se pudieran decir, principalmente el error de Eutiques, quien afirmó que (en Cristo) se habíahecho una mezcla; a saber, que de la mezcla de la naturaleza divina y de la humana había resultado la naturaleza de Cristo, quien no era ni meramente Dios ni meramente hombre. Mas esto es falso, porque entonces no sería hombre; y también está contra esto lo que se dice (en el Credo): Se hizo hombre.

Se elimina también el error de Nestorio, quien afirmó que el Hijo de Dios se habría unido al hombre sólo por inhabitación. Pero esto es falso, porque entonces no sería hombre, sino (que ‘estaría’) en el hombre. Y que sea hombre, es evidente por el Apóstol, que dice en Flp 2,7: Hallado en su condición como hombre; y (por) Jn 8,40: ¿Por qué queréis matarme, a un hombre que os he dicho la verdad que oí a Dios?

De esto podemos tomar algunas cosas para (nuestra) edificación.

En primer lugar, se confirma nuestra fe. Si alguno dijese cosas de un país remoto y él no hubiese estado allí, no se le creería como si hubiese estado en él. Antes, pues, de que viniese Cristo al mundo, los patriarcas, los profetas y Juan Bautista dijeron algunas cosas de Dios. Sin embargo no las creyeron los hombres como a Cristo, que estuvo con Dios; más aún: es uno con él. Por donde nuestra fe, que nos confió Cristo, es muy segura. Jn 1,18 dice: A Dios nadie lo ha visto nunca: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él nos lo ha narrado. De ahí que muchos secretos de la fe, antes ocultos, se nos hayan manifestado después de la venida de Cristo.

En segundo lugar, por estas cosas se eleva nuestra esperanza. Es evidente que el Hijo de Dios, asumiendo nuestra carne, no vino a nosotros por una banalidad, sino para una gran utilidad nuestra. Por donde realizó una especie de intercambio; a saber, asumir un cuerpo animado y dignarse nacer de la Virgen, para conferirnos su divinidad; y así se hizo hombre para hacer Dios al hombre. Por el cual tenemos acceso por la fe a esta gracia en que estamos y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios (Rom 5,2).

En tercer lugar, por esto se enciende la caridad. Pues no hay indicio tan evidente del amor divino que el hecho de que Dios, el Creador de todas las cosas, se haya hecho criatura; que el Señor se ha hecho hermano nuestro; que el Hijo de Dios se haya hecho hijo del hombre: De tal modo amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito (Jn 3,16). Y por eso, por la consideración de esto, debe acrecentarse e inflamarse (nuestro) amor a Dios.

En cuarto lugar, somos inducidos a conservar pura nuestra alma. Pues de tal manera fue ennoblecida y exaltada nuestra naturaleza por la unión con Dios, que fue vinculada a una persona divina. Por donde el ángel, después de la encarnación, no permitió que Juan le adorase, cosa que antes permitió con los más grandes patriarcas. Por eso el hombre, recordando y atendiendo a esta exaltación, debe desdeñar envilecerse a sí mismo y su naturaleza por el pecado. Por ello dice San Pedro: Por el cual (Cristo) nos dio las promesas máximas y preciosas, de modo que por ellas vengamos a ser consortes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción de la concupiscencia que hay en el mundo (2 Pe 1,4).

En quinto lugar, por estas cosas se inflama nuestro deseo de llegar a Cristo. Si algún rey fuese hermano de quien estuviese lejos de él, aquel cuyo hermano es el rey desearía venir a él y estar y permanecer junto a él. Por consiguiente, siendo Cristo hermano nuestro, debemos desear estar con él y unirnos a él: Donde quiera estuviere el cuerpo, allí se congregarán los buitres (Mt 24,28); el Apóstol deseaba morir y estar con Cristo. Deseo que ciertamente crece en nosotros, considerando su encarnación.

– En el Catecismo de la Iglesia Católica:

Nº 484 

La Anunciación a María inaugura “la plenitud de los tiempos”(Ga 4, 4), es decir, el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará “corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9). La respuesta divina a su “¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35).

Nº 485 

La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo (cf. Jn 16, 14-15). El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina, él que es “el Señor que da la vida”, haciendo que ella conciba al Hijo eterno del Padre en una humanidad tomada de la suya.

Nº 486 

El Hijo único del Padre, al ser concebido como hombre en el seno de la Virgen María es “Cristo”, es decir, el ungido por el Espíritu Santo (cf. Mt 1, 20; Lc 1, 35), desde el principio de su existencia humana, aunque su manifestación no tuviera lugar sino progresivamente: a los pastores (cf. Lc 2,8-20), a los magos (cf. Mt 2, 1-12), a Juan Bautista (cf. Jn 1, 31-34), a los discípulos (cf. Jn 2, 11). Por tanto, toda la vida de Jesucristo manifestará “cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder” (Hch 10, 38).

II … nació de la Virgen María

Nº 487 

Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo.

La maternidad divina de María

Nº 495 

Llamada en los Evangelios “la Madre de Jesús”(Jn 2, 1; 19, 25; cf. Mt 13, 55, etc.), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como “la madre de mi Señor” desde antes del nacimiento de su hijo (cf Lc 1, 43). En efecto, aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios [Theotokos] (cf. Concilio de Éfeso, año 649: DS, 251).

Resumen

Nº 508 

De la descendencia de Eva, Dios eligió a la Virgen María para ser la Madre de su Hijo. Ella, “llena de gracia”, es “el fruto más excelente de la redención” (SC103); desde el primer instante de su concepción, fue totalmente preservada de la mancha del pecado original y permaneció pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.

Nº 509 

María es verdaderamente “Madre de Dios” porque es la madre del Hijo eterno de Dios hecho hombre, que es Dios mismo.

Nº 510 

María “fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el embarazo, Virgen en el parto, Virgen después del parto, Virgen siempre” (San Agustín, Sermo 186, 1): ella, con todo su ser, es “la esclava del Señor” (Lc 1, 38).

Nº 511 La Virgen María “colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres” (LG 56). Ella pronunció su “fiat” loco totius humanae naturae(“ocupando el lugar de toda la naturaleza humana”) (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 3, q. 30, a. 1 ): Por su obediencia, ella se convirtió en la nueva Eva, madre de los vivientes.

En el Magisterio de los Papas:

San Juan Pablo II, papa

Homilía 1979

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARIA,  MADRE DE DIOS Y XII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

Lunes 1 de enero de 1979

Al entrar hoy por las puertas de esta basílica, junto a vosotros, queridísimos hermanos y hermanas, quisiera saludar este año, quisiera decirle: ¡bienvenido!

Lo hago en el día de la octava de Navidad. Hoy es ya el día octavo de esta gran fiesta que, según el ritmo de la liturgia, concluye e inicia el año.

El año es la medida humana del tiempo. El tiempo nos habla del «transcurrir» al cual está sometido todo lo creado. El hombre tiene conciencia de este transcurrir. El no solamente pasa con el tiempo, sino que también «mide el tiempo» de su vida: tiempo hecho de días, semanas, meses y años. En este fluir humano se da siempre la tristeza de despedirse del pasado y, al mismo tiempo, la apertura al futuro.

Precisamente esta despedida del pasado y esta apertura al futuro están inscritos, mediante el lenguaje y el ritmo de la liturgia de la Iglesia, en la solemnidad de la Navidad del Señor.

El nacimiento hace referencia siempre a un comienzo, al comienzo de lo que nace. La Navidad del Señor hace referencia a un comienzo singular. En primer lugar habla de ese comienzo que precede a todos los tiempos, del principio que es Dios mismo, sin comienzo. Durante esta octava nos hemos nutrido diariamente del misterio de la perenne generación en Dios, del misterio del Hijo engendrado eternamente por el Padre: «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado» (Profesión de Fe).

En estos días hemos sido, además y de un modo particular, testigos del nacimiento terrestre de este Hijo. Naciendo, en Belén, de María Virgen, como Hombre, Dios-Verbo, acepta el tiempo. Entra en la historia. Se somete a la ley del fluir humano. Cierra el pasado: con El termina el tiempo de espera, esto es, la Anti­gua Alianza. Abre el futuro: la Nue­va Alianza de la gracia y de la reconciliación con Dios. Es el nuevo «Comienzo» del Tiempo Nuevo. Todo nuevo año participa de este Comienzo. Es el año del Señor. ¡Bienvenido año 1979! Desde tu mismo comienzo eres medida del tiempo nuevo, inscrita en el misterio del nacimiento del Señor.

2. En este primer día del año nuevo toda la Iglesia reza por la paz. Fue el gran Pontífice Pablo VI quien hizo del problema de la paz, tema de la plegaria de la primera jornada del año en toda la Iglesia. Hoy, siguiendo su noble iniciativa, tomamos de nuevo este tema con plena convicción, fervor y humildad. De hecho, en este día en que se abre el año nuevo, no es posible ciertamente formular un deseo más fundamental que el de la paz. «Líbranos del mal». Recitando estas palabras de la plegaria de Jesús es muy difícil darles un contenido distinto de aquel que se opone a la paz, la destruye, la amenaza. Así, pues, roguemos: líbranos de la guerra, del odio, de la destrucción de vidas humanas: No permitas que matemos. No permitas que se utilicen los medios que están al servicio de la muerte, la destrucción, y cuya potencia, cuyo radio de acción y de precisión traspasan los límites conocidos hasta ahora. No permitas que sean empleados jamás. «Líbranos del mal». Defiéndenos de la guerra. De todas las guerras. Padre que estás en los cielos, Padre de la vida y Dador de la paz: te lo pide el Papa, hijo de una nación que a través de la historia, y particularmente en nuestro siglo, ha sido una de las más probadas por el horror, la crueldad, el cataclismo de la guerra. Te lo pide para todos los pueblos del mundo, para todos los países y para todos los continentes. Te lo suplica en nombre de Cristo, Príncipe de la paz.

¡Qué significativas resultan las palabras de Jesucristo que recordamos todos los días en la liturgia eucarística: «La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo» (Jn 14, 27).

Esta dimensión de paz, es la dimensión más profunda, que sólo Cristo puede dar al hombre. Es la plenitud de la paz, radicada en la reconciliación con Dios mismo. La paz interior que comparten los hermanos mediante la comunión espiritual. Esta paz es la que nosotros imploramos antes que ninguna otra cosa. Pero conscientes de que «el mundo» por sí solo —el mundo después del pecado original, el mundo en pecado— no puede darnos esta paz, la pedimos al mismo tiempo para el mundo. Para el hombre en el mundo. Para todos los hombres. Para todas las naciones de lengua, cultura o razas diversas. Para todos los continentes. La paz es la primera condición del progreso auténtico. La paz es indispensable para que los hombres y los pueblos vivan en libertad. La paz está condicionada al mismo tiempo —como enseñan Juan XXIII y Pablo VI— por la garantía de que se asegure a todos los hombres y pueblos el derecho a la libertad, a la verdad, a la justicia, y al amor.

«La convivencia entre los hombres —enseña Juan XXIII— será consiguientemente ordenada, fructífera y propia de la dignidad de la persona humana si se funda sobre la verdad… Ello ocurrirá cuando cada uno reconozca debidamente los recíprocos derechos y las correspondientes obligaciones. Esta convivencia así descrita llegará a ser real cuando los ciudadanos respeten efectivamente aquellos derechos y cumplan las respectivas obligaciones; cuando estén vivificados por tal amor, que sientan como propias las necesidades ajenas y hagan a los demás participantes de los propios bienes: finalmente, cuando todos los esfuerzos se aúnen para hacer siempre más viva entre todos la comunicación de valores espirituales en el mundo; …y debe estar integrada por la libertad, en el modo que conviene a la dignidad de seres racionales que, por ser tales, deben asumir la responsabilidad de las propias acciones» (Pacem in terris, 35; cf. Pablo VI, Populorurn progressio, 44).

La paz, por tanto, hay que aprenderla continuamente. En consecuencia, hay que educarse para la paz, como dice el Mensaje del primer día del año 1979. Hay que aprenderla honrada y sinceramente en los varios niveles y en los varios am­bientes, comenzando por los niños de las escuelas elementales, y llegando hasta los gobernantes. ¿En qué estadio de esta educación universal para la paz nos encontramos? ¿Cuánto queda todavía por hacer? ¿Cuánto hay que aprender aún?

Hoy la Iglesia venera especialmente la Maternidad de María. Esta es como un mensaje final de la octava de la Navidad del Señor. El nacimiento hace referencia siempre a la que ha engendrado, a la que da la vida, a la que da al mundo al Hombre. El primer día del año nuevo es el día de la Madre.

La vemos, pues, como en tantos cuadros y esculturas, con el Niño en brazos, con el Niño en su seno. Madre. La que ha engendrado y alimentado al Hijo de Dios. Madre de Cristo. No hay imagen más conocida y que hable de modo más sencillo sobre el misterio del nacimiento del Señor, como la de la Madre con Jesús en brazos. ¿Acaso no es esta imagen la fuente de nuestra confianza singular? ¿No es ésta la imagen que nos permite vivir en el ámbito de todos los misterios de nuestra fe y, al contemplarlos como «divinos», considerarlos a un tiempo tan «humanos»?

Pero hay aún otra imagen de la Madre con el Hijo en brazos. Y se encuentra en esta basílica; es la «Piedad», María con Jesús bajado de la cruz, con Jesús que ha expirado ante sus ojos en el monte Gólgota, y que después de la muerte vuelve a aquellos brazos que lo ofrecieron en Belén cual Salvador del mundo.

Así, pues, quisiera unir hoy nuestra oración por la paz a esta doble imagen. Quisiera enlazarla con esta Maternidad que la Iglesia venera de modo particular en la octava del nacimiento del Señor.

Por ello digo:

«Madre, que sabes lo que significa estrechar

entre los brazos el cuerpo muerto del Hijo,

de Aquel a quien has dado la vida,

ahorra a todas las madres de esta tierra

la muerte de sus hijos,

los tormentos, la esclavitud,

la destrucción de la guerra,

las persecuciones,

los campos de concentración, las cárceles.

Mantén en ellas el gozo del nacimiento,

del sustento, del desarrollo del hombre y de su vida.

En nombre de esta vida,

en nombre del nacimiento del Señor,

implora con nosotros la paz y la justicia en el mundo.

Madre de la Paz,

en toda la belleza y majestad de tu Maternidad

que la Iglesia exalta y el mundo admira,

te pedimos:

Permanece con nosotros en todo momento.

Haz que este nuevo año sea año de paz

en virtud del nacimiento y la muerte de tu Hijo. Amén».

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.