Preparación opcional 25 de diciembre 2022

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DE LA  MISA DE NAVIDAD. 25 DE DICIEMBRE DE 2022. Juan 1,1-17

-En los Santos Doctores:

San Bernardo

Sermón: Jesucristo, Hijo de Dios, nace en Belén de Judá.

Sermón 1 de Navidad.

1. Sonó una voz de alegría en nuestra tierra, sonó una voz de gozo y de salud en los tabernáculos de los pecadores. Se ha oído una palabra buena, una palabra de consuelo, una expresión llena de suavidad, digna de todo aprecio. Elevad, montes, la voz de la alabanza y aplaudid con las manos, árboles todos de las selvas, a la presencia de Dios, porque viene. Escuchadlo, cielos, y tú, tierra, está atenta; asómbrate y prorrumpe en alabanzas del Señor, universo de las criaturas; pero tú, hombre, mucho más. Jesucristo, Hijo de Dios, nace en Belén de Judá. ¿Quién hay de corazón tan empedernido cuya alma no se derrita a esta palabra? ¿Qué cosa más dulce se podía anunciar? ¿Qué cosa más deleitable se podía decir? ¿Qué cosa igual a ésta se oyó jamás o qué cosa semejante escuchó el mundo alguna vez? Jesucristo, Hijo de Dios, nace en Belén de Judá. ¡Oh palabra breve de la palabra abreviada, pero llena de suavidad celestial! Trabaja el afecto intentando derramar en más amplios discursos la copia de esta suavísima dulzura, pero no halla palabras con que explicarlas. Tanta es la gracia de estas solas palabras, que al punto hallo menos sabor si mudo una sola letra. Jesucristo, Hijo de Dios, nace en Belén de Judá. ¡Oh nacimiento! , puro por su santidad; digno del respeto del mundo y del amor de los hombres por la grandeza del beneficio que les comunica, impenetrable a los ángeles por la profundidad del sagrado misterio que encierra; y en todo admirable por la singular excelencia de la novedad; pues ni ha tenido otro semejante ni tendrá otro que se le siga. ¡Oh parto sólo sin dolor, sólo sin pudor, sólo sin corrupción, que no abre, sino que consagra el templo del seno virginal! ¡Oh nacimiento sobre la naturaleza, pero para favorecer a la naturaleza, y que al mismo tiempo que la sobrepasa por la excelencia del milagro, la restaura por la virtud del misterio! ¿Quién podrá, hermanos míos, contar esta generación? Un ángel trae la embajada, la virtud del Altísimo cubre con su sombra, el Espíritu Santo sobreviene, cree la virgen, con la fe concibe virgen, da a luz virgen, permanece virgen; ¿quién no se admirará? Nace el Hijo del Altísimo, Dios de Dios, engendrado antes de los siglos; nace el Verbo infante, ¿quién podrá admirarse, como es razón?

2. Ni es sin utilidad el nacimiento ni infructuosa la dignación de la majestad. Jesucristo, Hijo de Dios, nace en Belén de Judá. Vosotros, que estáis abatidos entre el polvo, despertad y dad alabanzas a Dios. Ved que viene el Señor con la salud, viene con perfumes, viene con gloria; porque ni sin la salud puede venir Jesús, ni sin unción Cristo, ni sin gloria el Hijo de Dios, siendo Él salud, siendo unción, siendo gloria, según está escrito: El hijo sabio es gloria del padre. Dichosa el alma que, habiendo gustado el fruto de su salud, es traída y corre al olor de sus perfumes para llegar a ver su gloria; gloria como de quien es hijo único del Padre. Perdidos, respirad; Jesús viene a buscar y salvar lo que había perecido. Enfermos, convaleced; viene Cristo, que sana a los que tienen quebrantado el corazón, con la unción de su misericordia. Alegraos todos los que anheláis conseguir cosas grandes: el hijo de Dios desciende a vosotros para haceros coherederos de su reino: Así, así te lo pido, Señor, sáname y seré sanado; sálvame y seré salvo; glorifícame y seré glorioso. Así te bendecirá mi alma, Señor, y todo lo que haya en mi interior tu santo nombre cuando perdones todas mis iniquidades, sanes todas las enfermedades mías y llenes mi deseo colmándome de tus bienes. Como que percibo ya, amadísimos, el suave gusto de estas tres cosas cuando oigo pronunciar que nace Jesucristo. Hijo de Dios. Pues ¿por qué le llamamos Jesús, sino Él hará salvo a su pueblo de sus pecados? ¿Por qué quiso llamarse Cristo, sino porque hará que se pudra el yugo a la abundancia del aceite? ¿Por qué se hizo hombre el Hijo de Dios, sino para hacer hijos de Dios a los hombres? ¿Y quién hay que resista a su voluntad? Jesús es quien justifica, ¿quién podrá condenar? Cristo es quien sana, ¿quién podrá herir? El Hijo de Dios ensalza, ¿quién podrá humillar?

3. Nace, pues, Jesús; alégrese, cualquiera que sea, a quien la conciencia de sus pecados le sentencie a muerte eterna; porque excede la piedad de Jesús, no sólo toda la enormidad, sino todo el número de los delitos. Nace Cristo; alégrese, cualquiera que sea, el que era combatido de los antiguos vicios; porque a la presencia de la unción de Cristo no puede perseverar en modo alguno enfermedad del alma, por más envejecida que sea. Nace el Hijo de Dios; alégrese el que acostumbra desear cosas grandes, porque ha venido un dadivoso grande. Este es, hermanos míos, el heredero; recibámosle devotamente, porque de este modo será Él también nuestra herencia. Quien nos dio a su propio Hijo, ¿cómo no nos dará juntamente con Él todas las cosas? Ninguno desconfíe, ninguno dude; tenemos un testimonio sobremanera digno de fe: El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Quiso el Hijo de Dios tener hermanos para ser Él el primogénito entre muchos hermanos. Y, para que en nada vacile la pusilanimidad de la humana flaqueza, primero se hizo Él hermano de los hombres, se hizo hijo del hombre, se hizo hombre. Si el hombre juzga esto increíble, los ojos mismos ya no lo permiten dudar.

4. Jesucristo nació en Belén de Judá. Advierte qué indignación tan grande; no nació en Jerusalén, ciudad real, sino en Belén, que es la más pequeña entre las principales ciudades de Judá. ¡Oh Belén!; pequeña, pero engrandecida por el Señor, te engrandeció el que de grande se hizo pequeño en ti. Alégrate, Belén, y cántese hoy por todas tus calles el festivo aleluya. ¿Qué ciudad, en oyéndolo, no te envidiará aquel preciosísimo establo y la gloria de aquel pesebre? Verdaderamente en toda la tierra es celebrado tu nombre y te llaman bienaventurada todas las generaciones. En todas partes se dicen cosas gloriosas de ti, ciudad de Dios; en todas partes se canta que un hombre nació aquí y que el Altísimo la fundó. En todas partes, vuelvo a decir, se predica, en todas partes se anuncia que Jesucristo, Hijo de Dios, nace en Belén de Judá. Ni sin causa se añade de Judá, pues esto nos trae a la memoria la promesa que se hizo a los antiguos Padres. El cetro, dice, no será quitado de Judá, ni príncipe de su posteridad, hasta que el que debe ser enviado haya venido; y él será la esperanza de las gentes. Viene, pues, la salud por los judíos, pero esta salud se dilata hasta los últimos términos de la tierra. ¡Oh Judá!, dice, tus hermanos te alabarán. Tus manos pondrán bajo del yugo la cerviz de tus enemigos, y las demás cosas que nunca leemos cumplidas en la persona de Judá, sino que las vemos verificadas en Cristo. Porque Él es el león de la tribu de Judá, de quien se añade: Un león joven es Judá; te levantaste, hijo mío, para tomar la presa. Grande apresador Cristo, pues, antes que sepa llamar al padre o a la madre, saquea los despojos de Samaria. Grande apresador Cristo, que subiendo al cielo llevó en triunfo una numerosa multitud de cautivos; ni con todo eso quitó cosa alguna, sino que antes bien distribuyó dones a los hombres. Estas, pues, y otras semejantes profecías, que se han cumplido en Cristo, como de Él se habían preanunciado, nos trae a la memoria el decirse en Belén de Judá; ni es ya necesario en manera alguna preguntar si de Belén puede salir algo bueno.

5. En lo que a nosotros toca, por esto debemos aprender de qué modo quiere ser recibido el que quiso nacer en Belén. Había acaso quien pensase que se debían buscar palacios sublimes en que fuese recibido con gloria el Rey de la gloria; pero no vino por eso de aquellas reales sillas. En su siniestra están las riquezas y la gloria; en su diestra la longitud de la vida. De todas estas cosas había eterna afluencia en el cielo, pero no se encontraba en él la pobreza. Abundaba la tierra y sobreabundaba en esta especie, aunque el hombre no conocía su precio. Deseándola, pues, el Hijo de Dios descendió del cielo para escogerla para sí y hacerla preciosa con su estimación para nosotros también. Adorna tu tálamo, Sión, pero con la pobreza, con la humildad; porque en estos paños se complace el Señor y, asegurándolo María con su testimonio, éstas son las sedas en que gusta ser envuelto. Sacrifica a tu Dios las abominaciones de los egipcios.

6. Finalmente, considera que Jesús nace en Belén de Judá, y pon cuidado en cómo podrás hacerte Belén de Judá; y ya no se desdeñará de ser recibido en ti. Belén, pues, significa casa de pan. Judá significa confesión. Conque si llenas tu alma de la palabra divina, y fielmente, aunque no sea con toda la devoción debida, pero a lo menos con cuanta puedas tener, recibes aquel pan que bajó del cielo y da la vida al mundo, esto es, el cuerpo del Señor Jesús; para que aquella nueva carne de la resurrección recree y conforte la vieja piel de tu cuerpo, a fin de que, fortalecida con esta liga, pueda contener el nuevo vino que está dentro; si, por último, vives también de la fe, y de ningún modo sea preciso gemir que te has olvidado de comer tu pan, te habrás hecho entonces Belén, digno ciertamente de recibir en ti al Señor, con tal que no falte la confesión. Sea, por tanto, Judá tu santificación, vístete de la confesión y de la hermosura, que es la estola que agrada a Cristo principalísimamente en sus ministros. En fin, ambas cosas te las recomienda el Apóstol brevemente: Con el corazón se debe creer para alcanzar la justicia, y con la boca se debe hacer la confesión para obtener la salud. El que tiene, pues, en su corazón la justicia, tiene pan en su casa; porque es pan la justicia; y bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Así esté en tu corazón la justicia, que viene por la fe en Jesucristo, pues sólo ésta tiene gloria delante de Dios. Esté también en la boca la confesión para obtener la salud, y de esta suerte seguro ya recibirás a aquel Señor que nace en Belén de Judá, Jesucristo, Hijo de Dios.

– En los santos Dominicos:

Fray Luis de Granada

El Verbo se hizo carne y nació de María Virgen

Invocación

“Entre todos los pasos y misterios de la vida santísima del Salvador, uno de los más dulces y más devotos y más llenos de maravillas y doctrinas es este de su glorioso nacimiento. En este día, dice la Iglesia, los cielos están destilando gotas de miel por todo el mundo, y en este día nos amaneció el día de la redención nueva, de la reparación antigua y de la felicidad eterna.

Salid, pues, ahora, hijas de Sión, como dice la Esposa de los Cantares, y veréis al rey Salomón con la corona que lo coronó su madre en el día de su desposorio y en el día de la alegría de su corazón.

¡Oh almas devotas y amadoras de Cristo, salid ahora, con el espíritu, de todos los cuidados y negocios del mundo y, recogidos en uno todos vuestros pensamientos y sentidos, poneos a contemplar el verdadero Salomón, pacificador de los cielos y la tierra…”

 Contemplación

“Almas devotas, venid a ver al Hijo de Dios, no en el seno del Padre, sino en los brazos de la Madre; no entre los coros de los ángeles, sino entre unos viles animales; no sentado a la diestra de la Majestad en las alturas, sino reclinado en un pesebre de bestias; no tronando ni relampagueando en el cielo, sino llorando y temblando de frío de un portal… 

Este es el día de la alegría secreta de su corazón, cuando, llorando por de fuera como niño pequeñito, se alegraba de dentro por nuestro remedio como verdadero Redentor.

Pues en este día tan glorioso y de tanta virtud… se cumplieron los días del parto de la Virgen, y llegó aquella hora tan deseada de todas las gentes, tan prometida en todos los tiempos, tan cantada y celebrada en todas las Escrituras divinas. Llegó aquella hora de la cual pendía la salud del mundo, el reparo del cielo, la victoria del demonio, el triunfo de la muerte y del pecado, por la cual lloraban y suspiraban los gemidos y destierro de todos los santos.

En la media noche, muy más clara que el mediodía, cuando todas las cosas estaban en silencio y gozaban del sosiego y reposo de la noche quieta, y en esta hora tan dichosa, sale de las entrañas virginales a este nuevo mundo el unigénito Hijo de Dios…”

Lección de Humildad

“En esta dichosa hora, la omnipotente Palabra de Dios, habiendo descendido de las sillas reales del cielo a este lugar de nuestras miserias, apareció vestido de nuestra carne y acompañado de todas nuestras bajezas y flaquezas, excepto las de ignorancia y malicia, con que nacemos los otros hombres……

Yo soy (dice Jesús) también hombre mortal, como los otros, del linaje terreno de aquel que primero que yo fue formado, y en el vientre de mi madre tomé sustancia de carne, y después de nacido recibí este aire común a todos, y caí en la misma tierra que todos, y la primera voz que di fue llorando como todos los otros niños, porque ninguno de los reyes tuvo otro origen en su nacimiento, porque todos tienen una misma manera de entrar en la vida y una manera de salir de ella….

Vedle aquí, pues, con principio, a quien era sin principio. Ved hecho al que es hacedor de todas las cosas, que sabe ya de bien y de mal, que sabe de llorar, sabe de penas, sabe de lágrimas, sabe de trabajos. De todo sabe, y no poco, sino mucho…, pues él es varón de dolores y que sabe de enfermedades”  

Lección desde la cátedra del divino pesebre

Un pesebre por cuna

“Salido el santo niño a esta luz, la Virgen lo acostó en un pesebre, porque no había otro lugar en aquel mesón (Lc 2,7). ¿Quién no se espantará de ver al Señor de todo lo criado acostado en un pesebre de bestias? ¿Cómo se trocó el templo por el establo? ¿Cómo se mudó el cielo por el pesebre?

Creo cierto que cuando los santos, algunas veces en la contemplación, salían de sí y quedaban enajenados y transportados en Dios, era considerando esta tan grande maravilla y esta tan grande muestra de la divina bondad y caridad…

Pues hasta aquí llegó la bondad y la misericordia y el amor de Dios para con los hombres, a hacer tales cosas por ellos, que aquellos mismos por quien las hacía las tuviesen por locura. Elegantemente dijo un sabio que amar y tener seso apenas se concede a Dios. Porque así vemos aquí a Dios, ya salido de sí y transformado en el hombre, tomando lo que no era, sin dejar de ser lo que era, por la grandeza del amor”.

Lección de humildad

“Perseverando más en la consideración de este sagrado pesebre, hallarás en él motivos no sólo para el conocimiento de aquella soberana bondad y amor de Dios, sino también para toda virtud.

Aquí aprenderás humildad de corazón, aquí menosprecio del mundo, aquí aspereza de cuerpo y aquí aquella desnudez y pobreza de espíritu tan celebrada en el Evangelio. Sabía muy bien este médico y maestro del cielo cuánta paz e inocencia mora en la casa del pobre de espíritu, y cuántas guerras y desasosiegos y cuidados trae consigo el desordenado amor de las riquezas, y por esto luego, desde la cuna del pesebre, como de una cátedra celestial, la primera lección que leyó y la primera voz que dio fue condenando la codicia, raíz de todos los males, y engrandeciendo la pobreza de espíritu y la humildad, fuente de todos los bienes”.

 ¡Dichosa casa!

“¡Oh dichosa casa! ¡Oh establo más glorioso que todos los palacios de los reyes, donde Dios asentó la cátedra de la filosofía del cielo, donde la palabra de Dios, enmudecida, tanto más claramente habla cuanto más calladamente nos avisa!

Mira, pues, hermano, si quieres ser verdadero filósofo, no te apartes de este establo, donde la Palabra de Dios, callando, llora; mas este lloro es más dulce que toda la elocuencia de Tulio y aun que la música de todos los ángeles del cielo”.

Jesús, dulce nombre, salvador

Humildad y grandeza

“Dos cosas has de considerar siempre, hermano, en la persona de Cristo: conviene a saber, quién era y a lo que venía. Si miras quién Él era, a Él convenía toda gloria…; mas si miras a lo que venía, a Él convenía toda humildad y toda pobreza, porque venía a curar nuestra soberbia. Por eso, si miras atentamente, hallarás en todos los pasos de su vida santísima, juntas en uno siempre…, grande humildad y grande gloria.

Grande humildad es ser Dios concebido, más grande gloria es ser concebido del Espíritu Santo. Grande humildad es nacer de mujer, pero grande gloria es parir una Virgen. Grande humildad es nacer en un establo, pero grande gloria es resplandecer en el cielo. Grande humildad es ser circuncidado, pero grande gloria es el nombre que allí le ponen de Salvador…

 Y por esto, si te escandaliza la humildad de Cristo, para no creer que es Dios el que ves tan humillado, mira la gloria que acompaña a esa humildad…”

Circuncisión y dolor

“Considera, hermano…, cómo luego, al octavo día, quiso el Salvador comenzar a hacer oficio de redentor, que es padecer trabajos y derramar sangre por nuestro remedio.

Donde primeramente debemos pensar qué dolor sentirían las entrañas de la sacratísima Virgen viendo aquel santo niño en tan tierna edad comenzar a padecer ya de su carne y de su sangre.

Considera también al Niño Jesús…, llorando y derramando lágrimas por la grandeza del dolor de la herida, el cual era tan grande, que algunas veces acaecía morir de él…. Y ¿qué sentiría otrosí el santo José, que por ventura fue el ministro de esta circuncisión? ¿Con qué compasión ejercería este oficio, y con qué entrañas sentiría este dolor…?

¡Oh Esposo de sangre y Rey de gloria, desposado con la naturaleza humana, que tan grande fue el amor que tuviste para con los hombres y el rigor para contigo…! ¡Oh Sol de justicia, arrebolado por la mañana y por la tarde, esto es, en el nacer y en el morir, teñido y colorado de sangre! …”

Jesús, Salvador

“Este glorioso nombre, “Jesús”, fue el primero pronunciado por boca de los ángeles… Bendito sea tal nombre, y bendita tal salud, y bendito el día que tales nuevas fueron dadas al mundo.

Hasta aquí, Señor, todos los otros salvadores que enviasteis al mundo eran salvadores de cuerpos y eran salvadores de carne, que ponían en salvo las haciendas y las casas y las viñas y dejaban perdidas las almas, hechas tributarias del pecado…. Pues ¿qué le aprovecha al hombre conquistar y señorear al mundo si él queda esclavo del pecado…?

Pues para remedio de ese mal es ahora enviado este nuevo Salvador, para que sea cumplida salud de todo el hombre, que salvando las almas remedie los cuerpos y, librando de los males de culpa, libre también de los males de penas, y así deje a todo el hombre salvo…

¡Oh bienaventurada salud, digna de tal Salvador y de tal Señor! Desee cada uno la salud y los bienes que quisiere…, tenga en más la muerte del cuerpo que la del alma; mas yo desearé con el santo patriarca esta salud, y desfallecerá mi alma deseándola…”

– En la Congregación para el Clero:

Hoy es la gran solemnidad de mostrarse al mundo, por fin nació, el Verbo encarnado, Salvador del género humano. «Es un gran acontecimiento aquel por el cual Dios se hace verdadero hombre […] Sucede realmente algo que va más allá de cualquier proceso evolutivo, la fusión de hombre y de Dios, de Creatura y de Creador.  Ya no es un paso más en el proceso evolutivo sino el estallido de una acción personal basada en el amor, que reveló a los hombres, a partir de este momento en adelante, un nuevo espacio y nuevas posibilidades» (J. Ratzinger en entrevista con P. Seewald, Dios y el mundo, Cinisello Balsamo 2001, p. 197).

Por lo tanto, la Navidad nos dice: que solos no somos en grado de cambiar en profundidad el mundo, de redimirlo. Solos podemos empeorarlo o mejorarlo, pero no salvarlo. Precisamente por esto Cristo ha venido, porque dejados a nosotros mismos no podíamos salir de la «enfermedad mortal» que nos envuelve desde el momento de la concepción en el vientre materno. Y esto da esperanza, la verdadera esperanza y el verdadero optimismo del cristiano: yo no puedo hacerlo, pero Él está ahí. Es el misterio de la gracia sintetizado en una figura humana: Aquella del Dios encarnado.

La vigilia y el día de Navidad son momentos de contemplación. Consideremos, en sus múltiples dimensiones, el misterio del Amor que se encarna. Contemplemos ante todo la luz y la alegría, sin olvidarnos del dolor y el sufrimiento de Jesús y de María, por las dificultades que les acompañaron desde el principio: el frío, el lugar incómodo, los peligros … Sería bueno acompañar estos pensamientos con la recitación lenta y meditada del Santo Rosario, incluso ante pesebre. «Bendita gruta de Belén, que fue testigo de tales maravillas. ¿Quién de nosotros, en esta hora, no dirigiría su corazón hacía ella? ¿Quién de nosotros, no la preferiría, a los palacios más suntuosos de los reyes?» (P. Guéranger, El año litúrgico, Dawn 1959 [orig. Franc. 1841], I, p. 122).

Escuchemos de qué modo nos invita a la contemplación el Doctor seráfico, San Buenaventura, en sus Meditaciones sobre la vida de Jesucristo: «Y también tú, que has persistido tanto, dobla la rodilla, adora al Señor tu Dios, venera a su Madre y saluda con reverencia al santo José; por lo tanto, besa los pies del Niño Jesús, que está en el pesebre, y pídele a la Santa Virgen dártelo y permitirte que tú lo tomes. Tómalo entre tus brazos, estréchalo y contempla bien su amable rostro; bésalo con reverencia y alégrate con él. Esto lo puedes hacer, porque es por los pecadores que él ha venido, para traerte la salvación; y ha humildemente conversado con ellos y por último se ha donado como alimento». (cit. in Guéranger, pp. 136-137).

La Navidad nos recuerda también el gran misterio del nuevo pueblo de Dios, de la Iglesia, adquirida por la sangre de Cristo, animada por el Espíritu que da la vida, regida por los legítimos pastores en comunión con el Sucesor de Pedro. En el día en el cual viene al mundo el Verbo que asumió una naturaleza humana, alma y cuerpo, ¿Cómo no pensar en el misterio del Cuerpo Místico de Cristo, animado por el Espíritu Santo? «Por una analogía que no es sin valor, por eso [la Iglesia] se compara, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su Cuerpo» (Conc. Vat. II, Lumen Gentium, n. 8).

Por eso, la santa Navidad no puede hacer otra cosa que recordarnos el misterio de María, tanto porque ella es la Madre de Dios, Madre del Verbo Encarnado, y como Madre de su Cuerpo místico, Madre de la Iglesia. La Santa Navidad nos empuja a contemplar a Jesús junto con María, a contemplar juntos a Jesús y «su madre» como otras veces citan los Evangelios. Si nuestra fe debe ser plenamente evangélica, no puede ignorar una sana y profunda devoción a la Madre de Dios, que es el camino más fácil y más seguro para llegar a Jesús.

En el Magisterio de los Papas:

San Juan XXIII, Papa (1881-1963).

RADIOMENSAJE DE NAVIDAD. Jueves 22 de diciembre de 1960

«Vidimus gloriam Eius; gloriam quasi Unigeniti a Patre plenum gratiae et veritatis». (Io. 1, 14).

Venerables hermanos, amados hijos, esparcidos por todo el mundo. Paz y bendición apostólica.

Aceptad como augurio festivo este mensaje de Navidad, conforme os lo ofrecemos.

Nuestro mensaje se inspira en la primera página del Evangelio de San Juan, en aquel prólogo que es la materia del sublime poema que canta el misterio y la realidad de la unión más íntima y sagrada entre el Verbo de Dios y la humanidad, entre el cielo y la tierra, entre el orden de la naturaleza y el de la gracia, cual resplandece y se transforma en triunfo espiritual desde el comienzo de los siglos hasta su consumación.

En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron (Io. 1, 1, 3-5). Hubo un hombre llamado Juan para dar testimonio de la Luz: él no era la Luz, sino sólo un testimonio que invitaba a recibir la Luz. El Verbo de Dios con inefable arrebato de divina gracia asumió la naturaleza humana y quiso habitar en la tierra, entre los hombres, y conversar familiarmente con ellos. Cuantos lo reconocieron y recibieron en Él el Verbo de Dios hecho hombre (pronunciemos su nombre sagrado y bendito: Iesus Christus Filius Dei, Filius Mariae) fueron asociados a su misma filiación divina, considerados, por tanto, como sus hermanos, destinados a la herencia de los siglos eternos.

Con esta simple y elemental evocación doctrinal e histórica nos llega el anuncio de la Navidad y de Belén. Palabras sagradas son éstas, que en una bella sinfonía resuenan por todas partes, difundiendo al punto suavidad y belleza, para prorrumpir después, al mismo tiempo, en la plenitud de aquella gran obra que es el triple poema: la creación, la redención, el precio de la Sangre de Cristo y la Iglesia, una, santa, católica, apostólica. Todo esto, ofrecido como tesoro de doctrina divina y como fuente de vida perfecta en la tierra, a las almas y a los pueblos que saben aprovecharse de ello.

En primer lugar está el esplendor del Padre Celestial glorificado en su Hijo, que nos invita a la admiración de las mutuas relaciones inefables de las personas de la Santísima Trinidad. Después, el segundo Juan, el Evangelista, se apresura a hablarnos de las manifestaciones de la misma Trinidad en beneficio del hombre, en beneficio de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, y en beneficio de cada una de las almas. Vidimus gloriam eius.

GRATIA ET VERITAS

Con estas palabras termina el prólogo, tomando al mismo tiempo un tono de aclamación gloriosa: Vidimus gloriam eius.

¿Qué gloria? Aquella preclarísima del Verbo que existía in principio et ante saecula, y que, haciéndose hombre, como hijo unigénito del Padre, apareció lleno de gracia y de verdad. Fijaos bien en estas dos palabras: gracia y verdad.

Gracia

La palabra gracia es la primera que brota de los labios angélicos al anunciar a María el divino misterio y significa plenitud de gracia: Ave, gratia plena. Ella se repite después en el libro santo con diversos matices y es siempre expresión de benignidad y de bondad.

“Cuán preciosa es tu gracia, oh Señor —canta el salmista con acentos de ternura que llenan de conmoción el corazón—; los hijos de los hombres se amparan bajo la sombra de tus alas, sácianse de la grosura de tu casa, y en el torrente de tus delicias los abrevas. Porque en Ti está lo futuro de la vida, y en tu luz veremos la luz. Conserva, oh Señor, tu gracia a los que que te adoran y tu equidad a los rectos de corazón” (PS. 35. 8-11).

Hablaros largamente de esta gracia, ¡cuán delicioso nos sería!

Verdad

Pero Nos debemos confiar, queridos hijos, que es sobre todo hacia la verdad a donde nuestro espíritu se siente elevado, a medida que la experiencia de la vida pastoral nos suministra ejemplos siempre más luminosos de lo que es de primera importancia y conviene profundizar.

San Agustín, para designar al Verbo Divino aparecido en Belén, le llama inmediatamente, y sin más, la Verdad, como Hijo único del Padre, resplandeciente por los tesoros de su naturaleza para iluminar a todas las criaturas visibles e invisibles, materiales y espirituales, humanas y sobrehumanas (Cfr. De Trin., 15, 11; PL. XLII, 1071).

Los dos testamentos contienen el anuncio de una doctrina cuya fuente es eterna. Ella es la esencia y el esplendor de la verdad que se irradia por todos los siglos y aparece al hombre, obra maestra y sacerdote del universo visible. Ella es la substancia de una enseñanza viva que preside todos los desarrollos del orden natural y sobrenatural.

Las primeras palabras del Antiguo Testamento describen, en efecto, los orígenes del mundo; las últimas del Nuevo Testamento Veni domine Iesu, son la recapitulación de la historia, de la ley de la gracia.

Para las almas creadas por Dios y destinadas a la eternidad es natural la búsqueda y el descubrimiento de la verdad, objeto primero de la actividad interior del espíritu humano.

¿Por qué se dice la verdad? Porque es comunicación de Dios, y entre el hombre y la verdad no hay, simplemente, relación accidental, sino relación necesaria y esencial.

VERDAD EN EL HOMBRE Y EN EL CRISTIANO

Esta verdad, que brota del Verbo Divino, enciende e ilumina el pasado, y vivifica con sus rayos el presente, es como la respiración que asegura la vida para el futuro hasta el más allá de la postrera aparición de Dios sobre la Tierra en el juicio final, que decidirá la suerte de todos los hombres para la eternidad.

Esta irradiación, esta vibración, esta animación considerada en el mundo físico, pero aún más en el mundo espiritual, es reconocida por el hombre e invade la vida de aquel cuyo rostro refleja los rasgos divinos: “estamos marcados por la luz de tu rostro, Señor” (Ps. 4, 7), ella es una fuente de alegría para toda alma: “penetrasteis de alegría mi corazón” (Ibid).

Pero lo que importa más retener y percibir es que la actitud para conocer la verdad representa para el hombre la responsabilidad sagrada y muy grave de cooperar con el designio del Creador, del Redentor, del Glorificador. Y ello vale aún más para el cristiano que lleva, en virtud de la gracia sacramental, el signo evidente de su pertenencia a la familia de Dios. Aquí se distinguen la dignidad y la responsabilidad más grandes que son impuestas al hombre —y aún más a cada cristiano— de honrar a este Hijo de Dios, Verbo hecho carne, y que da la vida al mismo tiempo al compuesto humano y al orden social.

Jesús ofreció a la imitación de los hombres treinta años de silencio, para que ellos aprendan a contemplar de Él la verdad, y tres años de enseñanza incesante y persuasiva para que ellos vean un ejemplo y una regla de vida.

El Libro divino es suficiente para llenarnos de esta doctrina y orientarnos mediante ella.

La unión con Cristo, Señor y Maestro —como Él mismo se proclamó—, es, en consecuencia, el triunfo de la verdad, la ciencia de las ciencias, la doctrina de las doctrinas. Juan Evangelista dice del Verbo de Dios exaltado por la luz de los dos Testamentos: “La ley fue dada por Moisés y la verdad fue hecha por Jesucristo” (Io., 1, 17). En otra ocasión, el Maestro Divino repite: “Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas” (Io., 8, 12).

Queridos hijos, ¿qué es, pues, esta luz si no es la verdad?

En los libros del Antiguo Testamento es corriente el referirse a la verdad.

El salmista repite muchas veces esta invocación de fa verdad: “Tu misericordia y tu verdad me han sostenido siempre, Señor” (Ps. 39, 12). La verdad y el juicio permanecen siempre cerca de Ti (cf. Ps. 88, 15). Tu verdad me rodea como un escudo (cf. Ps. 90, 5). Tu justicia, tu justicia eterna (Ps. 118, 142). ¡Oh Señor, la verdad permanece siempre! (cf. Ps. 116, 2). La verdad se volverá en provecho de todos aquellos que saben emplearla (cf. Eccli. 27, 10). Todos los caminos del Señor son verdad (cf. Ps. 118, 151)

El Señor ama la verdad, la gracia y la gloria (Ps. 83, 12).

EL OCTAVO MANDAMIENTO

¡Qué bella es, bajo esta luz, la invitación hecha al nombre de decir siempre la verdad a su prójimo y qué fuerte y terrible el mandamiento de no decir jamás nada falso contra su prójimo!: “No levantarás falso testimonio contra tu prójimo” (Ex. 20, 16). La orden de juzgar según la verdad y con intenciones pacíficas en el umbral de vuestras puertas: “Hablad cada cual verdad a su prójimo, juzgad en vuestras puertas juicios de salud” (Zach. 8, 16).

San Pedro Canisio, doctor de la Iglesia, en su célebre Summa de la Doctrina Cristiana, que fue el catecismo de generaciones enteras, expresa la parte negativa y la parte positiva de este precepto en palabras penetrantes y convincentes.

En el aspecto negativo se prohíbe todo testimonio falso y engañoso que podría comprometer judicialmente y aun fuera del tribunal la buena reputación del prójimo de cualquier manera que sea, como ocurre a aquellos que murmuran, denigran, critican, acusan y halagan. Prohíbe igualmente toda mentira y todo abuso de lenguaje contra el prójimo, y ello en la misma medida y con la misma energía que los tres mandamientos que preceden, a saber: no matar, no fornicar, no robar.

En el aspecto positivo, por el contrario, alaba el hecho de hablar bien del prójimo de manera cortés, para su defensa y su utilidad, sin disfraz, falsedad o malicia.

Toda esta doctrina está sacada del Antiguo Testamento, que es muy rico en pensamientos referentes a esta materia de la verdad al servicio del inocente, de la justicia, de la caridad.

Y, en el Nuevo Testamento, en los Evangelios y escritos apostólicos, qué de enseñanzas sobre la belleza, la solidez y la muy profunda sabiduría de la verdad aprendidas y vividas según el precepto del Señor.

El Evangelista San Juan nos muestra la actitud instructiva de Jesús frente a aquellos que él había logrado convertir: “Si permanecéis en la verdad, seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Io., 8, 30-32).

Pero esta conversación se convierte de interesante en terrible, cuando Jesús conduce a sus interlocutores a conclusiones desoladoras para todo negador de la verdad conocida.

“Os llamáis hijos de Abraham. Haced, pues, las obras de Abraham. Ahora bien, yo sé que tratáis de darme muerte, porque yo os he dicho la verdad, la verdad que conozco de Dios mismo. Si Dios fuese vuestro Padre, vosotros me amaríais a Mí también, porque yo vengo de Dios que me ha enviado. Vosotros, por el contrario, sois los hijos del diablo y queréis cumplir los deseos de aquel que es vuestro Padre” (cf. Io. 8, 31 ss.)

Al escuchar estas palabras, nos dice San Juan que estos desgraciados tomaron piedras para lanzarlas contra Jesús. Pero Él se oculta y sale del templo (Io., 8, 39-59). Era la verificación de las palabras del salmista: “Amad al Señor, vosotros todos que habéis sido fieles, porque el Señor busca la fidelidad, pero castiga con usura a aquellos que actúan con orgullo” (Ps. 30, 24). Igualmente se dice en los proverbios: “Comprad la verdad y no vendáis la prudencia” (Cfr. Prov., 23, 23). Y más abajo: “La lengua mentirosa no ama la verdad” (Prov., 26, 28). Y, finalmente: “Aquel que en materia de justicia hace acepción de personas traicionará la verdad por un bocado de pan” (Ibid., 28, 21).

PENSAR, HONRAR, DECIR Y PRACTICAR LA VERDAD

Pero he aquí que el creyente se encuentra de cara a la verdad que se impone con dulzura y firmeza.

Las palabras de Cristo sitúan, en efecto, a todo hombre de cara a su responsabilidad; se trata de aceptar o de rehusar la verdad invitando a cada uno, con fuerza persuasiva, a permanecer en la verdad, a. alimentar sus pensamientos personales de verdad, a obrar según la verdad.

Este mensaje de augurio que os queremos dirigir es, por tanto, una invitación solemne a vivir según el cuádruple deber de pensar, de honrar, de decir y de practicar la verdad. Tal deber deriva de manera clara e indiscutible de las palabras del Libro Santo que os hemos recordado, de la armonía, plena de resonancias a la vez dulces y severas, del Antiguo y del Nuevo Testamento.

Ante todo, pues, se ha de pensar con verdad, tener ideas claras sobre las grandes realidades divinas y humanas, de la redención y de la Iglesia, de la moral y del derecho, de la filosofía y del arte, tener ideas justas o procurar formarse en ellas concienzudamente y con lealtad.

Desgraciadamente se ve casi todos los días plantear o discutir las cuestiones con una ligereza desconcertante, fruto —lo menos que se puede decir— de la falta de preparación. De ahí que en un reciente discurso sobre la familia hayamos invitado “a todos aquellos que tienen deseos y medios de actuar sobre la opinión pública para que no intervengan nunca si no es para aclarar las ideas y no para confundirlas, para observar la corrección, respeto” (A la Sagrada Rota Romana, 25 de octubre de 1960).

Honrar la verdad es una invitación a ser un ejemplo más luminoso en todos los sectores de la vida, individual, familiar, profesional y social. La verdad nos hace libres. Ennoblece a quien la profesa abiertamente y sin respeto humano. ¿Por qué, pues, tener miedo de honrarla y de hacerla respetar? ¿Por qué rebajarse a acomodaciones con la propia conciencia, a aceptar compromisos en evidente contraste con la vida y la práctica cristianas cuando aquel que tiene la verdad debería estar convencido de tener consigo la luz que disipa toda obscuridad y la fuerza enorme que puede transformar al hombre? Es culpable no solamente quien desfigura deliberadamente la verdad, sino que lo es también aquel que, por no aparecer completo y moderno, la traiciona por la ambigüedad de su actitud.

Honrad, pues, la verdad mediante la firmeza, el valor, la conciencia de quien posee fuertes convicciones.

Además, decir la verdad, ¿no es la admonición de la madre que pone en guardia a su hijo contra las mentiras, la primera escuela de verdad que crea hábito, costumbre adquirida desde los primeros años, que se convierte en una segunda naturaleza y prepara al hombre de honor, al cristiano perfecto, a la palabra pronta y franca y, si es necesario, al valor del martirio y del confesor de la fe? Tal es el testimonio que el Dios de la verdad pide a cada uno de sus hijos.

Por último, practicar la verdad: ella es la luz en la que toda persona debe sumergirse y la que da el valor a cada una de las acciones de la vida. Es la caridad que mueve a ejercer el apostolado de la verdad para conocer, para defender los derechos, para formar las almas —especialmente las almas sinceras y generosas de la juventud—, a dejarse impregnar de ella hasta las más íntimas fibras.

El antidecálogo

Pensar, honrar, decir y practicar la verdad. Proclamando estas exigencias básicas de la vida humana y cristiana, una pregunta surge del corazón a los labios: ¿Dónde está en la tierra el respeto a la verdad? ¿No estamos, a veces, e incluso muy frecuentemente, ante un antidecálogo desvergonzado e insolente que ha abolido el no, ese “no” que precede a la formulación neta y precisa de los cinco mandamientos de Dios que vienen después de “honra a tu padre y a tu madre”? ¿No es prácticamente la vida actual una rebelión contra el quinto, sexto, séptimo y octavo mandamientos: “No matarás, no serás impuro, no robarás, no levantarás falsos testimonios”? Es como una actual conjuración diabólica contra la verdad. Y, sin embargo, ahí está por siempre válido y claro el mandamiento de la ley divina que escuchó Moisés sobre la montaña: “No levantarás falsos testimonios contra tu prójimo” (Ex. 20, 16; Deut. 5, 20). Este mandamiento, como los otros, permanece en vigor con todas sus consecuencias positivas y negativas; el deber de decir la verdad, de ser sincero, de ser franco, es decir, de conformar el espíritu humano con la realidad, y, de otra parte, la triste posibilidad de mentir, y el hecho más triste todavía de la hipocresía, de la calumnia, que llega hasta obscurecer la verdad.

Estamos viviendo entre dos concepciones de la convivencia humana. De un lado, la realidad del mundo buscada, ansiada y actuada tal cual está en el designio de Dios. Por otro —no tememos repetirlo—la falsificación de esa misma realidad, facilitada por la técnica y el artificio humano, moderno y modernísimo.

Ante el cuádruple ideal de pensar, honrar, decir y obrar la verdad y el espectáculo cotidiano de la traición manifiesta o encubierta de este ideal, el corazón no logra dominar su angustia y nuestra voz tiembla.

A pesar de todo y de todos, veritas Domini manet in aeternum, la verdad del Señor permanece eternamente (Ps. 116, 2), y quiere resplandecer cada vez más ante los ojos y ser escuchada por los corazones.

En muchos se ha difundido un poco la sensación de que las horas por que atraviesa el mundo son tremendas.

Pero la historia del pasado ha conocido horas mucho peores. Y, no obstante, las voces clamorosas o astutas de los más violentos, estamos bien seguros que la victoria espiritual será de Jesucristo qui pendet a ligno.

Horas angustiosas

El hecho de comprobar que una tempestad, cada vez más grave, arrecia en algunas regiones del mundo, y amenaza el orden social, pero sobre todo muchas almas débiles, más que malas y malintencionadas, nos impulsa en este mensaje de Navidad a dirigir la palabra a los que tienen una mayor responsabilidad en el orden público y social, y a invitarles, en nombre de Cristo, a ponerse la mano en el pecho y a estar a la altura que les corresponde en los días del universal peligro. En realidad, se trata de la causa de todos, toda distinción entre grandes y pequeños se debe fundir en un unánime esfuerzo común.

Deseamos, pues, alzar nuestros brazos sacerdotales hacia los más altos responsables, que presiden las organizaciones del orden civil —jefes de Estado y Administración regional y local—. Pero también a todos en conjunto: a los educadores, a los padres maestros, a todos los trabajadores del pensamiento, de los brazos, del corazón, y especialmente a los responsables de la opinión pública, que se vienen formando o deformando por medio de la Prensa, de la radio y televisión, del cine, de concursos y exposiciones de todas clases, literarias o artísticas: escritores, artistas, productores, directores y escenógrafos.

A todos nuestros hijos, y, especialmente, a los que por su misión particular son llamados a rendir testimonio de la verdad, como también a cuantos desean vivir su vida individual y familiar, van dirigidas estas nuevas palabras, que brotan espontáneamente de nuestro corazón, y que acogerán con reflexión —de ello estamos ciertos— las almas más rectas y sinceras.

Amados hijos. No, no os prestéis jamás a la falsificación de la verdad. Horrorizaos de esto.

No os sirváis de estos maravillosos dones de Dios, que son la luz, los sonidos, los colores y sus aplicaciones técnicas y artísticas —tipográficas, periodísticas, audiovisivas— para atropellar la inclinación natural del hombre a la verdad, sobre la cual se levanta el edificio de su nobleza y grandeza. No os sirváis de estas cosas para empujar a la ruina conciencias todavía no formadas o vacilantes.

Tened santo terror a difundir los gérmenes que profanan el amor, disuelven la familia, ridiculizan la religión, sacuden los fundamentos del orden social, que se apoya en la disciplina de los impulsos egoístas y en la fraternidad concorde y respetuosa del derecho individual. Colaborad más bien en el trabajo de hacer que el aire que se respira sea siempre más puro y menos contaminado, aire cuyas primeras víctimas son los inocentes y los débiles. Estableced con serena perseverancia y con incansable empeño las bases de tiempos mejores, más sanos, más justos, más seguros.

INALTERABLE CONFIANZA

Amados hijos: Henos de nuevo ante la escena de Belén, ante la luz del Verbo encarnado, ante su gracia y su verdad, que a todos quiere atraer hacia sí.

El silencio de la noche santa y la contemplación de aquella escena de paz, son elocuentísimos. Volvamos hacia Belén con mirada pura y corazón abierto.

Al lado de este verbo de Dios, hecho hombre por nosotros, al lado de esta benignitas et humanitas Salvatoris nostri Dei (cf. Tit., 3, 4), deseamos una vez más dirigirnos con gran respeto y afecto, especialmente a los más altos representantes de los poderes públicos, que ocupan su puesto en los diversos y más importantes puntos del Globo, lo mismo que a los responsables de la educación de las jóvenes generaciones, de la pública opinión, exhortando a cada cual a asumir una conciencia cada vez más madura de su propio deber y de su responsabilidad, a mantenerse en su puesto con sinceridad y con valor.

Nos, ponemos nuestra confianza en Dios y en la luz que viene de Él. Confiamos en los hombres de buena voluntad, satisfechos de que nuestras palabras susciten en todos los corazones rectos un latido de viril generosidad.

Ocurre a veces que una voz tenue, en un tono como de profecía, llega a nuestros oídos con un aire de temor exagerado, voz que luego suscita débiles fantasías.

San Mateo, el primero de los evangelistas, nos cuenta que Jesús, al caer de una jornada fatigosa, se recogió solo en el monte a orar. La barca de los suyos, que había quedado en el lago, era agitada por los vientos y, ya de noche, Jesús bajó, y caminando ligero sobre las olas dijo en voz alta: tened confianza no temáis, porque soy yo. Señor, si eres tú, dijo Pedro, haz que yo pueda llegarme a ti andando sobre las aguas. Y Jesús dijo: —Ven. Y Pedro, bajando de la barca, quiso acercarse al Divino Maestro. Mas por la violencia del viento, tuvo miedo, y, comenzando a hundirse gritó: —Señor, sálvame. Jesús le extendió al punto la mano, lo sostuvo y le dijo: —Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Y cuando estuvieron todos reunidos en la barca el viento cesó (Math., 14, 22-32).

Amados hijos, este episodio, aún en las sombras de la noche, sobre el lago, es de una transparencia encantadora. El humilde sucesor de San Pedro no siente todavía ninguna tentación de zozobra. Nos sentimos fuertes en la fe, y junto a Jesús podemos atravesar no sólo el pequeño lago de Galilea, sino también todos los mares del mundo. La palabra de Jesús basta para la salvación y la victoria.

Esta es una página de las más bellas del Nuevo Testamento. Es alentadora y llena de feliz augurio. A la luz de esta visión deseamos poner término a nuestro mensaje de Navidad, con dos palabras del Antigua Testamento, para expresar vivamente la sustancia de esta conversación en que el corazón del padre y del pastor se abre a sus hijos espirituales con tanto cariño.

Es el final del encuentro del santo rey Ezequías con Isaías, máximo profeta de Israel. Este lo había atemorizado con las amenazas de una invasión no lejana y de enorme ruina, a lo que Ezequías respondió:

“Buena es la palabra del Señor que me has anunciado: me basta únicamente con la paz y la verdad para mis años.”

«Oh dulce niño de Belén»

Oh, dulce niño de Belén, 

danos la comunión con toda nuestra alma

al profundo misterio de la Navidad. 

Pon esta paz en el corazón de los hombres,

que a veces buscan con tanta violencia, 

y que sólo Tú puedes darles. 

Ayúdalos a conocerse mejor, 

y vivir fraternalmente como hijos del mismo Padre. 

Descubre tu belleza para ellos, 

Tu santidad, Tu pureza. 

Despierta en sus corazones 

amor y gratitud por tu infinita bondad. 

Únenos a todos en Tu caridad

y danos tu paz celestial.

Amén

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.