Preparación opcional 27 de noviembre 2022

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL 1º DOMINGO DE ADVIENTO CICLO A. DOMINGO 27 DE NOVIEMBRE DE 2022 (San Mateo 24,37-44).

-En la Tradición de la Iglesia:

Elredo de Rieval, abad de Rievaulx (+1167)

Sermón: Este tiempo nos recuerda las dos venidas del Señor

Sermón 1 sobre la venida del Señor: PL 195, 209-210

Debéis saber, carísimos hermanos, que este santo tiempo que llamamos Adviento del Señor, nos recuerda dos cosas. Por eso nuestro gozo debe referirse a estos dos acontecimientos, porque doble es también la utilidad que deben reportarnos.

Este tiempo nos recuerda las dos venidas del Señor, a saber: aquella dulcísima venida por la que el más bello de los hombres y el deseado de todas las naciones, es decir, el Hijo de Dios, manifestó a este mundo su presencia visible en la carne, presencia largamente esperada y ardientemente deseada por todos los padres: es la venida por la que vino a salvar a los pecadores. La segunda venida –que hemos de esperar aún con inquebrantable esperanza y recordar frecuentemente con lágrimas— es aquella en la que nuestro Señor, que primero vino oculto en la carne, vendrá manifiesto en su gloria, como de él cantamos en el Salmo: Vendrá Dios abiertamente, esto es, el día del juicio, cuando aparecerá para juzgar.

De su primera venida se percataron sólo unos pocos justos; en la segunda se manifestará abiertamente a justos y réprobos, como claramente lo insinúa el Profeta cuando dice: Y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios. Propiamente hablando, el día que dentro de poco celebraremos en memoria de su nacimiento nos lo presenta nacido, es decir, que nos recuerda más bien el día y la hora en que vino a este mundo; en cambio este tiempo que celebramos como preparación para la Navidad, nos recuerda al Deseado, esto es, el gran deseo de los santos padres que vivieron antes de su venida.

Con muy buen acuerdo ha dispuesto en consecuencia la Iglesia que en este tiempo se lean las palabras y se traigan a colación los deseos de quienes precedieron la primera venida del Señor. Y este su deseo no lo celebramos solamente un día, sino durante un tiempo más bien largo, pues es un hecho de experiencia que si sufre alguna dilación la consecución de lo que ardientemente deseamos, una vez conseguido nos resulta doblemente agradable.

A nosotros nos corresponde, carísimos hermanos, seguir los ejemplos de los santos padres y recordar sus deseos, para así inflamar nuestras almas en el amor y el deseo de Cristo. Pues debéis saber, hermanos, que la celebración de este tiempo fue establecida para hacernos reflexionar sobre el ferviente deseo de nuestros santos padres en relación con la primera venida de nuestro Señor, y para que aprendamos, a ejemplo suyo, a desear ardientemente su segunda venida.

Debemos considerar los innumerables beneficios que nuestro Señor nos hizo con su primera venida, y que está dispuesto a concedérnoslos aún mayores con su segunda venida. Dicha consideración ha de movernos a amar mucho su primera venida y a desear mucho la segunda. Y si no tenemos la conciencia tan tranquila como para atrevernos a desear su venida, debemos al menos temerla, y que este temor nos mueva a corregirnos de nuestros vicios: de modo que si aquí no podemos evitar el temor, al menos que, cuando venga, no tengamos miedo y nos encuentre tranquilos.

– En los santos dominicos:

Santo Tomás de Aquino

Credo comentado

ARTÍCULO 7

Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos a los muertos

Al oficio del rey y del señor pertenece el juzgar: El rey, que se sienta en el solio del juicio, disipa todo mal con su mirada (Prov 20,8). Puesto que Cristo subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios, como Señor de todas las cosas, es claro que le compete el juicio. Y por eso en la regla de la fe católica confesamos que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Esto también lo dijeron los ángeles: Este Jesús, que ha sido elevado de vosotros al cielo, vendrá así: como lo habéis visto ir al cielo (Hch 1,11).

Tres son las cosas a considerar respecto de este juicio. Primero, la forma del juicio; segundo, que este juicio es de temer; y lo tercero es cómo debemos prepararnos para este juicio.

A) El Juez es Cristo: El es quien ha sido constituido por Dios juez de vivos y muertos (Hch 10,42). Ya tomemos por «muertos» a los pecadores y por «vivos» a quienes viven bien; ya tomemos por «vivos» literalmente a quienes vivan entonces (cuando venga) y por «muertos» a todos los muertos hasta entonces. Y es juez no sólo en cuanto Dios, sino en cuanto hombre. Y esto por tres razones.

Primera, porque es necesario que los que han de ser juzgados vean al juez. Mas la Divinidad es tan deleitable que nadie la puede ver sin gozo; y por ello ningún condenado puede verla, pues entonces se alegraría. Y por ello es necesario que se aparezca en la forma de hombre, para ser visto por todos: Le dio la potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre (Jn 5,27).

Segunda, porque él mismo mereció este oficio en cuanto hombre. Pues él, en cuanto hombre, fue juzgado injustamente, y por eso Dios le hizo juez de todo el mundo: Tu causa fue juzgada como la de un impío: recibirás la causa y el juicio (Job 36,17).

Tercera, para que cese la desesperación de los hombres si son juzgados por un hombre. Pues si sólo Dios juzgase, los hombres aterrados se desesperarían: Verán al Hijo del hombre que viene sobre una nube (Lc 21,27). Y serán juzgados todos los que son, fueron y serán. El Apóstol, en la 2 Cor 5,10, dice: Todos nosotros habremos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno manifieste las cosas propias de sí mismo, según obró, ya lo bueno ya lo malo.

Mas hay una cuádruple diferencia entre los que han de ser juzgados, como dice S. Gregorio. Pues los que han de ser juzgados o son buenos o malos.

Pero de entre los malos algunos serán condenados; mas no serán juzgados, pues no se discutirán sus acciones, ya que quien no cree ya está juzgado, como se dice en Jn 3,18. Algunos serán condenados y juzgados, como los fieles que murieron en pecado mortal: La paga del pecado es la muerte, dice el Apóstol en Rom 6,23, pues no serán excluidos del juicio por la fe que tuvieron.

De entre los buenos algunos se salvarán y no serán juzgados; a saber, los pobres de espíritu por Dios; más aún, juzgarán a otros: Vosotros, que me habéis seguido, en la regeneración, cuando se siente el Hijo del hombre en el trono de su majestad, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos, para juzgar a las tribus de Israel (Mt 19,28). Lo cual a la verdad se entiende, no sólo de los Apóstoles (que oían a Cristo), sino también de todos los pobres. En otro caso, S. Pablo, que trabajó más que los otros, no sería del número de ellos. Y, por consiguiente, ha de entenderse también de todos los que siguieron a los Apóstoles y de los varones apostólicos. Por eso el Apóstol dice en 1 Cor 6,3: ¿No sabéis que juzgaremos a los ángeles? E Isaías (3,14): El Señor vendrá al juicio con los ancianos de su pueblo y sus príncipes.

Mas algunos se salvarán y serán juzgados, a saber: los que murieron en justicia (o gracia). Aunque murieran en gracia, cayeron en algo en el trato de las cosas temporales; y por eso serán juzgados, pero se salvarán. Mas serán juzgados de todas las acciones, buenas y malas: Camina en las vías de tu corazón… y sábete que por todas estas cosas Dios te llevará a juicio (Ecl 11,9). Todas las cosas que se hacen, sean buenas o malas, las llevará Dios a juicio por cualquier fallo (Eclo 12,14). (Juzgará) también de las palabras ociosas: De toda palabra ociosa que hablaren los hombres darán razón en el día del juicio (Mt 12,36). (Y) de los pensamientos: Habrá interrogatorio de los pensamientos del impío (Sab 1,9). Y así queda clara la forma del juicio.

B) Aquel juicio es de temer por cuatro cosas.

Primero, por la sabiduría del juez. Pues conoce todo: los pensamientos, las palabras y las obras, porque todas las cosas están desnudas y patentes a sus ojos, como se dice en Heb 4,13; y en Prov 16,2: Todos los caminos del hombre están patentes a sus ojos. El también conoce nuestras palabras: Oído celoso todo lo oye (Sab 1,10). E igualmente nuestros pensamientos: Maligno es el corazón del hombre: ¿quién lo conocerá? Yo el Señor, que escudriño el corazón y pruebo los riñones, que doy a cada uno según su camino (o conducta) y según el fruto de sus artes (Jer 17,9).

Allí habrá testigos infalibles; a saber, las propias conciencias de los hombres. El Apóstol dice en Rom 2,15-16: Dando testimonio sus propias conciencias y acusándose entre sí o defendiéndose el día en que juzgará Dios las cosas ocultas de los hombres.

Segundo, por el poder del juez, porque es omnipotente en sí mismo: He aquí que el Señor Dios vendrá con poder (Is 40,10). Así mismo será omnipotente por los otros, pues toda criatura estará con él (de su lado): Luchará con él contra los insensatos todo el orbe terráqueo (Sab 5,21); y por eso decía Job (10,7): No habiendo nadie que pueda salvar de tu mano; y el Sal 138,8: Si subiera al cielo, allí estás tú; si desciendo al infierno, allí estás presente.

Tercero, por la justicia inflexible del juez. Pues ahora es tiempo de misericordia; pero el tiempo futuro será sólo tiempo de justicia; y por eso ahora es nuestro tiempo; mas entonces será sólo el tiempo de Dios: Cuando tome a mi cargo el tiempo, juzgaré con justicia (Sal 74,3). El celo y el furor del varón no perdonará el día de la venganza, ni se aplacará por las súplicas de nadie, ni recibirá muchos dones por la redención (Prov 6,34).

Cuarto, por la ira del juez. De un modo se aparecerá a los justos, pues es dulce y deleitable: Verán al Rey en su decoro (Is 33,17); y de otro, a los malos, como airado y cruel, de tal modo que dirán a los montes: Caed sobre nosotros y ocultadnos de la ira del Cordero, como se dice en Ap 6,16. Mas esta ira no significa en Dios conmoción del ánimo, sino el efecto de la ira, a saber, la pena infligida a los pecadores, esto es, eterna. Orígenes dice: ¡Cuán estrechos serán para los pecadores los caminos en el juicio! Arriba estará el juez airado, etc..

C) Finalmente, contra este temor debemos poner cuatro remedios. El primero, las buenas acciones. El Apóstol dice en Rom 13,3: ¿Quieres no temer al poder? Haz el bien y obtendrás alabanza de él.

El segundo es la confesión y la penitencia de los (pecados) cometidos. En lo cual deben (darse) tres cosas; a saber: dolor en el pensamiento, humildad en la confesión y rigor en la satisfacción. Las cuales cosas a la verdad expían la pena eterna.

El tercero es la limosna, que purifica todo: Haceos amigos de la riqueza injusta, para que cuando muráis, os reciban en las eternas moradas (Lc 16,9).

El cuarto es la caridad, esto es, el amor de Dios y del prójimo. La cual ciertamente cubre la multitud de los pecados, como se dice en 1 Pe 4,8 y en Prov 10,12.

– En el Catecismo de la Iglesia Católica:

Nº 673 

Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (cf Ap 22, 20) aun cuando a nosotros no nos “toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad” (Hch 1, 7; cf. Mc 13, 32). Este acontecimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento (cf. Mt 24, 44: 1 Ts 5, 2), aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén “retenidos” en las manos de Dios (cf. 2 Ts 2, 3-12).

En el Magisterio de los Papas:

San Juan Pablo II, Papa

Homilía (29-11-1998): Dios viene a nuestro encuentro

Primer Domingo de Adviento. Basílica de San Pedro.

1. «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» (Estribillo del Salmo responsorial).

Son las palabras del Salmo responsorial de esta liturgia del primer domingo de Adviento, tiempo litúrgico que renueva año tras año la espera de la venida de Cristo. En estos años que estamos viviendo en la perspectiva del tercer milenio, el Adviento ha cobrado una dimensión nueva y singular. Tertio millennio adveniente: el año 1998, que está a punto de terminar, y el año próximo 1999 nos acercan al umbral de un nuevo siglo y de un nuevo milenio.

«En el umbral» ha comenzado también esta celebración: en el umbral de la basílica vaticana, ante la puerta santa, con la entrega y la lectura de la bula de convocación del gran jubileo del año 2000.

«Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» es un estribillo que está perfectamente en armonía con el jubileo. Es, por decir así, un «estribillo jubilar», según la etimología de la palabra latina iubilar, que encierra una referencia al júbilo. ¡Vayamos, pues, con alegría! Caminemos jubilosos y vigilantes a la espera del tiempo que recuerda la venida de Dios en la carne humana, tiempo que llegó a su plenitud cuando en la cueva de Belén nació Cristo. Entonces se cumplió el tiempo de la espera.

Viviendo el Adviento, esperamos un acontecimiento que se sitúa en la historia y a la vez la trasciende. Al igual que los demás años, tendrá lugar en la noche de la Navidad del Señor. A la cueva de Belén acudirán los pastores; más tarde, irán los Magos de Oriente. Unos y otros simbolizan, en cierto sentido, a toda la familia humana. La exhortación que resuena en la liturgia de hoy: «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» se difunde en todos los países, en todos los continentes, en todos los pueblos y naciones. La voz de la liturgia, es decir, la voz de la Iglesia, resuena por doquier e invita a todos al gran jubileo.

[…] Dios que viene a nuestro encuentro.

3. […] El estribillo «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» resulta adecuado. Nosotros podemos encontrar a Dios, porque él ha venido a nuestro encuentro. Lo ha hecho, como el padre de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32), porque es rico en misericordia, dives in misericordia, y quiere salir a nuestro encuentro sin importarle de qué parte venimos o a dónde lleva nuestro camino. Dios viene a nuestro encuentro, tanto si lo hemos buscado como si lo hemos ignorado, e incluso si lo hemos evitado. Él sale el primero a nuestro encuentro, con los brazos abiertos, como un padre amoroso y misericordioso.

Si Dios se pone en movimiento para salir a nuestro encuentro, ¿podremos nosotros volverle la espalda? Pero no podemos ir solos al encuentro con el Padre. Debemos ir en compañía de cuantos forman parte de «la familia de Dios». Para prepararnos convenientemente al jubileo debemos disponernos a acoger a todas las personas. Todos son nuestros hermanos y hermanas, porque son hijos del mismo Padre celestial.

En esta perspectiva, podemos leer la bimilenaria historia de la Iglesia. Es consolador constatar cómo la Iglesia, en este paso del segundo al tercer milenio, está experimentando un nuevo impulso misionero. Lo ponen de manifiesto los Sínodos continentales que se están celebrando estos años, incluido el actual para Australia y Oceanía. Y también lo confirman los informes que llegan al Comité para el gran jubileo sobre las iniciativas puestas en marcha por las Iglesias locales como preparación para ese histórico acontecimiento.

María, que el tiempo de Adviento nos invita a contemplar en espera activa del Redentor, os ayude a todos a ser apóstoles generosos de su Hijo Jesús.

4. En el evangelio de hoy hemos escuchado la invitación del Señor a la vigilancia. «Velad, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor». Y a continuación: «Estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre» (Mt 24, 42.44). La exhortación a velar resuena muchas veces en la liturgia, especialmente en Adviento, tiempo de preparación no sólo para la Navidad, sino también para la definitiva y gloriosa venida de Cristo al final de los tiempos. Por eso, tiene un significado marcadamente escatológico e invita al creyente a pasar cada día, cada momento, en presencia de Aquel «que es, que era y que vendrá» (Ap 1, 4), al que pertenece el futuro del mundo y del hombre. Ésta es la esperanza cristiana. Sin esta perspectiva, nuestra existencia se reduciría a un vivir para la muerte.

Cristo es nuestro Redentor: Redemptor mundi et Redemptor hominis, Redentor del mundo y Redentor del hombre. Vino a nosotros para ayudarnos a cruzar el umbral que lleva a la puerta de la vida, la «puerta santa» que es él mismo.

5. Que esta consoladora verdad esté siempre muy presente ante nuestros ojos, mientras caminamos como peregrinos hacia el gran jubileo. Esa verdad constituye la razón última de la alegría a la que nos exhorta la liturgia de hoy: «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor». Creyendo en Cristo crucificado y resucitado, creemos en la resurrección de la carne y en la vida eterna.

Tertio millennio adveniente. En esta perspectiva, los años, los siglos y los milenios cobran el sentido definitivo de la existencia que el jubileo del año 2000 quiere manifestarnos.

Contemplando a Cristo, hagamos nuestras las palabras de un antiguo canto popular polaco:

«La salvación ha venido por la cruz; éste es un gran misterio. Todo sufrimiento tiene un sentido:

lleva a la plenitud de la vida».

Con esta fe en el corazón, que es la fe de la Iglesia, inauguro hoy, como Obispo de Roma, el tercer año de preparación para el gran jubileo. Lo inauguro en el nombre del Padre celestial, que «tanto amó (…) al mundo que le dio su Hijo único, para que quien cree en él (…) tenga la vida eterna» (Jn 3, 16).

¡Alabado sea Jesucristo!

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.