FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL XXXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO CC. 20 de noviembre 2022 (San Lucas 23,35-43).
-En los Santos Padres:
Orígenes
Sobre la Oración: Venga a nosotros tu reino
«¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena?» (Lc 23,40)
Cap. 25: PG 11, 495-499
Si, como dice nuestro Señor y Salvador, el reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí, sino que el reino de Dios está dentro de nosotros, pues la palabra está cerca de nosotros, en los labios y en el corazón, sin duda, cuando pedimos que venga el reino de Dios, lo que pedimos es que este reino de Dios, que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se vaya perfeccionando. Efectivamente, Dios reina ya en cada uno de los santos, ya que éstos se someten a su ley espiritual, y así Dios habita en ellos como en una ciudad bien gobernada. En el alma perfecta está presente el Padre, y Cristo reina en ella, junto con el Padre, de acuerdo con aquellas palabras del Evangelio: Vendremos a él y haremos morada en él.
Este reino de Dios que está dentro de nosotros llegará, con nuestra cooperación, a su plena perfección cuando se realice lo que dice el Apóstol, esto es, cuando Cristo, una vez sometidos a él todos sus enemigos, entregue a Dios Padre su reino, y así Dios lo será todo para todos. Por esto, rogando incesantemente con aquella actitud interior que se hace divina por la acción del Verbo, digamos a nuestro Padre que está en los cielos: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino.
Con respecto al reino de Dios, hay que tener también esto en cuenta: del mismo modo que no tiene que ver la luz con las tinieblas, ni la justicia con la maldad, ni pueden estar de acuerdo Cristo y el diablo, así tampoco pueden coexistir el reino de Dios y el reino del pecado.
Por consiguiente, si queremos que Dios reine en nosotros, procuremos que de ningún modo el pecado siga dominando nuestro cuerpo mortal, antes bien, mortifiquemos todo lo terreno que hay en nosotros y fructifiquemos por el Espíritu; de este modo, Dios se paseará por nuestro Interior como por un paraíso espiritual y reinará en nosotros él solo con su Cristo, el cual se sentará en nosotros a la derecha de aquella virtud espiritual que deseamos alcanzar: se sentará hasta que todos sus enemigos que hay en nosotros sean puestos por estrado de sus pies, y sean reducidos a la nada en nosotros todos los principados, todos los poderes y todas las fuerzas.
Todo esto puede realizarse en cada uno de nosotros, y el último enemigo, la muerte, puede ser reducido a la nada, de modo que Cristo diga también en nosotros: ¿Dónde está, muerte, su victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Ya desde ahora este nuestro ser, corruptible, debe revestirse de santidad y de incorrupción, y este nuestro ser, mortal, debe revestirse de la inmortalidad del Padre, después de haber reducido a la nada el poder de la muerte, para que así, reinando Dios en nosotros, comencemos ya a disfrutar de los bienes de la regeneración y de la resurrección.
– En los santos dominicos:
Santo Tomás de Aquino, Suma teológica
– Parte IIIa – Cuestión 59
Sobre el poder judicial de Cristo
Artículo 1: ¿El poder judicial debe atribuirse especialmente a Cristo?
Objeciones
por las que parece que el poder judicial no debe atribuirse especialmente a Cristo.
1.
El juicio de los otros parece que pertenece al señor de los mismos; de donde, en Rom 14,4, se dice: ¿Quién eres tú para juzgar al criado ajeno? Ahora bien, el ser Señor de las criaturas es común a toda la Trinidad. Luego el poder judicial no debe atribuirse especialmente a Cristo.
2.
En Dan 7,9 se dice: El Anciano de días se sentó; y después (v.10) se añade: se sentó para juzgar y se abrieron los libros. Pero por el Anciano de días se entiende el Padre, porque, como dice Hilario, en el Padre se asienta la eternidad. Luego el poder judicial debe atribuirse más al Padre que al Hijo.
3.
Parece que el juzgar pertenece al mismo que compete el argüir. Pero el argüir pertenece al Espíritu Santo, puesto que el Señor, en Jn 16,8, dice: Cuando venga aquél, es a saber, el Espíritu Santo, argüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. Luego el poder judicial debe atribuirse más al Espíritu Santo que a Cristo.
Contra esto:
está lo que en Act 10,42 se dice de Cristo: Este es el que ha sido constituido por Dios juez de vivos y muertos.
Respondo:
El juicio requiere tres cosas: Primero, el poder de corregir a los súbditos; por lo cual se dice en Eclo 7,6: No quieras buscar ser hecho juez a no ser que cuentes con fuerzas para reprimir la iniquidad. Segundo, el celo de la rectitud, con el fin de que uno no emita juicio por odio o por envidia sino por amor de la justicia, según aquellas palabras de Prov 3,12: El Señor corrige al que ama; y se complace en él como un padre en su hijo. Tercero, la sabiduría, en cuya virtud se forma el juicio; de donde en Eclo 10,1 se dice: El juez sabio juzgará a su pueblo. Los dos primeros requisitos son necesarios antes del juicio; sin embargo, la forma del juicio radica propiamente en el tercero, porque la norma del juicio es la ley de la sabiduría o de la verdad, conforme a la cual se emite el juicio.
Y por ser el Hijo la Sabiduría engendrada, y la Verdad que procede del Padre y que le representa perfectamente, por eso el poder judicial se atribuye al Hijo con toda propiedad. De donde dice Agustín, en De Vera Relig.: Esta es la Verdad inmutable, llamada justamente la ley de todas las artes, y el arte del Artífice omnipotente. Pues, como nosotros y todos los seres racionales juzgamos con rectitud y conforme a verdad de las cosas inferiores, así sólo juzga de nosotros la misma Verdad, cuando nos unimos a ella. Pero de ella no juzga ni el Padre, pues no es aquélla menor que éste. Y, por este motivo, lo que juzga el Padre, lo juzga por medio de ella. Y después concluye: El Padre, pues, no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo juicio.
A las objeciones:
1.
Ese argumento prueba que el poder judicial es común a toda la Trinidad; lo cual es cierto. No obstante, por una cierta aprobación, el poder judicial se atribuye al Hijo, como se acaba de decir (en la sol.).
2.
Como escribe Agustín en VI De Trin., la eternidad se atribuye al Padre por su título de principio, lo cual va implicado también en el concepto de eternidad. En ese lugar dice asimismo Agustín que el Hijo es el arte del Padre. Así pues, la potestad de juzgar se atribuye al Padre en cuanto que es principio del Hijo; pero la razón misma del juicio se atribuye al Hijo, por ser el arte y la sabiduría del Padre; de manera que, como el Padre hizo todas las cosas por su Hijo por ser su arte, así también juzga todas las cosas por medio de su Hijo, por ser éste su sabiduría y su verdad. Y esto se da a entender en Daniel, donde primero se dice que el Anciano de días se sentó (Dan 7,9), y luego se añade (v.13-14) que el Hijo del hombre llegó hasta el Anciano de días, y éste le dio el poder, el honor y el reino. Con esto se da a entender que la autoridad de juzgar reside en el Padre, de quien el Hijo recibe el poder de juzgar.
3.
Como escribe Agustín, In Ioann., Cristo dijo que el Espíritu Santo argüirá al mundo de pecado, así como si dijera: El derramará la caridad en vuestros corazones. Así pues, echado el temor de vuestros corazones, gozaréis de libertad para argüir. Por consiguiente, el juicio se atribuye al Espíritu Santo, no bajo la razón de juicio, sino por la inclinación a juzgar que tienen los hombres.
Artículo 2: ¿El poder judicial le conviene a Cristo en cuanto hombre?
Objeciones
por las que parece que el poder judicial no le conviene a Cristo en cuanto hombre.
1.
Porque dice Agustín, en De Vera Relig., que el juicio se atribuye al Hijo por ser la misma ley de la verdad primera. Ahora bien, esto le corresponde al Hijo en cuanto Dios. Luego el poder judicial no le conviene a Cristo en cuanto hombre, sino en cuanto Dios.
2.
Es propio del poder judicial premiar a los que practican el bien, lo mismo que castigar a los malos. Pero el premio de las obras buenas es la bienaventuranza eterna, que nadie otorga fuera de Dios, pues dice Agustín, In loann., que el alma se hace bienaventurada por la participación de Dios, y no por la participación de un alma santa. Luego parece que el poder judicial no le corresponde a Cristo en cuanto hombre, sino en cuanto Dios.
3.
Al poder judicial de Cristo corresponde juzgar los secretos de los corazones, conforme a aquellas palabras de 1 Cor 4,5: No juzguéis antes de tiempo, hasta que venga el Señor, que iluminará los escondrijos de las tinieblas y hará manifiestos los propósitos de los corazones. Pero esto pertenece sólo al poder divino, según Jer 17,9-10: Depravado e inescrutable es el corazón del hombre; ¿quién lo conocerá? Yo, el Señor, que escudriño el corazón y pongo a prueba los riñones, que retribuyo a cada uno según sus caminos. Luego el poder judicial no conviene a Cristo en cuanto hombre, sino en cuanto Dios.
Contra esto:
está lo que se dice en Jn 5,27: Le dio el poder de juzgar, por cuanto El es el Hijo del hombre.
Respondo:
El Crisóstomo, In loann., da la impresión de pensar que el poder judicial no le conviene a Cristo en cuanto hombre, sino exclusivamente en cuanto Dios. Por lo que expone así el texto alegado de Juan (5,27): Le dio el poder de juzgar. Por cuanto El es el Hijo del hombre, no os maravilléis (v.28). No recibió, pues, el poder de juzgar por ser hombre; sino que, al ser Hijo del Dios inefable, por ese motivo es juez. Y por ser esta prerrogativa superior a la condición humana, con el fin de solucionar ese parecer, dijo: No os admiréis porque es el Hijo del hombre, pues también es el Hijo de Dios. Y lo prueba por los efectos de la resurrección; de donde añade Jesús (Jn 5,28): Porque llega la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios.
Sin embargo, debe tenerse en cuenta que, si bien reside en Dios la autoridad suprema de juzgar, el propio Dios confiere a los hombres el poder judicial respecto a aquellos que están sometidos a su jurisdicción. Por lo cual se dice en Dt I,I6: Juzgad lo que es justo; y después se añade (v.17): Porque de Dios es el juicio; lo cual quiere decir: Con su autoridad juzgáis vosotros. Ya se dijo antes (q.8 a.1 y 4; q.20 a.1 ad 3) que Cristo, también en su naturaleza humana, es la cabeza de toda la Iglesia, y que Dios ha puesto todas las cosas bajo sus pies (cf. Sal 8,8). En consecuencia, también le pertenece, aun en cuanto hombre, tener el poder judicial. Por este motivo parece que el pasaje evangélico alegado (Jn 5,27) debe entenderse así: Le dio el poder de juzgar porque es el Hijo del hombre, y no por la condición de su naturaleza (humana), porque, en ese caso, todos los hombres poseerían un poder semejante, como objeta el Crisóstomo. Esa prerrogativa pertenece a la gracia capital que recibió Cristo en la naturaleza humana.
De este modo, el poder judicial compete a Cristo por tres motivos: Primero, por su unión y afinidad con los hombres. Así como Dios obra por las causas intermedias como más próximas a los efectos, así también juzga a los hombres por medio de Cristo hombre, con el fin de que el juicio sea más llevadero a los hombres. De donde dice el Apóstol en Heb 4,15-16: No tenemos un Pontífice que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas; antes fue tentado en todo a semejanza nuestra, excepto en el pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de su gracia.
Segundo, porque en el juicio final, como dice Agustín, In loann., tendrá lugar la resurrección de los cuerpos muertos, que Dios resucita por medio del Hijo del hombre, lo mismo que resucita las almas por el propio Cristo en cuanto que es el Hijo de Dios.
Tercero, porque, como escribe Agustín, en el libro De verbis Domini, era justo que viesen al juez los que iban a ser juzgados. Y los que iban a ser juzgados eran los buenos y los malos. Quedaba que en el juicio se manifestase a los buenos y a los malos la forma de siervo, reservándose la forma de Dios sólo para los buenos.
A las objeciones:
1.
El juicio pertenece a la verdad como a la regla del juicio; pero le pertenece al hombre formado por la verdad en cuanto que, en cierto modo, es una sola cosa con la verdad, como una ley y una justicia animada. De donde, también en el mismo lugar, Agustín introdujo lo que se lee en 1 Cor 2,15: El espiritual juzga de todo. Ahora bien, el alma de Cristo estuvo más unida a la verdad y más repleta de la misma que todas las criaturas, conforme a las palabras de Jn 1,14: Le vimos lleno de gracia y de verdad. Y, por consiguiente, el juzgar todas las cosas pertenece al alma de Cristo en sumo grado.
2.
Sólo a Dios pertenece hacer bienaventuradas a las almas por la participación de sí mismo. Pero conducir a los hombres a la bienaventuranza es propio de Cristo en cuanto cabeza y autor de la salvación de aquéllos, según aquel pasaje de Heb 2,10: Convenía que aquel que había llevado muchos hijos a la gloria, perfeccionase mediante el sufrimiento al Autor de la salvación de los mismos.
3.
Conocer los secretos de los corazones y juzgarlos, de suyo, compete exclusivamente a Dios; pero, por la redundancia de la divinidad en el alma de Cristo, también a El le conviene conocer y juzgar los secretos de los corazones, como antes se ha dicho (q.10 a.2), al tratar de la ciencia de Cristo. Y, por este motivo, se dice en Rom 2,16: En el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres por Cristo Jesús.
Artículo 3: ¿Alcanzó Cristo por sus méritos el poder judicial?
Objeciones
por las que parece que Cristo no obtuvo por mérito el poder judicial.
1.
El poder judicial sigue a la dignidad regia, según aquellas palabras de Eclo 20,8: Cuando el rey se sienta en su tribunal, disipa todo mal con su mirada. Pero Cristo obtuvo la dignidad regia sin méritos, puesto que le compete por el mismo hecho de ser el Unigénito de Dios, ya que en Lc 1,32 se dice: Le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob para siempre. Luego Cristo no obtuvo por sus méritos el poder judicial.
2.
Como acabamos de decir (a.2), el poder judicial le compete a Cristo en cuanto que es nuestra cabeza. Ahora bien, la gracia capital no le compete a Cristo por sus méritos, sino que es una consecuencia de la unión personal de la naturaleza divina con la humana, conforme a aquellas palabras: Vimos su gloria, como la del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad, y de su plenitud hemos recibido todos (Jn 1,14), lo cual pertenece a la noción de cabeza. Luego parece que Cristo no tuvo por sus méritos el poder judicial.
3.
En 1 Cor 2,15 dice el Apóstol: El espiritual lo juzga todo. Pero el hombre se hace espiritual por la gracia, que no procede del mérito, pues de otro modo, ya no seria gracia, como se lee en Rom 11,6. Luego parece que el poder judicial no le conviene a Cristo ni a los demás por méritos, sino sólo por gracia.
Contra esto:
está lo que se dice en Job 36,17: Tu causa ha sido juzgada como la del impío; recibirás el juicio y la causa. Y Agustín escribe en el libro De verbis Domini: Se sentará como juez el que compareció ante el juez condenará a los verdaderos reos el que falsamente fue reputado reo.
Respondo:
Nada impide que una y misma cosa le sea debida a alguien por diversos motivos; como la gloria del cuerpo resucitado le fue debida a Cristo no sólo por conformidad con la divinidad y por la gloria del alma, sino también por el mérito del abatimiento de la pasión. Y del mismo modo debe decirse que el poder judicial le compete a Cristo hombre tanto por su persona divina cuanto por la dignidad de cabeza, y por la plenitud de su gracia habitual; y, no obstante, lo obtuvo también por mérito, de modo que, conforme a la justicia de Dios, fuera juez el que luchó y venció por la justicia de Dios, y el que injustamente fue juzgado. Por eso dice El mismo, en Ap 3,21: Yo vencí y me senté en el trono de mi Padre. Por trono se entiende el poder judicial, conforme a aquellas palabras del Sal 9,5: Se sienta en su trono, y administra la justicia.
A las objeciones:
1.
Esa dificultad procede de considerar el poder judicial en cuanto debido a Cristo por razón de su unión con el Verbo de Dios.
2.
Tal objeción dimana de la consideración de la gracia capital.
3.
Esa objeción procede de la consideración de la gracia habitual, que perfecciona el alma de Cristo. Sin embargo, por el hecho de que a Cristo se le deba el poder judicial de esos modos, no se excluye el que se le deba por sus méritos.
Artículo 4: ¿Pertenece a Cristo el poder judicial respecto de todas las cosas humanas?
Objeciones
por las que parece que el poder judicial no compete a Cristo en relación con todas las cosas humanas.
1.
Como se lee en Lc 12,13-14, cuando uno de la muchedumbre le dijo: Di a mi hermano que parta conmigo la herencia, él le respondió: Pero, hombre, ¿quién me ha constituido juez o partidor entre vosotros? Luego no tiene poder judicial sobre todas las cosas humanas.
2.
Nadie tiene poder de juzgar sino sobre las cosas que le están sometidas. Pero todavía no vemos que todas las cosas estén sometidas a Cristo, como se dice en Heb 2,8. Luego da la impresión de que Cristo no tiene el poder de juzgar sobre todas las cosas humanas.
3.
Dice Agustín en XX De Civ. Dei que cae dentro del juicio divino el que, a veces, los buenos sean afligidos en este mundo, y otras veces prosperen, y lo mismo los malos. Pero esto ya sucedió también antes de la encarnación de Cristo. Luego no todos los juicios de Dios sobre las cosas humanas pertenecen al poder judicial de Cristo.
Contra esto:
está lo que se dice en Jn 5,22: El Padre ha entregado todo juicio al Hijo.
Respondo:
Si hablamos de Cristo en cuanto Dios, es evidente que pertenece al Hijo todo el poder judicial del Padre, pues, así como el Padre hace todas las cosas por su Verbo, así también las juzga todas por el mismo Verbo.
Pero, aun hablando de Cristo en cuanto hombre, es también manifiesto que todas las cosas humanas están sujetas a su poder judicial. Y esto es claro: Primero, si tenemos en cuenta la relación entre el alma de Cristo y el Verbo de Dios. Pues si el espiritual lo Juzga todo, como se lee en 1 Cor 2,15, por cuanto su mente está unida al Verbo de Dios, con mucho mayor razón tendrá poder judicial sobre todas las cosas el alma de Cristo, por estar llena de la verdad del Hijo de Dios.
Segundo, aparece lo mismo por los méritos de su muerte. Porque, como se dice en Rom 14,9, por esto murió Cristo y resucita, para dominar sobre vivos y muertos. Y, por tal motivo, tiene el poder de juzgar sobre todos. Por lo cual añade el Apóstol en el mismo pasaje (v.10) que todos compareceremos ante el tribunal de Cristo. Y en Dan 7,14 se lee que le dio el poder, el honor y el reino; y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán.
Tercero, resulta lo mismo por la comparación de las cosas humanas con el fin de la salvación de los hombres. A todo el que se le encarga lo principal, se le encomienda también lo accesorio. Pero todas las cosas humanas se ordenan al fin de la bienaventuranza, que es la salvación eterna, a lo cual los hombres son admitidos o también rechazados por el juicio de Cristo, como es manifiesto por Mt 25,31 ss. Y por tanto resulta evidente que todas las cosas humanas caen bajo el poder judicial de Cristo.
A las objeciones:
1.
Como se ha dicho (a.3 arg.1), el poder judicial sigue a la dignidad real. Pero Cristo, a pesar de haber sido constituido rey por Dios, no quiso, mientras vivió en la tierra, administrar temporalmente un reino terreno. Por eso, él mismo dice en Jn 18,36: Mi reino no es de este mundo. E igualmente no quiso ejercer el poder judicial sobre las cosas temporales, puesto que El había venido para hacer pasar a los hombres a las cosas divinas. Como escribe Ambrosio a propósito de ese mismo pasaje: Con razón declina ocuparse de las cosas terrenales el que había descendido por causa de las divinas; ni se digna ser juez de los pleitos y arbitro de las haciendas, teniendo el poder de juzgar a los vivos y a los muertos, y el arbitrio de los méritos.
2.
Todas las cosas están sujetas a Cristo por lo que se refiere al poder que ha recibido del Padre sobre todo lo existente, conforme a aquellas palabras de Mt 28,18: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Sin embargo, todavía no le están sujetas todas las cosas en cuanto a la ejecución de su poder. Eso sucederá en el futuro, cuando cumplirá su voluntad acerca de todas las cosas, salvando a unos y castigando a otros.
3.
Antes de la encarnación ejercía Cristo esa clase de juicios por ser el Verbo de Dios, de cuyo poder vino a participar, por la encarnación, el alma que le estaba personalmente unida.
Artículo 5: ¿Después del juicio que se realiza en este mundo, habrá todavía otro juicio universal?
Objeciones
por las que parece que, después del juicio que tiene lugar en el mundo presente, no hay otro juicio universal.
1.
Después de la retribución definitiva de los premios y castigos, el juicio se aplicaría inútilmente. Ahora bien, en el tiempo presente se realiza la retribución de premios y castigos, pues el Señor dijo al ladrón en la cruz: Hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23,43); y en Lc 16,22 se lee que murió el rico y fue sepultado en el infierno. Luego en vano se espera un juicio final.
2.
En Nah 1,9 se dice, según un texto distinto: Dios no juzgará dos veces una misma cosa. Pero, al presente, el juicio de Dios se ejercita lo mismo respecto de las cosas temporales que respecto de las espirituales. Luego parece que no debe esperarse otro juicio final.
3.
El premio y el castigo corresponden al mérito y al demérito. Pero el mérito y el demérito no pertenecen al cuerpo más que en cuanto es instrumento del alma. Luego ni el premio ni el castigo se deben al cuerpo sino por causa del alma. No se requiere, pues, otro juicio al final, para que el hombre sea premiado o castigado en el cuerpo, aparte de aquel con que ahora son castigadas o premiadas las almas.
Contra esto:
está lo que se lee en Jn 12,48: La palabra que yo os he hablado, ésa os juzgará en el último día. Luego habrá otro juicio el último día, distinto del juicio que ahora tiene lugar.
Respondo:
No es posible dar un juicio definitivo sobre una cosa mudable antes de su consumación. Así como no es posible emitir un juicio exacto sobre la calidad de una acción antes de que esté consumada en sí misma y en sus efectos, pues hay muchas acciones que parecen ser útiles que, por los efectos, se ve que eran nocivas. E igualmente no es posible dar un juicio completo sobre un hombre mientras no se termine su vida, ya que muchas veces puede cambiarse de bueno en malo o al revés; o de bueno en mejor, o de malo en peor. Por lo cual dice el Apóstol en Heb 9,27 que a los hombres les está establecido morir una vez y después de esto, el juicio.
Sin embargo, se ha de tener en cuenta que, si bien la vida temporal del hombre en sí mismo se termina con la muerte, subsiste de forma relativa dependiendo del futuro de varios modos. Primero, perviviendo en la memoria de los hombres, en los cuales subsiste a veces contra la verdad de la buena o mala fama. Segundo, perdura en los hijos, que son como algo del padre, según aquellas palabras del Eclo 30,4: Murió su padre, pero es como si no hubiera muerto, pues ha dejado en pos de sí uno semejante a él. Y, sin embargo, los hijos de muchos hombres buenos son malos, y viceversa. Tercero, pervive en cuanto al efecto de sus obras, como la infidelidad va echando renuevos hasta el fin del mundo por el engaño de Arrio y de otros seductores; y también hasta el fin del mundo hace progresos la fe por la predicación de los Apóstoles. Cuarto, pervive en cuanto al cuerpo que, a veces, es sepultado con gran honor, quedando otras veces insepulto, y, finalmente, por ser incinerado, se deshace totalmente. Quinto, subsiste en cuanto a determinadas cosas en las que puso su afecto, por ejemplo en algunos bienes temporales, de los cuales unos se acaban pronto, durando otros más tiempo.
Pero todas esas cosas están sometidas a la apreciación del juicio divino. De ellas no se puede formar un juicio perfecto y claro mientras dura el curso del tiempo presente. Y, debido a esto, es necesario que haya un juicio final en el último día en el que se juzgue perfecta y claramente sobre cada uno de los hombres y de cuanto le atañe de cualquier modo.
A las objeciones:
1.
Fue opinión de algunos que las almas de los santos no son premiadas en el cielo, ni las almas de los condenados son castigadas en el infierno, hasta el día del juicio. Esto resulta claramente falso por lo que dice el Apóstol en 2 Cor 5,8: Confiamos y quisiéramos más salir del cuerpo y vivir con el Señor, lo cual no es ya caminar en la fe, sino en la visión (v.7), como es claro por lo que sigue. Y esto es ver a Dios en esencia, en lo cual consiste la vida eterna, como es evidente por Jn 17,3. De donde resulta manifiesto que las almas separadas de los cuerpos gozan de la vida eterna.
Y, en consecuencia, hay que decir que, después de la muerte, en lo que se refiere al alma, el hombre alcanza un estado inmutable. Y, por tanto, en cuanto al premio del alma no hay por qué aplazar el juicio para más adelante. Mas, por haber algunas otras cosas relativas al hombre, que se desarrollan a todo lo largo del tiempo, que no son ajenas al juicio divino, conviene que de nuevo, al fin de los tiempos, todas ellas sean llevadas a juicio. Y, si bien el hombre no merece ni desmerece por tales cosas, pertenecen, sin embargo, a un cierto premio o a una cierta pena. Por eso es necesario que todas estas cosas sean estimadas en el juicio final.
2.
Dios no juzga dos veces una misma cosa, esto es, bajo el mismo aspecto. Pero no hay inconveniente en que Dios juzgue dos veces una misma cosa bajo diversos aspectos.
3.
Aunque el premio o el castigo del cuerpo dependa del premio o del castigo del alma, no obstante, como el alma no es mutable más que indirectamente por razón del cuerpo, al instante de separarse del cuerpo adquiere un estado inmutable, y recibe su juicio. Pero el cuerpo permanece sometido al cambio hasta el fin de los tiempos. Y, por este motivo, es necesario que reciba entonces el premio o el castigo en el juicio final.
Artículo 6: ¿El poder judicial de Cristo se extiende a los ángeles?
Objeciones
por las que parece que el poder judicial de Cristo no se extiende a los ángeles.
1.
Los ángeles, tanto los buenos como los malos, fueron juzgados desde el principio del mundo, cuando, cayendo unos en el pecado, otros fueron confirmados en la bienaventuranza. Ahora bien, los que han sido juzgados, no necesitan ser juzgados de nuevo. Luego el poder judicial de Cristo no se extiende a los ángeles.
2.
No pertenece a la misma persona juzgar y ser juzgado. Pero los ángeles vendrán con Cristo para juzgar, según aquellas palabras de Mt 25,31: Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos sus ángeles con El. Luego parece que los ángeles no han de ser juzgados por Cristo.
3.
Los ángeles son superiores a las demás criaturas. Por consiguiente, si Cristo es juez no sólo de los hombres sino también de los ángeles, por igual motivo será juez de todas las criaturas. Esto parece que es falso, por ser propio de la providencia de Dios; de donde se dice en Job 34,13: ¿A qué otro constituyó sobre la tierra? ¿O a quién puso sobre el orbe que hizo? Luego Cristo no es juez de los ángeles.
Contra esto:
está lo que dice el Apóstol en 1 Cor 6,3: ¿Acaso no sabéis que juzgaremos a los ángeles? Pero los santos no juzgarán sino con la autoridad de Cristo. Luego con mayor motivo tendrá Cristo poder judicial sobre los ángeles.
Respondo:
Los ángeles están sometidos al poder judicial de Cristo, no sólo por razón de su naturaleza divina, en cuanto que es el Verbo de Dios, sino también por razón de su naturaleza humana. Esto es evidente por tres motivos. Primero, por la proximidad a Dios de la naturaleza asumida, porque, como se dice en Heb 2,16: Nunca tomó a los ángeles, sino que tomó la descendencia de Abrahán. Y por tanto el alma de Cristo está más llena de la verdad del Verbo de Dios que cualquiera de los ángeles. Por lo cual también ilumina a los ángeles, como dice Dionisio en el c.7 del De Cael. Hier.. De donde tiene poder para juzgarles.
Segundo, porque, mediante la humildad de la pasión, el alma de Cristo mereció ser exaltada por encima de los ángeles, de manera que como se dice en Flp 2,10, al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos. Y, por tanto, Cristo tiene poder judicial sobre los ángeles buenos y malos. En señal de lo cual se dice en Ap 7,11 que todos los ángeles estaban en pie alrededor del trono.
Tercero, por razón de los ministerios que cumplen acerca de los hombres, de los cuales Cristo es cabeza de un modo especial. Por lo que, en Heb 1,14, se dice: Todos son espíritus administradores, enviados para un servicio en favor de aquellos que reciben la herencia de la salvación.
Están, pues, sometidos al juicio de Cristo: Primero, por razón de los servicios que realizan. Tales servicios se cumplen también por medio de Cristo hombre, al que los ángeles servían, como se dice en Mt 4,15; y a quien los demonios pedían que los enviase a los puercos, como se lee en Mt 8,31.
Segundo, en cuanto a los otros premios accidentales de los ángeles buenos, que son los gozos que disfrutan por la salvación de los hombres, conforme a aquellas palabras de Lc 15,10: Los ángeles de Dios gozan por un pecador que hace penitencia. Y también en cuanto a las penas accidentales de los demonios, con que son atormentados aquí o en el infierno. Y esto pertenece asimismo a Cristo hombre. Por lo que en Mc 1,24 se dice que el demonio gritó: ¿Qué hay entre ti y nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos?
Tercero, en cuanto al premio esencial de los ángeles bienaventurados, que es la bienaventuranza eterna; y también en cuanto a la pena esencial de los ángeles malos, que es la condenación eterna. Pero esto lo realizó Cristo, como Verbo de Dios, desde el principio del mundo.
A las objeciones:
1.
Esa dificultad proviene del juicio sobre el premio esencial y sobre la pena principal.
2.
Como escribe Agustín, en el libro De Vera Relig., aunque el espiritual juzgue de todas las cosas, él es juzgado, no obstante, por la misma verdad. Y, por este motivo, aunque los ángeles, por ser espirituales, juzguen, son juzgados por Cristo, en cuanto que El es la verdad.
3.
Cristo tiene poder judicial no sólo sobre los ángeles, sino también sobre la administración de todas las criaturas. Si, como dice Agustín, en el III De Trin., los seres inferiores son gobernados con cierto orden por Dios mediante los superiores, es preciso decir que todas las cosas son gobernadas por el alma de Cristo, que está por encima de todas las criaturas. Por lo cual también dice el Apóstol en Heb 2,5: Dios no sometió a los ángeles el mundo venidero, esto es, el mundo sujeto a aquel de quien hablamos, es decir, Cristo..
Y, sin embargo, no por esto constituyó Dios a otro sobre la tierra. Porque uno mismo es Dios y el hombre Jesucristo el Señor. Sobre cuyo misterio de la encarnación baste con lo dicho hasta el presente.
– En el Catecismo de la Iglesia Católica:
440.
Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (Cf. Mt 16, 23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad trascendente del Hijo del Hombre “que ha bajado del cielo” (Jn 3, 13; Cf. Jn 6, 62; Dn 7, 13) a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28; Cf. Is 53, 10-12). Por esta razón el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz (Cf. Jn 19, 19-22; Lc 23, 39-43). Solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hch 2, 36).
446.
En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés (Cf. Ex 3, 14), YHWH, es traducido por “Kyrios” [“Señor”]. Señor se convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título “Señor” para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios (Cf. 1 Co 2,8).
447.
El mismo Jesús se atribuye de forma velada este título cuando discute con los fariseos sobre el sentido del Salmo 109 (Cf. Mt 22, 41-46; Cf. también Hch 2, 34-36; Hb 1, 13), pero también de manera explícita al dirigirse a sus apóstoles (Cf. Jn 13, 13). A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina.
448.
Con mucha frecuencia, en los Evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole “Señor”. Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de él socorro y curación (Cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús (Cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: “¡Es el Señor!” (Jn 21, 7).
449.
Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio (Cf. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús (Cf. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque Él es de “condición divina” (Flp 2, 6) y el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (Cf. Rm 10, 9;1 Co 12, 3; Flp 2,11).
450.
Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia (Cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el “Señor” (Cf. Mc 12, 17; Hch 5, 29). ” La Iglesia cree… que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro” (GS 10, 2; Cf. 45, 2).
451.
La oración cristiana está marcada por el título “Señor”, ya sea en la invitación a la oración “el Señor esté con vosotros”, o en su conclusión “por Jesucristo nuestro Señor” o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: “Maranatha” (“¡el Señor viene!”) o “Maranatha” (“¡Ven, Señor!”). (1 Co 16, 22): “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).
668
“Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. Él está “por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas”(Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (Cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento trascendente.
669.
Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (Cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (Cf. Ef 4, 11-13). “La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio”, “constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra” (LG 3;5).
670.
Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la “última hora” (1 Jn 2, 18; Cf. 1 P 4, 7). “El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta” (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (Cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (Cf. Mc 16, 20).
671.
El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; Cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (Cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (Cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (Cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (Cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (Cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
672.
Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (Cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (Cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (Cf. Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la “tristeza” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (Cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (Cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (Cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
783.
Jesucristo es aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido “Sacerdote, Profeta y Rey”. Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas (Cf. RH 18-21).
786.
El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo”. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección (Cf. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo “venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28). Para el cristiano, “servir es reinar” (LG 36), particularmente “en los pobres y en los que sufren” donde descubre “la imagen de su Fundador pobre y sufriente” (LG 8). El pueblo de Dios realiza su “dignidad regia” viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo.
De todos los que han nacido de nuevo en Cristo, el signo de la cruz hace reyes, la unción del Espíritu Santo los consagra como sacerdotes, a fin de que, puesto aparte el servicio particular de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y que usan de su razón se reconozcan miembros de esta raza de reyes y participantes de la función sacerdotal. ¿Qué hay, en efecto, más regio para un alma que gobernar su cuerpo en la sumisión a Dios? Y ¿qué hay más sacerdotal que consagrar a Dios una conciencia pura y ofrecer en el altar de su corazón las víctimas sin mancha de la piedad? (San León Magno, serm. 4, 1).
908.
Por su obediencia hasta la muerte (Cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, “para que vencieran en sí mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado” (LG 36)
El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: Se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; Es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable (San Ambrosio, Psal. 118, 14, 30: PL 15, 1403A).
2105.
El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (DH 1). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (AA 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (Cf. DH 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (Cf. AA 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (Cf. León XIII, enc. “Inmortale Dei”; Pío XI, enc. “Quas primas”).
2628.
La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (Cf. Sal 95, 1-6) y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de humillar el espíritu ante el “Rey de la gloria” (Sal 14, 9-10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios “siempre mayor” (S. Agustín, Sal. 62, 16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas.
Cristo, el juez
678.
Siguiendo a los profetas (Cf. Dn 7, 10; Joel 3, 4; Ml 3,19) y a Juan Bautista (Cf. Mt 3, 7-12), Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno (Cf. Mc 12, 38-40) y el secreto de los corazones (Cf. Lc 12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2, 16; 1 Co 4, 5). Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (Cf. Mt 11, 20-24; 12, 41-42). La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino (Cf. Mt 5, 22; 7, 1-5). Jesús dirá en el último día: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).
679.
Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. “Adquirió” este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado “todo juicio al Hijo” (Jn 5, 22;Cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31; Hch 10, 42; 17, 31; 2 Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (Cf. Jn 3,17) y para dar la vida que hay en él (Cf. Jn 5, 26). Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (Cf. Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras (Cf. 1 Co 3, 12- 15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor (Cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31).
1001.
¿Cuándo? Sin duda en el “último día” (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); “al fin del mundo” (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).
1038.
La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será “la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus ángeles,… Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda… E irán estos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.” (Mt 25, 31. 32. 46)
1039. F
rente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (Cf. Jn 12, 49). El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena:
Todo el mal que hacen los malos se registra -y ellos no lo saben. El día en que “Dios no se callará” (Sal 50, 3) … Se volverá hacia los malos: “Yo había colocado sobre la tierra, dirá Él, a mis pobrecitos para vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre -pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis nada en Mí” (San Agustín, serm. 18, 4, 4).
1040.
El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces, Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que Su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (Cf. CT 8, 6).
1041.
El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía “el tiempo favorable, el tiempo de salvación” (2 Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la “bienaventurada esperanza” (Tt 2, 13) de la vuelta del Señor que “vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído” (2 Ts 1, 10).
Venga tu Reino
2816.
En el Nuevo Testamento, la palabra “basileia” se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Ultima Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:
Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en él, puede ser también el Reino de Dios porque en él reinaremos (San Cipriano, Dom. orat. 13).
2817.
Esta petición es el “Marana Tha”, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús”:
Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: “¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?” (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino! (Tertuliano, or. 5).
2818.
En la oración del Señor, se trata principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (Cf. Tt 2, 13). Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete. Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor “a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el mundo” (MR, plegaria eucarística IV).
2819.
“El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre “la carne” y el Espíritu (Cf. Ga 5, 16-25)
Sólo un corazón puro puede decir con seguridad: “¡Venga a nosotros tu Reino!”. Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: “Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal” (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: “¡Venga tu Reino!” (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 5, 13).
2820.
Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz (Cf. GS 22; 32; 39; 45; EN 31).
2821.
Esta petición está sostenida y escuchada en la oración de Jesús (Cf. Jn 17, 17-20), presente y eficaz en la Eucaristía; su fruto es la vida nueva según las Bienaventuranzas (Cf. Mt 5, 13-16; 6, 24; 7, 12-13).
– En el Catecismo de la Iglesia Católica:
675
La última prueba de la Iglesia
Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2 Ts 2, 4-12; 1Ts 5, 2-3;2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22).
– En el Magisterio de los Papas:
Benedicto XVI
Ángelus (21-11-2010): Desde el trono de la cruz acoge a todos
«Este es el Rey» (Lc 23,38)
Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo
El Evangelio de san Lucas presenta, como en un gran cuadro, la realeza de Jesús en el momento de la crucifixión. Los jefes del pueblo y los soldados se burlan del «primogénito de toda la creación» (Col 1, 15) y lo ponen a prueba para ver si tiene poder para salvarse de la muerte (cf. Lc 23, 35-37). Sin embargo, precisamente «en la cruz, Jesús se encuentra a la «altura» de Dios, que es Amor. Allí se le puede «reconocer». (…) Jesús nos da la «vida» porque nos da a Dios. Puede dárnoslo porque él es uno con Dios». De hecho, mientras que el Señor parece pasar desapercibido entre dos malhechores, uno de ellos, consciente de sus pecados, se abre a la verdad, llega a la fe e implora «al rey de los judíos»: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino» (Lc 23, 42).
De quien «existe antes de todas las cosas y en él todas subsisten» (Col 1, 17) el llamado «buen ladrón» recibe inmediatamente el perdón y la alegría de entrar en el reino de los cielos. «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). Con estas palabras Jesús, desde el trono de la cruz, acoge a todos los hombres con misericordia infinita. San Ambrosio comenta que «es un buen ejemplo de la conversión a la que debemos aspirar: muy pronto al ladrón se le concede el perdón, y la gracia es más abundante que la petición; de hecho, el Señor —dice san Ambrosio— siempre concede más de lo que se le pide (…) La vida consiste en estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino».
Audiencia General (15-02-2012): Desde la cruz, una palabra de esperanza «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43) n. 4
…La segunda palabra de Jesús en la cruz transmitida por san Lucas es una palabra de esperanza, es la respuesta a la oración de uno de los dos hombres crucificados con él. El buen ladrón, ante Jesús, entra en sí mismo y se arrepiente, se da cuenta de que se encuentra ante el Hijo de Dios, que hace visible el Rostro mismo de Dios, y le suplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). La respuesta del Señor a esta oración va mucho más allá de la petición; en efecto dice: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Jesús es consciente de que entra directamente en la comunión con el Padre y de que abre nuevamente al hombre el camino hacia el paraíso de Dios. Así, a través de esta respuesta da la firme esperanza de que la bondad de Dios puede tocarnos incluso en el último instante de la vida, y la oración sincera, incluso después de una vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del Padre bueno que espera el regreso del hijo.
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.