FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO CC. 28 de AGOSTO de 2022 (San Lucas 14, 1. 7-14).
-En los Santos Padres:
San Bernardo
Sobre el Cantar de los Cantares: Primicia de la sabiduría es el temor del Señor
«Vete a sentarte en el último puesto» (Lc 14,10)
Sermón 37, 5-7: Opera omnia, Edit. Cister. t. 2, 1958, 12-14. Opera omnia, Edit Ci
Si estamos bajo el dominio de la ignorancia de Dios, ¿cómo vamos a esperar en aquel a quien ignoramos? Y si no nos conocemos a nosotros mismos, ¿cómo podremos ser humildes, pensando ser algo, cuando en realidad no somos nada? Y sabemos que ni los soberbios ni los desesperanzados tendrán parte o comunión en la herencia de los santos.
Considera, pues, ahora conmigo con cuánto cuidado y solicitud debemos desterrar de nosotros estos dos tipos de ignorancia, el primero de los cuales es el origen de todo pecado, y el segundo, de su consumación; cómo, por el contrario, los dos conocimientos opuestos —de Dios y de nosotros mismos— son respectivamente el principio y la perfección de la sabiduría; uno el temor del Señor y el otro la caridad.
Porque, así como el principio de la sabiduría es temer al Señor, así el principio de todo pecado es la soberbia; y como el amor de Dios se atribuye a sí mismo la perfección de la sabiduría, así la desesperación reclama para sí la consumación de toda malicia. Y así como de tu propio conocimiento nace en ti el temor de Dios, y del conocimiento de Dios se origina el amor al mismo, así, contrariamente, de tu personal desconocimiento surge la soberbia, y de la ignorancia de Dios procede la desesperación. Así, pues, la ignorancia de ti mismo te acarrea la soberbia, pues engañado por una mentalidad ciega y falaz, te crees mejor de lo que en realidad eres. Precisamente en esto consiste la soberbia, aquí está la raíz de todo pecado: en considerarte a tus ojos mejor de lo que eres ante Dios, mejor de lo que eres en realidad.
No existe, pues, peligro alguno, por más que te humilles, por más que te consideres menos de lo que eres, es decir, menos de lo que la Verdad te valora. Es, en cambio, un gran mal y un peligro horrendo si te crees superior, por poco que sea, a lo que en realidad eres, o si en tu apreciación te prefieres aunque sólo sea a uno de los que tal vez la Verdad juzga igual o superior a ti. Un ejemplo aclarará la idea: si pretendes pasar por una puerta cuyo dintel es excesivamente bajo, en nada te perjudicará por más que te inclines; te perjudicará, en cambio, si te yergues aun cuando no sea más que un dedo sobre la altura de la puerta, de suerte que te arrearás un coscorrón y te romperás la cabeza. Así ocurre a nivel espiritual: no hay que temer en absoluto una humillación por grande que sea, pero hemos de tener un gran horror y temor al más mínimo movimiento de temeraria presunción. Por lo tanto, oh hombre, no te atrevas a compararte con los que son superiores o inferiores a ti, no te compares con algunos ni siquiera con uno solo. Porque ¿qué sabes tú, oh hombre, si aquel uno, a quien consideras como el más vil y miserable de todos, qué sabes —insisto— si, merced a un cambio operado por la diestra del Altísimo, no llegará a ser mejor que tú y que otros en sí, o si lo es ya en Dios?
Por eso el Señor quiso que eligiéramos no un puesto mediano ni el penúltimo, ni siquiera uno de los últimos, sino que dijo. Vete a sentarte en el último puesto, de modo que sólo tú seas el último de todos los comensales, y no te prefieras, ni aun oses compararte, a ninguno.
La humildad en la Regla de San Benito.
Cap. VII. LA HUMILDAD
La divina escritura, hermanos, nos dice a gritos: «Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado». Con estas palabras nos muestra que toda exaltación de sí mismo es una forma de soberbia. El profeta nos indica que él la evitaba cuando nos dice: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad». Pero ¿qué pasará «si no he sentido humildemente de mí mismo, si se ha ensoberbecido mi alma? Tratarás a mi alma como al niño recién destetado, que está penando en los brazos de su madre». Por tanto, hermanos, si es que deseamos ascender velozmente a la cumbre de la más alta humildad y queremos llegar a la exaltación celestial a la que se sube a través de la humildad en la vida presente, hemos de levantar con los escalones de nuestras obras aquella misma escala que se le apareció en sueños a Jacob, sobre la cual contempló a los ángeles que bajaban y subían. Indudablemente, a nuestro entender, no significa otra cosa ese bajar y subir sino que por la altivez se baja y por la humildad se sube. La escala erigida representa nuestra vida en este mundo. Pues, cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo. Los dos largueros de esta escala son nuestro cuerpo y nuestra alma, en los cuales la vocación divina ha hecho encajar los diversos peldaños de la humildad y de la observancia para subir por ellos. Y así, el primer grado de humildad es que el monje mantenga siempre ante sus ojos el temor de Dios y evite por todos los medios echarlo en olvido; que recuerde siempre todo lo que Dios ha mandado y medite constantemente en su espíritu cómo el infierno abrasa por sus pecados a los que menosprecian a Dios y que la vida eterna está ya preparada para los que le temen. Y, absteniéndose en todo momento de pecados y vicios, esto es, en los pensamientos, en la lengua, en las manos, en los pies y en la voluntad propia, y también en los deseos de la carne, tenga el hombre por cierto que Dios le está mirando a todas horas desde el cielo, que esa mirada de la divinidad ve en todo lugar sus acciones y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante. Esto es lo que el profeta quiere inculcarnos cuando nos presenta a Dios dentro de nuestros mismos pensamientos al decirnos: «Tú sondeas, ¡oh Dios!, el corazón y las entrañas». Y también: «El Señor conoce los pensamientos de los hombres». Y vuelve a decirnos: «De lejos conoces mis pensamientos”. Y en otro lugar dice: «El pensamiento del hombre se te hará manifiesto”. Y para vigilar alerta todos sus pensamientos perversos, el hermano fiel a su vocación repite siempre dentro de su corazón: «Solamente seré puro en su presencia si sé mantenerme en guardia contra mi iniquidad». En cuanto a la propia voluntad, se nos prohíbe hacerla cuando nos dice la Escritura: «Refrena tus deseos». También pedimos a Dios en la oración «que se haga en nosotros su voluntad». Pero que no hagamos nuestra propia voluntad se nos avisa con toda la razón, pues así nos libramos de aquello que dice la Escritura santa: «Hay caminos que les parecen derechos a los hombres, pero al fin van a parar a la profundidad del infierno». Y también por temor a que se diga de nosotros lo que se afirma de los negligentes: «Se corrompen y se hacen abominables en sus apetitos». Cuando surgen los deseos de la carne, creemos también que Dios está presente en cada instante, como dice el profeta al Señor: «Todas mis ansias están en tu presencia». Por eso mismo, hemos de precavernos de todo mal deseo, porque la muerte está apostada al umbral mismo del deleite. Así que nos dice la Escritura: «No vayas tras tus concupiscencias». Luego si «los ojos del Señor observan a buenos y malos», si «el Señor mira incesantemente a todos los hombres para ver si queda algún sensato que busque a Dios» y si los ángeles que se nos han asignado anuncian siempre día y noche nuestras obras al Señor, hemos de vigilar, hermanos, en todo momento, como dice el profeta en el salmo, para que Dios no nos descubra cómo «nos inclinamos del lado del mal y nos hacemos unos malvados»; y, aunque en esta vida nos perdone, porque es bueno, esperando a que nos convirtamos a una vida más digna, tenga que decirnos en la otra: «Esto hiciste, y callé». El segundo grado de humildad es que el monje, al no amar su propia voluntad, no se complace en satisfacer sus deseos, sino que cumple con sus obras aquellas palabras del Señor: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado». Y dice también la Escritura: «La voluntad lleva su castigo y la sumisión reporta una corona». El tercer grado de humildad es que el monje se someta al superior con toda obediencia por amor a Dios, imitando al Señor, de quien dice el Apóstol: «Se hizo obediente hasta la muerte». El cuarto grado de humildad consiste en que el monje se abrace calladamente con la paciencia en su interior en el ejercicio de la obediencia, en las dificultades y en las mayores contrariedades, e incluso ante cualquier clase de injurias que se le infieran, y lo soporte todo sin cansarse ni echarse para atrás, pues ya lo dice la Escritura: «Quien resiste hasta el final se salvará». Y también: «Cobre aliento tu corazón y espera con, paciencia al Señor». Y cuando quiere mostrarnos cómo el que desea ser fiel debe soportarlo todo por el Señor aun en las adversidades, dice de las personas que saben sufrir: «Por ti estamos a la muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza». Mas con la seguridad que les da la esperanza de la recompensa divina, añaden estas palabras: «Pero todo esto lo superamos de sobra gracias al que nos amó». Y en otra parte dice también la Escritura: «¡Oh Dios!; nos pusiste a prueba, nos refinaste en el fuego como refinan la plata, nos empujaste a la trampa, nos echaste a cuestas la tribulación». Y para convencernos de que debemos vivir bajo un superior, nos dice: «Nos has puesto hombres que cabalgan encima de nuestras espaldas». Además cumplen con su paciencia el precepto del Señor en las contrariedades e injurias, porque, cuando les golpean en una mejilla, presentan también la otra; al que les quita la túnica, le dejan también la capa; si le requieren para andar una milla, le acompañan otras dos; como el apóstol Pablo, soportan la persecución de los falsos hermanos y bendicen a los que les maldicen. El quinto grado de humildad es que el monje con una humilde confesión manifieste a su abad los malos pensamientos que le vienen al corazón y las malas obras realizadas ocultamente. La Escritura nos exhorta a ello cuando nos dice: «Manifiesta al Señor tus pasos y confía en él». 46 Y también dice el profeta: «Confesaos al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia». Y en otro lugar dice: «Te manifesté mi delito y dejé de ocultar mi injusticia. Confesaré, dije yo, contra mí mismo al Señor mi propia injusticia, y tú perdonaste la malicia de mi pecado». El sexto grado de humildad es que el monje se sienta contento con todo lo que es más vil y abyecto y que se considere a sí mismo como un obrero malo e indigno para todo cuanto se le manda, diciéndose interiormente con el profeta: «Fui reducido a la nada sin saber por qué; he venido a ser como un jumento en tu presencia, pero yo siempre estaré contigo». El séptimo grado de humildad es que, no contento con reconocerse de palabra como el último y más despreciable de todos, lo crea también así en el fondo de su corazón, humillándose y diciendo como el profeta: «Yo soy un gusano, no un hombre; la vergüenza de la gente, el desprecio del pueblo». «Me he ensalzado, y por eso me veo humillado y abatido». Y también: «Bien me está que me hayas humillado, para que aprenda tus justísimos preceptos». El octavo grado de humildad es que el monje en nada se salga de la regla común del monasterio, ni se aparte del ejemplo de los mayores. El noveno grado de humildad es que el monje domine su lengua y, manteniéndose en la taciturnidad, espere a que se le pregunte algo para hablar, ya que la Escritura nos enseña que «en el mucho hablar no faltará pecado» y que «el deslenguado no prospera en la tierra». El décimo grado de humildad es que el monje no se ría fácilmente y en seguida, porque está escrito: «El necio se ríe estrepitosamente». El undécimo grado de humildad es que el monje hable reposadamente y con seriedad, humildad y gravedad, en pocas palabras y juiciosamente, sin levantar la voz, tal como está escrito: «Al sensato se le conoce por su parquedad de palabras». El duodécimo grado de humildad es que el monje, además de ser humilde en su interior, lo manifieste siempre con su porte exterior a cuantos le vean; es decir, que durante la obra de Dios, en el oratorio, dentro del monasterio, en el huerto, cuando sale de viaje, en el campo y en todo lugar, sentado, de pie o al andar, esté siempre con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. Y, creyéndose en todo momento reo de sus propios pecados, piensa que se encuentra ya en el tremendo juicio de Dios, diciendo sin cesar en la intimidad de su corazón lo mismo que aquel recaudador de arbitrios decía con la mirada clavada en tierra: «Señor, soy tan pecador, que no soy digno de levantar mis ojos hacia el cielo». Y también aquello del profeta: «He sido totalmente abatido y humillado». Cuando el monje haya remontado todos estos grados de humildad, llegará pronto a ese grado de «amor a Dios que, por ser perfecto, echa fuera todo temor»; gracias al cual, cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará a realizarlo sin esfuerzo, como instintivamente y por costumbre; no ya por temor al infierno, sino por amor a Cristo, por cierta santa connaturaleza y por la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas. Y el Señor se complacerá en manifestar todo esto por el Espíritu Santo en su obrero, purificado ya de sus vicios y pecados.
– En los santos dominicos:
Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II, IIae, 161
Sobre la humildad
ART. 1. ¿Es la humildad una virtud?
Respondo:
Como ya expusimos antes (1-2 q.23 a.2), al hablar de las pasiones, el bien arduo tiene algo que atrae el apetito, a saber, la misma razón de bien, y tiene algo que retrae, que es la misma dificultad de conseguirlo. Del primero se deriva el movimiento de esperanza y del segundo el de desesperación. Por otro lado, ya dijimos (1-2 q.61 a.2) que los movimientos del apetito que se comportan como impulsos exigen una virtud que los modere y los frene, mientras que aquellos que indican un retraimiento necesitan una virtud moral que los reafirme y empuje. Por eso es necesaria una doble virtud sobre el apetito del bien arduo. Una de ellas ha de atemperar y refrenar el ánimo, para que no aspire desmedidamente a las cosas excelsas, lo cual pertenece a la humildad, y la otra ha de fortalecer el ánimo contra la desesperación y empujarlo a desear las cosas grandes conforme a la recta razón, y es lo que hace la magnanimidad. Queda claro, pues, que la humildad es una virtud.
ART. 2. ¿Reside la humildad en el apetito?
Respondo:
Como ya dijimos (a.1), pertenece propiamente a la humildad el que uno se refrene a sí mismo para no desear lo que es superior a él. Para esto es preciso que conozca lo que falta respecto de lo que excede sus fuerzas. Por eso el conocimiento de los defectos propios pertenece a la humildad como regla directiva del apetito. Pero la humildad consiste esencialmente en ese apetito. Por eso debemos decir que la humildad tiene como misión esencial el moderar los movimientos del apetito.
ART. 3. ¿Debe el hombre someterse a todos mediante la humildad?
Respondo:
Pueden considerarse, en el hombre, dos cosas: lo que es de Dios y lo que es del hombre. Es del hombre todo lo defectuoso, mientras que es de Dios todo lo perteneciente a la salvación y a la perfección, conforme a lo que se dice en Os 13,9: Tu perdición es obra tuya, Israel. Tu fuerza es sólo mía. Ahora bien: la humildad, como ya dijimos (a.1 ad 5; a.2 ad 3), se ocupa propiamente de la reverencia por la que el hombre se somete a Dios. Por eso, todo hombre, en lo que es suyo, debe someterse a cualquiera que sea su prójimo en cuanto a lo que hay de Dios en éste.
Pero la humildad no exige que el hombre someta lo que hay de Dios en él a lo que hay de Dios en otro, porque los que participan de los dones de Dios saben que los poseen, conforme a lo que se nos dice en 1 Cor 2,12: Para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido. Por eso, sin faltar a la humildad, podemos preferir los dones que hemos recibido de Dios a los dones de Dios que aparecen en los demás, tal como dice el Apóstol en Ef 3,5: No fue dado a conocer a las generaciones pasadas, a los hijos de los hombres, como ahora ha sido revelado a sus santos apóstoles.
De igual modo, la humildad no exige que el hombre someta lo que hay suyo en sí mismo a lo que hay de hombre en el prójimo. De lo contrario, convendría que todos se reconocieran más pecadores que los demás, siendo así que el Apóstol, en Gál 2,15, dice, sin faltar a la verdad: Nosotros somos judíos de nacimiento, no pecadores de la gentilidad.
Sin embargo, puede uno creer que hay en el prójimo alguna cosa buena que él no posee o puede ver en él mismo algo malo de lo que el otro carece, y en cuanto a eso, puede someterse a él por medio de la humildad.
ART. 4. ¿Es la humildad parte de la modestia o de la templanza?
Respondo:
Como ya lo expusimos (q.137 a.2; q.157 a.3 ad 2), al atribuir partes a las virtudes se mira, ante todo, a la semejanza en cuanto al modo de la virtud. Ahora bien: el modo de la templanza, que le da mayor nobleza, es el freno o represión del ímpetu de alguna pasión. Por eso se consideran partes de la templanza todas las virtudes que frenan o reprimen el ímpetu de algunos afectos o acciones, y así como la mansedumbre reprime el movimiento de ira, la humildad reprime el movimiento de esperanza, que es el movimiento del espíritu que tiende hacia las cosas grandes. Por eso, al igual que la modestia, se considera a la humildad como parte de la templanza. De ahí que el Filósofo, en IV Ethic., diga que no es magnánimo, sino moderado, aquel que aspira a las cosas pequeñas según su modo, al cual nosotros podemos llamar humilde. Y entre las partes de la templanza, por lo ya dicho (q.160 a.2), está incluida bajo la modestia en el sentido en que Cicerón habla de ella; es decir, en cuanto que la humildad no es sino una moderación del espíritu. Por eso se dice en 1 Pe 3,4: En la incorrupción de un espíritu manso y tranquilo.
ART. 5. ¿Es la humildad la más importante de las virtudes?
Respondo:
El bien de la virtud humana consiste en el orden de la razón, el cual se mira principalmente por orden al fin. Por eso las virtudes teológicas, cuyo objeto es el último fin, son las más excelentes.
Pero, secundariamente, se tiene en cuenta también el orden que guardan entre sí los medios en función del fin. Esta ordenación consiste esencialmente en la misma razón que ordena y, por participación, en el apetito ordenado por medio de la razón. Esta ordenación, en forma universal, es efectuada por la justicia, sobre todo la legal. Pero el que el hombre se someta a su dictamen es obra de la humildad de forma universal y en todas las materias, y todas las demás virtudes en alguna materia especial. Por eso después de las virtudes teologales y de las intelectuales, que dicen orden a la misma razón, y de la justicia, sobre todo la legal, la humildad es la más excelente de todas.
ART. 6. ¿Está bien hecha la clasificación de la humildad en los doce grados que aparecen en la Regla de San Benito?
Respondo:
Como es evidente por lo que se ha dicho (a.2), la humildad se ocupa principalmente del apetito, en cuanto que el hombre refrena el ímpetu de su ánimo para que no busque desordenadamente las cosas grandes. Pero tiene en el conocimiento su norma, la cual consiste en que nadie se sobreestime. Y de la disposición interna de la humildad proceden algunos signos externos en palabras, actos y gestos, que dan a conocer lo que está interiormente oculto, al igual que sucede en las otras virtudes, puesto que, como se dice en Eclo 19,26, por su aspecto se conoce el hombre y por su semblante el prudente. Por eso en los grados anteriores (obj.1) de humildad figura algo que pertenece a la raíz de la humildad: el grado duodécimo, es decir, temer a Dios y conservar vivo el recuerdo de todos sus mandamientos.
Figura, igualmente, algo propio del apetito: el no buscar desordenadamente la propia excelencia. Esto tiene lugar de tres modos. En primer lugar, no siguiendo la propia voluntad, lo cual pertenece al grado undécimo. En segundo lugar, regulándola según el juicio del superior, lo cual constituye el grado décimo. En tercer lugar, no arredrándose ante las cosas duras y ásperas, lo cual constituye el noveno.
Figuran también elementos pertenecientes al juicio del hombre que conoce sus defectos. Esto, bajo tres aspectos: Primero, reconociendo y confesando los defectos propios, lo cual constituye el octavo grado. En segundo lugar, considerándose insuficiente para las cosas altas debido a los propios defectos, lo cual pertenece al séptimo grado. En tercer lugar, considerando a los demás mejores que uno mismo, lo cual constituye el sexto grado.
Figuran también cosas pertenecientes a los signos externos. En primer lugar, en los hechos, es decir, que el hombre no se aparte, en su modo de obrar, del camino común, lo cual pertenece al quinto grado. Las otras dos, en las palabras: el que el hombre no gaste el tiempo en palabras vanas, que es el cuarto grado, ni se exceda en el modo de hablar, lo cual constituye el segundo. Otras consisten en gestos exteriores: reprimir la altanería de la vista, lo cual pertenece al primero, y cohibir la risa y otros signos de alegría necia, que constituyen el tercer grado.
– En el Magisterio de la Iglesia:
Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, nn. 1-2
Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas (cf Mc 16,15).
El Padre Eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Decidió elevar a los hombres a la participación de la vida divina y, tras la caída de Adán, no los abandonó, sino que les ofreció siempre su ayuda para salvarlos, en consideración a Cristo Redentor, que “es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura” (Col 1,15). A todos los elegidos, el Padre, desde la eternidad, los “conoció y los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo para que éste sea el primogénito de muchos hermanos” (Rom 8, 29). Dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia. Esta aparece prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos, desde Adán, “desde el justo Abel hasta el último elegido”, se reunirán con el Padre en la Iglesia universal.
– En el Magisterio de los Papas:
SANTA MISA EN LA IGLESIA DEL CENTRO «OBRA DE SAN PABLO». HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II. Domingo XXI durante el año, Castelgandolfo, 24 de agosto de 1980
Carísimos hermanos e hijos:
Es para mí una alegría encontrarme con vosotros en esta iglesia del barrio de San Pablo, ligado a la memoria de mi inolvidable y amado predecesor Pablo VI, que he tenido ocasión de recordar a la veneración y afecto de todos, en el segundo aniversario de su muerte.
Alegría cristiana la nuestra, que quiere manifestarse en la plegaria común y en la ofrenda del sacrificio eucarístico en este templo, erigido por precisa voluntad de aquel gran Pontífice y también como un concreto estímulo para todo el plan diocesano, que tiende a dotar de nuevos centros de oración y de animación cristiana a las numerosas zonas de reciente desarrollo. Él había decidido celebrar aquí la Santa Misa en la festividad de la Asunción de 1978, con el deseo de encontrarse, ante el altar del Señor y en la intensa comunión de la asamblea litúrgica, con los habitantes de este barrio que él había animado.
Por desgracia, la muerte que le sobrevino pocos días antes, le impidió la realización de ese propósito pastoral.
Queridos hermanos e hijos: Aquí me tenéis, con el ánimo y la aspiración de cumplir yo aquella promesa. Me complazco, ante todo, en dirigir mi cordial saludo al cardenal Secretario de Estado, que ha querido estar aquí con nosotros, hoy. Me dirijo también a vuestro obispo, mons. Gaetano Bonicelli y a los sacerdotes salesianos que animan con celo y con su tradicional entusiasmo la vida eclesial de la parroquia, expresando además mi reconocimiento por el bien que realizan en esta simpática población, para bien de sus habitantes y de los numerosos turistas.
Nuestra alegría cristiana quiere alimentarse de la Palabra de Dios el cual, acogido en la fe, es fuente para nuestro espíritu de interiores certezas, que necesitamos, sobre todo, en momentos de dificultad y desfallecimiento.
1. Consideremos, en primer lugar, la oración inicial de esta Santa Misa. Esa oración, a la vez que nos enlaza con las profundas aspiraciones expresadas en la del pasado domingo, nos abre la puerta a la aceptación, sin vanos temores, de la palabra del Evangelio que, siendo divina, es fuente de infalible certeza, aunque, a primera vista, su lectura puede aparecer turbadora.
Mientras la pasada semana pedimos al Señor “la dulzura de su amor para poderle amar en todo y sobre todas las cosas”, a fin de obtener “las promesas que superan todo deseo”, hoy, con el mismo espíritu de humilde súplica, pedimos a Dios “amar lo que manda y desear lo que promete”, a fin de que “nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría”. En las dos oraciones hay una idéntica orientación fundamental del cristiano hacia los bienes que sobrepasan toda previsión y experiencia, que ningún ojo puede ver y ninguna mente imaginar; hay la misma ansia del don de Dios, único que puede transformar el corazón de sus fieles, haciéndolo sensible a sus promesas y dispuesto a afrontar, por amor, la lucha requerida contra el espíritu del mundo, superando así “la puerta estrecha”.
Al pedir a Dios hoy, en especial, que nos haga “amar lo que El manda”, pedimos entrar en el secreto de la libertad cristiana, la cual induce a una decisión irrenunciable y fiel de elegir el bien, aunque vaya acompañada, como muchas veces sucede, por el cansancio, la lucha y el sufrimiento.
El cristiano, efectivamente, no obedece a un imperativo externo, sino que, afrontando la “puerta estrecha”, sigue la atracción que le pone en su corazón el Espíritu Santo. He ahí por qué todos cuantos se comprometen a obedecer al Señor con la más profunda y leal generosidad, ponen en esa obediencia una espontaneidad y un amor que los profanos no saben explicarse.
Preparados así por la oración a acoger en el corazón “lo que Dios manda”, nos sentimos dispuestos a no rebelarnos, a no desanimarnos, a no rechazar, antes bien a comprender y amar la palabra evangélica que Jesús hoy nos dirige.
2. En el Evangelio Jesús recuerda que todos estamos llamados a la salvación y a vivir con Dios, porque frente a la salvación no hay personas privilegiadas. Todos deben pasar por la puerta estrecha de la renuncia y de la donación de sí mismos. La lectura profética expone con vivas imágenes el designio que Dios tiene de recoger en la unidad a todos los hombres para hacerles partícipes de su gloria. La extraída del Nuevo Testamento exhorta a soportar las pruebas como purificación procedente de las manos de Dios, “porque el Señor, a quien ama, le reprende” (Heb 12, 6; Prov 3, 12). Pero los motivos de esas dos lecturas puede decirse que se hallan concentrados en el pasaje del Evangelio.
La interrogación en torno al problema fundamental de la existencia: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?” (Lc 13, 23), no nos puede dejar indiferentes. A esa pregunta, Jesús no responde directamente, sino que exhorta a la seriedad de los propósitos y de las decisiones: “Esforzaos a entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos serán los que busquen entrar y no podrán” (Lc 13, 24). El grave problema adquiere en los labios de Jesús una perspectiva personal, moral, ascética. Jesús afirma con vigor que el conseguir la salvación requiere sufrimiento y lucha. Para entrar por esa puerta estrecha, es necesario, como dice literalmente el texto griego, “agonizar”, es decir, luchar vigorosamente con todas las fuerzas, sin pausa y con firmeza de orientación. El texto paralelo de Mateo parece todavía más categórico. “Entrad por la puerta estrecha,, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición y son muchos los que por ella entran. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida y cuán pocos los que dan con ella!” (Mt 7, 13-14).
La puerta estrecha es, ante todo, la aceptación humilde, en la fe pura y en la confianza serena, de la Palabra de Dios, de sus perspectivas sobre nuestras personas, sobre el mundo y sobre la historia; es la observancia de la ley moral, como manifestación de la voluntad de Dios, en vista de un bien superior la que realiza nuestra verdadera felicidad; es la aceptación del sufrimiento como medio de expiación y de redención, para sí y para los demás, y como expresión suprema de amor; la puerta estrecha es, en una palabra, la aceptación de la mentalidad evangélica, que encuentra en el sermón de la montaña su más pura explicación.
Es necesario, en fin de cuentas, recorrer el camino trazado por Jesús y pasar por esa puerta, que es El mismo: “Yo soy la puerta; el que por Mí entrare, se salvará” (Jn 10, 9). Para salvarse, hay que tomar como El nuestra cruz, negarnos a nosotros mismos en las aspiraciones contrarias al ideal evangélico y seguirle en su camino: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame” (Lc 9, 23).
Queridos hijos y hermanos: Es el amor lo que salva, el amor que, ya en la tierra, es felicidad interior para quien se olvida de sí mismo y se entrega en los más diferentes modos: en la mansedumbre, en la paciencia, en la justicia, en el sufrimiento y en el llanto. ¿Puede el camino parecer áspero y difícil, puede la puerta aparecer demasiado estrecha? Como dije ya al principio, semejante perspectiva supera las fuerzas humanas, pero la oración perseverante, la confiada súplica, el íntimo deseo de cumplir la voluntad de Dios, conseguirán de nosotros que amemos lo que Él manda.
Y esto es lo que pido para todos vosotros. Y sobre vuestros propósitos, sobre vuestras personas, sobre vuestras familias descienda mi afectuosa bendición apostólica.
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.