FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL XXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO CC. 21 de AGOSTO de 2022 (San Lucas 13, 22-30).
-En los Santos Padres:
San Próspero de Aquitania (? -v. 460), teólogo laico,
La vocación de todos los gentiles, 9
Los que acuden a Dios, apoyándose en él, con el deseo de ser salvados, son realmente salvados: es la inspiración divina la que les hace concebir este deseo de salvación; son iluminados por Él que los llama a que lleguen al conocimiento de la verdad. Son en efecto, los hijos de la promesa, la recompensa de la fe, la descendencia espiritual de Abraham, «una raza elegida, un sacerdocio real» (1P 2,9), previsto desde antiguo y predestinado a la vida eterna… A través de Isaías, el Señor nos dio a conocer su gracia, que hizo de todo hombre una criatura nueva: «He aquí que voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino en el desierto, corrientes de agua en la estepa…, para dar a beber a mi pueblo elegido, a este pueblo que me he formado, para que proclame mi alabanza». Y en otro lugar dice: «Ante mí se doblará toda rodilla, por mi jurará toda lengua» (Is 43,19s; 45,23).
Es imposible que todo esto no llegue, porque la providencia de Dios nunca falla; sus designios no cambian; su voluntad perdura y sus promesas no son erróneas. Por consiguiente, todos los que asuman estas palabras serán salvados. Deposita, en efecto sus leyes en sus conciencias, las inscribe con su dedo en sus corazones (Rm 2,15); acceden al conocimiento de Dios, no por el conducto de la enseñanza humana sino bajo la dirección del maestro supremo: «Así pues, ni el que planta es nada, ni tampoco el que riega; sino Dios que hace crecer» (1Co 3,7) … A todos da la posibilidad de cambiar el corazón, tener un juicio justo y una voluntad recta. En el interior de cada hombre, Dios infunde el temor, para que se instruyan con sus mandamientos… celebren la paciencia de su misericordia, y los milagros que ha realizado: porque Dios los ha elegido, los ha hecho sus hijos, herederos de la nueva alianza (Jr. 31,31).
– En los santos dominicos:
Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II, IIae, 21
Sobre la presunción
(¿Es verdad que son pocos los que se salvan?)
Artículo 1: La presunción, ¿se funda en Dios o en el valor personal?
Objeciones por las que parece que la presunción, pecado contra el Espíritu Santo, no se funda en Dios, sino en el valor personal del hombre:
1.
Cuanto de menos medios se dispone, tanto mayor es el pecado de quien se apoya en ellos. Pues bien, los medios humanos son de categoría muy inferior a los divinos. En consecuencia, peca más gravemente quien presume de medios humanos que quien presume de los divinos. Ahora bien, el pecado contra el Espíritu Santo es gravísimo. Por lo tanto, la presunción, considerada como pecado contra al Espíritu Santo, se basa más en el valor personal que en el divino.
2.
Del pecado contra el Espíritu Santo nacen otros pecados, ya que se llama pecado contra el Espíritu Santo la malicia que induce a pecar. Ahora bien, los otros pecados parece que nacen de la presunción del hombre en sí mismo más que de la presunción en Dios, porque el amor propio es principio del pecado, como expone San Agustín en XIV De Civ. Dei. Parece, pues, que la presunción, pecado contra el Espíritu Santo, se funda principalmente en el valor humano.
3.
El pecado proviene de la conversión desordenada hacia el bien fugaz. Pues bien, la presunción es pecado. Luego más proviene de la conversión al valor humano, bien fugaz, que de la conversión al poder divino, bien inconmutable.
Contra esto:
está el hecho de que por la desesperación se desprecia la misericordia divina, en que se apoya la esperanza; por la presunción, en cambio, se desprecia la justicia divina, que castiga a los pecadores. Pues bien, si la misericordia está en Dios, también está la justicia. En consecuencia, la desesperación se da por aversión de Dios; la presunción, por la desordenada conversión a El mismo.
Respondo:
La presunción parece entrañar intemperancia en el esperar. Ahora bien, el objeto de la esperanza es el bien arduo posible. Mas para el hombre algo es posible de dos maneras: por el propio esfuerzo o por el poder exclusivo de Dios. Sobre cada una de esas maneras de esperar se puede incurrir en presunción por intemperancia. Hay, en efecto, presunción en la esperanza que induce a uno a confiar en sus propias fuerzas, cuando tiende a algo como posible, pero que está por encima de su capacidad personal, como lo expresan estas palabras: Humillas a quienes presumen de sí (Jdt 6,15). Esta presunción se opone a la magnanimidad, que impone la moderación en esta esperanza.
Hay también presunción por intemperancia en la esperanza fundada en el poder divino cuando se tiende a un bien que se considera posible mediante el poder y misericordia divinos, pero que no lo es; es el caso de quien, sin penitencia, quiere obtener el perdón, o la gloria sin los méritos. Esta presunción es, propiamente hablando, una especie de pecado contra el Espíritu Santo. Efectivamente, con este tipo de presunción queda rechazada o despreciada la ayuda de El, por la que el hombre se aparta del pecado.
A las objeciones:
1.
Como ya hemos expuesto (q.20, a.3; 1-2 q.73, a.3) el pecado contra Dios es, por su propio género, más grave que los demás. De ahí que la presunción, que se apoya desordenadamente en Dios, es más grave que la que se funda en las propias fuerzas. En efecto, apoyarse en el poder de Dios para conseguir lo que no compete a El equivale a aminorar ese mismo poder. Y es evidente que peca más gravemente quien aminora el poder divino que quien sobrestima el suyo propio.
2.
Incluso la misma presunción por la que desordenadamente se presume de Dios implica amor de sí que lleva a desear sin medida el bien propio. Lo que mucho deseamos consideramos con facilidad que nos lo podrán procurar los demás, incluso aunque no puedan.
3.
La presunción en la misericordia divina implica dos cosas: la conversión al bien perecedero, en cuanto procede de un deseo desordenado del bien propio, y la aversión al bien inconmutable, en cuanto atribuye al poder divino lo que no le atañe. Por eso precisamente se aparta el hombre de la verdad divina.
Artículo 2: ¿Es pecado la presunción?
Objeciones por las que parece que la presunción no es pecado:
1.
Ningún pecado es causa de que el hombre sea escuchado por Dios. Pues bien, la Escritura nos ofrece el testimonio de quienes, por la presunción, son escuchados de Dios, ya que se dice: Escucha a este pobre suplicante que presume de tu misericordia (Jdt 9,17). La presunción, pues, en la misericordia divina no es pecado.
2.
La presunción entraña sobrexceso de esperanza. Mas en la esperanza que se tiene de Dios no cabe demasía, ya que su potencia y misericordia son infinitas. No parece, pues, que la presunción sea pecado.
3.
Lo que es pecado no excusa de pecado. Pero la presunción excusa de pecado, dado que, según el Maestro, Adán pecó menos porque lo hizo con esperanza de perdón, y esto parece pertenecer a la presunción. Por lo tanto, la presunción no es pecado.
Contra esto:
está el hecho de colocar la presunción entre las especies de pecado contra el Espíritu Santo.
Respondo:
Como ya quedó expuesto (q.20 a.1), todo movimiento apetitivo acorde con una apreciación falsa es de suyo malo y pecado. Pues bien, la presunción es un movimiento apetitivo porque entraña una esperanza desordenada. Pero está acorde con una apreciación falsa del entendimiento, lo mismo que la desesperación, pues como es falso que Dios no perdone a los penitentes o que no traiga a los pecadores a penitencia, también lo es que conceda perdón a quienes perserveran en el pecado y dé la gloria a quienes desisten de obrar bien. Es, por lo tanto, pecado. Resulta, sin embargo, menos pecado que la desesperación, pues más propio de Dios es compadecerse y perdonar, por su infinita bondad, que castigar: lo primero le compete a Dios por sí mismo; lo segundo, a causa de nuestros pecados.
A las objeciones:
1.
El término presunción designa, a veces, simplemente esperar. En verdad, la recta esperanza que se tiene en Dios parece presunción si se mide con la estrechez humana; no lo es, en cambio, si se tiene en cuenta la inmensidad de la bondad divina.
2.
La presunción no entraña superexceso de esperanza porque uno espere demasiado en Dios, sino porque espera de El algo que no le compete. Y esto es también esperar menos de El porque es aminorar de algún modo su poder, como queda expuesto (a.1 ad 1).
3.
Pecar con propósito de permanecer en el pecado con esperanza de perdón es presunción, y esto aumenta, no disminuye el pecado. Pero pecar con esperanza de alcanzar a su tiempo el perdón, con propósito de abstenerse de pecar y de dolerse del pecado, no es presunción, sino que aminora el pecado. Evidentemente, con ello el pecador da muestras de tener la voluntad menos firme en el pecado.
Artículo 3: La presunción, ¿se opone más al temor que a la esperanza?
Objeciones por las que parece que la presunción se opone más al temor que a la esperanza:
1.
El desorden del temor se opone al temor recto. Ahora bien, la presunción parece que corresponde al desorden del temor, según el texto de la Escritura: Siempre presume lo más grave la perturbadora conciencia (Sab 17,10), y se dice también allí mismo: El temor es la ayuda de la presunción (v.11). La presunción, pues, se opone al temor más que a la esperanza.
2.
Los contrarios son los que más distan entre sí. Pues bien, la presunción dista más del temor que de la esperanza, ya que implica un movimiento hacia la cosa esperada; el temor, en cambio, movimiento de huida. Parece, por lo tanto, más contraria al temor que a la esperanza.
3.
La presunción excluye del todo al temor, pero no la esperanza, sino solamente su rectitud. Ahora bien, como los opuestos se excluyen entre sí, parece que la presunción se opone más al temor que a la esperanza.
Contra esto:
está el hecho de que dos vicios opuestos entre sí contrarían a una sola virtud; por ejemplo, la timidez y la audacia, a la fortaleza. Pero el pecado de presunción contraría al de desesperación, que se opone directamente a la esperanza. Luego parece que la presunción se opone de manera más directa a la esperanza.
Respondo:
Según San Agustín en IV Contra Iulian., no sólo son vicios los contrarios a las virtudes con clara oposición, como la temeridad a la prudencia, sino también los que están cercanos a ellas, y que son semejantes no en la realidad, sino en una semejanza engañosa, como se parece la astucia a la prudencia. El Filósofo, por su parte, afirma también en II Ethic., que la virtud parece que armoniza mejor con uno de los vicios opuestos que con el otro; es el caso de la templanza con la insensibilidad y la fortaleza con la audacia. En consecuencia, la presunción parece oponerse abiertamente al temor, sobre todo al servil, que centra su atención en la pena infligida por la justicia de Dios y cuya remisión espera la presunción. Mas en cuanto a su falsa semejanza, contraría más a la esperanza, porque entraña una desordenada esperanza en Dios. Pero dado que es más directa la oposición entre las cosas que son del mismo género que entre las que son de género diferentes, pues los contrarios están en el mismo género, la presunción se opone más directamente a la esperanza que al temor; ciertamente, una y otra centran su atención en el mismo objeto en que se apoyan; pero la esperanza, ordenadamente, y la presunción, con desorden.
A las objeciones:
1.
Así como la esperanza se refiere con propiedad al bien, y por extensión abusiva al mal, así también la presunción. En ese sentido, al desorden del temor se llama presunción.
2.
Los contrarios son los que más distan entre sí en el mismo género. Pero la presunción y la esperanza implican un movimiento del mismo género que puede ser ordenado y desordenado. Por eso, la presunción contraría más directamente a la esperanza que al temor; contraría a la esperanza por la propia diferencia, como lo desordenado a lo ordenado; al temor, en cambio, por la diferencia de su género, es decir, el movimiento de la esperanza.
3.
Dado que la presunción contraría al temor con contrariedad de género, y a la virtud de la esperanza, en cambio, con contrariedad de diferencia, la presunción excluye totalmente el temor incluso en su género; a la esperanza, en cambio, la excluye solamente por razón de la diferencia, al excluir el orden que implica.
Artículo 4: ¿Se origina la presunción de la vanagloria?
Objeciones por las que parece que la presunción no se origina de la vanagloria:
1.
La presunción parece que se apoya fuertemente en la misericordia divina. Pues bien, la misericordia se refiere a la miseria, la cual se opone a la gloria. Luego la presunción no se origina de la vanagloria.
2.
La presunción se opone a la desesperación, y la desesperación viene de la tristeza, como queda dicho (q.20 a.4). Dado, pues, que los opuestos tienen causas opuestas, parece que deberá nacer del placer. Por eso parece que procede de los vicios carnales, cuyos deleites son más vehementes.
3.
El vicio de la presunción consiste en tender como posible a un bien que no lo es en realidad. Pues bien, creer como posible lo que es imposible procede de la ignorancia. En consecuencia, la presunción se origina más de la ignorancia que de la vanagloria.
Contra esto:
está la autoridad de San Gregorio, quien afirma en XXXI Moral que la presunción de novedades es hija de la vanagloria.
Respondo:
Como ya hemos expuesto (a.1), la presunción es doble. Una se funda en el propio poder, intentando como posible lo que excede la propia capacidad. Esta presunción es evidente que procede de la vanagloria, pues quien desea ardientemente la gloria acomete para conseguirla lo que sobrepuja su capacidad. Y entre las cosas que persigue está sobre todo lo que reviste novedad, por causar mayor admiración. Por eso hizo expresamente San Gregorio a la presunción de novedades hija de la vanagloria.
Hay otra presunción que se apoya de manera desordenada en la misericordia o en el poder divino, por el cual se espera obtener la gloria sin mérito y el perdón sin arrepentimiento. Esta presunción parece proceder directamente de la soberbia: el hombre se tiene en tanto, que llega a pensar que, aun pecando, Dios no le ha de castigar ni le ha de excluir de la gloria.
– En el Magisterio de la Iglesia:
Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, nn. 1-2
Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas (cf Mc 16,15).
El Padre Eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Decidió elevar a los hombres a la participación de la vida divina y, tras la caída de Adán, no los abandonó, sino que les ofreció siempre su ayuda para salvarlos, en consideración a Cristo Redentor, que “es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura” (Col 1,15). A todos los elegidos, el Padre, desde la eternidad, los “conoció y los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo para que éste sea el primogénito de muchos hermanos” (Rom 8, 29). Dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia. Esta aparece prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos, desde Adán, “desde el justo Abel hasta el último elegido”, se reunirán con el Padre en la Iglesia universal.
– En el Magisterio de los Papas:
SANTA MISA EN LA IGLESIA DEL CENTRO «OBRA DE SAN PABLO». HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II. Domingo XXI durante el año, Castelgandolfo, 24 de agosto de 1980
Carísimos hermanos e hijos:
Es para mí una alegría encontrarme con vosotros en esta iglesia del barrio de San Pablo, ligado a la memoria de mi inolvidable y amado predecesor Pablo VI, que he tenido ocasión de recordar a la veneración y afecto de todos, en el segundo aniversario de su muerte.
Alegría cristiana la nuestra, que quiere manifestarse en la plegaria común y en la ofrenda del sacrificio eucarístico en este templo, erigido por precisa voluntad de aquel gran Pontífice y también como un concreto estímulo para todo el plan diocesano, que tiende a dotar de nuevos centros de oración y de animación cristiana a las numerosas zonas de reciente desarrollo. El había decidido celebrar aquí la Santa Misa en la festividad de la Asunción de 1978, con el, deseo de encontrarse, ante el altar del Señor y en la intensa comunión de la asamblea litúrgica, con los habitantes de este barrio que él había animado.
Por desgracia, la muerte que le sobrevino pocos días antes, le impidió la realización de ese propósito pastoral.
Queridos hermanos e hijos: Aquí me tenéis, con el ánimo y la aspiración de cumplir yo aquella promesa. Me complazco, ante todo, en dirigir mi cordial saludo al cardenal Secretario de Estado, que ha querido estar aquí con nosotros, hoy. Me dirijo también a vuestro obispo, mons. Gaetano Bonicelli y a los sacerdotes salesianos que animan con celo y con su tradicional entusiasmo la vida eclesial de la parroquia, expresando además mi reconocimiento por el bien que realizan en esta simpática población, para bien de sus habitantes y de los numerosos turistas.
Nuestra alegría cristiana quiere alimentarse de la Palabra de Dios el cual, acogido en la fe, es fuente para nuestro espíritu de interiores certezas, que necesitamos, sobre todo, en momentos de dificultad y desfallecimiento.
1. Consideremos, en primer lugar, la oración inicial de esta Santa Misa. Esa oración, a la vez que nos enlaza con las profundas aspiraciones expresadas en la del pasado domingo, nos abre la puerta a la aceptación, sin vanos temores, de la palabra del Evangelio que, siendo divina, es fuente de infalible certeza, aunque, a primera vista, su lectura puede aparecer turbadora.
Mientras la pasada semana pedimos al Señor “la dulzura de su amor para poderle amar en todo y sobre todas las cosas”, a fin de obtener “las promesas que superan todo deseo”, hoy, con el mismo espíritu de humilde súplica, pedimos a Dios “amar lo que manda y desear lo que promete”, a fin de que “nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría”. En las dos oraciones hay una idéntica orientación fundamental del cristiano hacia los bienes que sobrepasan toda previsión y experiencia, que ningún ojo puede ver y ninguna mente imaginar; hay la misma ansia del don de Dios, único que puede transformar el corazón de sus fieles, haciéndolo sensible a sus promesas y dispuesto a afrontar, por amor, la lucha requerida contra el espíritu del mundo, superando así “la puerta estrecha”.
Al pedir a Dios hoy, en especial, que nos haga “amar lo que El manda”, pedimos entrar en el secreto de la libertad cristiana, la cual induce a una decisión irrenunciable y fiel de elegir el bien, aunque vaya acompañada, como muchas veces sucede, por el cansancio, la lucha y el sufrimiento.
El cristiano, efectivamente, no obedece a un imperativo externo, sino que, afrontando la “puerta estrecha”, sigue la atracción que le pone en su corazón el Espíritu Santo. He ahí por qué todos cuantos se comprometen a obedecer al Señor con la más profunda y leal generosidad, ponen en esa obediencia una espontaneidad y un amor que los profanos no saben explicarse.
Preparados así por la oración a acoger en el corazón “lo que Dios manda”, nos sentimos dispuestos a no rebelarnos, a no desanimarnos, a no rechazar, antes bien a comprender y amar la palabra evangélica que Jesús hoy nos dirige.
2. En el Evangelio Jesús recuerda que todos estamos llamados a la salvación y a vivir con Dios, porque frente a la salvación no hay personas privilegiadas. Todos deben pasar por la puerta estrecha de la renuncia y de la donación de sí mismos. La lectura profética expone con vivas imágenes el designio que Dios tiene de recoger en la unidad a todos los hombres para hacerles partícipes de su gloria. La extraída del Nuevo Testamento exhorta a soportar las pruebas como purificación procedente de las manos de Dios, “porque el Señor, a quien ama, le reprende” (Heb 12, 6; Prov 3, 12). Pero, los motivos de esas dos lecturas, puede decirse que se hallan concentrados en el pasaje del Evangelio.
La interrogación en torno al problema fundamental de la existencia: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?” (Lc 13, 23), no nos puede dejar indiferentes. A esa pregunta, Jesús no responde directamente, sino que exhorta a la seriedad de los propósitos y de las decisiones: “Esforzaos a entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos serán los que busquen entrar y no podrán” (Lc 13, 24). El grave problema adquiere en los labios de Jesús una perspectiva personal, moral, ascética. Jesús afirma con vigor que el conseguir la salvación requiere sufrimiento y lucha. Para entrar por esa puerta estrecha, es necesario, como dice literalmente el texto griego, “agonizar”, es decir, luchar vigorosamente con todas las fuerzas, sin pausa y con firmeza de orientación. El texto paralelo de Mateo parece todavía más categórico. “Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición y son muchos los que por ella entran. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida y cuán pocos los que dan con ella!” (Mt 7, 13-14).
La puerta estrecha es, ante todo, la aceptación humilde, en la fe pura y en la confianza serena, de la Palabra de Dios, de sus perspectivas sobre nuestras personas, sobre el mundo y sobre la historia; es la observancia de la ley moral, como manifestación de la voluntad de Dios, en vista de un bien superior la que realiza nuestra verdadera felicidad; es la aceptación del sufrimiento como medio de expiación y de redención, para sí y para los demás, y como expresión suprema de amor; la puerta estrecha es, en una palabra, la aceptación de la mentalidad evangélica, que encuentra en el sermón de la montaña su más pura explicación.
Es necesario, al fin de cuentas, recorrer el camino trazado por Jesús y pasar por esa puerta, que es El mismo: “Yo soy la puerta; el que por Mí entrare, se salvará” (Jn 10, 9). Para salvarse, hay que tomar, como Él, nuestra cruz, negarnos a nosotros mismos en las aspiraciones contrarias al ideal evangélico y seguirle en su camino: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame” (Lc 9, 23).
Queridos hijos y hermanos: Es el amor lo que salva, el amor que, ya en la tierra, es felicidad interior para quien se olvida de sí mismo y se entrega en los más diferentes modos: en la mansedumbre, en la paciencia, en la justicia, en el sufrimiento y en el llanto. ¿Puede el camino parecer áspero y difícil, puede la puerta aparecer demasiado estrecha? Como dije ya al principio, semejante perspectiva supera las fuerzas humanas, pero la oración perseverante, la confiada súplica, el íntimo deseo de cumplir la voluntad de Dios, conseguirán de nosotros que amemos lo que Él manda.
Y esto es lo que pido para todos vosotros. Y sobre vuestros propósitos, sobre vuestras personas, sobre vuestras familias descienda mi afectuosa bendición apostólica.
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.