FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DE LA SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI. 19 de junio de 2022 (San Juan 16, 12-15).
-En los Santos Padres:
SAN AGUSTÍN, Sermones (3º) (t. XXIII), Sermón 131, 1-3, BAC Madrid 1983,155-58
Discurso sobre el pan de vida
(Jn 6,54-66)
1. Acabamos de oír al Maestro de la verdad, Redentor divino y Salvador humano, encarecernos nuestro precio: su sangre. Nos habló, en efecto, de su cuerpo y de su sangre: al cuerpo le llamó comida; a la sangre, bebida. Los fieles saben que se trata del sacramento de los fieles; para los demás oyentes, estas palabras tienen un sentido vulgar. Cuando, por ende, para realzar a nuestros ojos una tal vianda y una tal bebida, decía: Si no coméis mi carne y bebéis mi sangre, no tendréis vida en vosotros y ¿quién sino la Vida pudiera decir esto de la Vida misma? Este lenguaje, pues, será muerte, no vida, para quien juzgare mendaz a la Vida, escandalizáronse los discípulos; no todos, a la verdad, sino muchos, diciendo entre sí: ¡Qué duras son estas palabras! ¿Quién puede sufrirlas? Y, habiendo el Señor conocido esto dentro de sí mismo, y habiendo percibido el runrún de los pensamientos, respondió a los que tal pensaban, bien que nada decían con la boca,
para que supieran que los había oído y desistiesen de seguir pensando lo que pensaban… ¿Qué les respondió, pues? ¿Os escandaliza esto? Pues ¿qué será el ver al Hijo del hombre subir a donde primero estaba? ¿Qué significa Os escandaliza esto? ¿Pensáis que del cuerpo este mío, que vosotros veis, he de hacer partes y seccionarme los miembros para dároslos a vosotros? Pues ¿qué será el ver al Hijo del hombre subir a donde primero estaba? Claro es; si pudo subir íntegro, no pudo ser consumido. Así, pues, nos dio en su cuerpo y sangre un saludable alimento, y, a la vez, en dos palabras resolvió la cuestión de su integridad. Coman, por ende, quienes lo comen y beban los que lo beben; tengan hambre y sed; coman la vida, beban la vida. Comer esto es rehacerse; pero en tal modo te rehaces, que no se deshace aquello con que te rehaces. Y beber aquello, ¿qué cosa es sino vivir? Cómete la vida, bébete la vida; tú tendrás vida sin mengua de la Vida. Entonces será
esto, es decir, el cuerpo y la sangre de Cristo será vida para cada uno, cuando lo que en este sacramento se toma visiblemente, el pan y el vino, que son signos, se coma espiritualmente, y espiritualmente se beba lo que significa. Porque se lo hemos oído al Señor decir: El espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha de nada. Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. Pero hay entre vosotros, dice, algunos que no creen. Eran los que decían: ¡Cuan duras palabras son éstas!; ¿quién las puede aguantar? Duras, sí, más para los duros; es decir, son increíbles, más lo son para los incrédulos.
2. Y para enseñarnos que aun el mismo creer es dádiva y no merecimiento, dice: Os dije que nadie puede venir a mí si no le ha sido dado por mi Padre. Haciendo memoria de lo que antecede, hallaremos el lugar del Evangelio donde había dicho: Nadie viene a mí si mi Padre no le trae. No dijo «si no le guía», sino trae. Violencia es esta que se le hace al corazón, no a la carne. ¿De qué te admiras? Cree, y vienes; ama, y eres traído. No juzguéis que se trata de una violencia gruñona y despreciable; es dulce, suave; es la misma suavidad lo que te trae. Cuando la oveja tiene hambre, ¿no se la trae mostrándole hierba? Y paréceme que no se la empuja; se la sujeta con el deseo. Ven tú a Cristo así; no te fatigue la idea de un interminable camino.
Creer es llegar. En efecto, a quien está en todas partes, no se va navegando, sino amando. No obstante lo cual, también en este viaje del amor hay frecuentes remolinos y borrascas de tentaciones múltiples; cree en el Crucificado para que tu fe pueda subirse al leño. No te sumergirás; el leño te llevará al puerto. Así, así navegaba por entre las olas de este siglo quien decía: A mí jamás me acaezca gloriarme en otra cosa sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
3. Es para maravillar que, predicando a Cristo crucificado, oyen dos, y uno se encoge de hombros, otro sube al leño. Quien le menosprecia, impúteselo a sí; quien sube, no se lo arrogue a sí; ya le oyó decir al Maestro de la verdad: Nadie viene a mí si no le es dado por mi Padre. Gócese porque le fue dado; dé gracias al Dador con humilde, no con arrogante corazón; no pierda por soberbio lo que mereció por humilde. Sí los que van por la senda de la justicia a sí mismos lo atribuyen y a sus esfuerzos, apártanse de ella. Por eso, la Sagrada Escritura, queriendo enseñarnos la humildad, nos dice por medio del Apóstol: Con temor y temblor obrad vuestra propia salud. Y para que no se arrogasen algo en esto, por aquello que dice obrad, añadió a continuación: Porque Dios es el que obra en vosotros así el querer como el obrar, en virtud de su beneplácito.
Porque Dios es quien obra en vosotros… Por tanto, con temor y con temblor haceos valle, recibid la lluvia; porque las depresiones son llenadas, las alturas son secadas, la gracia es una lluvia. ¿Por qué te admiras de que resista Dios a los soberbios y dé su gracia a los humildes? Así, con temor y temblor, es decir, con humildad. No te subas a mayores; al contrario, teme. Teme, para que te veas lleno; no te subas a las cumbres, para que no te seques.
– En los santos dominicos:
Santo Tomás de Aquino, Comentario al Padrenuestro
Danos hoy nuestro pan de cada día
Esta petición se relaciona con el don de fortaleza de corazón, don necesario para no desfallecer ante las dificultades. Este don hace que nuestro corazón no flaquee por miedo a no alcanzar lo necesario, y nos ayuda a creer firmemente que Dios nos proporciona todo lo que necesitamos.
En las tres peticiones anteriores se piden bienes espirituales que ya comienzan a hacerse realidad en este mundo, aunque de forma incompleta. Con esta petición el Espíritu Santo nos enseña a pedir algunas cosas necesarias para conseguir el perfeccionamiento de la vida presente, y nos muestra al mismo tiempo que Dios se preocupa también de nuestras necesidades temporales.
Con esta petición se nos enseña a evitar cinco pecados nacidos del deseo de las cosas terrenas. El primero de ellos consiste en desear desmesuradamente más de lo que necesitamos. Este deseo demasiado apegado a lo temporal nos aparta de las inquietudes espirituales. En cambio, Cristo, con esta petición nos anima a pedir lo necesario para nuestra vida. El pan de cada día resume todas estas necesidades. El segundo pecado consiste en adueñarse de los bienes de otro. En cambio, Cristo nos enseña a pedir el pan “nuestro” y no el ajeno. El tercer pecado es la ambición desmesurada. En cambio, es la necesidad la que debe regular nuestros deseos. La expresión “de cada día”, entendida como el de un día o el de un cierto tiempo, se opone a este pecado. El cuarto pecado es la voracidad desmesurada, consistente en consumir en un solo día lo que sería suficiente para muchos días. Y el quinto pecado es el de la ingratitud que brota de la soberbia. En cambio, esta cuarta petición es una forma de reconocer que todos nuestros bienes proceden en última instancia de Dios. Esta petición es también una forma de suplicar que nuestras riquezas nos sean útiles, pues si las amontonamos no serán útiles para nosotros. Otro pecado al que se opone esta petición es el de la preocupación excesiva por el mañana, de modo que uno no encuentra jamás sosiego.
Este pan puede entenderse también como el pan del sacramento de la Eucaristía y como el pan de la palabra de Dios. Desde esta interpretación podemos asociar la petición a la bienaventuranza que proclama dichosos a los que tienen hambre y sed de justicia (Mt 5, 6).
– En el Catecismo de la Iglesia Católica:
EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA
1322
La Sagrada Eucaristía culmina la iniciación cristiana. Los que han sido elevados a la dignidad del sacerdocio real por el Bautismo y configurados más profundamente con Cristo por la Confirmación, participan por medio de la Eucaristía con toda la comunidad en el sacrificio mismo del Señor.
1323
“Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura” (SC 47).
I. La Eucaristía, fuente y culmen de la vida eclesial
1324
La Eucaristía es “fuente y culmen de toda la vida cristiana” (LG 11). “Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (PO 5).
1325
“La comunión de vida divina y la unidad del Pueblo de Dios, sobre los que la propia Iglesia subsiste, se significan adecuadamente y se realizan de manera admirable en la Eucaristía. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre” (Instr. Eucharisticum mysterium, 6).
1326
Finalmente, por la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos (cf 1 Co 15,28).
1327
En resumen, la Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: “Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 4, 18, 5).
II. El nombre de este sacramento
1328
La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama:
Eucaristía porque es acción de gracias a Dios. Las palabras eucharistein (Lc 22,19; 1 Co 11,24) y eulogein (Mt 26,26; Mc 14,22) recuerdan las bendiciones judías que proclaman —sobre todo durante la comida— las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación.
1329 Banquete del Señor (cf 1 Co 11,20) porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero (cf Ap 19,9) en la Jerusalén celestial.
Fracción del pan porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia (cf Mt 14,19; 15,36; Mc 8,6.19), sobre todo en la última Cena (cf Mt 26,26; 1 Co 11,24). En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección (Lc 24,13-35), y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas (cf Hch 2,42.46; 20,7.11). Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con él y forman un solo cuerpo en él (cf 1 Co 10,16-17).
Asamblea eucarística (synaxis), porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visible de la Iglesia (cf 1 Co 11,17-34).
1330 Memorial de la pasión y de la resurrección del Señor.
Santo Sacrificio, porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también Santo Sacrificio de la Misa, “sacrificio de alabanza” (Hch 13,15; cf Sal 116, 13.17), sacrificio espiritual (cf 1 P 2,5), sacrificio puro (cf Ml 1,11) y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza.
Santa y divina liturgia, porque toda la liturgia de la Iglesia encuentra su centro y su expresión más densa en la celebración de este sacramento; en el mismo sentido se la llama también celebración de los santos misterios. Se habla también del Santísimo Sacramento porque es el Sacramento de los Sacramentos. Con este nombre se designan las especies eucarísticas guardadas en el sagrario.
1331
Comunión, porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo (cf 1 Co 10,16-17); se la llama también las cosas santas [ta hagia; sancta] (Constitutiones apostolicae 8, 13, 12; Didaché 9,5; 10,6) —es el sentido primero de la “comunión de los santos” de que habla el Símbolo de los Apóstoles—, pan de los ángeles, pan del cielo, medicina de inmortalidad (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Ephsios, 20,2), viático…
1332
Santa Misa porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (“missio”) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana.
III. La Eucaristía en la economía de la salvación
Los signos del pan y del vino
1333
En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de Él, hasta su retorno glorioso, lo que Él hizo la víspera de su pasión: “Tomó pan…”, “tomó el cáliz lleno de vino…”. Al convertirse misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio, damos gracias al Creador por el pan y el vino (cf Sal 104,13-15), fruto “del trabajo del hombre”, pero antes, “fruto de la tierra” y “de la vid”, dones del Creador. La Iglesia ve en en el gesto de Melquisedec, rey y sacerdote, que “ofreció pan y vino” (Gn 14,18), una prefiguración de su propia ofrenda (cf Plegaria Eucaristía I o Canon Romano, 95; Misal Romano).
1334
En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Éxodo: los panes ácimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios (Dt 8,3). Finalmente, el pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El “cáliz de bendición” (1 Co 10,16), al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén. Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz.
1335
Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía (cf. Mt 14,13-21; 15, 32-29). El signo del agua convertida en vino en Caná (cf Jn 2,11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo (cf Mc 14,25) convertido en Sangre de Cristo.
1336
El primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó: “Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?” (Jn 6,60). La Eucaristía y la cruz son piedras de escándalo. Es el mismo misterio, y no cesa de ser ocasión de división. “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67): esta pregunta del Señor resuena a través de las edades, como invitación de su amor a descubrir que sólo Él tiene “palabras de vida eterna” (Jn 6,68), y que acoger en la fe el don de su Eucaristía es acogerlo a Él mismo.
La institución de la Eucaristía
1337
El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, “constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento” (Concilio de Trento: DS 1740).
1338
Los tres evangelios sinópticos y san Pablo nos han transmitido el relato de la institución de la Eucaristía; por su parte, san Juan relata las palabras de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, palabras que preparan la institución de la Eucaristía: Cristo se designa a sí mismo como el pan de vida, bajado del cielo (cf Jn 6).
1339
Jesús escogió el tiempo de la Pascua para realizar lo que había anunciado en Cafarnaúm: dar a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre:
«Llegó el día de los Ázimos, en el que se había de inmolar el cordero de Pascua; [Jesús] envió a Pedro y a Juan, diciendo: “Id y preparadnos la Pascua para que la comamos”[…] fueron […] y prepararon la Pascua. Llegada la hora, se puso a la mesa con los Apóstoles; y les dijo: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios” […] Y tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío”. De igual modo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: “Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros”» (Lc 22,7-20; cf Mt 26,17-29; Mc 14,12-25; 1 Co 11,23-26).
1340
Al celebrar la última Cena con sus Apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino.
“Haced esto en memoria mía”
1341
El mandamiento de Jesús de repetir sus gestos y sus palabras “hasta que venga” (1 Co 11,26), no exige solamente acordarse de Jesús y de lo que hizo. Requiere la celebración litúrgica por los Apóstoles y sus sucesores del memorial de Cristo, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de su intercesión junto al Padre.
1342
Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice:
«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones […] Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón» (Hch 2,42.46).
1343
Era sobre todo “el primer día de la semana”, es decir, el domingo, el día de la resurrección de Jesús, cuando los cristianos se reunían para “partir el pan” (Hch 20,7). Desde entonces hasta nuestros días, la celebración de la Eucaristía se ha perpetuado, de suerte que hoy la encontramos por todas partes en la Iglesia, con la misma estructura fundamental. Sigue siendo el centro de la vida de la Iglesia.
1344
Así, de celebración en celebración, anunciando el misterio pascual de Jesús “hasta que venga” (1 Co 11,26), el pueblo de Dios peregrinante “camina por la senda estrecha de la cruz” (AG 1) hacia el banquete celestial, donde todos los elegidos se sentarán a la mesa del Reino.
IV La celebración litúrgica de la Eucaristía
La misa de todos los siglos
1345
Desde el siglo II, según el testimonio de san Justino mártir, tenemos las grandes líneas del desarrollo de la celebración eucarística. Estas han permanecido invariables hasta nuestros días a través de la diversidad de tradiciones rituales litúrgicas. He aquí lo que el santo escribe, hacia el año 155, para explicar al emperador pagano Antonino Pío (138-161) lo que hacen los cristianos:
«El día que se llama día del sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo.
Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible.
Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas.
Luego nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros […] (San Justino, Apologia, 1, 67) y por todos los demás donde quiera que estén, […] a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar así la salvación eterna.
Cuando termina esta oración nos besamos unos a otros.
Luego se lleva al que preside a los hermanos pan y una copa de agua y de vino mezclados.
El presidente los toma y eleva alabanza y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo y da gracias (en griego: eucharistian) largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones.
Cuando terminan las oraciones y las acciones de gracias, todo el pueblo presente pronuncia una aclamación diciendo: Amén.
[…] Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo le ha respondido, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes pan, vino y agua “eucaristizados” y los llevan a los ausentes» (San Justino, Apologia, 1, 65).
1346
La liturgia de la Eucaristía se desarrolla conforme a una estructura fundamental que se ha conservado a través de los siglos hasta nosotros. Comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica:
— la reunión, la liturgia de la Palabra, con las lecturas, la homilía y la oración universal;
— la liturgia eucarística, con la presentación del pan y del vino, la acción de gracias consecratoria y la comunión.
Liturgia de la Palabra y Liturgia eucarística constituyen juntas “un solo acto de culto” (SC 56); en efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor (cf. DV 21).
1347 ¿No se advierte aquí el mismo dinamismo del banquete pascual de Jesús resucitado con sus discípulos? En el camino les explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con ellos, “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio” (cf Lc 24, 30; cf. Lc 24, 13- 35).
El desarrollo de la celebración
1348
Todos se reúnen. Los cristianos acuden a un mismo lugar para la asamblea eucarística. A su cabeza está Cristo mismo que es el actor principal de la Eucaristía. Él es sumo sacerdote de la Nueva Alianza. Él mismo es quien preside invisiblemente toda celebración eucarística. Como representante suyo, el obispo o el presbítero (actuando in persona Christi capitis) preside la asamblea, toma la palabra después de las lecturas, recibe las ofrendas y dice la plegaria eucarística. Todos tienen parte activa en la celebración, cada uno a su manera: los lectores, los que presentan las ofrendas, los que dan la comunión, y el pueblo entero cuyo “Amén” manifiesta su participación.
1349
La liturgia de la Palabra comprende “los escritos de los profetas”, es decir, el Antiguo Testamento, y “las memorias de los Apóstoles”, es decir sus cartas y los Evangelios; después la homilía que exhorta a acoger esta palabra como lo que es verdaderamente, Palabra de Dios (cf 1 Ts 2,13), y a ponerla en práctica; vienen luego las intercesiones por todos los hombres, según la palabra del apóstol: “Ante todo, recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad” (1 Tm 2,1-2).
1350 La presentación de las ofrendas (el ofertorio): entonces se lleva al altar, a veces en procesión, el pan y el vino que serán ofrecidos por el sacerdote en nombre de Cristo en el sacrificio eucarístico en el que se convertirán en su Cuerpo y en su Sangre. Es la acción misma de Cristo en la última Cena, “tomando pan y una copa”. “Sólo la Iglesia presenta esta oblación, pura, al Creador, ofreciéndole con acción de gracias lo que proviene de su creación” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 4, 18, 4; cf. Ml 1,11). La presentación de las ofrendas en el altar hace suyo el gesto de Melquisedec y pone los dones del Creador en las manos de Cristo. Él es quien, en su sacrificio, lleva a la perfección todos los intentos humanos de ofrecer sacrificios.
1351
Desde el principio, junto con el pan y el vino para la Eucaristía, los cristianos presentan también sus dones para compartirlos con los que tienen necesidad. Esta costumbre de la colecta (cf 1 Co 16,1), siempre actual, se inspira en el ejemplo de Cristo que se hizo pobre para enriquecernos (cf 2 Co 8,9):
«Los que son ricos y lo desean, cada uno según lo que se ha impuesto; lo que es recogido es entregado al que preside, y él atiende a los huérfanos y viudas, a los que la enfermedad u otra causa priva de recursos, los presos, los inmigrantes y, en una palabra, socorre a todos los que están en necesidad» (San Justino, Apologia, 1, 67,6).
1352
La Anáfora: Con la plegaria eucarística, oración de acción de gracias y de consagración llegamos al corazón y a la cumbre de la celebración:
En el prefacio, la Iglesia da gracias al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, por todas sus obras , por la creación, la redención y la santificación. Toda la asamblea se une entonces a la alabanza incesante que la Iglesia celestial, los ángeles y todos los santos, cantan al Dios tres veces santo.
1353
En la epíclesis, la Iglesia pide al Padre que envíe su Espíritu Santo (o el poder de su bendición (cf Plegaria Eucarística I o Canon romano, 90; Misal Romano) sobre el pan y el vino, para que se conviertan por su poder, en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y que quienes toman parte en la Eucaristía sean un solo cuerpo y un solo espíritu (algunas tradiciones litúrgicas colocan la epíclesis después de la anámnesis).
En el relato de la institución, la fuerza de las palabras y de la acción de Cristo y el poder del Espíritu Santo hacen sacramentalmente presentes bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz de una vez para siempre.
1354
En la anámnesis que sigue, la Iglesia hace memoria de la pasión, de la resurrección y del retorno glorioso de Cristo Jesús; presenta al Padre la ofrenda de su Hijo que nos reconcilia con Él
En las intercesiones, la Iglesia expresa que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia del cielo y de la tierra, de los vivos y de los difuntos, y en comunión con los pastores de la Iglesia, el Papa, el obispo de la diócesis, su presbiterio y sus diáconos y todos los obispos del mundo entero con sus Iglesias.
1355
En la comunión, precedida por la oración del Señor y de la fracción del pan, los fieles reciben “el pan del cielo” y “el cáliz de la salvación”, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó “para la vida del mundo” (Jn 6,51):
Porque este pan y este vino han sido, según la expresión antigua “eucaristizados” /cf. San Justino, Apologia, 1, 65), “llamamos a este alimento Eucaristía y nadie puede tomar parte en él si no cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros, si no ha recibido el baño para el perdón de los pecados y el nuevo nacimiento, y si no vive según los preceptos de Cristo” (San Justino, Apologia, 1, 66: CA 1, 180 [PG 6, 428]).
V. El sacrificio sacramental: acción de gracias, memorial, presencia
1356
Si los cristianos celebramos la Eucaristía desde los orígenes, y con una forma tal que, en su substancia, no ha cambiado a través de la gran diversidad de épocas y de liturgias, es porque nos sabemos sujetos al mandato del Señor, dado la víspera de su pasión: “Haced esto en memoria mía” (1 Co 11,24-25).
1357
Cumplimos este mandato del Señor celebrando el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre lo que Él mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo: así Cristo se hace real y misteriosamente presente.
1358 Por tanto, debemos considerar la Eucaristía:
— como acción de gracias y alabanza al Padre,
— como memorial del sacrificio de Cristo y de su Cuerpo,
— como presencia de Cristo por el poder de su Palabra y de su Espíritu.
La acción de gracias y la alabanza al Padre
1359
La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el Sacrificio Eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo, la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad.
1360
La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación. “Eucaristía” significa, ante todo, acción de gracias.
1361
La Eucaristía es también el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: Él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado en él.
El memorial sacrificial de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia
1362 La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis o memorial.
1363
En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres (cf Ex 13,3). En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la pascua, los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos.
1364
El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (cf Hb 7,25-27): «Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que “Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado” (1Co 5, 7), se realiza la obra de nuestra redención» (LG 3).
1365
Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: “Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros” y “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros” (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que “derramó por muchos […] para remisión de los pecados” (Mt 26,28).
1366
La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (= hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto:
«(Cristo), nuestro Dios y Señor […] se ofreció a Dios Padre […] una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) la redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio (Hb 7,24.27), en la última Cena, “la noche en que fue entregado” (1 Co 11,23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana) […] donde se representara el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuara hasta el fin de los siglos (1 Co 11,23) y cuya virtud saludable se aplicara a la remisión de los pecados que cometemos cada día (Concilio de Trento: DS 1740).
1367
El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: “La víctima es una y la misma. El mismo el que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, el que se ofreció a sí mismo en la cruz, y solo es diferente el modo de ofrecer” (Concilio de Trento: DS 1743). “Y puesto que en este divino sacrificio que se realiza en la misa, se contiene e inmola incruentamente el mismo Cristo que en el altar de la cruz “se ofreció a sí mismo una vez de modo cruento”; […] este sacrificio [es] verdaderamente propiciatorio” (Ibíd).
1368
La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas alas generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda.
En las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres.
1369
Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a la intercesión de Cristo. Encargado del ministerio de Pedro en la Iglesia, el Papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad de la Iglesia universal. El obispo del lugar es siempre responsable de la Eucaristía, incluso cuando es presidida por un presbítero; el nombre del obispo se pronuncia en ella para significar su presidencia de la Iglesia particular en medio del presbiterio y con la asistencia de los diáconos. La comunidad intercede también por todos los ministros que, por ella y con ella, ofrecen el Sacrificio Eucarístico:
«Que sólo sea considerada como legítima la Eucaristía que se hace bajo la presidencia del obispo o de quien él ha señalado para ello» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Smyrnaeos 8,1).
«Por medio del ministerio de los presbíteros, se realiza a la perfección el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, único Mediador. Este, en nombre de toda la Iglesia, por manos de los presbíteros, se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que el Señor venga» (PO 2).
1370
A la ofrenda de Cristo se unen no sólo los miembros que están todavía aquí abajo, sino también los que están ya en la gloria del cielo: La Iglesia ofrece el Sacrificio Eucarístico en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella, así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.
1371
El Sacrificio Eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos “que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados” (Concilio de Trento: DS 1743), para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo:
«Enterrad […] este cuerpo en cualquier parte; no os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que, dondequiera que os hallareis, os acordéis de mí ante el altar del Señor» (San Agustín, Confessiones, 9, 11, 27; palabras de santa Mónica, antes de su muerte, dirigidas a san Agustín y a su hermano).
«A continuación oramos (en la anáfora) por los santos padres y obispos difuntos, y en general por todos los que han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho para las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se halla presente la santa y adorable víctima […] Presentando a Dios nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores […], presentamos a Cristo inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mistagogicae 5, 9.10).
1372
San Agustín ha resumido admirablemente esta doctrina que nos impulsa a una participación cada vez más completa en el sacrificio de nuestro Redentor que celebramos en la Eucaristía:
«Esta ciudad plenamente rescatada, es decir, la asamblea y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como un sacrificio universal […] por el Sumo Sacerdote que, bajo la forma de esclavo, llegó a ofrecerse por nosotros en su pasión, para hacer de nosotros el cuerpo de una tan gran Cabeza […] Tal es el sacrificio de los cristianos: “siendo muchos, no formamos más que un sólo cuerpo en Cristo” (Rm 12,5). Y este sacrificio, la Iglesia no cesa de reproducirlo en el Sacramento del altar bien conocido de los fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece se ofrece a sí misma (San Agustín, De civitate Dei 10, 6).
La presencia de Cristo por el poder de su Palabra y del Espíritu Santo
1373
“Cristo Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros” (Rm 8,34), está presente de múltiples maneras en su Iglesia (cf LG 48): en su Palabra, en la oración de su Iglesia, “allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre” (Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los presos (Mt 25,31-46), en los sacramentos de los que Él es autor, en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro. Pero, “sobre todo, (está presente) bajo las especies eucarísticas” (SC 7).
1374
El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella “como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos” (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae 3, q. 73, a. 3). En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están “contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero” (Concilio de Trento: DS 1651). «Esta presencia se denomina “real”, no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen “reales”, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente» (MF 39).
1375
Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión. Así, san Juan Crisóstomo declara que:
«No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas (De proditione Iudae homilia 1, 6).
Y san Ambrosio dice respecto a esta conversión:
«Estemos bien persuadidos de que esto no es lo que la naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la bendición la naturaleza misma resulta cambiada» (De mysteriis 9, 50). «La palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela» (Ibíd., 9,50.52).
1376
El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: “Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera la conversión de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su Sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación” (DS 1642).
1377
La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (cf Concilio de Trento: DS 1641).
1378
El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. “La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión en medio de la alegría del pueblo” (MF 56).
1379
El sagrario (tabernáculo) estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Por eso, el sagrario debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santísimo sacramento.
1380
Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por muestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado “hasta el fin” (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros (cf Ga 2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor:
«La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración» (Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 3).
1381
«La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento, “no se conoce por los sentidos, dice santo Tomás, sino sólo por la fe , la cual se apoya en la autoridad de Dios”. Por ello, comentando el texto de san Lucas 22, 19: “Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros”, san Cirilo declara: “No te preguntes si esto es verdad, sino acoge más bien con fe las palabras del Salvador, porque Él, que es la Verdad, no miente”» (MF 18; cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae 3, q. 75, a. 1; San Cirilo de Alejandría, Commentarius in Lucam 22, 19):
Adoro Te devote, latens Deitas,/ Quae sub his figuris vere latitas:
Tibi se cor meum totum subjicit/ Quia Te contemplans totum deficit.
Visus, gustus, tactus in te fallitur,/ Sed auditu solo tuto creditur:
Credo quidquid dixit Dei Filius:/ Nil hoc Veritatis verbo verius.
(Adórote devotamente, oculta Deidad, que bajo estas sagradas especies te ocultas verdaderamente: A ti mi corazón totalmente se somete, pues al contemplarte, se siente desfallecer por completo. La vista, el tacto, el gusto, son aquí falaces sólo con el oído se llega a tener fe segura. Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios, nada más verdadero que esta palabra de Verdad.) [AHMA 50, 589]
VI. El banquete pascual
1382 La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por nosotros.
1383
El altar, en torno al cual la Iglesia se reúne en la celebración de la Eucaristía, representa los dos aspectos de un mismo misterio: el altar del sacrificio y la mesa del Señor, y esto, tanto más cuanto que el altar cristiano es el símbolo de Cristo mismo, presente en medio de la asamblea de sus fieles, a la vez como la víctima ofrecida por nuestra reconciliación y como alimento celestial que se nos da. “¿Qué es, en efecto, el altar de Cristo sino la imagen del Cuerpo de Cristo?”, dice san Ambrosio (De sacramentis 5,7), y en otro lugar: “El altar es imagen del Cuerpo (de Cristo), y el Cuerpo de Cristo está sobre el altar” (De sacramentis 4,7). La liturgia expresa esta unidad del sacrificio y de la comunión en numerosas oraciones. Así, la Iglesia de Roma ora en su anáfora:
«Te pedimos humildemente, Dios todopoderoso, que esta ofrenda sea llevada a tu presencia hasta el altar del cielo, por manos de tu ángel, para que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, al participar aquí de este altar, seamos colmados de gracia y bendición» (Plegaria Eucarística I o Canon Romano 96; Misal Romano).
“Tomad y comed todos de él”: la comunión
1384
El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,53).
1385
Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo exhorta a un examen de conciencia: “Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo” ( 1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.
1386
Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión (cf Mt 8,8): “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. En la Liturgia de san Juan Crisóstomo, los fieles oran con el mismo espíritu:
«A tomar parte en tu cena sacramental invítame hoy, Hijo de Dios: no revelaré a tus enemigos el misterio, no te te daré el beso de Judas; antes como el ladrón te reconozco y te suplico: ¡Acuérdate de mí, Señor, en tu reino!» (Liturgia Bizantina. Anaphora Iohannis Chrysostomi, Oración antes de la Comunión)
1387
Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia (cf CIC can. 919). Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.
1388
Es conforme al sentido mismo de la Eucaristía que los fieles, con las debidas disposiciones (cf CIC, cans. 916-917), comulguen cuando participan en la misa [Los fieles pueden recibir la Sagrada Eucaristía solamente dos veces el mismo día. Pontificia Comisión para la auténtica interpretación del Código de Derecho Canónico, Responsa ad proposita dubia 1]. “Se recomienda especialmente la participación más perfecta en la misa, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, del mismo sacrificio, el cuerpo del Señor” (SC 55).
1389
La Iglesia obliga a los fieles “a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia” (cf OE 15) y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, s i es posible en tiempo pascual (cf CIC can. 920), preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días.
1390
Gracias a la presencia sacramental de Cristo bajo cada una de las especies, la comunión bajo la sola especie de pan ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la Eucaristía. Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido legítimamente como la más habitual en el rito latino. “La comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico” (Institución general del Misal Romano, 240). Es la forma habitual de comulgar en los ritos orientales.
Los frutos de la comunión
1391
La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57):
«Cuando en las fiestas [del Señor] los fieles reciben el Cuerpo del Hijo, proclaman unos a otros la Buena Nueva, se nos han dado las arras de la vida, como cuando el ángel dijo a María [de Magdala]: “¡Cristo ha resucitado!” He aquí que ahora también la vida y la resurrección son comunicadas a quien recibe a Cristo» (Fanqîth, Breviarium iuxta ritum Ecclesiae Antiochenae Syrorum, v. 1).
1392
Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, “vivificada por el Espíritu Santo y vivificante” (PO 5), conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.
1393
La comunión nos separa del pecado. El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es “entregado por nosotros”, y la Sangre que bebemos es “derramada por muchos para el perdón de los pecados”. Por eso la Eucaristía no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados:
«Cada vez que lo recibimos, anunciamos la muerte del Señor (cf. 1 Co 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados . Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio» (San Ambrosio, De sacramentis 4, 28).
1394
Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales (cf Concilio de Trento: DS 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en Él:
«Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestro propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y sepamos vivir crucificados para el mundo […] y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios» (San Fulgencio de Ruspe, Contra gesta Fabiani 28, 17-19).
1395
Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia.
1396
La unidad del Cuerpo místico: La Eucaristía hace la Iglesia. Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. En el Bautismo fuimos llamados a no formar más que un solo cuerpo (cf 1 Co 12,13). La Eucaristía realiza esta llamada: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1 Co 10,16-17):
«Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “Amén” [es decir, “sí”, “es verdad”] a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir “el Cuerpo de Cristo”, y respondes “amén”. Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero» (San Agustín, Sermo 272).
1397
La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf Mt 25,40):
«Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. […] Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno […] de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso (S. Juan Crisóstomo, hom. in 1 Co 27,4).
1398
La Eucaristía y la unidad de los cristianos. Ante la grandeza de esta misterio, san Agustín exclama: O sacramentum pietatis! O signum unitatis! O vinculum caritatis! (“¡Oh sacramento de piedad, oh signo de unidad, oh vínculo de caridad!”) (In Iohannis evangelium tractatus 26,13; cf SC 47). Cuanto más dolorosamente se hacen sentir las divisiones de la Iglesia que rompen la participación común en la mesa del Señor, tanto más apremiantes son las oraciones al Señor para que lleguen los días de la unidad completa de todos los que creen en Él.
1399
Las Iglesias orientales que no están en plena comunión con la Iglesia católica celebran la Eucaristía con gran amor. “Estas Iglesias, aunque separadas, [tienen] verdaderos sacramentos […] y sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, con los que se unen aún más con nosotros con vínculo estrechísimo” (UR 15). Una cierta comunión in sacris, por tanto, en la Eucaristía, “no solamente es posible, sino que se aconseja…en circunstancias oportunas y aprobándolo la autoridad eclesiástica” (UR 15, cf CIC can. 844, §3).
1400
Las comunidades eclesiales nacidas de la Reforma, separadas de la Iglesia católica, “sobre todo por defecto del sacramento del orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del misterio eucarístico” (UR 22). Por esto, para la Iglesia católica, la intercomunión eucarística con estas comunidades no es posible. Sin embargo, estas comunidades eclesiales “al conmemorar en la Santa Cena la muerte y la resurrección del Señor, profesan que en la comunión de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa” (UR 22).
1401
Si, a juicio del Ordinario, se presenta una necesidad grave, los ministros católicos pueden administrar los sacramentos (Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos) a cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica, pero que piden estos sacramentos con deseo y rectitud: en tal caso se precisa que profesen la fe católica respecto a estos sacramentos y estén bien dispuestos (cf CIC, can. 844, §4).
VII. La Eucaristía, “Pignus futurae gloriae”
1402
En una antigua oración, la Iglesia aclama el misterio de la Eucaristía: O sacrum convivium in quo Christus sumitur . Recolitur memoria passionis Eius; mens impletur gratia et futurae gloriae nobis pignus datur (“¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!”) /(Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Antífona del «Magnificat» para las II Vísperas: Liturgia de las Horas). Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados “de gracia y bendición” (Plegaria Eucarística I o Canon Romano 96: Misal Romano), la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial.
1403
En la última Cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el Reino de Dios: “Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre” (Mt 26,29; cf. Lc 22,18; Mc 14,25). Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia “el que viene” (Ap 1,4). En su oración, implora su venida: Marana tha (1 Co 16,22), “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20), “que tu gracia venga y que este mundo pase” (Didaché 10,6).
1404
La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía expectantes beatam spem et adventum Salvatoris nostri Jesu Christi (“Mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo”) (Ritual de la Comunión, 126 [Embolismo después del «Padrenuestro»]: Misal Romano; cf Tit 2,13), pidiendo entrar “[en tu Reino], donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro” (Plegaria Eucarística III, 116: Misal Romano).
1405
De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva en los que habitará la justicia (cf 2 P 3,13), no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio, “se realiza la obra de nuestra redención” (LG 3) y “partimos un mismo pan […] que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre” (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Ephesios, 20, 2).
Resumen
1406
Jesús dijo: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre […] El que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna […] permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 51.54.56).
1407
La Eucaristía es el corazón y la cumbre de la vida de la Iglesia, pues en ella Cristo asocia su Iglesia y todos sus miembros a su sacrificio de alabanza y acción de gracias ofrecido una vez por todas en la cruz a su Padre; por medio de este sacrificio derrama las gracias de la salvación sobre su Cuerpo, que es la Iglesia.
1408
La celebración eucarística comprende siempre: la proclamación de la Palabra de Dios, la acción de gracias a Dios Padre por todos sus beneficios, sobre todo por el don de su Hijo, la consagración del pan y del vino y la participación en el banquete litúrgico por la recepción del Cuerpo y de la Sangre del Señor: estos elementos constituyen un solo y mismo acto de culto.
1409
La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, es decir, de la obra de la salvación realizada por la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, obra que se hace presente por la acción litúrgica.
1410
Es Cristo mismo, sumo sacerdote y eterno de la nueva Alianza, quien, por el ministerio de los sacerdotes, ofrece el sacrificio eucarístico. Y es también el mismo Cristo, realmente presente bajo las especies del pan y del vino, la ofrenda del sacrificio eucarístico.
1411
Sólo los presbíteros válidamente ordenados pueden presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor.
1412
Los signos esenciales del sacramento eucarístico son pan de trigo y vino de vid, sobre los cuales es invocada la bendición del Espíritu Santo y el presbítero pronuncia las palabras de la consagración dichas por Jesús en la última cena: “Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros […] Este es el cáliz de mi Sangre…”
1413
Por la consagración se realiza la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Bajo las especies consagradas del pan y del vino, Cristo mismo, vivo y glorioso, está presente de manera verdadera, real y substancial, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad (cf Concilio de Trento: DS 1640; 1651).
1414
En cuanto sacrificio, la Eucaristía es ofrecida también en reparación de los pecados de los vivos y los difuntos, y para obtener de Dios beneficios espirituales o temporales.
1415
El que quiere recibir a Cristo en la Comunión eucarística debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia.
1416
La Sagrada Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo acrecienta la unión del comulgante con el Señor, le perdona los pecados veniales y lo preserva de pecados graves. Puesto que los lazos de caridad entre el comulgante y Cristo son reforzados, la recepción de este sacramento fortalece la unidad de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.
1417
La Iglesia recomienda vivamente a los fieles que reciban la sagrada comunión cuando participan en la celebración de la Eucaristía; y les impone la obligación de hacerlo al menos una vez al año.
1418
Puesto que Cristo mismo está presente en el Sacramento del Altar es preciso honrarlo con culto de adoración. “La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo, nuestro Señor” (MF).
1419
Cristo, que pasó de este mundo al Padre, nos da en la Eucaristía la prenda de la gloria que tendremos junto a Él: la participación en el Santo Sacrificio nos identifica con su Corazón, sostiene nuestras fuerzas a lo largo del peregrinar de esta vida, nos hace desear la Vida eterna y nos une ya desde ahora a la Iglesia del cielo, a la Santa Virgen María y a todos los santos.
– En el Magisterio de los Papas:
Juan Pablo II, Papa
Homilía (05-06-1980). Solemnidad de Corpus Christi (Año C)
Castelgandolfo Jueves 05 de junio del 1980
¡Alabado sea Jesucristo!
“Tu alabanza y gloria”. Queridos hermanos, hermanas, connacionales y peregrinos:
Muchas son las canciones polacas en las que adoramos la Eucaristía, el Santísimo Sacramento y el Sagrado Corazón. Estas dos ideas están enlazadas entre sí. Entre todas las canciones que, sobre todo hoy, resuenan por las calles de nuestras ciudades, en Cracovia y en otras, precisamente ésta alaba a Dios, le rinde gloria, declara que esta alabanza llena todo el universo. La alabanza de Dios. “Tu alabanza y gloria, eterno Señor nuestro, no cesará por toda la eternidad. A Ti hoy rendimos adoración y elevamos hacia Ti, nosotros tus siervos, el cántico junto con las milicias celestiales”. Así cantamos caminando con la custodia, llevada por el cardenal, el obispo o un sacerdote. Caminamos dando gracias a la omnipotencia de Dios por el don “grandioso” de su “grandeza”. Se trata de una canción antigua. Basta leer las palabras que la componen para comprenderla. Pero, como tantas canciones antiguas polacas, está llena de contenido teológico. Y quizá ésta sea la más llena de ese contenido que inunda la fiesta que hoy celebramos: la fiesta del Corpus Domini.
En este día adoramos a Dios por aquel don que penetra toda la creación. Adoramos a Dios porque se ha dado a todo lo creado y, sobre todo, porque ha llamado a la existencia a todo cuanto existe. Damos gracias también a Dios por el don de la existencia, el primero que nos ha dado; le damos gracias por el misterio de la creación. Damos gracias a Dios por el don de la redención que realizó por medio de su Hijo; y se las damos muy especialmente porque su redención se perpetúa y se renueva. Esto es la Eucaristía; esto es el Corpus Domini.
Cantando esta canción, que contiene en sí tan excelente sentido teológico, salimos hoy del Wawel, de la catedral, por las calles de Cracovia, en una procesión que ya desde el año pasado sale de nuevo sobre Rynek y vuelve nuevamente a la catedral. Así ocurre también en otras ciudades: en Varsovia. en Gniezno, en Postdam, en Wroclaw y por todas partes. Este es nuestro Corpus Domini polaco.
El Corpus Domini es la fiesta de la Iglesia universal; es la fiesta de todas las Iglesias en la Iglesia universal. El Corpus Domini, entre nosotros en Polonia, contiene una riqueza especial. Alguien diría que la riqueza de la tradición. Es justo. Pero se trata de una tradición escrita con la riqueza de los corazones polacos. Por ahí comienza. Los corazones polacos están agradecidos a Dios desde hace muchas generaciones por todos sus dones: por el don de la creación, de la redención, de la Eucaristía.
Están agradecidos a Dios por la Eucaristía, por el Cuerpo del Señor. En este don se expresa la redención y la creación. Es precisamente ésta la tradición interior del corazón polaco. Por eso los polacos están tan apegados a la fiesta del Corpus Domini, celebrada precisamente este día, el jueves después de la Santísima Trinidad, en que fue instituida la fiesta por la Iglesia hace muchos siglos y enriquecida después en la vida de cada una de las Iglesias y de cada nación, por la tradición de los corazones.
Deseo agradeceros el que hayáis venido aquí precisamente en este día y porque me dais la posibilidad, al menos en parte, de vivir esta fiesta cracoviana del Corpus Domini polaco aquí en Roma e incluso fuera de Roma, en Castelgandolfo. Me alegra mucho vuestra presencia, que me recuerda la mía en Polonia hace ahora justamente un año… Este encuentro es para mí una especie de nueva visita, densa de un significado profundo y personal, porque viéndoos aquí, encontrándome con vosotros, celebrando con vosotros este maravilloso Corpus Domini en Castelgandolfo, pero en polaco, mi pensamiento y mi corazón vuelven hacia atrás, al año pasado, a tantos y tantos años de mi vida, llenos de la tradición polaca del Corpus Domini, desde los tiempos de mi juventud, en mi ciudad natal, en Wadowice. Y me doy cuenta, precisamente hoy, precisamente gracias a vuestra presencia, de cómo mi corazón, primero de adolescente, después de joven, de sacerdote, de obispo, participaba en esta maravillosa tradición del “corazón polaco” el cual, desde siglos, siente que a Dios hay que darle gracias por la Eucaristía. Y celebrando la Eucaristía le agradecemos el don que hay en nosotros y para nosotros. Por todo. Por la creación, por la redención, por nuestra existencia y por nuestra participación en el misterio de la salvación, por Cristo y por la Iglesia. Es precisamente ésta la gratitud de la gente que vive sistemáticamente de la vida eucarística, pero también de todos los que se dan cuenta de ello. Por eso, en el transcurso del año hay un día en que cantamos esta gratitud con el corazón rebosante, saliendo de nuestra intimidad. En efecto, esa gratitud es algo íntimo, profundo y, en cierto modo, es justo que permanezca sobre todo en nuestro interior. Pero se trata de un día, uno al año, en el que deseamos exteriorizar esa gratitud y llevarla por las calles de nuestras ciudades y hacer de esta gratitud culto público; y todos deberían reconocer este culto público. Este es precisamente el Corpus Domini; tal es su significado para nosotros; y este significado lo ha tenido, lo tiene y lo debería tener para toda la Iglesia.
Me alegra que, gracias a vuestra presencia, pueda darme cuenta nuevamente de todo esto. Por vuestra presencia, puedo prepararme mejor todavía al servicio del Corpus Domini en Roma, ante la Iglesia romana, ante toda la Iglesia.
¡Que Dios sea vuestra recompensa!
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.