FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL DOMINGO DE PASCUA 16 DE ABRIL DE 2022 (San Lucas 24, 1-12).
-En los Santos Padres:
San Beda (cfr Catena Aurea)
No se dice que cayeran estas santas mujeres postradas en tierra cuando vieron a los ángeles, sino que inclinaron la cabeza. Tampoco leemos que alguno de los santos que vieron al Señor o a los ángeles después de la resurrección los adorasen postrados en tierra. Por esto sucede que el sacerdote católico, cuando hace mención de la resurrección gloriosa del Señor o cuando conmemora en los domingos la esperanza como en todo el tiempo de quincuagésima, no oremos arrodillados, sino con la cabeza inclinada hacia el suelo. No debía buscarse en el sepulcro -que es lugar donde habitan los muertos- Aquel que había resucitado a la vida. Por esto añade: “Les dijeron”, esto es, los ángeles a las mujeres: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? no está aquí: mas ha resucitado”. Como había dicho a las mujeres, y antes a sus discípulos varones, celebró el triunfo de su resurrección al tercer día. Por lo que sigue: “Acordaos de lo que os habló: es menester que el Hijo del hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, que sea crucificado y resucite al tercer día”, etc. Por lo tanto, entregó su espíritu en la hora nona de la Parasceve, fue sepultado en la tarde del mismo día y resucitó al amanecer del primer día después del sábado.
(…) la hermana de Lázaro, “y Juana” (la mujer de Chus, procurador de Herodes) “y María, madre de Santiago” (esto es, la madre de Santiago el menor y de José). De las demás se habla en general, diciendo: “Y las demás que estaban con ellas”, referían a los apóstoles todo esto. Para que la mujer no continuase sufriendo el castigo de su culpa sometida al dominio del hombre, la que le había trasmitido la desgracia, le trasmitió también la gracia.
En sentido místico puede decirse que las mujeres vinieron muy temprano al sepulcro, dándonos un ejemplo, para que vengamos a recibir el cuerpo del Señor tan pronto como desaparezcan las tinieblas de los pecados. Porque aquel sepulcro es figura del altar del Señor, en que los misterios del Cuerpo de Cristo deben consagrarse no en seda ni en paño teñido, sino en hilo puro, imagen de la sábana con la que José lo envolvió; porque el lienzo puro debe consagrarse. Y así como El ofreció a la muerte todo lo que tenía de humano, por testimonio de gratitud debemos ofrecerle sobre su altar, lo más puro de cuanto produce la tierra, lo más inocente y mortificado por medio de la penitencia, así ofreceremos el lino sobre el altar. Los aromas que llevaron las mujeres significan el olor que deben producir nuestras virtudes y la suavidad de nuestra oración, con las que debemos aproximarnos al altar. La separación de la losa representa la resiembra de los misterios que estaban encubiertos con el velo de la letra de la Ley, escrita en piedra. Pero una vez quitada la piedra que cubría el cuerpo del Señor no se le encuentra muerto sino que se le anuncia vivo, porque aun cuando hemos visto vivir a Jesús en carne mortal, ahora ya no lo vemos. “Si conocimos a Cristo según la carne, mas ahora ya no le conocemos” ( 2 Cor 5,16). Como vemos que los ángeles se encuentran rodeando el cuerpo del Señor en el sepulcro, así debemos creer que también se encuentran tributándole homenaje en la consagración. Por lo tanto nosotros, a imitación de las santas mujeres, cuantas veces nos acerquemos a los Sagrados Misterios, debemos inclinar nuestra frente al suelo por respeto a los ángeles y reverencia a la Santa Ofrenda, recordando que somos tierra y ceniza.
– En los santos dominicos:
Santo Tomás de Aquino, Credo comentado
Artículo 5: DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS, Y AL TERCER DÍA RESUCITO DE ENTRE LOS MUERTOS
77.
Como ya dijimos, la muerte de Cristo consistió, como en los demás hombres, en que su alma se separó de su cuerpo; pero de manera tan indisoluble está unida la Divinidad a Cristo hombre, que aun cuando el alma y el cuerpo se separaron entre sí, la misma Deidad estuvo siempre perfectísimamente unida al alma y al cuerpo, por lo cual en el sepulcro estuvo el Hijo de Dios con el cuerpo, y descendió a los infiernos 1 con el alma.
78.
Por cuatro razones descendió Cristo con su alma a los infiernos. La primera fue soportar toda la pena del pecado, para expiar así toda la culpa. Porque la pena del pecado del hombre no era sólo la muerte del cuerpo, sino que también era un sufrimiento del alma. Porque como el pecado era también por parte del alma, también la misma alma era castigada por la privación de la visión divina. De modo que sin esa pena, de ninguna manera se satisfacía. Por ello, después de muertos, todos descendían, aun los santos Padres, antes de la venida de Cristo, a los infiernos. Así es que para so1 Los diferentes “lugares” de las almas separadas de sus cuerpos indican una relación del alma con Dios, “según esté el alma más o menos alejada de El”, enseña el mismo Santo Tomás. (S.A.). portar toda la pena debida a los pecadores, Cristo quiso no sólo morir, sino también bajar con el alma a los infiernos. De aquí que diga el Salmo 87, 5-6: “Contado entre los que bajan a la fosa, soy como un hombre acabado, libre entre los muertos”. Pues los demás 42 estaban allí como esclavos, pero Cristo como libre.
79.
La segunda fue el socorrer perfectamente a todos sus amigos. En efecto, El tenía amigos no sólo en el mundo sino también en los infiernos. Pues se es amigo de Cristo en la medida en que se tiene caridad, y en los infiernos había muchos que habían muerto con la caridad y la fe en El que había de venir, como Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, David y otros justos y varones perfectos. Y como Cristo había visitado a los suyos en el mundo y los había socorrido por su propia muerte, quiso también visitar a los suyos que estaban en los infiernos y socorrerlos bajando hasta donde se hallaban ellos. Eccli 24, 45: “Penetraré a todas las profundidades de la tierra, y visitaré a todos los que duermen, e iluminaré a cuantos esperan en el Señor”.
80.
La tercera razón fue el triunfar perfectamente sobre el diablo. En efecto, se triunfa de manera perfecta sobre otro, cuando no sólo se le vence en el campo de batalla, sino que se le acomete hasta en su propia casa y se le arrebata la sede de su imperio y su casa misma. Pues bien, Cristo había triunfado del diablo, pues en la cruz lo había vencido. Por lo cual dice Juan (12, 31): “Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo (o sea el diablo) será echado fuera”. Por lo cual, para triunfar perfectamente, quiso arrebatarle la sede de su imperio y encadenarlo en su casa, que es el infierno. Por eso descendió hasta allí, y le arrebató todos sus bienes, y lo encadenó, y le quitó su presa, Col. 2, 15: “Y una vez despojados los Principados y las Potestades, los exhibió con gran despliegue, triunfando de ellos públicamente por sí mismo”. Y así como había recibido Cristo el poder y la posesión del cielo y de la tierra, quiso también recibir la 43 posesión de los infiernos, para que así, según el Apóstol a los Filipenses (2, 10): “Al nombre de Jesús se doble toda rodilla, en los cielos, en la tierra y en los infiernos”. Y Marcos 16, 17: “En mi nombre expulsarán a los demonios”.
81.
La cuarta y última razón era librar a los santos que estaban en los infiernos. Porque, así como Cristo quiso sufrir la muerte para librar de la muerte a los vivos, así también quiso descender a los infiernos para librar a los que allí estaban. Zac 9, 11: “Tú, Señor, por la sangre de tu alianza, soltaste a tus cautivos de la fosa, en la cual no hay agua”. Oseas 13, 14: “Oh muerte, yo seré tu muerte; infierno, yo seré tu mordedura”. En efecto, aunque Cristo haya destruido totalmente la muerte, no destruyó del todo los infiernos, sino que los mordió; porque ciertamente no liberó a todos del infierno, sino tan sólo a los que estaban sin pecado mortal, e igualmente sin el pecado original, del cual en cuanto a su persona estaban libres por la circuncisión: o antes de la circuncisión, los que eran salvos por la fe de los padres fieles, si no tenían uso de razón; o por los sacrificios, y con la fe en el Cristo que había de venir, si eran adultos; pero que permanecían allí por el pecado original de Adán, del cual no podían librarse, en cuanto a la naturaleza, sino por Cristo. Por lo cual Cristo dejó allí a los que habían descendido con pecado mortal y a los niños incircuncisos.2 Por lo cual dijo: “Infierno, seré tu mordedura”. Así pues, queda claro que Cristo bajó a los infiernos y por qué razones.
82.
De todo esto podemos recibir para nuestra instrucción cuatro cosas. En primer lugar, una firme esperanza en Dios. Porque 44 por más que esté el hombre en aflicción, siempre debe esperar en la ayuda de Dios, y en El confiar. No puede haber, en efecto, cosa tan penosa como estar en los infiernos. Si pues Cristo libró a los que estaban en los infiernos, todo aquel que sea amigo de Dios debe tener gran confianza en ser librado por El de cualquier angustia. Sabiduría 10, 13-14: “Ella (la Sabiduría) no desamparó al justo vendido… descendió con él a la mazmorra, y no lo abandonó en las cadenas”. Y porque Dios ayuda especialmente a sus siervos, aquel que sirve a Dios debe sentirse con gran seguridad. Eccli 34, 16: “El que teme al Señor de nada teme porque El mismo es su esperanza”. 2 A los niños incircuncisos los dejó en lo que la Teología llama limbo. 83.
En segundo lugar, debemos concebir el temor (de Dios) y apartar la presunción. Porque aun cuando Cristo haya padecido por los pecadores y descendido a los infiernos, sin embargo no liberó a todos, sino tan sólo a los que estaban sin pecado mortal, como ya se dijo. Y allí dejó a los que habían muerto en pecado mortal. Por lo tanto, que nadie de los que allí bajen en pecado mortal espere el perdón. Porque en el infierno estará cuanto los santos padres en el paraíso, esto es, eternamente. Mt 25, 46: “Irán éstos al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna”.
84.
En tercer lugar, debemos estar alertas. Precisamente porque Cristo descendió a los infiernos por nuestra salvación, nosotros debemos preocuparnos por descender allí frecuentemente considerando ciertamente las penas aquellas, como lo hacía el santo Ezequías, que decía (Is 38, 10}: “Yo dije: a la mitad de mis días me voy a las puertas del Infierno”. Porque quien baje allí frecuentemente en vida con el pensamiento, no descenderá allá fácilmente al morir: porque tal consideración 45 lo aparta del pecado. En efecto, vemos que los mundanos se guardan de las malas acciones por temor al castigo: en consecuencia, ¿cuánto más deben guardarse (del mal) ante la pena del infierno, la cual es mayor por razón de la duración, de la acritud y de la multiplicidad? Eclesiástico 7, 36: “Ten presentes tus novísimos, y jamás pecarás”.
85.
En cuarto lugar, de esto resulta para nosotros un ejemplo de amor. En efecto, Cristo bajó a los infiernos para liberar a los suyos, y por lo tanto nosotros debemos descender allí (en espíritu) para ayudar a los nuestros. Pues ellos nada pueden, por lo cual debemos ayudar a los que están en el purgatorio. Demasiado cruel sería quien no ayudara a un ser querido que estuviese en una cárcel terrena. Así es que no habiendo ninguna comparación de las penas de este mundo con aquéllas, mucho más cruel es el que no le ayuda al amigo que está en el purgatorio. Job 19, 21: “Tened piedad de mí, tened piedad de mí, siquiera vosotros, mis amigos, que es la mano de Dios la que me ha herido”. II Macab 12, 46: “Obra santa y saludable es orar por los muertos para que sean librados de sus pecados”.
86.
Como dice San Agustín, se les ayuda principalmente de tres maneras, a saber, con misas, con oraciones y con limosnas. San Gregorio agrega una cuarta manera: el ayuno. Ni hay de qué admirarse, porque aun en este mundo, el amigo puede satisfacer por el amigo. Sin embargo, esto debe entenderse respecto a quienes están en el purgatorio.
87.
Al hombre le es necesario conocer dos cosas, a saber, la gloria de Dios y el castigo del infierno. Atraídos, en efecto, por la gloria, y atemorizados por los castigos, los hombres se guardan y se apartan de los pecados. Pero muy difícilmente conoce el hombre estas cosas. Por lo cual acerca de la gloria se dice en 46 Sabiduría 9, 16: “¿Quién rastreará lo que hay en los cielos?”. Lo cual es ciertamente difícil para los terrenos, porqué, como se dice en Juan 3,31: “El que es de la tierra habla de la tierra”; pero no les es difícil a los espirituales, porque “el que viene de lo alto está por encima de todos”, como se dice allí mismo. Y por eso, para enseñamos las cosas celestiales, Dios bajó del cie lo y se encarnó. Era también difícil conocer las penas del infierno. Sabiduría 2, I: “Ni se sabe de nadie que haya vuelto de los infiernos”. Y esto se pone en boca de los impíos. Pero esto de ninguna manera se puede decir, porque, así como bajó del cielo para enseñar las cosas celestiales, así también resucitó de los infiernos para instruirnos acerca de las cosas de los infiernos. Por lo cual es necesario que creamos no sólo que Cristo se hizo hombre y que murió, sino también que resucitó de entre los muertos. Por lo cual se dice: “Y al tercer día resucitó de entre los muertos”.
88.
Sabemos que muchos resucitaron de entre los muertos, como Lázaro, y el hijo de la viuda y la hija del ¡efe de la sinagoga. Pero la resurrección de Cristo difiere de la resurrección de éstos y de otros en cuatro cosas. Primero en cuanto a la causa de la resurrección, porque los otros resucitados no resucitaron por su propia virtud sino por la de Cristo o por las oraciones de algún santo, y en cambio Cristo resucitó por su propia virtud, porque no sólo era hombre, sino que también era Dios, y la Divinidad del Verbo jamás fue separada ni de su alma ni de su cuerpo, por lo cual el cuerpo recobró el alma, y el alma recobró el cuerpo cuando Él lo quiso. Juan 10, 18: “Tengo poder de dar mi alma y poder para 47 recobrarla de nuevo”. Y aunque Cristo haya muerto, esto no fue por debilidad ni por necesidad, sino por su propio poder, porque fue voluntariamente. Y esto es patente porque cuando exhaló su espíritu, gritó con fuerte voz, cosa que no pueden hacer los demás moribundos, porque mueren por debilidad. Por lo cual dijo el Centurión (Mt 27, 54): “Verdaderamente este era el Hijo de Dios”. Y por eso, así como por su propio poder entregó su alma, así también por su propio poder la recobró. Por lo cual se dice que “resucitó”, y no que haya sido resucitado, como si lo hubiera sido por otro. Salmo 3, 6: “Me acosté, y me dormí, y me levanté”. Ni esto es contrario a lo que se dice en Hechos 2, 32: “A este Jesús lo resucitó Dios”, porque en efecto el Padre lo resucitó, y a la vez el Hijo: porque el mismo poder es el del Padre y el del Hijo.
89.
En segundo lugar, difiere en cuanto a la vida a la cual resucitó, porque Cristo resucitó a una vida gloriosa e incorruptible. Dice el Apóstol en Rom 6, 4: “Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre”; y los demás, ciertamente, a la misma vida que primero tenían, como consta en cuanto a Lázaro y otros.
90.
En tercer lugar, difiere en cuanto al fruto y la eficacia, porque todos resucitan por el poder de la resurrección de Cristo. Mt 27, 52: “Muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron”. Dice el Apóstol en I Cor 15, 20: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron”. Pero notad que por la pasión Cristo llegó a la gloria. Luc 24, 2ó: “¿No era necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?”. Así nos enseña cómo podemos nosotros llegar a la gloria: Hechos 14, 21: “Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el 48 reino de Dios”.
91.
En cuarto lugar, difiere en cuanto al tiempo: porque la resurrección de los otros hombres es diferida hasta el fin del mundo, si no es que a algunos por privilegio se les concede antes, como a la Santísima Virgen, y, como piadosamente se cree, a San Juan Evangelista; pero Cristo resucitó al tercer día. Y la razón de ello es que la resurrección y la muerte y la natividad de Cristo fueron por nuestra salvación, por lo cual Él quiso resucitar cuando nuestra salvación se cumpliera. Por lo cual, si hubiese resucitado al instante, no se habría creído que hubiese muerto. De la misma manera, si hubiese tardado mucho, los discípulos no habrían permanecido en la fe, y así ninguna utilidad habría en su pasión. Salmo 29, 10: “¿Qué utilidad hay en mi sangre si desciendo a la corrupción?”. Por lo cual resucitó al tercer día, para que se creyera que había muerto y para que los discípulos no perdieran la fe.
92.
Pues bien, de todo lo anterior podemos sacar cuatro consecuencias para nuestra ilustración. En primer lugar, que hemos de aplicarnos a resucitar espiritualmente de la muerte del alma, en la que incurrimos por el pecado, a la vida de justicia, que se adquiere por la penitencia. Dice el Apóstol en Ef 5, 14: “Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará”. Y esta es la primera resurrección. Apoc 20, 6: “Bienaventurado el que tiene parte en la primera resurrección”.
93.
En segundo lugar, que no hemos de diferir para la hora de la muerte el resucitar (del pecado), sino rápidamente, porque Cristo resucitó al tercer día. Eccli 5, 8: “No te tardes en convertirte al Señor, y no lo difieras de un día para otro”, porque agobiado por la 49 debilidad no podrás pensar en las cosas que pertenecen a la salvación, y también porque pierdes parte de todos los bienes que se hacen en la Iglesia, e incurres en muchos males por la perseverancia en el pecado. Además, el diablo, dice San Beda, cuanto por más tiempo posee, tanto más difícilmente deja. 94.
En tercer lugar, que hemos de resucitar a una vida incorruptible, de tal suerte que no volvamos a morir, o sea, con tal propósito, que no pequemos más. Rom ó, 9: “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte no tiene ya señorío sobre él”. Y más abajo (1 1-13): “Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias. Ni ofrezcáis vuestros miembros como armas de iniquidad al pecado, sino más bien ofreceos a Dios como quienes, muertos, han vuelto a la vida”.
95.
En cuarto lugar, que hemos de resucitar a una vida nueva y gloriosa, de tal suerte que desde luego evitemos todo aquello que antes haya sido ocasión y causa de muerte y de pecado. Rom 6, 4: “Así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva”. Y esta vida nueva es la vida de justicia, que renueva el alma y la. conduce a la vida de la gloria. Así sea.
– En el Catecismo de la Iglesia Católica
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“Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús (Hch 13, 32-33). La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz:
Cristo resucitó de entre los muertos. Con su muerte venció a la muerte. A los muertos ha dado la vida. (Liturgia bizantina, Tropario de Pascua)
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El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce: “(1 Co 15, 3-4). El Apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (cf. Hch 9, 3-18).
640
“¿Por qué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24, 5-6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo (cf. Jn 20,13; Mt 28, 11-15). A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de las santas mujeres (cf. Lc 24, 3. 22- 23), después de Pedro (cf. Lc 24, 12). “El discípulo que Jesús amaba” (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir “las vendas en el suelo”(Jn 20, 6) “vio y creyó” (Jn 20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío (cf.Jn 20, 5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el caso de Lázaro (cf. Jn 11, 44).
María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10;Jn 20, 11-18).Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34).
Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles – y a Pedro en particular – en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos “testigos de la Resurrección de Cristo” (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).
Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él de antemano (cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos presentan a los discípulos abatidos (“la cara sombría”: Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua “les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (Mc 16, 14).
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Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). “No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, “algunos sin embargo dudaron” (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació – bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.
Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (cf. Lc 24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o “bajo otra figura” (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).
646
La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naim, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena “ordinaria”. En cierto momento, volverán a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es “el hombre celestial” (cf. 1 Co 15, 35-50).
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“¡Qué noche tan dichosa, canta el ‘Exultet’ de Pascua, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!”. En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus discípulos, “a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo” (Hch 13, 31).
La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención transcendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las tres personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el poder del Padre que “ha resucitado” (cf. Hch 2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad – con su cuerpo – en la Trinidad. Jesús se revela definitivamente “Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 3-4). San Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1, 19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.
649 En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término) (cf. Mc 8, 31; 9, 9-31; 10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: “doy mi vida, para recobrarla de nuevo … Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10, 17-18). “Creemos que Jesús murió y resucitó” (1 Te 4, 14).
Los Padres contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de Cristo que permaneció unida a su alma y a su cuerpo separados entre sí por la muerte: “Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en cada una de las dos partes del hombre, éstas se unen de nuevo. Así la muerte se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la unión de las dos partes separadas” (San Gregorio Niceno, res. 1; cf.también DS 325; 359; 369; 539).
“Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe”(1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.
La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (cf. Lc 24, 26-27. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión “según las Escrituras” (cf. 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo nicenoconstantinopolitano) indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.
La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy” (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era “Yo Soy”, el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los Judíos: “La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros… al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: ‘Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy” (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7). La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.
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Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) “a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos… así también nosotros vivamos una nueva vida” (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: “Id, avisad a mis hermanos” (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
Por último, la Resurrección de Cristo – y el propio Cristo resucitado – es principio y fuente de nuestra resurrección futura: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron … del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En El los cristianos “saborean los prodigios del mundo futuro” (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquél que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15).
Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que El los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad: Si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).
¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.
¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: “los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 29; cf. Dn 12, 2).
¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: “Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo” (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El “todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora” (Cc de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será “transfigurado en cuerpo de gloria” (Flp 3, 21), en “cuerpo espiritual” (1 Co 15, 44): Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano…, se siembra corrupción, resucita incorrupción; … los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).
Este “cómo” sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo: Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).
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¿Cuándo? Sin duda en el “último día” (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); “al fin del mundo” (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).
Si es verdad que Cristo nos resucitará en “el último día”, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo: Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos… Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col 2, 12; 3, 1).
Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece “escondida con Cristo en Dios” (Col 3, 3) “Con El nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús” (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos “manifestaremos con El llenos de gloria” (Col 3, 4).
Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser “en Cristo”; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre: El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?… No os pertenecéis… Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.(1 Co 6, 13-15. 19-20).
“¡Qué noche tan dichosa, canta el ‘Exultet’ de Pascua, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!”. En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus discípulos, “a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo” (Hch 13, 31).
El domingo es el día por excelencia de la Asamblea litúrgica, en que los fieles “deben reunirse para, escuchando loa palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los ‘hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos'” (SC 106): Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron realizadas en este día del domingo de tu santa Resurrección, decimos: Bendito es el día del domingo, porque en él tuvo comienzo la Creación…la salvación del mundo…la renovación del género humano…en él el cielo y la tierra se regocijaron y el universo entero quedó lleno de luz. Bendito es el día del domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán y todos los desterrados entraran en él sin temor (Fanqîth, Oficio siriaco de Antioquía, vol 6, 1ª parte del verano, p.193b).
A partir del “Triduo Pascual”, como de su fuente de luz, el tiempo nuevo de la Resurrección llena todo el año litúrgico con su resplandor. De esta fuente, por todas partes, el año entero queda transfigurado por la Liturgia. Es realmente “año de gracia del Señor” (cf Lc 4,19). La Economía de la salvación actúa en el marco del tiempo, pero desde su cumplimiento en la Pascua de Jesús y la efusión del Espíritu Santo, el fin de la historia es anticipado, como pregustado, y el Reino de Dios irrumpe en el tiempo de la humanidad.
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Por ello, la Pascua no es simplemente una fiesta entre otras: es la “Fiesta de las fiestas”, “Solemnidad de las solemnidades”, como la Eucaristía es el Sacramento de los sacramentos (el gran sacramento). S. Atanasio la llama “el gran domingo” (Ep. fest. 329), así como la Semana santa es llamada en Oriente “la gran semana”. El Misterio de la Resurrección, en el cual Cristo ha aplastado a la muerte, penetra en nuestro viejo tiempo con su poderosa energía, hasta que todo le esté sometido.
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En el Concilio de Nicea (año 325) todas las Iglesias se pusieron de acuerdo para que la Pascua cristiana fuese celebrada el domingo que sigue al plenilunio (14 del mes de Nisán) después del equinoccio de primavera. Por causa de los diversos métodos utilizados para calcular el 14 del mes de Nisán, en las Iglesias de Occidente y de Oriente no siempre coincide la fecha de la Pascua. Por eso, dichas Iglesias buscan hoy un acuerdo, para llegar de nuevo a celebrar en una fecha común el día de la Resurrección del Señor.
La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha “revestido de Cristo” (Ga 3,27): ha resucitado con Cristo. El cirio que se enciende en el cirio pascual, significa que Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son “la luz del mundo” (Mt 5,14; cf Flp 2,15). El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios en el Hijo Único. Puede ya decir la oración de los hijos de Dios: el Padre Nuestro.
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Ahora bien, esta plenitud del Espíritu no debía permanecer únicamente en el Mesías, sino que debía ser comunicada a todo el pueblo mesiánico (cf Ez 36,25-27; Jl 3,1-2). En repetidas ocasiones Cristo prometió esta efusión del Espíritu (cf Lc 12,12; Jn 3,5-8; 7,37-39; 16,7-15; Hch 1,8), promesa que realizó primero el día de Pascua (Jn 20,22) y luego, de manera más manifiesta el día de Pentecostés (cf Hch 2,1-4). Llenos del Espíritu Santo, los Apóstoles comienzan a proclamar “las maravillas de Dios” (Hch 2,11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los tiempos mesiánicos (cf Hch 2, 17-18). Los que creyeron en la predicación apostólica y se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu Santo (cf Hch 2,38).
– En el Magisterio de los Papas:
Francisco
Audiencia General (23-04-2014): La pregunta es para nosotros
«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lc 24,5)
Plaza de San Pedro
Miércoles 23 de abril de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esta semana es la semana de la alegría: celebramos la Resurrección de Jesús. Es una alegría auténtica, profunda, basada en la certeza que Cristo resucitado ya no muere más, sino que está vivo y operante en la Iglesia y en el mundo. Tal certeza habita en el corazón de los creyentes desde esa mañana de Pascua, cuando las mujeres fueron al sepulcro de Jesús y los ángeles les dijeron: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lc 24, 5). «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». Estas palabras son como una piedra miliar en la historia; pero también una «piedra de tropiezo», si no nos abrimos a la Buena Noticia, si pensamos que da menos fastidio un Jesús muerto que un Jesús vivo. En cambio, cuántas veces, en nuestro camino cotidiano, necesitamos que nos digan: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». Cuántas veces buscamos la vida entre las cosas muertas, entre las cosas que no pueden dar vida, entre las cosas que hoy están y mañana ya no estarán, las cosas que pasan… «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?».
Lo necesitamos cuando nos encerramos en cualquier forma de egoísmo o de auto-complacencia; cuando nos dejamos seducir por los poderes terrenos y por las cosas de este mundo, olvidando a Dios y al prójimo; cuando ponemos nuestras esperanzas en vanidades mundanas, en el dinero, en el éxito. Entonces la Palabra de Dios nos dice: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». ¿Por qué lo estás buscando allí? Eso no te puede dar vida. Sí, tal vez te dará una alegría de un minuto, de un día, de una semana, de un mes… ¿y luego? «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». Esta frase debe entrar en el corazón y debemos repetirla. ¿La repetimos juntos tres veces? ¿Hacemos el esfuerzo? Todos: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» [repite con los fieles]. Hoy, cuando volvamos a casa, digámosla desde el corazón, en silencio, y hagámonos esta pregunta: ¿por qué yo en la vida busco entre los muertos a aquél que vive? Nos hará bien.
No es fácil estar abiertos a Jesús. No se da por descontado aceptar la vida del Resucitado y su presencia en medio de nosotros. El Evangelio nos hace ver diversas reacciones: la del apóstol Tomás, la de María Magdalena y la de los dos discípulos de Emaús: nos hace bien confrontarnos con ellos. Tomás pone una condición a la fe, pide tocar la evidencia, las llagas; María Magdalena llora, lo ve pero no lo reconoce, se da cuenta de que es Jesús sólo cuando Él la llama por su nombre; los discípulos de Emaús, deprimidos y con sentimientos de fracaso, llegan al encuentro con Jesús dejándose acompañar por ese misterioso caminante. Cada uno por caminos distintos. Buscaban entre los muertos al que vive y fue el Señor mismo quien corrigió la ruta. Y yo, ¿qué hago? ¿Qué ruta sigo para encontrar a Cristo vivo? Èl estará siempre cerca de nosotros para corregir la ruta si nos equivocamos.
«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lc 24, 5). Esta pregunta nos hace superar la tentación de mirar hacia atrás, a lo que pasó ayer, y nos impulsa hacia adelante, hacia el futuro. Jesús no está en el sepulcro, es el Resucitado. Él es el Viviente, Aquel que siempre renueva su cuerpo que es la Iglesia y le hace caminar atrayéndolo hacia Él. «Ayer» era la tumba de Jesús y la tumba de la Iglesia, el sepulcro de la verdad y de la justicia; «hoy» es la resurrección perenne hacia la que nos impulsa el Espíritu Santo, donándonos la plena libertad.
Hoy se dirige también a nosotros este interrogativo. Tú, ¿por qué buscas entre los muertos al que vive, tú que te cierras en ti mismo después de un fracaso y tú que no tienes ya la fuerza para rezar? ¿Por qué buscas entre los muertos al que está vivo, tú que te sientes solo, abandonado por los amigos o tal vez también por Dios? ¿Por qué buscas entre los muertos al que está vivo, tú que has perdido la esperanza y tú que te sientes encarcelado por tus pecados? ¿Por qué buscas entre los muertos al que está vivo, tú que aspiras a la belleza, a la perfección espiritual, a la justicia, a la paz?
Tenemos necesidad de escuchar y recordarnos recíprocamente la pregunta del ángel. Esta pregunta, «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?», nos ayuda a salir de nuestros espacios de tristeza y nos abre a los horizontes de la alegría y de la esperanza. Esa esperanza que mueve las piedras de los sepulcros y alienta a anunciar la Buena Noticia, capaz de generar vida nueva para los demás. Repitamos esta frase del ángel para tenerla en el corazón y en la memoria y luego cada uno responda en silencio: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». ¡Repitámosla! [repite con la multitud]. Mirad hermanos y hermanas, Él está vivo, está con nosotros. No vayamos a los numerosos sepulcros que hoy te prometen algo, belleza, y luego no te dan nada. ¡Él está vivo! ¡No busquemos entre los muertos al que vive! Gracias.
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.