FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL DOMINGO DE RAMOS CC, 10 DE ABRIL DE 2022 (San Lucas 22,14-71.23,1-56).
-En los Santos Padres:
Gregorio de Nisa
Sermones: Es Rey, pues venció a la muerte
«Había encima de él una inscripción: ‘Este es el Rey de los judíos.’» (Lc 23,48)
Sermón 5º sobre la Pascua: PG 46, 683
PG
«Pilatos dijo: ‘Aquí tenéis a vuestro rey’ » (Jn 19,14)
¡Bendito sea Dios! Celebremos al Hijo único, Creador de los cielos, que ha vuelto a subir a ellos después de haber descendido hasta lo más profundo de los infiernos y ahora cubre la tierra entera con los rayos de su luz. Celebremos la sepultura del Hijo único y su resurrección como vencedor, gozo del mundo entero y vida de todos los pueblos…
Todo esto nos fue dado cuando el Creador, rechazando la ignominia, se levantó de entre los muertos y, en su esplendor divino transfiguró lo perecedero en imperecedero. ¿Cuál es la ignominia que rechazó? Nos lo dice Isaías: «Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres» (53, 2-3). ¿Cuándo es que estuvo sin gloria? Cuando llevó sobre sus espaldas el madero de la cruz como trofeo de su victoria sobre el diablo. Cuando pusieron sobre su cabeza una corona de espinas, a él que corona a sus fieles. Cuando fue revestido de púrpura el que reviste de inmortalidad a los que son renacidos del agua y del Espíritu Santo. Cuando clavaron en el madero al señor de la muerte y de la vida.
Pero el que estuvo sin gloria fue transfigurado en la luz, y el que es el gozo del mundo se despertó con su cuerpo… «¡El Señor es rey, vestido de belleza!» (Sal 92,1). ¿De qué belleza se revistió? De incorruptibilidad, de inmortalidad, de convocador de los apóstoles, de corona de la Iglesia. Pablo se hace testigo de ello, escuchémosle: «Es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad» (1Cor 15,53). También lo dice el salmista: «Tu trono está firme desde siempre y tú eres eterno; tu reino dura por los siglos; el Señor reina eternamente» (Sal 92,2; 145,13). Y también: «El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables» (Sal 96,1). ¡A él la gloria y el poder, amén!
– En los santos dominicos:
Santo Tomás de Aquino, Suma teológica – Parte IIIa – Cuestión 50
Sobre la muerte de Cristo
Artículo 1: ¿Fue conveniente que Cristo muriese?
Objeciones por las que parece no haber sido conveniente que Cristo muriese.
1. Lo que es primer principio en un género de cosas, no se dispone por lo que le es contrario; el fuego, por ejemplo, que es principio de calor, nunca puede ser frío. Pero el Hijo de Dios es el principio y la fuente de toda vida, según aquellas palabras de Sal 35,10: En ti está la fuente de la vida. Luego parece no haber sido conveniente que Cristo muriese.
2. El defecto de la muerte es mayor que el de la enfermedad, porque la enfermedad acarrea la muerte. Ahora bien, no fue conveniente que Cristo padeciese enfermedad alguna, como dice el Crisóstomo. Luego tampoco fue conveniente que Cristo muriese.
3. El Señor dice en Jn 10,10: Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia. Pero un opuesto no conduce a otro opuesto. Luego parece que no fue conveniente que Cristo muriese.
Contra esto: está lo que se lee en Jn 11,50: Es conveniente que muera un solo hombre por el pueblo, para que no perezca toda la nación. Esto lo dijo Caifas proféticamente, como lo atestigua el Evangelista (v.51).
Respondo: Fue conveniente que Cristo muriese. Primero, para satisfacer por el género humano, que había sido condenado a muerte a causa del pecado, conforme al pasaje de Gen 2,17: Cualquier día que comáis de él, ciertamente moriréis. Y es un modo provechoso de satisfacer por otro el someterse a la pena que ese tal mereció. Y, por ese motivo, Cristo quiso morir para satisfacer por nosotros con su muerte, según aquellas palabras de 1 Pe 3,18: Cristo murió una vez por nuestros pecados.
Segundo, para demostrar la verdad de la naturaleza que había tomado. Porque, como dice Eusebio, de otro modo, si después de haber vivido con los hombres, hubiera desaparecido súbitamente, rehuyendo la muerte, todos le habrían comparado con un fantasma.
Tercero, para que al morir él, nos librase del temor de la muerte. Por eso se dice en Heb 2,14-15: Participó de la carne y de la sangre para destruir, mediante la muerte, al que tenía el imperio de la muerte, y para librar a aquellos que, por el temor de la muerte, estaban sujetos de por vida a servidumbre.
Cuarto, para que, muriendo corporalmente, a semejanza del pecado, esto es, al castigo por el pecado, nos diese ejemplo de morir espiritualmente al pecado. Por esto se dice en Rom 6,10-11: Porque, muriendo, murió una vez al pecado; pero, viviendo, vive para Dios. Asi pues, también vosotros haced cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios.
Quinto, para que, resucitando de entre los muertos, demostrase el poder con que venció a la muerte, y nos diese a nosotros la esperanza de resucitar de entre los muertos. Por esto dice el Apóstol en 1 Cor 15,12: Si de Cristo se predica que resucitó de entre los muertos, ¿cómo algunos de entre vosotros dicen que no habrá resurrección de los muertos?
A las objeciones:
1. Cristo es la fuente de la vida en cuanto Dios, pero no en cuanto hombre. Y murió no en cuanto Dios, sino en cuanto hombre. De ahí que diga Agustín en Contra Felicianus: Lejos de nosotros pensar que Cristo sufrió la muerte de modo que, siendo El la vida, haya perdido la vida. De haber sido esto así, se hubiera secado la fuente de la vida. Experimentó, pues, la muerte por participación de la condición humana, que voluntariamente había tomado; pero no perdió el poder de la naturaleza, por el que da vida a todas las cosas.
2. Cristo no padeció la muerte originada por la enfermedad, para no dar la impresión de que moría por necesidad a causa de la flaqueza de la naturaleza. Pero sufrió la muerte traída desde el exterior, ofreciéndose a ella espontáneamente, para demostrar que su muerte era voluntaria.
3. Un opuesto, de suyo, no conduce a otro opuesto; pero alguna vez acontece eso accidentalmente, como lo frío, alguna vez, produce accidentalmente calor. Y de esta manera, Cristo, mediante su muerte, nos condujo a la vida, porque con su muerte destruyó la nuestra, al modo en que quien sufre un castigo por otra persona, le libra de tal castigo.
Artículo 2: ¿En la muerte de Cristo se separó la divinidad de su cuerpo?
Objeciones por las que parece que, en la muerte de Cristo, la divinidad se separó del cuerpo.
1. Como se lee en Mt 27,46, el Señor, colgado en la cruz, exclamó: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? Exponiéndolo, comenta Ambrosio: El hombre que está a punto de morir clama por la separación de la divinidad. Porque, estando la divinidad exenta de la muerte, ésta no podía producirse allí a no ser que se alejase la vida, pues la divinidad es la vida. Y así da la impresión de que, en la muerte de Cristo, la divinidad se separó del cuerpo.
2. Quitado el medio, los extremos quedan separados. Ahora bien, la divinidad estaba unida al cuerpo mediante el alma, como antes se ha expuesto (q.6 a.1). Luego parece que, habiéndose separado el alma del cuerpo en la muerte de Cristo, la divinidad quedó, por consiguiente, separada del cuerpo.
3. La virtud vivificadora de Dios es mayor que la del alma. Pero el cuerpo no podía morir sin la separación del alma. Luego da la impresión de que menos podía morir sin la separación de la divinidad.
Contra esto: está que lo que pertenece a la naturaleza humana no se predica del Hijo de Dios si no es por razón de la unión, como antes se ha explicado (q.16 a.4 y 5). Pero del Hijo de Dios se predica lo que conviene al cuerpo de Cristo después de la muerte, como es manifiesto por el Símbolo de la Fe, en el que se dice que el Hijo de Dios fue concebido y nació de la Virgen, que padeció, murió y fue sepultado. Luego el cuerpo de Cristo no fue separado de la divinidad durante la muerte.
Respondo: Lo que se concede por gracia de Dios no se quita nunca sin que intervenga la culpa; por esto se dice en Rom 11,29 que los dones y la vocación de Dios son sin arrepentimiento. Pero mucho mayor es la gracia de la unión, por la que la divinidad se unió al cuerpo de Cristo en la propia persona, que la gracia de adopción, por la cual son santificados los demás; y es también más permanente por razón de su propia naturaleza, porque esta gracia se ordena a la unión personal, mientras que la gracia de la adopción se ordena a una cierta unión amorosa. Y, no obstante, sabemos que la gracia de la adopción nunca se pierde sin culpa. Por consiguiente, al no existir en Cristo pecado de ninguna clase, fue imposible que se deshiciese la unión de la divinidad con el cuerpo. Y por tanto, así como antes de la muerte el cuerpo de Cristo estuvo unido personal e hipostáticamente al Verbo de Dios, así también permaneció unido después de la muerte, de suerte que no fuese distinta la hipóstasis del Verbo de Dios y la del cuerpo de Cristo después de la muerte, como escribe el Damasceno en el libro III.
A las objeciones:
1. Tal abandono no debe relacionarse con la ruptura de la unión personal, sino con el hecho de que el Padre le expuso a la pasión. Por eso, abandonar no significa allí otra cosa que no proteger de los perseguidores.
O dice que está abandonado respecto de aquella oración formulada por él: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz (Mt 26,39), como lo expone Agustín, en el libro De Gratia Novi Testamenti.
2. Se afirma que el Verbo de Dios se unió al cuerpo mediante el alma en cuanto que, por medio del alma, aquél pertenece a la naturaleza humana, que el Hijo de Dios intentaba tomar; pero no en el sentido de que el alma sea como el medio que liga los extremos unidos. El cuerpo recibe del alma el pertenecer a la naturaleza humana, incluso después que el alma se separa de él, es a saber: en cuanto que en el cuerpo muerto persiste, por una disposición divina, cierta ordenación a la resurrección. Y, por tal motivo, no se suprime la unión de la divinidad con el cuerpo.
3. El alma tiene la virtud de vivificar como principio formal. Y por eso, estando ella presente y unida en cuanto forma, es necesario que el cuerpo esté vivo. Pero la divinidad no tiene la virtud de vivificar en cuanto principio formal, sino como causa eficiente, porque no puede ser forma del cuerpo. Y, por tal motivo, no es necesario que, permaneciendo la unión de la divinidad con el cuerpo, éste esté vivo, porque Dios no obra por necesidad, sino por voluntad.
Artículo 3: ¿En la muerte de Cristo se produjo la separación entre la divinidad y el alma?lat
Objeciones por las que parece que, en la muerte de Cristo, hubo separación entre la divinidad y el alma.
1. El Señor dice, en Jn 10,18: Nadie me quita el alma, sino que yo la doy, y de nuevo la tomo. Ahora bien, no parece que el cuerpo pueda entregar el alma, separándola de sí mismo, porque el alma no está sujeta al poder del cuerpo, sino más bien al contrario. Y así da la impresión de que es a Cristo, en cuanto Verbo de Dios, a quien compete entregar su propia alma. Luego el alma se separó de la divinidad por la muerte.
2. Dice Atanasio: Maldito quien no confiesa que todo el hombre que asumió el Hijo de Dios, tomado o liberado de nuevo, resucitó al tercer día de entre los muertos. Pero todo el hombre no pudo ser tomado de nuevo a no ser que el hombre entero haya estado separado alguna vez del Verbo, pues el hombre completo se compone de cuerpo y alma. Luego alguna vez se produjo la separación de la divinidad tanto respecto del cuerpo como respecto del alma.
3. El Hijo de Dios se llama hombre por causa de su unión con el hombre completo. Por consiguiente, si rota la unión entre el alma y el cuerpo por causa de la muerte, el Verbo de Dios continuó unido al alma, se seguiría que podría decirse con verdad que el Hijo de Dios era el alma. Pero esto es falso, porque, al ser el alma la forma del cuerpo, se seguiría que el Verbo de Dios sería la forma del cuerpo, lo cual es imposible. Luego en la muerte de Cristo el alma estuvo separada del Verbo de Dios.
4. El alma y el cuerpo, cuando están separados uno del otro, no son una hipóstasis sino dos. En consecuencia, si el Verbo de Dios permaneció unido tanto al alma como al cuerpo de Cristo cuando estaban separados uno del otro por la muerte del propio Cristo, parece seguirse que el Verbo de Dios, durante la muerte de Cristo, tuvo dos hipóstasis. Y esto es inadmisible. Luego, después de la muerte de Cristo, su alma no permaneció unida al Verbo.
Contra esto: está lo que escribe el Damasceno, en el libro III: Aunque Cristo murió en cuanto hombre, y su alma santísima se separó de su cuerpo inmaculado, la divinidad se mantuvo inseparable de una y otro, es decir, del alma y del cuerpo.
Respondo: El alma se unió al Verbo de Dios de manera más inmediata y primero que el cuerpo, puesto que el cuerpo se unió al Verbo de Dios mediante el alma, como antes se ha dicho (q.6 a.1). Por consiguiente, no habiéndose separado el Verbo de Dios del cuerpo en la muerte, mucho menos se separó del alma. Por lo cual, así como del Hijo de Dios se predica lo que conviene al cuerpo separado del alma, a saber, el ser sepultado, así también se dice de El, en el Símbolo, que descendió a los infiernos, porque su alma, separada del cuerpo, descendió a los infiernos.
A las objeciones:
1. Agustín, exponiendo el pasaje de Juan, trata de investigar, puesto que Cristo es el Verbo, el alma y la carne, si entrega el alma por ser Verbo, o por ser alma, o por ser carne. Y comenta que si dijéramos que el Verbo de Dios entregó el alma, se seguiría que aquella alma estuvo alguna vez separada del Verbo. Eso es falso, porque la muerte separó el cuerpo del alma, pero no afirmo que el alma se haya separado del Verbo. Si dijéramos que la propia alma se entrega, se seguiría que el alma se separa de sí misma, lo que resulta absurdísimo. Queda, pues, que sea la propia carne la que entrega su alma (es decir, su vida) y la que de nuevo la toma, no por su propio poder, sino por el poder del Verbo que habita en la carne; porque, como antes se ha dicho (a.2), la divinidad del Verbo no se separó del cuerpo por la muerte.
2. En las palabras citadas no quiso decir Atanasio que haya sido tomado de nuevo todo el hombre, esto es, todas sus partes, como si el Verbo hubiera dejado, por la muerte, las partes de la naturaleza humana. Intenta decir, en cambio, que la totalidad de la naturaleza asumida fue de nuevo reconstituida en la resurrección por la reiterada unión del alma y el cuerpo.
3. El Verbo de Dios, por causa de la unión con la naturaleza humana, no se llama naturaleza humana, sino que se llama hombre, que equivale al que tiene naturaleza humana. Pero el alma y el cuerpo son las partes esenciales de la naturaleza humana. De ahí que, por la unión del Verbo con una y otro, no se siga que el Verbo de Dios sea alma o cuerpo, sino que es el que tiene alma o cuerpo.
4. Como escribe el Damasceno, en el libro III, por haberse separado el alma del cuerpo en la muerte de Cristo, no se dividió una hipóstasis en dos. Tanto el cuerpo como el alma tuvieron la existencia, desde el principio, por la hipóstasis del Verbo bajo el mismo aspecto; y en la muerte, separados entre sí, continuaron teniendo cada uno la única hipóstasis del Verbo. Por lo cual la hipóstasis única del Verbo fue la hipóstasis del Verbo, del alma y del cuerpo. Jamás ni el alma ni el cuerpo tuvieron una hipóstasis propia, fuera de la hipóstasis del Verbo. Siempre, pues, hubo una sola hipóstasis; y nunca dos.
Artículo 4: ¿Fue Cristo hombre durante los tres días de su muerte?
Objeciones por las que parece que Cristo fue hombre durante los tres días de su muerte.
1. Dice Agustín, en I De Trin.: Aquella unión fue de tal naturaleza que a Dios lo hacía hombre y al hombre lo hacía Dios. Pero esa unión no cesó con la muerte. Luego parece que con la muerte no dejó de ser hombre.
2. Dice el Filósofo, en IX Ethic., que cada hombre es su entendimiento. Por lo que también nosotros, dirigiéndonos al alma de Pedro, después de la muerte de éste, decimos: San Pedro, ruega por nosotros. Ahora bien, después de la muerte, el Hijo de Dios no se separó del alma intelectual. Luego durante esos tres días el Hijo de Dios fue hombre.
3. Todo sacerdote es hombre. Pero durante los tres días de la muerte Cristo continuó siendo sacerdote, pues, en caso contrario, no hubiera sido verdad lo que se dice en Sal 109,4: Tú eres sacerdote eterno. Luego Cristo fue hombre durante esos tres días.
Contra esto: está que, cuando se suprime lo superior, queda suprimido lo inferior. Pero lo vivo, o animado, es superior a lo animal y al hombre, porque animal es la sustancia animada sensible. Pero durante aquellos tres días de la muerte el cuerpo de Cristo no fue vivo ni animado. Luego no fue hombre.
Respondo: Es artículo de fe que Cristo murió verdaderamente. Por tanto, afirmar algo que destruya la muerte de Cristo, es un error contra la fe. Por esto se dice en la Epístola Sinodal de Cirilo: Si alguno no confiesa que el Verbo de Dios padeció en la carne, fue crucificado en la carne y experimentó la muerte en la carne, sea anatema. Ahora bien, la muerte verdadera del hombre o del animal incluye que, a causa de la muerte, dejen de ser hombre o animal, porque la muerte del hombre o del animal proviene de la separación del alma que completa la noción de animal o de hombre. Y, por este motivo, decir que Cristo fue hombre durante los tres días de su muerte es falso, sencilla y absolutamente hablando. Puede decirse, sin embargo, que Cristo, en esos tres días, fue hombre muerto.
No obstante, algunos han sostenido que Cristo, en esos tres días, fue hombre, profiriendo palabras erróneas sin duda, pero sin sentir erróneamente en la fe; tal, por ejemplo, Hugo de San Víctor, el cual decía que Cristo fue hombre durante los tres días de su muerte, porque sostenía que el alma es el hombre, lo que es falso, como se ha demostrado en la Primera Parte (q.75 a.4).
También el Maestro de las Sentencias, en la distinción 22 del libro III, afirmó que Cristo fue hombre durante los tres días de su muerte, porque creyó que la unión del alma con el cuerpo no era esencial al concepto de hombre, sino que, para que una cosa sea hombre, basta con que tenga alma humana y cuerpo, ya unidos, ya separados. Esto es también falso por lo expuesto en la Primera Parte (q.76 a.1), y por lo dicho acerca del modo de la unión (q.2 a.5).
A las objeciones:
1. El Verbo de Dios tomó el alma y el cuerpo unidos; y por eso, tal toma hizo a Dios hombre y al hombre Dios. Por consiguiente, esa toma no cesó por la separación del Verbo respecto del alma o del cuerpo; cesó, sin embargo, la unión entre el cuerpo y el alma.
2. Se afirma que el hombre es su entendimiento, no porque el entendimiento sea el hombre completo sino porque el entendimiento es la parte más noble del hombre, dándose en él virtualmente toda disposición del hombre; como si al gobernador de una ciudad se le llama la ciudad entera, porque en él se halla todo lo referente al gobierno de la ciudad.
3. El ser sacerdote le conviene al hombre por razón del alma, en la que se asienta el carácter del orden. Por eso, el hombre no pierde el orden sacerdotal por la muerte. Y mucho menos lo pierde Cristo, que es el origen de todo sacerdocio.
Artículo 5: ¿El cuerpo de Cristo vivo y muerto, fue numéricamente el mismo?
Objeciones por las que parece que el cuerpo de Cristo vivo y muerto no fue numéricamente el mismo.
1. Cristo murió verdaderamente, como mueren los demás hombres. Pero el cuerpo de cualquier otro hombre no es en absoluto numéricamente el mismo, muerto y vivo, porque se distinguen con una esencial diferencia. Luego tampoco el cuerpo de Cristo es en absoluto numéricamente el mismo, muerto y vivo.
2. Según el Filósofo, en V Metaphys., las cosas específicamente distintas, lo son también numéricamente. Ahora bien, el cuerpo de Cristo, vivo y muerto, fue específicamente distinto, porque el ojo o el cuerpo de un muerto no se llaman tales sino equívocamente, como es manifiesto por el Filósofo, tanto en II De anima como en VII Metaphys.. Luego el cuerpo de Cristo no fue en absoluto numéricamente el mismo, muerto y vivo.
3. La muerte es una corrupción. Pero lo que experimenta una corrupción sustancial, después de corrompido, ya no existe, porque la corrupción es el cambio del ser al no ser. Por consiguiente, el cuerpo de Cristo, una vez que murió, no siguió siendo numéricamente el mismo, por ser la muerte una corrupción sustancial.
Contra esto: está lo que dice Atanasio, en la Epístola Ad Epictetum: El cuerpo que fue circuncidado, el que bebía, comía y trabajaba, y el que fue clavado en la cruz era el Verbo de Dios impasible e incorpóreo; este cuerpo fue puesto en el sepulcro. Ahora bien, el cuerpo vivo de Cristo fue circuncidado y clavado en la cruz; y el cuerpo muerto de Cristo fue puesto en el sepulcro. Luego este mismo cuerpo es el que estuvo vivo y el que murió.
Respondo: La expresión puramente (simpliciter) puede entenderse en dos sentidos: Uno, de manera que puramente (simpliciter) es lo mismo que absolutamente, como se dice puramente (simpliciter) lo que se dice sin aditamento alguno, como escribe el Filósofo. Y, de este modo, el cuerpo de Cristo muerto y vivo fue puramente (simpliciter) el mismo numéricamente. Pues se dice que una cosa es puramente la misma numéricamente porque es la misma por razón del supuesto. Pero el cuerpo de Cristo, vivo y muerto, fue el mismo por razón del supuesto; porque, vivo y muerto, no tuvo otra hipóstasis que la hipóstasis del Verbo de Dios, como arriba se ha dicho (a.2). Y en este sentido habla Atanasio en el escrito alegado.
Otro, de manera que puramente (simpliciter) resulta lo mismo que del todo o totalmente. Y, de esta manera, el cuerpo de Cristo muerto y vivo no fue puramente (simpliciter) el mismo numéricamente. Porque no fue totalmente el mismo, ya que la vida, por ser algo que pertenece a la esencia del cuerpo vivo, es un predicado esencial, no accidental. De donde se sigue que el cuerpo que deja de ser vivo, no continúa siendo totalmente el mismo.
Si se dijese que el cuerpo muerto de Cristo continuaba siendo totalmente el mismo, se seguiría que no había experimentado la corrupción, entendiendo por ésta la corrupción de la muerte. Lo cual es la herejía de los Gayanistas, como dice Isidoro, y como se contiene en los Decretos XXIV, q.3. Y el Damasceno indica, en el libro III, que la palabra corrupción significa dos cosas: por un lado, separación entre el alma y el cuerpo, y cosas semejantes; por otro, la completa disolución en los elementos. Por consiguiente, llamar incorruptible al cuerpo del Señor, según el primer modo de corrupción, antes de la resurrección, como lo sostuvieron Juliano y Gayano, es impío; porque el cuerpo de Cristo no sería consustancial con nosotros, ni habría muerto de verdad; ni verdaderamente habríamos sido salvados. Según el segundo modo, el cuerpo de Cristo fue incorrupto.
A las objeciones:
1. El cuerpo muerto de cualquier otro hombre no continúa unido a una hipóstasis permanente, como acontece con el cuerpo muerto de Cristo. Y por esto, el cuerpo muerto de cualquier otro hombre no es absolutamente el mismo, sino relativamente; porque es el mismo según la materia, pero no según la forma. En cambio, el cuerpo de Cristo continúa siendo absolutamente el mismo por la identidad del supuesto, como acabamos de decir (en la sol.).
2. Una cosa se llama numéricamente la misma por razón del supuesto; y se dice específicamente la misma por razón de la forma; donde quiera que subsista el supuesto en una sola naturaleza, es necesario que, suprimida la unidad específica, quede suprimida también la unidad numérica. Pero la hipóstasis del Verbo de Dios subsiste en dos naturalezas. Y, por ese motivo, aunque en los demás el cuerpo no continúe siendo el mismo conforme a la especie de la naturaleza humana, en Cristo, sin embargo, continúa siendo numéricamente el mismo conforme al supuesto del Verbo de Dios.
3. La corrupción y la muerte no corresponden a Cristo por razón del supuesto, conforme al cual se considera la unidad numeral; sino que le corresponden por razón de la naturaleza humana, según la cual se encuentra en el cuerpo de Cristo la diferencia entre muerte y vida.
Artículo 6: ¿Contribuyó algo la muerte de Cristo para nuestra salvación?
Objeciones por las que parece que la muerte de Cristo no contribuyó en nada a nuestra salvación.
1. La muerte es una privación, pues es la privación de la vida. Pero la privación, al no ser cosa alguna, no tiene virtud de ninguna clase para obrar. Luego no pudo obrar cosa alguna para nuestra salvación.
2. La pasión de Cristo obró nuestra salvación por medio del mérito. Pero la muerte de Cristo no puede obrar de esta manera, porque en la muerte el alma se separa del cuerpo, y aquélla es el principio del mérito. Luego la muerte de Cristo no obró nada para nuestra salvación.
3. Lo corporal no es causa de lo espiritual. Ahora bien, la muerte de Cristo fue corporal. Luego no pudo ser causa espiritual de nuestra salvación.
Contra esto: está lo que dice Agustín, en el IV De Trin.: La única muerte de nuestro Salvador, a saber, la corporal, fue provechosa para nuestras dos muertes, esto es, la del alma y la del cuerpo.
Respondo: Sobre la muerte de Cristo podemos hablar de dos modos: Uno, en cuanto está en proceso de ejecución (in fieri); otro, en cuanto realizada (in facto esse). Se dice que la muerte está en proceso de ejecución (in fieri) cuando uno se encamina a la muerte por algún sufrimiento natural o violento. Y, en este sentido, es lo mismo hablar de la muerte de Cristo que hablar de su pasión. Y así, la muerte de Cristo, considerada de este modo, es causa de nuestra salvación, conforme a lo dicho arriba sobre su pasión (q.48).
Pero la muerte realizada (in facto esse) se entiende en cuanto que ya se ha producido la separación entre el alma y el cuerpo. Y en este sentido hablamos aquí de la muerte de Cristo. Y de este modo la muerte de Cristo no puede ser causa de nuestra salvación por vía de mérito, sino sólo por vía de eficiencia, es a saber, en cuanto que por la muerte la divinidad no se separó del cuerpo de Cristo, y por ese motivo cuanto acontece con el cuerpo de Cristo, incluso separada el alma, fue saludable para nosotros por virtud de la divinidad que estaba unida a él.
Pero el efecto de una causa se considera propiamente conforme a la imagen de la causa. De donde, por ser la muerte una privación de la propia vida, el efecto de la muerte de Cristo se considera en orden a la remoción de aquellas cosas que son contrarias a nuestra salud, y que son la muerte del alma y la muerte del cuerpo. Y por esto se dice que la muerte de Cristo destruyó en nosotros la muerte del alma, causada por el pecado, según aquellas palabras de Rom 4,25: Fue entregado, a la muerte se entiende, por nuestros pecados; y la muerte del cuerpo, que consiste en la separación del alma, conforme a aquel pasaje de 1 Cor 15,54: La muerte ha sido absorbida por la victoria.
A las objeciones:
1. La muerte de Cristo obró nuestra salvación por virtud de la divinidad con la que está unida, y no exclusivamente por causa de la muerte.
2. La muerte de Cristo, considerada en cuanto realizada (in factó esse), a pesar de que no fue causa de nuestra salvación por vía de mérito, sí lo fue por vía de eficiencia, como queda dicho (en la sol.).
3. La muerte de Cristo fue ciertamente corporal, pero su cuerpo fue instrumento de la divinidad que le estaba unida, y por virtud de ésta obraba incluso después de muerto.
– En el Catecismo de la Iglesia Católica
571 El Misterio Pascual de la cruz y de la resurrección de Cristo está en el centro de la Buena Nueva que los Apóstoles, y la Iglesia a continuación de ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de Dios se ha cumplido de “una vez por todas” (Hb 9, 26) por la muerte redentora de su Hijo Jesucristo.
572 La Iglesia permanece fiel a “la interpretación de todas las Escrituras” dada por Jesús mismo, tanto antes como después de su Pascua ((Lc 24, 27. 44-45): “¿No era necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?” (Lc 24, 26). Los padecimientos de Jesús han tomado una forma histórica concreta por el hecho de haber sido “reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas” (Mc 8, 31), que lo “entregaron a los gentiles, para burlarse de él, azotarle y crucificarle” (Mt 20, 19).
573 Por lo tanto, la fe puede escrutar las circunstancias de la muerte de Jesús, que han sido transmitidas fielmente por los evangelios (cf. DV 19) e iluminadas por otras fuentes históricas, a fin de comprender mejor el sentido de la Redención.
Párrafo 1
JESÚS E ISRAEL
574 Desde los comienzos del ministerio público de Jesús, fariseos y partidarios de Herodes, junto con sacerdotes y escribas, se pusieron de acuerdo para perderle (cf. Mc 3, 6). Por algunas de sus obras (expulsión de demonios, cf. Mt 12, 24; perdón de los pecados, cf. Mc 2, 7; curaciones en sábado, cf. Mc 3, 1-6; interpretación original de los preceptos de pureza de la Ley, cf. Mc 7, 14-23; familiaridad con los publicanos y los pecadores públicos, (cf. Mc 2, 14-17), Jesús apareció a algunos malintencionados sospechoso de posesión diabólica (cf. Mc 3, 22; Jn 8, 48; 10, 20). Se le acusa de blasfemo (cf. Mc 2, 7; Jn 5,18; 10, 33) y de falso profetismo (cf. Jn 7, 12; 7, 52), crímenes religiosos que la Ley castigaba con pena de muerte a pedradas (cf. Jn 8, 59; 10, 31).
575 Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido, pues, un “signo de contradicción” (Lc 2, 34) para las autoridades religiosas de Jerusalén, aquéllas a las que el Evangelio de san Juan denomina con frecuencia “los judíos” (cf. Jn 1, 19; 2, 18; 5, 10; 7, 13; 9, 22; 18, 12; 19, 38; 20, 19), más incluso que a la generalidad del pueblo de Dios (cf. Jn 7, 48-49). Ciertamente, sus relaciones con los fariseos no fueron solamente polémicas. Fueron unos fariseos los que le previnieron del peligro que corría (cf. Lc 13, 31). Jesús alaba a alguno de ellos como al escriba de Mc 12, 34 y come varias veces en casa de fariseos (cf. Lc 7, 36; 14, 1). Jesús confirma doctrinas sostenidas por esta élite religiosa del pueblo de Dios: la resurrección de los muertos (cf. Mt 22, 23-34; Lc 20, 39), las formas de piedad (limosna, ayuno y oración, cf. Mt 6, 18) y la costumbre de dirigirse a Dios como Padre, carácter central del mandamiento de amor a Dios y al prójimo (cf. Mc 12, 28-34).
576 A los ojos de muchos en Israel, Jesús parece actuar contra las instituciones esenciales del Pueblo elegido:
– contra la sumisión a la Ley en la integridad de sus prescripciones escritas, y, para los fariseos, según la interpretación de la tradición oral.
– contra el carácter central del Templo de Jerusalén como lugar santo donde Dios habita de una manera privilegiada.
– contra la fe en el Dios único, cuya gloria ningún hombre puede compartir.
I. Jesús y la Ley
577 Al comienzo del Sermón de la Montaña, Jesús hace una advertencia solemne presentando la Ley dada por Dios en el Sinaí con ocasión de la Primera Alianza, a la luz de la gracia de la Nueva Alianza:
«No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una “i” o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido. Por tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los cielos» (Mt 5, 17-19).
578 Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los cielos, se debía sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único en poderlo hacer perfectamente (cf. Jn 8, 46). Los judíos, según su propia confesión, jamás han podido cumplir la Ley en su totalidad, sin violar el menor de sus preceptos (cf. Jn 7, 19; Hch 13, 38-41; 15, 10). Por eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley constituye un todo y, como recuerda Santiago, “quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos” (St 2, 10; cf. Ga 3, 10; 5, 3).
579 Este principio de integridad en la observancia de la Ley, no sólo en su letra sino también en su espíritu, era apreciado por los fariseos. Al subrayarlo para Israel, muchos judíos del tiempo de Jesús fueron conducidos a un celo religioso extremo (cf. Rm 10, 2), el cual, si no quería convertirse en una casuística “hipócrita” (cf. Mt 15, 3-7; Lc 11, 39-54) no podía más que preparar al pueblo a esta intervención inaudita de Dios que será la ejecución perfecta de la Ley por el único Justo en lugar de todos los pecadores (cf. Is 53, 11; Hb 9, 15).
580 El cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino Legislador que nació sometido a la Ley en la persona del Hijo (cf Ga 4, 4). En Jesús la Ley ya no aparece grabada en tablas de piedra sino “en el fondo del corazón” (Jr 31, 33) del Siervo, quien, por “aportar fielmente el derecho” (Is 42, 3), se ha convertido en “la Alianza del pueblo” (Is 42, 6). Jesús cumplió la Ley hasta tomar sobre sí mismo “la maldición de la Ley” (Ga 3, 13) en la que habían incurrido los que no “practican todos los preceptos de la Ley” (Ga 3, 10) porque “ha intervenido su muerte para remisión de las transgresiones de la Primera Alianza” (Hb 9, 15).
581 Jesús fue considerado por los judíos y sus jefes espirituales como un “rabbi” (cf. Jn 11, 28; 3, 2; Mt 22, 23-24, 34-36). Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley (cf. Mt 12, 5; 9, 12; Mc 2, 23-27; Lc 6, 6-9; Jn 7, 22-23). Pero al mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que “enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mt 7, 28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en Él se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: “Habéis oído también que se dijo a los antepasados […] pero yo os digo” (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas “tradiciones humanas” (Mc 7, 8) de los fariseos que “anulan la Palabra de Dios” (Mc 7, 13).
582 Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los alimentos, tan importante en la vida cotidiana judía, manifestando su sentido “pedagógico” (cf. Ga 3, 24) por medio de una interpretación divina: “Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro […] —así declaraba puros todos los alimentos— . Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7, 18-21). Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no aceptaban su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba (cf. Jn 5, 36; 10, 25. 37-38; 12, 37). Esto ocurre, en particular, respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos (cf. Mt 2,25-27; Jn 7, 22-24), que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio de Dios (cf. Mt 12, 5; Nm 28, 9) o al prójimo (cf. Lc 13, 15-16; 14, 3-4) que realizan sus curaciones.
II. Jesús y el Templo
583 Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento (Lc. 2, 22-39). A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre (cf. Lc 2, 46-49). Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua (cf. Lc 2, 41); su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías (cf. Jn 2, 13-14; 5, 1. 14; 7, 1. 10. 14; 8, 2; 10, 22-23).
584 Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado (Mt 21, 13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: “No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: ‘El celo por tu Casa me devorará’ (Sal 69, 10)” (Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cf. Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20. 21).
585 Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión, la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra (cf. Mt 24, 1-2). Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua (cf. Mt 24, 3; Lc 13, 35). Pero esta profecía pudo ser deformada por falsos testigos en su interrogatorio en casa del sumo sacerdote (cf. Mc 14, 57-58) y serle reprochada como injuriosa cuando estaba clavado en la cruz (cf. Mt 27, 39-40).
586 Lejos de haber sido hostil al Templo (cf. Mt 8, 4; 23, 21; Lc 17, 14; Jn 4, 22) donde expuso lo esencial de su enseñanza (cf. Jn 18, 20), Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro (cf. Mt 17, 24-27), a quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia (cf. Mt 16, 18). Aún más, se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres (cf. Jn 2, 21; Mt 12, 6). Por eso su muerte corporal (cf. Jn 2, 18-22) anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: “Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre”(Jn 4, 21; cf. Jn 4, 23-24; Mt 27, 51; Hb 9, 11; Ap 21, 22).
III. Jesús y la fe de Israel en el Dios único y Salvador
587 Si la Ley y el Templo de Jerusalén pudieron ser ocasión de “contradicción” (cf. Lc 2, 34) entre Jesús y las autoridades religiosas de Israel, la razón está en que Jesús, para la redención de los pecados —obra divina por excelencia—, acepta ser verdadera piedra de escándalo para aquellas autoridades (cf. Lc 20, 17-18; Sal 118, 22).
588 Jesús escandalizó a los fariseos comiendo con los publicanos y los pecadores (cf. Lc 5, 30) tan familiarmente como con ellos mismos (cf. Lc 7, 36; 11, 37; 14, 1). Contra algunos de los “que se tenían por justos y despreciaban a los demás” (Lc 18, 9; cf. Jn 7, 49; 9, 34), Jesús afirmó: “No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores” (Lc 5, 32). Fue más lejos todavía al proclamar frente a los fariseos que, siendo el pecado una realidad universal (cf. Jn 8, 33-36), los que pretenden no tener necesidad de salvación se ciegan con respecto a sí mismos (cf. Jn 9, 40-41).
589 Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6-26).
590 Sólo la identidad divina de la persona de Jesús puede justificar una exigencia tan absoluta como ésta: “El que no está conmigo está contra mí” (Mt 12, 30); lo mismo cuando dice que él es “más que Jonás […] más que Salomón” (Mt 12, 41-42), “más que el Templo” (Mt 12, 6); cuando recuerda, refiriéndose a que David llama al Mesías su Señor (cf. Mt 12, 36-37), cuando afirma: “Antes que naciese Abraham, Yo soy” (Jn 8, 58); e incluso: “El Padre y yo somos una sola cosa” (Jn 10, 30).
591 Jesús pidió a las autoridades religiosas de Jerusalén que creyeran en él en virtud de las obras de su Padre que él realizaba (Jn 10, 36-38). Pero tal acto de fe debía pasar por una misteriosa muerte a sí mismo para un nuevo “nacimiento de lo alto” (Jn 3, 7) atraído por la gracia divina (cf. Jn 6, 44). Tal exigencia de conversión frente a un cumplimiento tan sorprendente de las promesas (cf. Is 53, 1) permite comprender el trágico desprecio del Sanedrín al estimar que Jesús merecía la muerte como blasfemo (cf. Mc 3, 6; Mt 26, 64-66). Sus miembros obraban así tanto por “ignorancia” (cf. Lc 23, 34; Hch 3, 17-18) como por el “endurecimiento” (Mc 3, 5; Rm 11, 25) de la “incredulidad” (Rm 11, 20).
Resumen
592 Jesús no abolió la Ley del Sinaí, sino que la perfeccionó (cf. Mt 5, 17-19) de tal modo (cf. Jn 8, 46) que reveló su hondo sentido (cf. Mt 5, 33) y satisfizo por las transgresiones contra ella (cf. Hb 9, 15).
593 Jesús veneró el Templo subiendo a él en peregrinación en las fiestas judías y amó con gran celo esa morada de Dios entre los hombres. El Templo prefigura su Misterio. Anunciando la destrucción del Templo anuncia su propia muerte y la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación, donde su cuerpo será el Templo definitivo.
594 Jesús realizó obras como el perdón de los pecados que lo revelaron como Dios Salvador (cf. Jn 5, 16-18). Algunos judíos que no le reconocían como Dios hecho hombre (cf. Jn 1, 14) veían en él a “un hombre que se hace Dios” (Jn 10, 33), y lo juzgaron como un blasfemo.
I El proceso de Jesús
Divisiones de las autoridades judías respecto a Jesús
595 Entre las autoridades religiosas de Jerusalén, no solamente el fariseo Nicodemo (cf. Jn 7, 50) o el notable José de Arimatea eran en secreto discípulos de Jesús (cf. Jn 19, 38-39), sino que durante mucho tiempo hubo disensiones a propósito de Él (cf. Jn 9, 16-17; 10, 19-21) hasta el punto de que en la misma víspera de su pasión, san Juan pudo decir de ellos que “un buen número creyó en él”, aunque de una manera muy imperfecta (Jn 12, 42). Eso no tiene nada de extraño si se considera que al día siguiente de Pentecostés “multitud de sacerdotes iban aceptando la fe” (Hch 6, 7) y que “algunos de la secta de los fariseos … habían abrazado la fe” (Hch 15, 5) hasta el punto de que Santiago puede decir a san Pablo que “miles y miles de judíos han abrazado la fe, y todos son celosos partidarios de la Ley” (Hch 21, 20).
596 Las autoridades religiosas de Jerusalén no fueron unánimes en la conducta a seguir respecto de Jesús (cf. Jn 9, 16; 10, 19). Los fariseos amenazaron de excomunión a los que le siguieran (cf. Jn 9, 22). A los que temían que “todos creerían en él; y vendrían los romanos y destruirían nuestro Lugar Santo y nuestra nación” (Jn 11, 48), el sumo sacerdote Caifás les propuso profetizando: “Es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación” (Jn 11, 49-50). El Sanedrín declaró a Jesús “reo de muerte” (Mt 26, 66) como blasfemo, pero, habiendo perdido el derecho a condenar a muerte a nadie (cf. Jn 18, 31), entregó a Jesús a los romanos acusándole de revuelta política (cf. Lc 23, 2) lo que le pondrá en paralelo con Barrabás acusado de “sedición” (Lc 23, 19). Son también las amenazas políticas las que los sumos sacerdotes ejercen sobre Pilato para que éste condene a muerte a Jesús (cf. Jn 19, 12. 15. 21).
Los judíos no son responsables colectivamente de la muerte de Jesús
597 Teniendo en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso (Judas, el Sanedrín, Pilato), lo cual solo Dios conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Cf. Mc 15, 11) y de las acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después de Pentecostés (cf. Hch 2, 23. 36; 3, 13-14; 4, 10; 5, 30; 7, 52; 10, 39; 13, 27-28; 1 Ts 2, 14-15). El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf. Lc 23, 34) y Pedro siguiendo su ejemplo apelan a “la ignorancia” (Hch 3, 17) de los judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Menos todavía se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el tiempo y en el espacio, apoyándose en el grito del pueblo: “¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mt 27, 25), que equivale a una fórmula de ratificación (cf. Hch 5, 28; 18, 6):
Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano II: «Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy […] No se ha de señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la sagrada Escritura» (NA 4).
Todos los pecadores fueron los autores de la Pasión de Cristo
598 La Iglesia, en el magisterio de su fe y en el testimonio de sus santos, no ha olvidado jamás que “los pecadores mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas que soportó el divino Redentor” (Catecismo Romano, 1, 5, 11; cf. Hb 12, 3). Teniendo en cuenta que nuestros pecados alcanzan a Cristo mismo (cf. Mt 25, 45; Hch 9, 4-5), la Iglesia no duda en imputar a los cristianos la responsabilidad más grave en el suplicio de Jesús, responsabilidad con la que ellos con demasiada frecuencia, han abrumado únicamente a los judíos:
«Debemos considerar como culpables de esta horrible falta a los que continúan recayendo en sus pecados. Ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal “crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia” (Hb 6, 6). Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los judíos. Porque según el testimonio del apóstol, “de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria” (1 Co 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de Él con nuestras acciones, ponemos de algún modo sobre Él nuestras manos criminales» (Catecismo Romano, 1, 5, 11).
«Y los demonios no son los que le han crucificado; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados» (S. Francisco de Asís, Admonitio, 5, 3).
II. La muerte redentora de Cristo en el designio divino de salvación
“Jesús entregado según el preciso designio de Dios”
599 La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica san Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: “Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios” (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han “entregado a Jesús” (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.
600 Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio eterno de “predestinación” incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia: “Sí, verdaderamente, se han reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes y Poncio Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel (cf. Sal 2, 1-2), de tal suerte que ellos han cumplido todo lo que, en tu poder y tu sabiduría, habías predestinado” (Hch 4, 27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera (cf. Mt 26, 54; Jn 18, 36; 19, 11) para realizar su designio de salvación (cf. Hch 3, 17-18).
“Muerto por nuestros pecados según las Escrituras”
601 Este designio divino de salvación a través de la muerte del “Siervo, el Justo” (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). San Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber “recibido” (1 Co 15, 3) que “Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras” (ibíd.: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).
“Dios le hizo pecado por nosotros”
602 En consecuencia, san Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: “Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros” (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado (cf. Rm 8, 3), “a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Co 5, 21).
603 Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, “Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros” (Rm 8, 32) para que fuéramos “reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5, 10).
Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal
604 Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8).
605 Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: “De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños” (Mt 18, 14). Afirma “dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: “no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Concilio de Quiercy, año 853: DS, 624).
III. Cristo se ofreció a su Padre por nuestros pecados
Toda la vida de Cristo es oblación al Padre
606 El Hijo de Dios “bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado” (Jn 6, 38), “al entrar en este mundo, dice: […] He aquí que vengo […] para hacer, oh Dios, tu voluntad […] En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo” (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús “por los pecados del mundo entero” (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: “El Padre me ama porque doy mi vida” (Jn 10, 17). “El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado” (Jn 14, 31).
607 Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: “¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (Jn 12, 27). “El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?” (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que “todo esté cumplido” (Jn 19, 30), dice: “Tengo sed” (Jn 19, 28).
“El cordero que quita el pecado del mundo”
608 Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14; cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: “Servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45).
Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre
609 Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, “los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1) porque “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: “Nadie me quita [la vida]; yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando Él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).
Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida
610 Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los doce Apóstoles (cf Mt 26, 20), en “la noche en que fue entregado” (1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus Apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf. 1 Co 5, 7), por la salvación de los hombres: “Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros” (Lc 22, 19). “Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).
611 La Eucaristía que instituyó en este momento será el “memorial” (1 Co 11, 25) de su sacrificio. Jesús incluye a los Apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla (cf. Lc 22, 19). Así Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza: “Por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean también consagrados en la verdad” (Jn 17, 19; cf. Concilio de Trento: DS, 1752; 1764).
La agonía de Getsemaní
612 El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo (cf. Lc 22, 20), lo acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní (cf. Mt 26, 42) haciéndose “obediente hasta la muerte” (Flp 2, 8; cf. Hb 5, 7-8). Jesús ora: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz…” (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de pecado (cf. Hb 4, 15) que es la causa de la muerte (cf. Rm 5, 12); pero sobre todo está asumida por la persona divina del “Príncipe de la Vida” (Hch 3, 15), de “el que vive”, Viventis assumpta (Ap 1, 18; cf. Jn 1, 4; 5, 26). Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 42), acepta su muerte como redentora para “llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero” (1 P 2, 24).
La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo
613 La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres (cf. 1 Co 5, 7; Jn 8, 34-36) por medio del “Cordero que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29; cf. 1 P 1, 19) y el sacrificio de la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11, 25) que devuelve al hombre a la comunión con Dios (cf. Ex 24, 8) reconciliándole con Él por “la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28; cf. Lv 16, 15-16).
614 Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios (cf. Hb 10, 10). Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo (cf. 1 Jn 4, 10). Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (cf. Jn 15, 13), ofrece su vida (cf. Jn 10, 17-18) a su Padre por medio del Espíritu Santo (cf. Hb 9, 14), para reparar nuestra desobediencia.
Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia
615 “Como […] por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que “se dio a sí mismo en expiación”, “cuando llevó el pecado de muchos”, a quienes “justificará y cuyas culpas soportará” (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Concilio de Trento: DS, 1529).
En la cruz, Jesús consuma su sacrificio
616 El “amor hasta el extremo”(Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). “El amor […] de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron” (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.
617 Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis justificationem meruit (“Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”), enseña el Concilio de Trento (DS, 1529) subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como “causa de salvación eterna” (Hb 5, 9). Y la Iglesia venera la Cruz cantando: O crux, ave, spes unica (“Salve, oh cruz, única esperanza”; Añadidura litúrgica al himno “Vexilla Regis”: Liturgia de las Horas).
Nuestra participación en el sacrificio de Cristo
618 La Cruz es el único sacrificio de Cristo “único mediador entre Dios y los hombres” (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, “se ha unido en cierto modo con todo hombre” (GS 22, 2) Él “ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida […] se asocien a este misterio pascual” (GS 22, 5). Él llama a sus discípulos a “tomar su cruz y a seguirle” (Mt 16, 24) porque Él “sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas” (1 P 2, 21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35):
«Esta es la única verdadera escala del paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo» (Santa Rosa de Lima, cf. P. Hansen, Vita mirabilis, Lovaina, 1668)
Resumen
619 “Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras”(1 Co 15, 3).
620 Nuestra salvación procede de la iniciativa del amor de Dios hacia nosotros porque “Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). “En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo” (2 Co 5, 19).
621 Jesús se ofreció libremente por nuestra salvación. Este don lo significa y lo realiza por anticipado durante la última cena: “Este es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros” (Lc 22, 19).
622 La redención de Cristo consiste en que Él “ha venido a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28), es decir “a amar a los suyos […] hasta el extremo” (Jn 13, 1) para que ellos fuesen “rescatados de la conducta necia heredada de sus padres” (1 P 1, 18).
623 Por su obediencia amorosa a su Padre, “hasta la muerte […] de cruz” (Flp 2, 8), Jesús cumplió la misión expiatoria (cf. Is 53, 10) del Siervo doliente que “justifica a muchos cargando con las culpas de ellos” (Is 53, 11; cf. Rm 5, 19).
624 “Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos” (Hb 2, 9). En su designio de salvación, Dios dispuso que su Hijo no solamente “muriese por nuestros pecados” (1 Co 15, 3) sino también que “gustase la muerte”, es decir, que conociera el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que Él expiró en la Cruz y el momento en que resucitó. Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es el misterio del Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba (cf. Jn 19, 42) manifiesta el gran reposo sabático de Dios (cf. Hb 4, 4-9) después de realizar (cf. Jn 19, 30) la salvación de los hombres, que establece en la paz el universo entero (cf. Col 1, 18-20).
El cuerpo de Cristo en el sepulcro
625 La permanencia de Cristo en el sepulcro constituye el vínculo real entre el estado pasible de Cristo antes de Pascua y su actual estado glorioso de resucitado. Es la misma persona de “El que vive” que puede decir: “estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos” (Ap 1, 18):
«Y este es el misterio del plan providente de Dios sobre la Muerte y la Resurrección de Hijos de entre los muerte: que Dios no impidió a la muerte separar el alma del cuerpo, según el orden necesario de la naturaleza, pero los reunió de nuevo, una con otro, por medio de la Resurrección, a fin de ser Él mismo en persona el punto de encuentro de la muerte y de la vida deteniendo en Él la descomposición de la naturaleza que produce la muerte y resultando Él mismo el principio de reunión de las partes separadas» (San Gregorio Niceno, Oratio catechetica, 16, 9: PG 45, 52).
626 Ya que el “Príncipe de la vida que fue llevado a la muerte” (Hch 3,15) es al mismo tiempo “el Viviente que ha resucitado” (Lc 24, 5-6), era necesario que la persona divina del Hijo de Dios haya continuado asumiendo su alma y su cuerpo separados entre sí por la muerte:
«Aunque Cristo en cuanto hombre se sometió a la muerte, y su alma santa fue separada de su cuerpo inmaculado, sin embargo su divinidad no fue separada ni de una ni de otro, esto es, ni del alma ni del cuerpo: y, por tanto, la persona única no se encontró dividida en dos personas. Porque el cuerpo y el alma de Cristo existieron por la misma razón desde el principio en la persona del Verbo; y en la muerte, aunque separados el uno de la otra, permanecieron cada cual con la misma y única persona del Verbo» (San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, 3, 27: PG 94, 1098A).
“No dejarás que tu santo vea la corrupción”
627 La muerte de Cristo fue una verdadera muerte en cuanto que puso fin a su existencia humana terrena. Pero a causa de la unión que la persona del Hijo conservó con su cuerpo, éste no fue un despojo mortal como los demás porque “no era posible que la muerte lo dominase” (Hch 2, 24) y por eso “la virtud divina preservó de la corrupción al cuerpo de Cristo” (Santo Tomás de Aquino, S.th., 3, 51, 3, ad 2). De Cristo se puede decir a la vez: “Fue arrancado de la tierra de los vivos” (Is 53, 8); y: “mi carne reposará en la esperanza de que no abandonarás mi alma en la mansión de los muertos ni permitirás que tu santo experimente la corrupción” (Hch 2,26-27; cf. Sal 16, 9-10). La Resurrección de Jesús “al tercer día” (1Co 15, 4; Lc 24, 46; cf. Mt 12, 40; Jon 2, 1; Os 6, 2) era el signo de ello, también porque se suponía que la corrupción se manifestaba a partir del cuarto día (cf. Jn 11, 39).
“Sepultados con Cristo … “
628 El Bautismo, cuyo signo original y pleno es la inmersión, significa eficazmente la bajada del cristiano al sepulcro muriendo al pecado con Cristo para una nueva vida: “Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6,4; cf Col 2, 12; Ef 5, 26).
Resumen
629 Jesús gustó la muerte para bien de todos (cf. Hb 2, 9). Es verdaderamente el Hijo de Dios hecho hombre que murió y fue sepultado.
630 Durante el tiempo que Cristo permaneció en el sepulcro su Persona divina continuó asumiendo tanto su alma como su cuerpo, separados sin embargo entre sí por causa de la muerte. Por eso el cuerpo muerto de Cristo “no conoció la corrupción” (Hch 13,37).
– En el Magisterio de los Papas:
XIII Jornada Mundial de la Juventud. (05-04-1998
Domingo de Ramos, 5 de abril de 1998
1. «¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19, 38).
El domingo de Ramos nos hace revivir la entrada de Jesús en Jerusalén, cuando se acercaba la celebración de la Pascua. El pasaje evangélico nos lo ha presentado mientras entra en la ciudad rodeado por una multitud jubilosa. Puede decirse que, aquel día, llegaron a su punto culminante las expectativas de Israel con respecto al Mesías. Eran expectativas alimentadas por las palabras de los antiguos profetas y confirmadas por Jesús de Nazaret con su enseñanza y, especialmente, con los signos que había realizado.
A los fariseos, que le pedían que hiciera callar a la multitud, Jesús les respondió: «Si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19, 40). Se refería, en particular, a las paredes del templo de Jerusalén, construido con vistas a la venida del Mesías y reconstruido con gran esmero después de haber sido destruido en el momento de la deportación a Babilonia. El recuerdo de la destrucción y reconstrucción del templo seguía vivo en la conciencia de Israel, y Jesús hacía referencia a ese recuerdo, cuando afirmaba: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19). Así como el antiguo templo de Jerusalén fue destruido y reconstruido, así también el templo nuevo y perfecto del cuerpo de Jesús debía morir en la cruz y resucitar al tercer día (cf. Jn 2, 21-22).
2. Al entrar en Jerusalén, Jesús sabe, sin embargo, que el júbilo de la multitud lo introduce en el corazón del «misterio» de la salvación. Es consciente de que va al encuentro de la muerte y no recibirá una corona real, sino una corona de espinas.
Las lecturas de la celebración de hoy aluden al sufrimiento del Mesías y llegan a su punto culminante en la descripción que el evangelista san Lucas hace en la narración de la pasión. Este inefable misterio de dolor y de amor lo proponen el profeta Isaías, considerado como el evangelista del Antiguo Testamento, el Salmo responsorial y el estribillo que acabamos de cantar: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Lo repite san Pablo en la carta a los Filipenses, en la que se inspira la aclamación que nos acompañará durante el «Triduo sacro»: «Cristo, por nosotros, se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (cf. Flp 2, 8). En la Vigilia pascual añadiremos: «Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el nombre sobre todo nombre» (Flp 2, 9).
La Iglesia, en la celebración eucarística, todos los días conmemora la pasión, la muerte y la resurrección del Señor: «Anunciamos tu muerte —dicen los fieles después de la consagración—, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!».
3. Desde hace más de diez años, el domingo de Ramos se ha convertido en una esperada cita para la celebración de la Jornada mundial de la juventud. El hecho de que la Iglesia dirija precisamente en este día su particular atención a los jóvenes es, de por sí, muy elocuente. Y no sólo porque hace dos mil años fueron los jóvenes —pueri Hebraeorum— quienes acompañaron con júbilo a Cristo en su entrada triunfal en Jerusalén; sino también, y sobre todo, porque, al cabo de veinte siglos de historia cristiana, los jóvenes, guiados por su sensibilidad y por una certera intuición, descubren en la liturgia del domingo de Ramos un mensaje dirigido a cada uno de ellos.
Queridos jóvenes, a vosotros se os propone nuevamente hoy el mensaje de la cruz. A vosotros, que seréis los adultos del tercer milenio, se os encomienda esta cruz que, dentro de poco, un grupo de jóvenes franceses entregará a una representación de la juventud de Roma y de Italia. De Roma a Buenos Aires; de Buenos Aires a Santiago de Compostela; de Santiago de Compostela a Czéstochowa; de Jasna Góra a Denver; de Denver a Manila; de Manila a París, esta cruz ha peregrinado con los jóvenes de un país a otro, de un continente a otro. Vuestra opción, jóvenes cristianos, es clara: descubrir en la cruz de Cristo el sentido de vuestra existencia y la fuente de vuestro entusiasmo misionero.
A partir de hoy peregrinará por las diócesis de Italia, hasta la Jornada mundial de la juventud del año 2000, que se celebrará aquí, en Roma, con ocasión del gran jubileo. Luego, con la llegada del nuevo milenio, reanudará su camino por el mundo entero, mostrando de ese modo que la cruz camina con los jóvenes, y que los jóvenes caminan con la cruz.
4. ¡Cómo no dar gracias a Dios por esta singular alianza que une a los jóvenes creyentes! En este momento quisiera dar las gracias a todos los que, guiando a los jóvenes en esta iniciativa providencial, han contribuido a la gran peregrinación de la cruz por los caminos del mundo. Recuerdo con afecto y gratitud especialmente al amadísimo cardenal Eduardo Pironio, que falleció recientemente. Estuvo presente y presidió muchas celebraciones de la Jornada mundial de la juventud. Que el Señor lo colme de las recompensas celestiales prometidas a los servidores buenos y fieles.
Mientras, dentro de poco, la cruz pasará idealmente de París a Roma, permitid que el Obispo de esta ciudad exclame con la liturgia: Ave crux, spes unica! ¡Te saludamos, oh cruz santa! En ti viene a nosotros aquel que en Jerusalén, hace veinte siglos, fue aclamado por otros jóvenes y por la multitud: «Bendito el que viene en nombre del Señor».
Todos nos unimos a este canto, repitiendo: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Sí! Bendito eres tú, oh Cristo, que también hoy vienes a nosotros con tu mensaje de amor y de vida. Y bendita es tu santa cruz, de la que brota la salvación del mundo, ayer, hoy y siempre. Ave crux! ¡Alabado sea Jesucristo
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.