Preparación opcional 24 de octubre 2021

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL XXX DOMINGO DURANTE EL AÑO. 24 DE OCTUBRE DE 2021. San Marcos (10, 45-56).

-En los Padres de la Iglesia:

San Agustín, obispo

Sermón: Jesucristo, médico del alma y del cuerpo

Sermón 88, Ed. BAC, T VII. Madrid, 1964, pp. 200-208

  1. Cristo, Médico nuestro médico

—Sabéis como nosotros, hermanos míos, que nuestro Señor y Salvador Jesucristo es el médico de nuestra salud eterna, y que tomó nuestra enferma naturaleza para que nuestra enfermedad no fuera sempiterna. Porque asumió un cuerpo mortal para en él matar la muerte. Y aunque crucificado en nuestra enfermedad, como dice el Apóstol, vive por la virtud de Dios. Del mismo Apóstol son, además, estas palabras: Ya no muere ni está sujeto a la muerte. Todo esto bien notorio es para vuestra fe, pero debemos también saber que todos los milagros que obró en los cuerpos tienen por blanco hacernos llegar a lo que ni pasa ni tendrá fin. Devolvió a los ciegos los ojos que había de cerrar la muerte; resucitó a Lázaro, el cual morirá por segunda vez. Todo lo que hizo en beneficio de los cuerpos no lo hizo para hacerlos inmortales, bien que al mismo cuerpo le habrá de dar en el fin una eterna salud; mas, como no eran creídas las maravillas invisibles, quiso por medio de acciones visibles y temporales levantar la fe hacia las cosas que no se ven.

2. Elogio de la fe actual de la Iglesia

—Nadie, pues, hermanos, diga que ahora ya no hace nuestro Señor Jesucristo los milagros que antes; por donde los primeros tiempos de la Iglesia fueron mejores que los actuales. Pues en cierto lugar el mismo Señor pone a los que creen sin ver sobre los que creyeron porque vieron. La fe de los discípulos era por entonces en tal modo vacilante, que, aun viendo resucitado a su Maestro, no dieron crédito a sus ojos, antes necesitaron palparle. No los llenaba el verle con los ojos sin acercar a sus miembros las manos y tocar las cicatrices de las recientes llagas; y cuando sus manos le cercioraron de la realidad de las llagas, el discípulo incrédulo exclamó: ¡Señor mío y Dios mío! Quedaron las cicatrices como testimonio del que había sanado todas las llagas en otros. Sin duda podía el Señor resucitar sin cicatrices, pero conocía las llagas abiertas en el corazón de los discípulos, y conservó las de su cuerpo para sanarlos. ¿Qué dijo el Señor al discípulo que, reconociéndole por su Dios, exclamó: Señor mío y Dios mío? Creíste porque me haz visto; bienaventurados los que no ven y creen. ¿A quién se refiere sino a nosotros, hermanos? Y no solamente a nosotros, sino a todos los que vengan detrás de nosotros. Porque no mucho después, habiéndose alejado de sus ojos mortales para fortalecer la fe de sus corazones, cuantos en adelante creyeron en él creyeron sin verle, y su fe tuvo gran mérito, porque para conquistarla no usaron del tocamiento de las manos, sino del acercamiento de su piadoso corazón.

3. Grandes milagros que hace Cristo ahora

Las obras milagrosas del Señor eran, pues, un convite a la fe, y esta fe se conserva en la Iglesia, extendida por todo el mundo, y obra hoy curaciones más grandes, para obtener las cuales no se desdeñó él de hacer aquellas menores; porque tanto la salud del alma lleva ventaja a la del cuerpo cuando éste desmerece de aquélla. Si los ciegos no abren ahora los ojos bajo la mano del Señor, ¡cuántos corazones no menos ciegos los abren a su palabra! Ahora no resucita a un cadáver, pero resucita el alma que yacía muerta en un cadáver vivo; ahora no se abren los oídos sordos del cuerpo, pero ¡cuántos corazones se han abierto a la acción penetrante de la palabra de Dios y pasan de la incredulidad a la fe, de una vida desordenada a un honesto vivir y de la rebeldía a la sumisión! He ahí, nos decimos, uno que vino a la fe, y nos pasmarnos porque conocíamos su dureza. Mas ¿por qué te maravillas de su fe, de su inocencia y fidelidad a Dios, sino porque ves ha recobrado la vista el ciego, y la vida el muerto, y el oído el que sabías era sordo? Porque hay otro género de muertos, de los cuales habló el Señor, cuando a un joven que difería seguirle con el fin de enterrar a su padre, le dijo: Deja que los muertos sepulten a sus muertos. Cierto que los muertos no pueden ser sepultureros de un muerto corporal, pues ¿cómo puede un cadáver enterrar a otro cadáver?; pero llámalos muertos y es fuerza lo sean en el alma; porque, según a menudo vernos muerto al dueño de la casa sin que la morada sufra detrimento, así también muchos llevan muerta el alma dentro de un cuerpo sano; y a éstos quiérelos despertar el Apóstol diciendo: Levántate tú que duermes; levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará. El que ilumina al ciego y resucita al muerto es el mimo cuya voz clama: Levántate tú que duermes. El ciego será iluminado cuando resucite. ¿A cuántos sordos veía el Señor delante cuando dijo: El que tenga oídos para oír, que oiga? ¿Quién de los que allí estaban carecía del órgano del oído? Luego, ¿qué oídos pedía, sino los espirituales?

4. El ojo con que se ve a Dios

—Y ¿de qué ojos hablaba, dirigiéndose a hombres no corporalmente ciegos? Habiéndole dicho Felipe: Muéstranos, Señor, al Padre y nos basta, bien entendía que la vista del Padre podía bastarle; mas ¿podría bastar el Padre a quien no le bastaba el Igual al Padre? ¿Por qué? Porque no le veía. Y ¿por qué no le veía? Porque no estaba sano todavía el ojo por donde podía ser visto. Felipe veía en la humanidad del Señor lo que se mostraba a los ojos del cuerpo, lo cual veíanlo no solamente los fieles discípulos, sino también los judíos que le crucificaron. Pero Jesús podía ser visto de otra manera; de ahí el demandar otros ojos. Y por eso al que le dijo: Muéstranos el Padre, y tendremos bastante, le contestó: ¿Tanto tiempo como hace que estoy con vosotros, aún no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a Mí, ve también a mi Padre. A fin de sanarle los ojos de la fe, llámale hacia la fe para que pueda llegar a la visión; y para que no se imaginara Felipe que hay en Dios la misma figura corporal de Jesucristo nuestro Señor, añadió: ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Acababa de decir: Quien a Mí me ve, ve a mi Padre; mas los ojos de Felipe aun no estaban acomodados para ver al Padre, ni, por ende, para ver al Hijo, igual al Padre; y de ahí que, hallándose aún tierna la vista de su alma e incapaz de fijarse en tan viva luz, se pro­puso el Señor curarle y fortalecerle con el colirio y fomentos da la fe; y por eso le pregunta: ¿No crees que yo estoy en el Pa­dre y que el Padre está en mí? Así, pues, quien todavía no pueda ver lo que ha el Señor de mostrar al descubierto, en vez de buscar antes ver que creer, debe creer primero para sanar el ojo con que vea. A los ojos serviles mostrábaseles no más la naturaleza de siervo; igual a Dios sin haberlo usurpado, si hu­biera podido ser visto en lo que tiene de igual al Padre—en su misma igualdad—por los hombres, que vino a curar, ¿qué nece­sidad tenía de anonadarse a sí mismo tomando la naturaleza de esclavo? Pero, no habiendo modo de que fuese Dios visto—y habiéndolo de que fuera visto el hombre—, hízose hombre quien era Dios, para que lo que se veía en él nos dispusiera para ver lo que en él no se veía. Y así dice en otro lugar: Bienaventura­dos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Felipe, ciertamente, podía responder: Señor, estoy cierto de que te veo, ¿Es el Padre como lo que veo en ti?; porque nos dijiste: Quien me ve a mí, ve también a mi Padre. Antes de responder esto Felipe, tal vez antes de pensarlo, añadió Jesús: ¿No crees que estoy yo en el Padre y que está el Padre en mí? El ojo interior del discípulo no podía ver aún ni al Padre ni al Hijo, igual al Padre, y así, por que pudiera ver, era necesario lavárselo con el agua de la fe. Por donde, para que puedas ver algún día lo que hoy no puedes, cree lo que todavía no ves. Anda por el camino de la fe para llegar a la clara vista; porque, si la fe nos sostiene en el camino, la clara vista no será nuestra dicha en la patria, o como dice el Apóstol: Mientras vivamos en cuerpo, somos peregrinos de Dios; y para mostrarnos por qué somos peregrinos, aunque ya creemos, añade: Andamos por la fe y no en la realidad.

5. Nuestro único empeño en esta vida

—Así, pues, hermanos míos, todo nuestro empeño en esta vida ha de consistir sanar el ojo del corazón para ver a Dios. Ese fin tiene la celebración de los santos misterios, la predicación de la palabra divina, las amonestaciones morales de la Iglesia, o digamos, las que se proponen la enmienda de las costumbres y concupiscencias carnales y la renuncia, no sólo de palabra, sino de obra también, a este siglo; y el blanco de las divinas letras no es otro que purificar el interior de cuanto nos impide la vista de Dios. El ojo, hecho para ver esta luz corpórea, aunque celeste sin duda, pero material y sensible, no es peculiar del hombre; se ha concedido también a los más viles animales; y con estar hecho para eso, cuando algo entra en él se oscurece y queda privado de esta luz, y aunque ella le envuelve por doquier, el ojo la rehúye o tiene que privarse de ella; y no sólo le es extraña a luz, sino que le atormenta, bien que haya sido criado para verla; así el ojo del corazón, cuando está herido y oscurecido, él mismo se aparta de la luz de la justicia y no se atreve a contemplarla, ni puede hacerlo.

6. Agentes perturbadores del ojo del corazón

— ¿Que turba el ojo del corazón? La codicia, la avaricia, la injusticia, el amor del siglo; esto es lo que turba, lo que cierra, lo que ciega el ojo del corazón. Ahora bien, cuando se lastima un ojo del cuerpo, es de ver la presteza con que se le avisa al médico para que nos lo abra, lo limpie y lo cure, y podamos ver la luz. No hay dilación ni sosiego, antes se corre a llamarle para que nos saque la pajita que se nos ha caído dentro. Pues aunque ese sol que deseamos gozar con ojos sanos lo hizo Dios, mucho más brillante es quien lo hizo; pero su esplendor, destinado a los ojos del alma, no es de la misma naturaleza que el sol; esta divina luz es la eterna Sabiduría. ¡Oh hombre! Dios te ha hecho a su imagen y, habiéndote dado con qué ver el sol que hizo, ¿te habrá negado con qué verle a él, que te hizo, y esto a su imagen y semejanza? No lo dudes; él te ha dado unos y otros ojos; sin embargo, tanto como amas los ojos exteriores, otro tanto descuidas el interior, que llevas averiado y ciego; y es para ti un sufrimiento el que tu Criador quiera mostrársete; un sufrimiento, sí, para tu ojo antes de ser curado y sanado. Pecó Adán en el paraíso, y escondióse de la cara de Dios. Cuando tenía el corazón y la conciencia puros, gozábase de la presencia divina; mas, en cuanto el pecado lastimó su ojo interior, co­menzó a espantarle la divina luz y se acogió a las tinieblas y a las espesuras del bosque, huyendo de la Verdad y apeteciendo las sombras.

7. Experiencia ejemplar de Cristo

—En resolución, hermanos míos; puesto que descendemos de él, y, come dice el Apóstol, Todos mueren en Adán, pues todos venimos de estos primeros padres, si hemos rehusado someternos al Médico para enfermar, obedezcámosle para librarnos de la enfermedad. Cuando estábamos sanos, nos dio prescripciones el Médico para que no lo necesitásemos, No son los sanos, dice, los que necesi­tan de médico, sino los enfermos. Cuando sanos, no le obedecimos, y bien a nuestra costa hemos aprendido cuánto mal nos trajo el menosprecio de aquel mandato. Ahora, pues, estamos en­fermos desde el principio, sufrimos, yacemos en el lecho del dolor; mas no desesperemos. No pudiendo nosotros ir al Médico, el Médico se ha dignado venir a nosotros. No abandonó al enfermo el que fue despreciado por el enfermo antes de enfermar, ni ha cesado de dar otras prescripciones a quien rehusó las primeras, para que no enfermase. Como si le dijera: «Ya sabes por experiencia con cuánta verdad te dije: No toques esto. Sana ya y vuelve a la vida. Yo cargo sobre mí tu enfermedad; toma esta copa; es amarga, pero tú fuiste quien te hiciste penosos aquellos preceptos míos, tan dulces cuando yo los di y tenías tú salud. Habiéndoles tenido en poco, empezaste a enferma­r, y ahora no puedes sanar si no bebes el cáliz amargo de tentaciones en que abunda esta vida, el cáliz de las tribulaciones, de las angustias, de los dolores. Bebe, dice, bebe para cobrar la vida». Y por que no le respondiera el enfermo: «No puedo, no lo tolero, no bebo», bebió primero el médico sano, para que sin vacilación bebiese también el enfermo. Porque ¿hubo amargura en aquel cáliz que el Médico no bebiera? ¿Ultrajes? El antes, cuando arrojaba los demonios, oyó decirle: Está endemoniado, y: En nombre de Belcebú echa los demonios. De donde, para consuelo de los enfermos, dice: Si han dicho del Padre de familias que era Belcebú, ¿cuánto más no lo dirán de los domésticos? Si son amargos los dolores, él fue atado, y azotado, y crucificado. Si es amarga la muerte, también murió Él. Si el enfermo se estremece ante la muerte, nada había entonces de más ignominioso que cierto género particular de muerte: la muerte de cruz; y no sin motivo, para encarecer su obediencia, dijo el Apóstol: Hízose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

– En los Santos Dominicos:

Santo Tomás de Aquino (1225-1274), Doctor de la Iglesia

Suma teológica – Parte I-IIae – Cuestión 63

Sobre la causa de las virtudes

Artículo 1: ¿Nos es dada la virtud por la naturaleza?

Objeciones 

por las que parece que la virtud nos es dada por la naturaleza.

1. 

Dice San Juan Damasceno, en el libro III: Las virtudes son naturales, y se dan por igual en todos. Y San Antonio dice a su vez, en el sermón a los monjes : Si la voluntad cambia la naturaleza, hay perversidad; consérvese su condición, y hay virtud. Y sobre aquello de Mt 4,23: Recorría Jesús, etcétera, dice la Glosa: Enseña las justicias naturales, es decir, la castidad, la justicia, la humildad, que el hombre posee naturalmente.

2. 

El bien de la virtud consiste en ser conforme a la razón, según consta por lo dicho (q.55 a.4 ad 2). Pero lo que es conforme a la razón es natural al hombre, ya que la razón es la naturaleza del hombre. Luego la virtud es dada al hombre por la naturaleza.

3. 

Se dice que nos es natural aquello que tenemos desde el nacimiento. Pero algunos tienen las virtudes desde el nacimiento, pues en Job 31,18 se dice: Desde la infancia creció conmigo la misericordia, y salió conmigo del vientre de mi madre. Luego la virtud es dada al hombre por la naturaleza.

Contra esto: 

lo que es dado al hombre por la naturaleza es común a todos los hombres y no se pierde por el pecado, pues hasta en los demonios permanecen los bienes naturales, según dice Dionisio en el capítulo 4 De div. nom. Pero la virtud no se da en todos los hombres, y se pierde por el pecado. Luego la virtud no es dada al hombre por la naturaleza.

Respondo: 

Respecto de las formas corporales, algunos dijeron que proceden totalmente de adentro, pensando así los que ponían formas latentes. Otros, por el contrario, dijeron que proceden totalmente de afuera, como aquellos que pensaban que las formas corporales proceden de alguna causa separada. Otros, en fin, dijeron que proceden en parte de adentro, en cuanto que existen potencialmente en la materia, y en parte de afuera, en cuanto que son reducidas al acto por un agente.

Así también, respecto de las ciencias y de las virtudes, algunos afirmaron que proceden totalmente de adentro, de modo que todas las virtudes y todas las ciencias preexisten naturalmente en el alma; pero que es mediante la disciplina y el ejercicio como se vencen los impedimentos de la ciencia y de la virtud, ocasionados al alma por la gravedad del cuerpo, de modo parecido a como se hace brillar al hierro mediante la limación. Tal fue la opinión de los platónicos. Otros dijeron que proceden totalmente de afuera, esto es, del influjo de la inteligencia agente, como afirma Avicena. Otros, en fin, dijeron que las ciencias y las virtudes nos son dadas por la naturaleza en cuanto a la aptitud, no en cuanto a su realización, tal como dice el Filósofo en el libro II Ethic. Y esto es más verdadero.

Para cuyo esclarecimiento es necesario tener en cuenta que algo se dice que es natural a algún hombre de dos modos. Uno, según la naturaleza específica; otro, según la naturaleza individual. Y como cada cosa se constituye en especie según su forma, pero se constituye en individuo según la materia; y, a su vez, la forma del hombre es el alma racional, siendo el cuerpo su materia, lo que corresponde al hombre según el alma racional le es natural según la naturaleza específica, mientras que lo que le es natural según la determinada complexión del cuerpo le es natural según la naturaleza individual, pues lo que es natural al hombre por parte del cuerpo según la especie, se refiere en cierto modo al alma, en cuanto que tal cuerpo es proporcionado a tal alma.

De uno y otro modo la virtud es natural al hombre según cierta incoación. Según la naturaleza específica, en cuanto que en la razón lleva el hombre naturalmente ciertos principios naturalmente conocidos, tanto de orden especulativo como de orden práctico, los cuales son ciertas semillas de las virtudes intelectuales y morales; y en cuanto que en la voluntad se da cierto apetito natural del bien que es según la razón. Y según la naturaleza individual, en cuanto que por la disposición del cuerpo unos están mejor o peor dotados para ciertas virtudes en razón de que ciertas facultades sensitivas son actos de ciertas partes del cuerpo, que, por su disposición, ayudan o impiden a dichas facultades en sus actos, y, consiguientemente, a las facultades racionales, a las que sirven las facultades sensitivas. Así es como un hombre tiene aptitud natural para la ciencia, otro la tiene para la fortaleza, y otro la tiene para la templanza. Y de estos modos, tanto las virtudes intelectuales como las morales, nos son dadas por la naturaleza según cierta incoación de aptitud. Pero no en su consumación, porque la naturaleza está determinada a una sola cosa, mientras que la consumación de estas virtudes no es según un único modo de acción, sino varia, según las diversas materias sobre las que operan las virtudes y según las diversas circunstancias.

Resulta, pues, claro que las virtudes están por naturaleza en nosotros sólo aptitudinal e incoativamente, no de modo perfecto, excepto las virtudes teológicas, que proceden totalmente de afuera.

A las objeciones: 

Según lo dicho resulta clara la respuesta a las objeciones. Pues las dos primeras razones se basan en que existen en nosotros naturalmente las semillas de las virtudes en cuanto que somos racionales. Y la tercera razón se basa en que, debido a la disposición natural del cuerpo, habida desde el nacimiento, uno tiene aptitud para la misericordia, otro la tiene para vivir moderadamente, y otro para otra virtud.

Artículo 2: ¿Es causada en nosotros alguna virtud por la costumbre de las obras?

Objeciones 

por las que parece que las virtudes no pueden ser causadas en nosotros por la costumbre de las obras.

1. 

Comentando aquello de Rom 14,23: Todo lo que no procede de la fe es pecado, dice la Glosa de San Agustín: Toda la vida de los infieles es pecado: y nada es bueno sin el bien sumo. Donde falta el conocimiento de la verdad, es falsa la virtud, incluso en las óptimas costumbres. Pero la fe no puede adquirirse por las obras, sino que es causada por Dios en nosotros, según aquello de Ef 2,8: De gracia habéis sido salvados por la fe. Luego ninguna virtud puede ser adquirida en nosotros por la costumbre de las obras.

2. 

El pecado, al ser contrario a la virtud, no es compatible con ella. Pero el hombre no puede evitar el pecado sino por la gracia de Dios, según aquello de Sab, 8,21: Conocí que no puedo ser continente a no ser que me lo conceda Dios. Luego tampoco las otras virtudes pueden ser causadas en nosotros por la costumbre de las obras, sino tan sólo por donación de Dios.

3. 

Los actos encaminados a la virtud no tienen la perfección de la virtud. Ahora bien, el efecto no puede ser más perfecto que la causa. Luego la virtud no puede ser causada por los actos que la preceden.

Contra esto: 

dice Dionisio, en el capítulo 4 De div. nom., que el bien es más fuerte que el mal. Pero por los malos actos se engendra el hábito de los vicios. Luego mucho más por los actos buenos pueden ser causados los hábitos de las virtudes.

Respondo: 

Sobre la generación de los hábitos por los actos ya se ha tratado anteriormente en general (q.51 a.2.3). Tratando ahora de la virtud en especial, hay que considerar que, según se ha dicho anteriormente (q.55 a.3.4), la virtud del hombre le perfecciona en orden al bien. Pero como la razón de bien consiste en el modo, la especie y el orden, según dice San Agustín en el libro De natura boni, o en el número, el peso y la medida, según se dice en Sab, 11,21, es necesario que el bien del hombre se considere conforme a alguna regla; la cual es doble, según se ha dicho anteriormente (q.19 a.3.4), a saber, la razón humana y la ley divina. Y como la ley divina es regla superior, se extiende a más cosas, de suerte que lo que es regulado por la razón humana, es regulado también por la ley divina, pero no a la inversa.

Por consiguiente, la virtud del hombre ordenada al bien, cuyo modo lo establece la regla de la razón humana, puede ser causada por los actos humanos, en cuanto que estos actos proceden de la razón, bajo cuya potestad y regla se establece tal bien. Pero la virtud que ordena al hombre al bien, cuyo modo lo establece la ley divina, y no la ley humana, no puede ser causada por los actos humanos, cuyo principio es la razón, sino que es causada en nosotros únicamente por la acción divina. Por eso, refiriéndose a esta clase de virtudes, ponía San Agustín en la definición de virtud: que Dios causa en nosotros sin nosotros.

A las objeciones:

1. 

La primera razón procede de tomar las virtudes en el último sentido señalado.

2. 

La virtud divinamente infusa, máxime si se considera en su perfección, no es compatible con pecado mortal alguno. Pero la virtud adquirida humanamente puede ser compatible con algún acto de pecado, aunque sea mortal, porque el uso del hábito está en nosotros sujeto a nuestra voluntad, según se ha dicho anteriormente (q.49 a.3 sedcontra), y por un acto de pecado no se corrompe el hábito de la virtud adquirida, ya que al hábito no le es directamente contrario el acto, sino el hábito. Por eso, aunque sin la gracia el hombre no pueda evitar el pecado mortal de modo que no peque nunca mortalmente, sin embargo, no está incapacitado para adquirir el hábito de virtud por la cual se abstenga de las malas obras en la mayoría de los casos, sobre todo de aquellas que son muy contrarias a la razón. Hay también ciertos pecados mortales que el hombre no puede evitar en modo alguno sin la gracia, que son aquellos que se oponen directamente a las virtudes teológicas, que existen en nosotros por don de gracia. Pero esto se explicará más adelante (q.109 a.4).

3. 

Según se ha dicho (a.1 q.51 a.1), preexisten en nosotros, dadas por la naturaleza, ciertas semillas o principios de las virtudes adquiridas, las cuales son más nobles que las virtudes adquiridas por fuerza de ellos, como el entendimiento de los principios es más noble que la ciencia de las conclusiones; y la rectitud natural de la razón es más noble que la rectificación del apetito, que lo es por participación de la razón, rectitud que pertenece a la virtud moral. Así, pues, los actos humanos, en cuanto proceden de principios más altos, pueden causar las virtudes adquiridas humanas.

Artículo 3: ¿Hay en nosotros algunas virtudes morales infusas?

Objeciones 

por las que parece que, además de las virtudes teológicas, no hay en nosotros otras virtudes infundidas por Dios.

1. 

Las cosas que pueden ser hechas por las causas segundas, no las hace inmediatamente Dios, a no ser alguna vez milagrosamente, porque, como dice Dionisio, es ley de la divinidad conducir a las cosas últimas por las intermedias. Pero las virtudes intelectuales y morales pueden ser causadas en nosotros por nuestros propios actos, según queda dicho (a.2). Luego no es conveniente que sean causadas en nosotros por infusión.

2. 

En las obras de Dios existe mucho menos lo superfluo que en las obras de la naturaleza. Pero para ordenarnos al bien sobrenatural bastan las virtudes teológicas. Luego no existen otras virtudes sobrenaturales que deban ser causadas en nosotros por Dios.

3. 

La naturaleza no hace por dos medios lo que puede hacer por uno; y mucho menos Dios. Pero Dios depositó en nuestra alma las semillas de las virtudes, según dice la Glosa sobre Heb 1,6. Luego no es necesario que cause en nosotros otras virtudes por infusión.

Contra esto: 

se dice en Sab 8,7: Enseña la sobriedad y la justicia, la prudencia y la fortaleza.

Respondo: 

Es necesario que los efectos sean proporcionados a sus causas y principios. Pero todas las virtudes, tanto intelectuales como morales, que adquirimos por nuestros actos, proceden de ciertos principios naturales que preexisten en nosotros, según se ha dicho anteriormente (a.1; q.51 a.1). En lugar de esos principios naturales, nos son conferidas por Dios las virtudes teológicas, que nos ordenan al fin sobrenatural, según queda dicho (q.62 a.1). Por consiguiente, es necesario que a estas virtudes teológicas respondan también otros hábitos causados divinamente en nosotros, que estén respecto de las virtudes teológicas en la relación en que están las virtudes morales e intelectuales respecto de los principios naturales de las virtudes.

A las objeciones:

1. 

Algunas virtudes morales e intelectuales pueden ser causadas en nosotros por nuestros actos; pero ellas no son proporcionadas a las virtudes teológicas. Por eso es necesario que haya otras, proporcionadas a éstas, causadas inmediatamente por Dios.

2. 

Las virtudes teológicas nos ordenan suficientemente al fin sobrenatural, según cierta incoación, esto es, respecto del mismo Dios inmediatamente. Pero es necesario que el alma sea perfeccionada por otras virtudes infusas respecto de las demás cosas, aunque en orden a Dios.

3. 

La fuerza de aquellos principios naturalmente impresos no se extiende más allá de la proporción de la naturaleza. De ahí que, en orden al fin sobrenatural, necesite el hombre ser perfeccionado por otros principios sobreañadidos.

Artículo 4: ¿Es la virtud que adquirimos por la costumbre de las obras de la misma especie que la virtud infusa?

Objeciones 

por las que parece que las virtudes infusas no son de distinta especie que las virtudes adquiridas.

1. 

La virtud adquirida y la virtud infusa, según lo dicho anteriormente (a.3), no parecen diferir sino por el orden al último fin. Pero los hábitos y actos humanos no reciben la especie del último fin, sino del fin próximo. Luego las virtudes morales e intelectuales infusas no difieren específicamente de las adquiridas.

2. 

Los hábitos se conocen por sus actos. Pero es el mismo el acto de la templanza infusa y de la templanza adquirida, a saber, moderar las concupiscencías del tacto. Luego no difieren específicamente.

3. 

La virtud adquirida y la virtud infusa difieren como lo hecho inmediatamente por Dios y lo hecho por la creatura. Pero es el mismo específicamente el hombre que formó Dios y el hombre que engendra la naturaleza; el ojo que dio al ciego de nacimiento y el ojo que causa la fuerza formativa. Luego parece que es específicamente la misma la virtud adquirida y la virtud infusa.

Contra esto: 

cualquier diferencia introducida en la definición hace variar la especie. Pero en la definición de la virtud infusa se pone: que Dios obra en nosotros sin nosotros, según se ha dicho anteriormente (a.2; q.55 a.4). Luego la virtud adquirida, a la que no le corresponde esto, no es de la misma especie que la virtud infusa.

Respondo: 

Los hábitos se distinguen específicamente de dos modos. Uno, según las razones formales y especiales de los objetos, según se ha dicho anteriormente (q.54 a.2; q.56 a.2; q.60 a.1). Pues bien, el objeto de cualquier virtud es el bien considerado en la propia materia, como el objeto de la templanza es el bien de las cosas placenteras en las concupiscencias del tacto. La razón formal de este objeto es el modo que establece la razón en estas concupiscencias, mientras que el objeto material es lo que hay por parte de las concupiscencias. Pero es manifiesto que es de otra naturaleza el modo que se impone a estas concupiscencias según la regla de la razón humana y según la regla divina. Por ejemplo, en la toma de alimentos, el modo que establece la razón humana es que no se dañe a la salud corporal ni entorpezca el acto de la razón; mientras que, según la regla de la ley divina, se requiere que el hombre castigue su cuerpo y lo someta a servidumbre (1 Cor 9,27), mediante la abstinencia de la comida y de la bebida y otras cosas parecidas. De donde resulta manifiesto que la templanza infusa y la templanza adquirida difieren específicamente. Y lo mismo hay que decir de las demás virtudes.

Otro modo de distinguirse específicamente los hábitos es por el fin a que se ordenan, pues no es de la misma especie la salud del hombre y la salud del caballo, debido a las diversas naturalezas a que se ordenan. Y de ese mismo modo dice el Filósofo, en el libro III Polit., que son diversas las virtudes de los ciudadanos según su buen comportamiento según los diversos gobiernos. De este modo difieren también específicamente las virtudes morales infusas, por las cuales los hombres se comportan bien en orden a ser conciudadanos de los santos y familiares de Dios (Ef 2,19), y las otras virtudes adquiridas, por las cuales el hombre se comporta bien en orden a las cosas humanas.

A las objeciones:

1. 

La virtud infusa y la virtud adquirida no sólo difieren según el orden al último fin, sino también según el orden a los objetos propios, como queda dicho.

2. 

La templanza adquirida y la templanza infusa moderan las concupiscencias de los placeres del tacto según razones distintas, como queda dicho. Por lo tanto, no tienen el mismo acto.

3. 

Dios hizo el ojo del ciego de nacimiento para el mismo acto al que se ordenan los ojos formados naturalmente. Era, pues, de la misma especie. Lo mismo habría que decir si Dios quisiera causar milagrosamente en el hombre virtudes como las que se adquieren por los actos. Pero no es esta la cuestión, según queda dicho.

– En el Catecismo de la Iglesia Católica:

Nº 2667 

Esta invocación de fe bien sencilla ha sido desarrollada en la tradición de la oración bajo formas diversas en Oriente y en Occidente. La formulación más habitual, transmitida por los espirituales del Sinaí, de Siria y del Monte Athos es la invocación: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros, pecadores” Conjuga el himno cristológico de Flp 2, 6-11 con la petición del publicano y del mendigo ciego (cf Lc 18,13; Mc 10, 46-52). Mediante ella, el corazón está acorde con la miseria de los hombres y con la misericordia de su Salvador.

Nº 2616 

La oración a Jesús ya ha sido escuchada por Él durante su ministerio, a través de signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (del leproso [cf Mc 1, 40-41], de Jairo [cf Mc 5, 36], de la cananea [cf Mc 7, 29], del buen ladrón [cf Lc 23, 39-43]), o en silencio (de los portadores del paralítico [cf Mc 2, 5], de la hemorroisa [cf Mc 5, 28] que toca el borde de su manto, de las lágrimas y el perfume de la pecadora [cf Lc 7, 37-38]). La petición apremiante de los ciegos: “¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!” (Mt 9, 27) o “¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!” (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Sanando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria del que le suplica con fe: “Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!”.

San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis (“Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros”) (Enarratio in Psalmum 85, 1; cf Institución general de la Liturgia de las Horas, 7).

Nº 548 

Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10, 38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5, 25-34; 10, 52). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios (cf. Jn 10, 31-38). Pero también pueden ser “ocasión de escándalo” (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11, 47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3, 22).

En el Magisterio de los Papas:

Homilía (26-10-1997): Él está con nosotros

Visita Pastoral a la Parroquia Romana de Santa Isabel y San Zacarías

Domingo XXX del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Domingo 26 de octubre del 1997.

1. «El Señor ha estado grande con nosotros» (Sal 125, 3).

El estribillo del Salmo responsorial sintetiza muy bien el contenido de la palabra de Dios que nos propone la liturgia de hoy.

Como hemos escuchado en el evangelio, Jesús realizó un milagro en favor de Bartimeo, el ciego de Jericó que, gracias a su intervención taumatúrgica, recuperó la vista (cf. Mt 10, 52). Dios realizó grandes hazañas en favor de la descendencia de Jacob, liberándola de la esclavitud de Egipto y haciéndola entrar en la tierra prometida. Y cuando el pueblo elegido debió afrontar una nueva esclavitud, a causa de su infidelidad, Dios liberó a Israel del exilio babilónico y lo volvió a guiar a la tierra de sus padres.

Refiriéndose a los grandes acontecimientos de la historia salvífica, el Salmo responsorial proclama: «Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares» (Sal 125,1-2).

Las magnalia Dei de la antigua alianza constituyen una prefiguración del misterio de la Encarnación, suma intervención de Dios no sólo en favor de Israel, sino también de todos los hombres. «Tanto amó Dios al mundo —escribe san Juan— que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). El Hijo unigénito de Dios, de la misma naturaleza del Padre, se encarnó por obra del Espíritu Santo. Asumió nuestra naturaleza humana de María, la Hija elegida de Sión, y realizó la redención de toda la humanidad.

2. «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec» (Hb 5, 6). Jesús es el sumo Sacerdote de la alianza nueva y eterna. El sacerdocio antiguo, transmitido por los descendientes de Aarón, hermano de Moisés, es sustituido por el verdadero y perfecto sacerdocio de Cristo. La carta a los Hebreos afirma: «Todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados » (Hb 5, 1).

Toda la vida de Cristo tiene valor sacerdotal. Pero su sacerdocio se manifiesta plenamente en el misterio pascual. En el Gólgota, se ofrece a sí mismo al Padre mediante un sacrificio cruento, único y perfecto. Así, cumplió definitivamente la profecía dirigida a Melquisedec: «Esto lo realizó de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo» (Hb 7, 27). La víspera de su muerte, anticipó el memorial de dicho sacrificio, bajo las especies del pan y del vino consagrados. De ese modo, su gesto de inmolación se convirtió en el sacramento de la nueva alianza, la Eucaristía de la Iglesia. Cada vez que celebramos o participamos en la santa misa, debemos proclamar con gratitud las palabras del Salmo de hoy: «¡El Señor ha estado grande con nosotros!».

[…]

5. El Salmo responsorial nos recuerda que «los que siembran con lágrimas cosechan entre cantares» (Sal 125, 5). Puede parecernos arduo el compromiso que Jesús nos pide, pero él nos asegura su ayuda y su apoyo. Está con nosotros y actúa por nosotros.

Conscientes de su amor, podemos dirigirnos a él con confianza. Como el campesino, que después del tiempo de la siembra experimenta la alegría de la cosecha, Dios nos concederá a todos volver con júbilo, trayendo los frutos de nuestro trabajo misionero (cf. Sal 125, 6). Él es Padre que colma de alegría a sus hijos.

Contemplando los dones de su gracia, podemos repetir con gratitud: «El Señor ha estado grande con nosotros». Sí, el Señor no deja de realizar maravillas en favor nuestro. ¡Siempre!

Bendito sea su santo nombre, ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.