Preparación opcional 17 de octubre 2021

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL XXIX DOMINGO DURANTE EL AÑO. 17 DE OCTUBRE DE 2021. San Marcos 10, 35-45.

-En los Padres de la Iglesia:

San Agustín

Comentario a los evangelios dominicales y festivos, Ciclo B, Religión y Cultura Buenos Aires 2008, 149-51. 

No vino para ser servido sino para servir

Escuchaste en el Evangelio a los hijos de Zebedeo. Buscaban privilegios pidiendo que uno de ellos se sentara a la derecha y el otro a la izquierda de un gran Paterfamilias; reclamaban una posición verdaderamente elevada, de gran honor; pero como consideraban secundario por dónde llegar, Cristo los condujo del lugar al que pretendían ir, al camino por el que debían ir. ¿Qué les respondió a los que buscaban un honor tan excelso? ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé? ¿Qué cáliz sino el de la humildad, el de la pasión? El que lo bebería, asumiendo en sí nuestra debilidad, dijo al Padre: Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz (Mt 26, 39). Poniéndose él en lugar de los que rechazaban beber ese cáliz y buscaban un puesto privilegiado, sin tener en cuenta el camino de la humildad, les dijo: ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé? Ustedes que buscan al Cristo reinante; vuelvan al crucificado. Ustedes que quieren reinar y ser gloriosos junto al trono de Cristo; primero aprendan a decir: Lejos de mí el gloriarme a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Ga 6, 14). Esta es la doctrina cristiana, el precepto de la humildad, la recomendación de la humildad, para que no nos gloriemos sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, no tiene nada de grande gloriarse de la sabiduría de Cristo; lo que es grande es gloriarse de la cruz de Cristo. Por lo mismo que te insulta el impío, se gloría el piadoso; por lo mismo que te insulta el soberbio, se gloría el cristiano. No te avergüences de la cruz de Cristo; por eso justamente recibiste esta señal sobre la frente, que es la sede del honor. Piensa en tu frente para no temer la lengua ajena.” (S 160,5)

“Los hijos de Zebedeo, por medio de su madre, buscaron puestos de prestigio, para que uno se sentara a la derecha y el otro a la izquierda de Cristo, que les dijo: ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé? ¿Ustedes buscan la cima? Al monte se llega atravesando el valle. ¿Buscan los puestos más brillantes? Beban antes el cáliz de la humildad. De este cáliz dijeron los mártires: Alzaré la copa de la salvación e invocaré el nombre del Señor (Sal 116, 13). Entonces, ¿tú no temes llegar? No, responde. ¿Por qué? ‘Porque invocaré el nombre del Señor’. ¿Cómo podrían haber vencido los mártires si en ellos no venciera 

Aquel que dijo: Alégrense, porque yo he vencido al mundo (Jn 16, 33)? El Emperador celestial guiaba sus mentes y sus palabras y, por medio de ellos vencía al diablo sobre la tierra y coronaba a los mártires en el cielo. ¡Felices los que bebieron así este cáliz!

Terminaron sus sufrimientos y recibieron honores. Por eso, hermanos muy queridos, presten atención: consideren con la mente y el corazón lo que permanece invisible a los ojos, y descubran por qué es precios delante del Señor la muerte de sus santos (Sal 116, 15).” (S 329,2) “Nosotros, los obispos, presidimos y somos servidores; estamos al frente, pero solo si servimos.

Consideremos, entonces, en qué es servidor el obispo que preside. En lo mismo en que también lo fue el Señor. Él les dijo a sus apóstoles: Entre ustedes, el que quiera ser el más grande que se haga el servidor de ustedes, y para que la soberbia humana no despreciase el nombre de servidor, en seguida los confortó y se ofreció a sí mismo como ejemplo, para que cumplieran lo que había ordenado. Entre ustedes, el que quiera ser el 

más grande que se haga el servidor de ustedes. Pero, fíjense de qué modo: Como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido sino para servir.

Investiguemos en qué sirvió. Si consideramos el servicio en sentido material, vemos que más bien eran los discípulos los que lo servían a él, aunque fuera él el que los mandaba a comprar alimentos o a prepararlos.

En el Evangelio está escrito que, al aproximarse su Pasión, los discípulos le preguntaron: Señor, ¿dónde quieres que te preparemos la comida pascual? Él dispone dónde, y ellos van, la preparan y se la sirven. ¿Cómo se entiende entonces lo que dijo: Como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido sino para servir? Escucha lo que sigue: No vino para ser servido -dijo- sino para servir, y dar su vida en rescate por una multitud. Así es como nos sirvió el Señor, así es como quiere que nosotros seamos servidores. Él dio su vida en rescate por una multitud y nos redimió. ¿Quién de nosotros es capaz de redimir a alguien? Con su sangre y con su muerte hemos sido redimidos de la muerte; con su humildad, nosotros, que estábamos postrados por tierra, hemos sido puestos en pie; también nosotros debemos aportar nuestra pequeñísima contribución a sus miembros, porque nos hemos convertido en miembros suyos. Él es la cabeza, y nosotros el cuerpo. El apóstol Juan, en su carta, nos exhorta a imitar el ejemplo del Señor que había dicho: Entre ustedes, el que quiera ser el más grande que se haga el servidor de ustedes; como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido sino para servir, y dar su  vida en rescate por una multitud…; exhortándonos, entonces, a su imitación, dijo: Cristo dio su vida por nosotros, por tanto también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos (1 Jn 3,16)”.

– En los Santos Dominicos:

Santo Tomás de Aquino (1225-1274), Doctor de la Iglesia

Conferencia sobre el Credo, 6

«El que quiera ser grande, sea vuestro servidor»

¿Qué necesidad había para que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Una gran necesidad que se puede resumir en dos puntos: necesidad de remedio por lo que se refiere a nuestros pecados, necesidad de ejemplo para nuestra conducta… Porque la Pasión de Cristo nos proporciona un modelo válido para nuestra vida… Si buscas un ejemplo de caridad: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13)… Si buscas la paciencia, es sobre la cruz donde se encuentra en grado máximo… Cristo sufrió grandes males en la cruz, y pacientemente, puesto que «cuando lo insultaban, no devolvía el insulto» (1P 2,23), «como un cordero llevado al matadero, no abría la boca» (Is 53,7)… «Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz» (Hb 12,1-2).

    Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado. Porque un Dios ha querido ser juzgado bajo Poncio Pilato y morir… Si buscas un ejemplo de obediencia, no tienes que hacer más que seguir al que se hizo obediente al Padre «hasta la muerte» (Flp 2,8). «Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos» (Rm 5,19). Si buscas un ejemplo de menosprecio de los bienes de la tierra no debes hacer otra cosa que seguir al que es «Rey de reyes y Señor de los señores», «en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (1Tm 6,15; Col 2,3); sobre la cruz estuvo desnudo, convertido en la mofa de todos, cubierto de salivazos, golpeado, coronado de espinas, y finalmente, apagando su sed con hiel y vinagre.

– En el Catecismo de la Iglesia Católica:

Nº 599 

La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica S. Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: “fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios” (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han “entregado a Jesús” (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.

Nº 600 

Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio eterno de “predestinación” incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia: “Sí, verdaderamente, se han reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes y Poncio Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel (cf. Sal 2, 1-2), de tal suerte que ellos han cumplido todo lo que, en tu poder y tu sabiduría, habías predestinado” (Hch 4, 27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera (cf. Mt 26, 54; Jn 18, 36; 19, 11) para realizar su designio de salvación (cf. Hch 3, 17-18).

Nº 601 

Este designio divino de salvación a través de la muerte del “Siervo, el Justo” (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate  que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). S. Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber “recibido” (1 Co 15, 3) que “Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras” (ibídem: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).

Nº 602 

En consecuencia, S. Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: “Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros” (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado (cf. Rm 8, 3), Dios “a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Co 5, 21).

Nº 603 

Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, “Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros” (Rm 8, 32) para que fuéramos “reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5, 10).

Nº 604 

Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8).

Nº 605 

Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: “De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños” (Mt 18,14). Afirma “dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: “no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Cc Quiercy en el año 853: DS 624).

Nº 606 

El Hijo de Dios “bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado” (Jn 6,38), “al entrar en este mundo, dice: … He aquí que vengo … para hacer, oh Dios, tu voluntad … En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de  Jesucristo” (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino d salvación en su misión redentora: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús “por los pecados del mundo entero” (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: “El Padre me ama porque doy mi vida” (Jn 10, 17). “El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado” (Jn 14, 31).

Nº 607 

Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50;22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: “¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (Jn 12, 27). “El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?” (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que “todo esté cumplido” (Jn 19, 30), dice: “Tengo sed” (Jn 19, 28). “El cordero que quita el pecado del mundo”.

Nº 608 

Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29; cf. Jn 1,36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53,7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la Redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14;cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: “Servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45).

Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre

Nº 609 

Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, “los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1) porque “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).

Nº 520 

Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo (cf. Rm 15,5; Flp 2, 5): él es el “hombre perfecto” (GS 38) que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar (cf. Jn 13, 15); con su oración atrae a la oración (cf. Lc 11, 1); con su pobreza, llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones (cf. Mt 5, 11-12).

Nº 467 

Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de existir como tal en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a esta herejía, el cuarto concilio ecuménico, en Calcedonia, confesó en el año 451: Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consustancial con el Padre según

la divinidad, y consustancial con nosotros según la humanidad, ‘en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado’ (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin  confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona (DS 301-302).

Nº 540 

La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres (cf Mt 16, 21-23) le quieren atribuir. Es por eso por lo que

Cristo venció al Tentador a favor nuestro: “Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15). La Iglesia se une todos los años, durante los cuarenta días de Cuaresma, al Misterio de Jesús en el desierto.

Nº 1137 

El Apocalipsis de S. Juan, leído en la liturgia de la Iglesia, nos revela primeramente que “un trono estaba erigido en el cielo y Uno sentado en el trono” (Ap 4,2): “el Señor Dios” (Is 6,1; cf Ez 1,26-28). Luego revela al Cordero, “inmolado y de pie” (Ap 5,6; cf Jn 1,29): Cristo crucificado y resucitado, el único Sumo Sacerdote del santuario verdadero (cf Hb 4,14-15; 10, 19-21; etc), el mismo “que ofrece y que es ofrecido, que da y que es dado” (Liturgia de San Juan Crisóstomo, Anáfora). Y por último, revela “el río de Vida que brota del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22,1), uno de los más bellos símbolos del Espíritu Santo (cf Jn 4,10-14; Ap 21,6).

En el Magisterio de los Papas:

San Juan Pablo II, Cristo, modelo del amor perfecto, que alcanza su culmen en el sacrificio de la cruz. Audiencia General, miércoles 31 de agosto de 1988.

La unión filial de Jesús con el Padre se expresa en el amor, que Él ha constituido además en mandamiento principal del Evangelio: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento” (Mt 22, 37 s.). Como sabéis, a este mandamiento Jesús une un segundo “semejante al primero”: el del amor al prójimo (cf. Mt 22, 39). Y Él se propone como ejemplo de este amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34). Jesús enseña y entrega a sus seguidores un amor ejemplarizado en el modelo de su amor. A este amor se pueden aplicar ciertamente las cualidades de la caridad, enumeradas por San Pablo: “La caridad es paciente…, benigna…, no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe…, no busca su interés…, no toma en cuenta el mal…, se alegra con la verdad… Todo lo excusa…, todo lo soporta” (1 Cor 13, 4-7). Cuando, en su Carta, el Apóstol presentaba a los destinatarios de Corinto esta imagen de la caridad evangélica, su mente y su corazón estaban impregnados por el pensamiento del amor de Cristo, hacia el cual deseaba orientar la vida de las comunidades cristianas, de tal modo que su himno de la caridad puede considerarse un comentario al precepto de amarse según el modelo de Cristo Amor (como dirá, muchos siglos más tarde, Santa Catalina de Siena): “(como) yo os he amado” (Jn 13, 34). San Pablo subraya en otros textos que el culmen de este amor es el sacrificio de la cruz: “Cristo os ha amado y se ha ofrecido por vosotros, ofreciéndose a Dios como sacrificio”… “Haceos, pues, imitadores de Dios…, caminad en la caridad” (Ef 5, 1-2). Para nosotros resulta ahora instructivo, constructivo y consolador considerar estas cualidades del amor de Cristo.

2. 

El amor con que Jesús nos ha amado, es humilde y tiene carácter de servicio. “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 45). La víspera de la pasión, antes de instituir la Eucaristía, Jesús lava los pies a los Apóstoles y les dice: “Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13, 15). Y en otra circunstancia, los amonesta así: “El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será el esclavo de todos” (Mc 10, 43-44).

3. 

A la luz de este modelo de humilde disponibilidad que llega hasta el “servicio” definitivo de la cruz, Jesús puede dirigir a los discípulos la siguiente invitación: “Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). El amor enseñado por Cristo se expresa en el servicio recíproco, que lleva a sacrificarse los unos por los otros y cuya verificación definitiva es el ofrecimiento de la propia vida “por los hermanos” (1 Jn 3, 16). Esto es lo que subraya San Pablo cuando escribe que “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5, 25).

4. 

Otra cualidad exaltada en el himno paulino a la caridad es que el verdadero amor “no busca su interés” (1 Cor 13, 5). Y nosotros sabemos que Jesús nos ha dejado el modelo más perfecto de esta forma de amor desinteresado. San Pablo lo dice claramente en otro texto: “Que cada uno de nosotros trate de agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación. Pues tampoco Cristo buscó su propio agrado…” (Rom 15, 2-3). En el amor de Jesús se concreta y alcanza su culmen el “radicalismo” evangélico de las ocho bienaventuranzas proclamadas por Él: el heroísmo de Cristo será siempre el modelo de las virtudes heroicas de los Santos.

5. 

Sabemos, efectivamente, que el Evangelista Juan, cuando nos presenta a Jesús en el umbral de la pasión, escribe de Él: “…habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Ese “hasta el extremo” parece testimoniar en este caso el carácter definitivo e insuperable del amor de Cristo: “Nadie tiene mayor amor, que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13), dice Jesús mismo en el discurso transmitido por su discípulo predilecto. El mismo Evangelista escribirá en su Carta: “En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16). El amor de Cristo, que se manifestó definitivamente en el sacrificio de la cruz ―es decir, en el “entregar la vida por los hermanos”―, es el modelo definitivo para cualquier amor humano auténtico. Si en no pocos discípulos del Crucificado alcanza ese amor la forma del sacrificio heroico, como vemos muchas veces en la historia de la santidad cristiana, este módulo de la “imitación” del Maestro se explica por el poder del Espíritu Santo, obtenido por Él y “mandado” desde el Padre también para los discípulos (cf. Jn 15, 26).

6. 

El sacrificio de Cristo se ha hecho “precio” y “compensación” por la liberación del hombre: la liberación de la “esclavitud del pecado” (cf. Rom 6, 5. 17), el paso a la “libertad de los hijos de Dios” (cf. Rom 8, 21). Con este sacrificio, consecuencia de su amor por nosotros, Jesucristo ha completado su misión salvífica. El anuncio de todo el Nuevo Testamento halla su expresión más concisa en aquel pasaje del Evangelio de Marcos: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45). La palabra “rescate” ha favorecido la formación del concepto y de la expresión “redención” (en griego: λύτρον = rescate; λύτρωσις = redención). Esta verdad central de la Nueva Alianza es al mismo tiempo el cumplimiento del anuncio profético de Isaías sobre el Siervo del Señor: “Él ha sido herido por nuestras  rebeldías…, y con sus cardenales hemos sido curados” (Is 53, 5). “Él llevó los pecados de muchos” (Is 53, 12). Se puede afirmar que la redención constituía la expectativa de toda la Antigua Alianza.

7. 

Así, pues, “habiendo amado hasta el extremo” (cf. Jn 13, 1) a aquellos que el Padre le “ha dado” (Jn 17, 6), Cristo ofreció su vida en la cruz como “sacrificio por los pecados” (según las palabras de Isaías). La conciencia de esta tarea, de esta misión suprema, estuvo siempre presente en la mente y en la voluntad de Jesús. Nos lo dicen sus palabras sobre el “buen pastor” que “da la vida por sus ovejas” (Jn 10, 11). Y también su misteriosa, aunque transparente, aspiración: “Con un bautismo tengo que ser bautizado, “y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!” (Lc12, 50). Y la suprema declaración sobre el cáliz del vino durante la última Cena: “Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26, 28).

8.

La predicación apostólica inculca desde el principio la verdad de que “Cristo murió ―según las

Escrituras― por nuestros pecados” (1 Cor 15, 3). Pablo lo decía claramente a los Corintios: “Esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído” (1 Cor 15, 11). Lo mismo les predicaba a los ancianos de Éfeso: “…el Espíritu Santo os ha puesto como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que Él se adquirió con la sangre de su propio hijo” (Act 20, 28). Y la predicación de Pablo se halla en perfecta consonancia con la voz de Pedro: “Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos” (1 Pe 3, 18). Pablo subraya la misma idea, es decir, que en Cristo “tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia” (Ef 1, 7). Para sistematizar esta enseñanza y por razones de continuidad en la misma, el Apóstol proclama con resolución: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles” (1 Cor 1, 23). “Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina más fuerte que la fuerza de los hombres” (1 Cor 1, 25). El Apóstol es consciente de la “contradicción” revelada en la cruz de Cristo. ¿Por qué es, pues, esta cruz, la suprema potencia y sabiduría de Dios? La sola respuesta es ésta: porque en la cruz se ha manifestado el amor: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rom 5, 8). “Cristo os amó y se entregó por vosotros” (Ef 5, 2). Las palabras de Pablo son un eco de las del mismo Cristo: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida” (Jn 15, 13) por los pecados del mundo.

9. 

La verdad sobre el sacrificio redentor de Cristo Amor forma parte de la doctrina contenida en la Carta a los Hebreos. Cristo es presentado en ella como “Sumo Sacerdote de los bienes futuros”, que “penetró de una vez para siempre en el santuario… con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna” (Heb 9, 11-12). De hecho, Él no presentó sólo el sacrificio ritual de la sangre de los animales que en la Antigua Alianza se ofrecía en el santuario “hecho por manos humanas”: se ofreció a Sí mismo, transformando su propia muerte violenta en un medio de comunión con Dios. De este modo, mediante “lo que padeció” (Heb 5, 8), Cristo se convirtió en “causa de salvación eterna para todos los que lo obedecen” (Heb 5, 9). Este solo sacrificio tiene el poder de “purificar nuestra conciencia de las obras muertas” (cf. Heb 9, 14). Sólo Él “hace perfectos para siempre a aquellos que son santificados” (cf. Heb 10, 14). En este sacrificio, en el que Cristo, “con un Espíritu eterno se ofreció a sí mismo… a Dios” (Heb 9, 14), halló expresión definitiva su amor: el amor con el que “amó hasta el extremo” (Jn 13, 1); el amor que le condujo a hacerse obediente hasta la muerte y una muerte de cruz.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.