Preparación opcional 8 de agosto 2021

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL XIX DOMINGO DURANTE EL AÑO. 8 DE AGOSTO DE 2021. San Juan 6, 41-51.

-En los Padres de la Iglesia:

San Juan Crisóstomo, obispo

Homilía: Yo soy el pan vivo

Explicación del Evangelio de San Juan, Editorial Tradición, México, 1981, pp. 15 – 23

«Yo soy el pan vivo; el que coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,41-51)

Pablo, escribiendo a los filipenses, dice de algunos de ellos: Cuyo dios es el vientre y ponen su gloria en lo que es su vergüenza. Que trata ahí de los judíos es cosa clara por lo que precede; y también por lo que ahora aquí dicen de Cristo. Cuando les suministró el pan y les hartó sus vientres, lo lla­maron profeta y querían hacerlo rey. Pero ahora que los ins­truyó acerca del alimento espiritual y la vida eterna, y los levantó de lo sensible y les habló de la resurrección y les elevó los pensamientos, convenía que quedaran estupefactos de admiración. Pero al revés, se le apartan y murmuran.

Si Cristo era el Profeta, como ellos lo afirmaban anterior­mente, diciendo: Porque éste es aquel de quien dijo Moisés: El Señor Dios os enviará un Profeta de entre vosotros, como yo: a él escuchadlo, lo necesario era prestarle oídos cuando decía: He descendido del cielo. Pero no lo escuchaban, sino que murmuraban. Todavía lo reverenciaban a causa del reciente milagro de los panes; y por esto no lo contradecían abier­tamente, pero murmuraban y demostraban su indignación, pues no les preparaba una mesa como ellos la querían. Y decían murmurando: ¿Acaso no es éste el hijo de José? Se ve claro por aquí que aún ignoraban su admirable generación. Por lo cual todavía lo llaman hijo de José.

Jesús no los corrigió ni les dijo: No soy hijo de José. No lo hizo porque en realidad fuera El hijo de José, sino porque ellos no podían aún oír hablar de aquel parto admirable. Aho­ra bien, si no estaban aún dispuestos para oír acerca del parto según la carne, mucho menos lo estaban para oír acerca del otro admirable y celestial. Si no les reveló lo que era más ase­quible y humilde, mucho menos les iba a revelar lo otro. A ellos les molestaba que hubiera nacido de padre humilde; pero no les reveló la verdad para no ir a crear otro tropiezo tratando de quitar uno. ¿Qué responde, pues, a los que murmuraban? Les dice: Nadie puede venir a Mí si mi Padre que a Mi me envió no lo atrae. (…)

Y Yo lo resucitaré al final de los tiempos. Gran­de aparece aquí la dignidad del Hijo, pues el Padre atrae y El resucita. No es que se reparta la obra entre el Padre y el Hijo. ¿Cómo podría ser semejante cosa? sino que declaraba Jesús la igualdad de poder. Así como cuando dijo: El Padre que me envió da testimonio de Mi, los remitió a la Sagrada Escritura, no fuera a suceder que algunos vanamente cuestionaran acerca de sus palabras, así ahora los remite a los profetas, y los cita para que se vea que Él no es contrario al Padre. Pero dirás: Los que antes existieron ¿acaso no fueron ense­ñados por Dios? Entonces ¿qué hay de más elevado en lo que ahora ha dicho? Que en aquellos tiempos anteriores los dogmas divinos se aprendían mediante los hombres; pero ahora se aprenden mediante el Unigénito y el Espíritu Santo. Luego continúa: No que alguien haya visto al Padre, sino el que viene de Dios. San Juan Crisóstomo no dice aquí esto según la razón de causa, sino según el modo de la substancia. Si lo dijera según la razón de causa lo cierto es que todos venimos de Dios. Y entonces ¿en dónde quedaría la preeminencia del Hijo y su diferencia con nosotros? Dirás: ¿por qué no lo expresó más claramente? Por la ru­deza de los oyentes. Si cuando afirmó: Yo he venido del Cie­lo, tanto se escandalizaron ¿qué habría sucedido si hubiera además añadido lo otro? A Sí mismo se llama pan de vida porque engendra en nosotros la vida así presente como futura. Por lo cual añade: Quien comiere de este pan vivirá para siem­pre. Llama aquí pan a la doctrina de salvación, a la fe en El, o también a su propio cuerpo. Porque todo eso robustece al alma. En otra parte dijo: Si alguno guarda mi doctrina no experimentará la muerte; y los judíos se escandalizaron. Aquí no hicieron lo mismo, quizá porque aún lo respetaban a causa del milagro de los panes que les suministró. Nota bien la diferencia que establece entre este pan y el maná, atendiendo a la finalidad de ambos. Puesto que el maná nada nuevo trajo consigo, Jesús añadió: Vuestros Padres co­mieron el maná en el desierto y murieron. Luego pone todo su empeño en demostrarles que de él han recibido bienes mayores que los que recibieron sus padres, refiriéndose así oscuramente a Moisés y sus admiradores. Por esto, habiendo dicho que quie­nes comieron el maná en el desierto murieron, continuó: El que come de este pan vivirá para siempre. Y no sin motivo puso Aquello de en el desierto, sino para indicar que aquel maná no duró perpetuamente ni llegó hasta la tierra de promisión; pero dice que éste otro pan no es como aquél. Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo. Tal vez alguno en este punto razonablemente dudando pregun­taría: ¿por qué dijo esto en semejante ocasión? Porque para nada iba a ser de utilidad a los judíos, ni los iba a edificar. Peor aún: iba a dañar a los que ya creían. Pues dice el evan­gelista: Desde aquel momento muchos de los discípulos se volvieron atrás, y dejaron definitivamente su compañía. Y decían: duro es este lenguaje e intolerable. ¿Quién podrá soportarlo? Porque tales cosas sólo se habían de comunicar con los discí­pulos, como advierte Mateo: En privado a sus discípulos se lo declaraba todo.

¿Qué responderemos a esto? ¿Qué utilidad había en ese mo­do de proceder? Pues bien, había utilidad y por cierto muy grande e incluso era necesario. Insistían pidiéndole alimento, pero corporal; y recordando el manjar dado a sus padres, de­cían ser el maná cosa de altísimo precio. Jesús, demostrándoles ser todo eso simples figuras y sombras, y que este otro era el verdadero pan y alimento, les habla del manjar espiritual. In­sistirás alegando que debía haberles dicho: Vuestros padres co­mieron el maná en el desierto, pero Yo os he dado panes. Res­pondo que la diferencia es muy grande, pues esos panes pa­recían cosa mínima, ya que el maná había descendido del cielo, mientras que el milagro de los panes se había verificado en la tierra. De manera que, buscando ellos el alimento bajado del cielo, Jesús les repetía: Yo he venido del Cielo. Y si todavía alguno preguntara: ¿por qué les habló de los sagrados misterios? le responderemos que la ocasión era propicia. Puesto que la oscuridad en las palabras siempre excita al oyente y lo hace más atento, lo conveniente era no escandalizarse, sino preguntar.

Si en realidad creían que era el Profeta, debieron creer en sus palabras. De modo que nació de su necedad el que se es­candalizaran, pero no de la oscuridad del discurso. Considera por tu parte en qué forma poco a poco va atrayendo a sus dis­cípulos. Porque son ellos los que le dicen: Tú tienes palabras de vida eterna. ¿A quién iremos? Por lo demás aquí se declara El como dador y no el Padre: El pan que Yo daré es mi carne para vida del mundo. No contestaron las turbas igual que los discí­pulos, sino todo al contrario: Intolerable es este lenguaje, dicen. Y por lo mismo se le apartan. Y sin embargo, la doctrina no era nueva ni había cambiado. Ya la había dado a conocer el Bautista cuando a Jesús lo llamó Cordero. Dirás que ellos no lo entendieron. Eso yo lo sé muy bien; pero tampoco los discípulos lo habían entendido. Pues si lo de la resurrección no lo entendían claramente y por tal motivo ignoraban lo que que­ría decir aquello de: Destruid este santuario y en tres días lo levantaré, mucho menos comprendían lo anteriormente di­cho, puesto que era más oscuro.

Sabían bien que los profetas habían resucitado aunque esto no lo dicen claramente las Escrituras; en cambio, que alguien hubiera comido carne humana, ningún profeta lo dijo. Y sin embargo lo obedecían y lo seguían y confesaban que Él tenía palabras de vida eterna. Porque lo propio del discípulo es no inquirir vanamente las sentencias de su Maestro, sino oír y asen­tir y esperar la solución de las dificultades para el tiempo opor­tuno. Tal vez alguien preguntará: entonces ¿por qué sucedió lo contrario y se le apartaron? Sucedió eso por la rudeza de ellos. Pues en cuanto entra en el alma la pregunta: ¿cómo será eso? al mismo tiempo penetra la incredulidad. Así se perturbó Nicodemo al preguntar: ¿Cómo puede el hombre entrar en el vientre de su madre? Y lo mismo se perturban ahora éstos y dicen: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Si inquieres ese cómo ¿por qué no lo investigaste cuando multiplicó los panes, ni dijiste: cómo ha multiplicado los cinco panes y los ha hecho tantos? Fue porque entonces sólo cuidaban de har­tarse y no reflexionaban en el milagro.

Dirás que en ese caso la experiencia enseñó el milagro. Pues bien: precisamente por esa experiencia precedente convenía más fácilmente darle crédito ahora. Para eso echó por delante suceso tan maravilloso, para que enseñados por El, ya no ne­garan su asentimiento a sus palabras. Pero ellos entonces nin­gún provecho sacaron de ellas. Nosotros en cambio disfrutamos del beneficio en su realidad. Por lo cual es necesario que sepa­mos cuál sea el milagro que se verifica en nuestros misterios y por qué se nos han dado y cuál sea su utilidad.

Dice Pablo: Somos un solo cuerpo y miembros de su carne y de sus huesos. Los ya iniciados den crédito a lo dicho. Ahora bien, para que no sólo por la caridad, sino por la realidad misma nos mezclemos con su carne, instituyó los misterios; y así se lleva a cabo, mediante el alimento que nos proporcionó; y por este camino nos mostró en cuán grande amor nuestro arde. Por eso se mezcló con nuestro ser y nos constituyó en un solo cuerpo, para que seamos uno, como un cuerpo unido con su cabeza. Esto es indicio de un ardentísimo amor. Y esto da a entender Job diciendo de sus servidores que en forma tal lo amaban que anhelaban identificarse con su carne y mezclarse a ella, y decían: ¿Quién nos dará de sus carnes para hartar­nos?

Procedió Cristo de esta manera para inducimos a un mayor amor de amistad y para demostrarnos El a su vez su caridad. De modo que a quienes lo anhelaban, no únicamente se les mostró y dio a ver, sino a comer, a tocarlo, a partirlo con los dientes, a identificarse con El; y así sació por completo el deseo de ellos. En consecuencia, tenemos que salir de la mesa sagrada a la manera de leones que respiran fuego, hechos te­rribles a los demonios, pensando en cuál es nuestra cabeza y cuán ardiente caridad nos ha demostrado. Fue como si dijera: Con frecuencia los padres naturales entregan a otros sus hijos para que los alimenten; mas Yo, por el contrario, con mi propia carne los alimento, a Mí mismo me sirvo a la mesa y quiero que todos vosotros seáis nobles y os traigo la buena es­peranza para lo futuro. Porque quien en esta vida se entregó por vosotros, mucho más os favorecerá en la futura. Yo an­helé ser vuestro hermano y por vosotros tomé carne y sangre, común con las vuestras: he aquí que de nuevo os entrego mi carne y mi sangre por las que fui hecho vuestro pariente y con­sanguíneo.

Esta sangre modela en nosotros una imagen regia, llena de frescor; ésta engendra en nosotros una belleza inconcebible y prodigiosa; ésta impide que la nobleza del alma se marchite, cuando con frecuencia la riega y el alma de ella se nutre. Por­que en nosotros la sangre no se engendra directamente del alimento sino que se engendra de otro elemento; en cambio esta otra sangre riega al punto el alma y le confiere gran for­taleza. Esta sangre, dignamente recibida, echa lejos los demo­nios, llama hacia nosotros a los ángeles y al Señor mismo de los ángeles. Huyen los demonios en cuanto ven la sangre del Señor y en cambio acuden presurosos los ángeles. Derramada esta sangre, purifica el universo.

Muchas cosas escribió de esta sangre Pablo en la Carta a los Hebreos, discurriendo acerca de ella. Porque esta sangre puri­ficó el santuario y el Santo de los santos. Pues si tan gran fuer­za y virtud tuvo en figura, en el templo aquel de los hebreos, en medio de Egipto, en los dinteles de las casas rociada, mu­cho mayor la tendrá en su verdad y realidad. Esta sangre consagró el ara y el altar de oro, y sin ella no se atrevían los príncipes de los sacerdotes a entrar en el santuario. Esta san­gre consagraba a los sacerdotes; y en figura aún, limpiaba de los pecados. Pues si en figura tan gran virtud tenía; si la muerte en tal forma se horrorizó ante sola su figura, pregunto yo: ¿cuánto más se horrorizará ante la verdad? Esta sangre es salud de nuestras almas; con ella el alma se purifica, con ella se adorna, con ella se inflama. Ella torna nuestra mente más brillante que el fuego; ella hace el alma más resplandeciente que el oro; derramada, abrió la senda del cielo. Tremendos en verdad son los misterios de la Iglesia: tremendo y escalofriante el altar del sacrificio. Del paraíso brotó una fuente que lan­zaba de si ríos sensibles; pero de esta mesa brota una fuente que lanza torrentes espirituales. Al lado de esta fuente crecen y se alzan no sauces infructuosos, sino árboles cuya cima toca al cielo y produce frutos primaverales que jamás se marchitan. Si alguno arde en sed, acérquese a esta fuente y tiemple aquí su ardor. Porque ella ahuyenta el ardor y refrigera todo lo que esta abrasado y árido: no lo abrasado por los rayos del sol, das lo que han abrasado las saetas encendidas de fuego. Porque ella tiene en los cielos su principio y venero, y desde allá alimentada. Masa de ella abundantes arroyos, lanzados por el Espíritu Santo Paráclito y mi Hijo es medianero; y no abre el cauce vallándolo de un bieldo, sino abriendo nuestros afectos. Esta es fuente de luz que difunde vertientes de verdad. De pie están junto a ella lea Virtudes del cielo, contemplando la belleza de NI alvéolos; porque todas ellos perciben con mayor claridad la fuerza de la sangre que tienen delante y sus inaccesibles eflu­vios. Como si alguien en una masa de oro líquido mete la mano o bien la lengua —si es que tal cosa puede hacerse—al punto la saca cubierta de oro, eso mismo hacen en el alma y mucho mejor los sagrados misterios que en la mesa se en­cuentran dispuestos. Porque hierve ahí y burbujea un río más ardoroso que el fuego, aunque no quema, sino que solamente purifica.

Esta sangre fue prefigurada antiguamente en los altares y sacrificios sangrientos de la ley; y es ella el precio del orbe; es ella con la que Cristo compró su Iglesia; y ella es la que a toda la Iglesia engalana. Como el que compra esclavos da por ellos oro, y si quiere engalanarlos con oro así los engalana, del mismo modo Cristo con su sangre nos compró y con su sangre nos hermosea. Los que de esta sangre participan for­man en el ejército de los ángeles, de los arcángeles y de las Virtudes celestes, con la regia vestidura de Cristo revestidos y con armas espirituales cubiertos.

Pero… ¡no, nada grande he dicho hasta ahora! Porque en realidad se hallan revestidos del Rey mismo. Ahora bien, así como el misterio es sublime y admirable, así también, si te acercas con alma pura, te habrás acercado a la salud; pero si te acercas con mala conciencia, te habrás acercado al castigo y al tormento. Porque dice la Escritura: Quien come y bebe en forma indigna del Señor, come y bebe su condenación. Si quienes manchan la púrpura real son castigados como si la hubieran destrozado ¿por qué ha de ser admirable que quienes con ánimo inmundo reciben este cuerpo, sufran el mismo castigo que quienes lo traspasaron con clavos?

Observa cuán tremendo castigo nos presenta Pablo: Quien violó la ley de Moisés irremisiblemente es condenado a muerte bajo la deposición de dos o tres testigos. Pues ¿cuánto más duro castigo juzgáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios y profanó deliberadamente la sangre de la alianza, con la que fue santificado? Miremos por nosotros mismos, ca­rísimos, pues de tan grandes bienes gozamos; y cuando nos ven­ga gana de decir algo torpe o notemos que nos arrebata la ira u otro afecto desordenado, pensemos en los grandes beneficios que se nos han concedido al recibir al Espíritu Santo.

Este pensamiento moderará nuestras pasiones. ¿Hasta cuándo estaremos apegados a las cosas presentes? ¿Hasta cuándo despertaremos? ¿Hasta cuándo habremos de olvidar totalmente nuestra salvación? Recordemos lo que Dios nos ha concedido, démosle gracias, glorifiquémoslo no solamente con la fe sino además con las obras, para que así consigamos los bienes fu­turos, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria, juntamente con el Padre y, el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. —Amén.

– En los Santos Dominicos:

San Alberto Magno, obispo y Doctor de la Iglesia (+1206).

Obras: Este sacramento es una gracia por encima de toda gracia

(San Alberto Magno, Obras Selectas, Ed. Lumen, 2ª Ed., Bs. As., 1993, Pág. 102-108)

Por encima de todas las otras gracias se señala el fruto de la eterna beatitud, como dice el bienaventurado Dionisio en el primer capítulo de su “Jerarquía celestial”. A ella se refiere San Gregorio en la recopilación cuando dice: orad de tal manera que, al apoyarnos en la palanca de la apariencia, la hagamos girar y extraigamos la verdad.

Del mismo modo que Cristo nos penetra con su gracia sagrada por virtud del sacramento, así, de acuerdo con su divinidad, nos dará su gloria como a todos los bienaventurados.

Esto es, además, lo que dijo San Juan: “les di la gloria que me habías dado, a fin de que sean uno con nosotros, como nosotros somos uno, Yo en ellos y ellos en Mí, para que formen una unidad”.

La gloria cuyo cumplimiento realizó el Padre en el Hijo es la gloria que se manifiesta en todos los miembros del Cuerpo Místico. En todos centellea y brilla la gloria de Cristo. Por eso, cuando Judas lo traiciona, al ser separado del Cuerpo Místico, Jesús dice en seguida: “ahora, el Hijo del hombre es glorificado”. Cuando los gentiles se convirtieron, conocieron inmediatamente su gloria, dice San Juan: “Llegó la hora en que el Hijo será glorificado”. No podemos poseer ninguna gloria, fuera de la que el Hijo de Dios expande en nosotros.

Así, espiritualmente penetrados, nos entrega por el sacramento la gloria que el Padre le dio para perfeccionar al mundo; de esta forma no somos más que uno con su propio Cuerpo, como afirma el Apóstol en la primera Epístola a los Corintios (XII); sois el cuerpo de Cristo y sois sus miembros, cada uno por su parte.

De esta manera el Padre, por su Hijo consustancial, glorifica con su deidad a Cristo-Hombre, según su humanidad. Y así el Hijo se glorifica en el Padre, al poseer una sola y misma sustancia divina y gloriosa. Cristo se glorifica en nosotros y nosotros somos glorificados en un solo Padre y un solo Hijo, y estamos consumados en la gracia que es la señal de la gloria eterna; del mismo modo irradiamos luz por la penetración en nosotros de la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Llegaremos a él y haremos en él nuestra morada (Jn XIV). El habita en nosotros porque entre nosotros ha establecido gloriosa morada.

Así se cumplió lo dicho por el Apóstol en la primera Epístola a los Corintios (XV): “que Dios sea todo en todos”. Y es lo que dice Job (XXVIII): “el oro y el vidrio no pueden comparársele”. En efecto, el oro y todo lo que es material no se puede igualar al esplendor eterno. El vidrio y todo lo que se encuentra entre las piedras preciosas, revelando por su transparencia lo que está oculto en su interior, grande o pequeño y que no luce cuando se los expone simplemente, no puede igualar esta gloria celestial, que estará en nosotros cuando nuestros espíritus y nuestros cuerpos sean iluminados hasta sus profundidades más recónditas y penetrados por Dios y por la gloria divina.

Esto es lo que entiende San Gregorio comentando, con la Glosa, que en la beatitud el aspecto del cuerpo no oculta a los ojos el espíritu. Estas cosas divinas, dice Dionisio, representan la Eucaristía, que hace penetrar sacramentalmente a Dios en nosotros; y, recibida de este modo, nos incorpora, trazando en nosotros los caminos futuros de su gloriosa divinidad, que nos penetran integralmente, no ocultando sino iluminando todo con su gloria. A esto se refería el libro de la Sabiduría (VII): “es más bella que el sol y que el parpadeo de las estrellas”; comparada con la luz es muy superior a ella. Porque la luz deja lugar a la noche, pero el mal no vence a la sabiduría. Incorporados a esta gloria, nos tornamos semejantes al sol, como se lee en San Mateo (XIII): “entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre”; esto no implica nada extraordinario, ya que son incorporados a Cristo en quien no cabe la oscuridad del pecado y del que se dice en el libro de la Sabiduría (VII) que es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha de la majestad de Dios y la imagen de su bondad.

De este modo, vueltos los ojos hacia Dios, lo vemos resplandecer en medio de muchos bienaventurados, como se distingue una luz en una multitud de lámparas, participando ellos de diferentes maneras de una sola y misma dignidad, según su propia diversidad. Tal es el significado que le atribuimos aquí a la Eucaristía y que justifica su denominación de ser una gracia por encima de todas las gracias.

Este sacramento encierra todas las gracias

En el esplendor de los ornamentos sagrados, del seno de la aurora te hizo nacer (Salmo 109); es decir, mi divinidad fecunda te engendra a Ti, Hijo, brillando con todos los esplendores de la santidad, antes que la luz creada apareciera en el cielo y sobre la tierra. Este Hijo, con toda su belleza, está contenido en el sacramento de la Eucaristía; por eso se puede decir de El lo que aparece en el Eclesiástico (XLIII): “el remedio de todo es una nube que llega rápidamente”.

Según la letra, la hostia en la que el cuerpo del Señor está consagrado se denomina nube, ya que se apresura a descender para curarnos y, llegada la hora, el pan que está bajo esta nube se trasmuta rápidamente en el cuerpo de Cristo en el que se encuentra todo remedio. Ya que en El existe eternamente el esplendor de la santidad por el cual todo hombre se cura. Así se puede explicar lo escrito en el tercer libro de los Reyes (VIII): “el Señor quiere habitar en la nube”. La Glosa agrega: es decir, se muestra por sus obras. El eligió habitar en esta nube por nuestra salvación y, como todo el esplendor de los santos está en ella, no es sorprendente que en esta imagen resplandezcan quienes la reciben dignamente.

Cada uno de nosotros, con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria de Dios, nos transformamos en su misma imagen, más y más resplandeciente, a semejanza del Señor que es Espíritu (II Epístola a los Corintios III). Este sacramento contiene a Cristo con todo el esplendor de su santidad. Incluye el derecho de Cristo en toda la plenitud de la santidad. El Hijo -sabiduría del Padre- dice: “Yo residí en la plenitud de los santos” (Eclesiástico XXIV).

En efecto, en Cristo la plenitud corporal es la santidad. En consecuencia, el Hijo de Dios también es acogido como Dios por el hombre, que recibe este sacramento y que tiene fe en él. Y este hombre, tomado así, debe ser particularmente bienaventurado. Lo dice el Salmo 64: “feliz aquél que elegiste y que acercas a Ti, porque habita en tus atrios; es decir, aquél que recibe esta beatitud particular y privilegiada, por la que Tú, Dios, asumes la naturaleza humana, y que elegiste para elevarle a esta plenitud de santidad”. Al ser uno contigo habita en tus atrios, en sitio elevado, donde están todos tus bienes; lugar al que es llamado para gozar antes que todos los otros, participando en la plenitud de tu santidad.

Es perfectamente razonable decir de Cristo lo que se escribió de la participación divina del primer ángel: “Tú eras el sello de la perfección, pleno de sabiduría y belleza y morabas en las delicias del paraíso de Dios” (Ezequiel, XXVIII). Más que todos los otros, el sello de la perfección no difiere en nada de la imagen del Padre, siendo totalmente igual al Padre en la plenitud de la divinidad y de la santidad.

Ahora bien, este sacramento los contiene en la totalidad de su riqueza y de su abundancia. El total de sus riquezas, porque se brinda a todos, según dice el Señor en San Mateo: “he aquí que estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos”. Está con nosotros en el sacramento. La totalidad de su abundancia, porque se expande a Sí mismo en todas las partes del Cuerpo místico, como se lee en la Epístola a los Efesios (III): “estamos colmados de la plenitud de Dios”.

Además la Epístola a los Efesios (IV) dice: “para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que hayamos alcanzado la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, hasta el estado de hombre perfecto, hecho según la medida de la plenitud de Cristo”. Es decir, que todas las cosas que hace Cristo en los misterios de su Iglesia, las hace para llegar a la edificación de su Cuerpo Místico y penetrar armónicamente en la total santidad de su verdadero cuerpo.

De este modo, todos los que somos sus miembros nos ofrendamos a Cristo, nuestro Dios, en la unidad de su fe y en reconocimiento de su santidad, del hombre perfectamente Cristo en todo su cuerpo; participando según la medida de nuestra edad de la gracia y en la plenitud de Cristo; de manera tal, teniendo en abundancia gracia y santidad perfectas, dejamos de ser pequeños e imperfectos. Así Cristo está contenido en este sacramento -llamado con justicia gracia buena- con toda la plenitud de su riqueza y santidad.

El conjunto total de gracias de este sacramento es visible y re conocible, ya que no hay nada en él que no sea plenitud de gracia. Esto dice San Juan (I): “vimos su gloria, gloria como la que el Hijo único tiene de su Padre, lleno de gracia y de verdad”. Lo que vimos en El no estaba vacío, sino pleno de gracia, surgiendo de una fuente rica y exuberante. Así Ester (XV) exclama: “eres digno de admiración, Señor, y tu rostro está repleto de gracia”.

De cualquier manera que observemos su rostro, lo encontramos admirable y todo bondadoso; el rostro de Dios engendra la gracia y el del hombre la expande; su nacimiento consagra la virginidad; su vida es el ornamento de nuestra existencia cotidiana, su palabra revela las gracias de la verdad, sus milagros prueban la existencia de su poder, su muerte revela la eficacia de su gracia; por ello todo su rostro está lleno de gracias. Y el cúmulo de estas gracias lo contiene totalmente este sacramento, ya que la gracia y la verdad vienen de Jesucristo.

A todos los que reciben este sacramento de la Eucaristía se les trasmite la plenitud y la abundancia de todas las gracias y este sacramento se llama dignamente Eucaristía.

Que este don produce un efecto en aquél que lo recibe

Este don tiene múltiples efectos pero, entre otros, uno esencial o sustancial, junto a otros puramente accidentales.

Su efecto sustancial es la restauración de las fuerzas de la vida espiritual, debilitadas por una larga falta de alimentos.

Los efectos accidentales son de causalidad y de significación. Desde el punto de vista de la causalidad este don une, reconforta e inspira caridad. Desde el punto de vista de la significación, puede decirse que este sacramento es el signo sensible de la verdad y la representación de la beatitud celestial.

El primer efecto, que es esencial, muestra que este don restaura en el orden espiritual como los alimentos corporales en el suyo, y esto es un don de Dios.

Leemos en el Salmo 22: “Tú preparas delante de mí una mesa frente a mis enemigos; esparces óleo sobre mi cabeza y mi copa está desbordante”. Al decir que el Señor le prepara delante una mesa, hace referencia al alimento para reparar fuerzas. Añadiendo “frente a mis enemigos” señala que esta refacción le da fuerza contra ellos junto con las virtudes necesarias para superar su inanición espiritual. Diciendo “Tú derramas óleo sobre mi cabeza” indica la abundancia y la dulzura de este don, convertido en alimento deleitable. “Mi copa está desbordante” alude al licor caliente y dulce que se vierte espiritualmente sobre nuestros miembros, inspirando al alma el olvido y transportándola hacia la deleitación divina y hacia la más deliciosa embriaguez.

– En el Catecismo de la Iglesia Católica:

Nº 259 

Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la propiedad de las Personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae (cf. Jn 6,44) y el Espíritu lo mueve (cf. Rm 8,14).

Nº 591

Jesús pidió a las autoridades religiosas de Jerusalén que creyeran en él en virtud de las obras de su Padre que él realizaba (Jn 10, 36-38). Pero tal acto de fe debía pasar por una misteriosa muerte a sí mismo para un nuevo “nacimiento de lo alto” (Jn 3, 7) atraído por la gracia divina (cf. Jn 6, 44). Tal exigencia de conversión frente a un cumplimiento tan sorprendente de las promesas (cf. Is 53, 1) permite comprender el trágico desprecio del Sanedrín al estimar que Jesús merecía la muerte como blasfemo (cf. Mc 3, 6; Mt 26, 64-66). Sus miembros obraban así tanto por “ignorancia” (cf. Lc 23, 34; Hch 3, 17-18) como por el “endurecimiento” (Mc 3, 5; Rm 11, 25) de la “incredulidad” (Rm 11, 20).

Nº 1000

Este “cómo ocurrirá la resurrección” sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:

«Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 18, 4-5).

Nº 1001 

¿Cuándo? Sin duda en el “último día” (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); “al fin del mundo” (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:

«El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Ts 4, 16).

Nº 1428

Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que “recibe en su propio seno a los pecadores” y que siendo “santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación” (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del “corazón contrito” (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).

Nº 151 

Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).

Nº 728 

Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que él mismo no ha sido glorificado por su Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco, incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su Carne será alimento para la vida del mundo (cf. Jn 6, 27. 51.62-63). Lo sugiere también a Nicodemo (cf. Jn 3, 5-8), a la Samaritana (cf. Jn 4, 10. 14. 23-24) y a los que participan en la fiesta de los Tabernáculos (cf. Jn 7, 37-39). A sus discípulos les habla de él abiertamente a propósito de la oración (cf. Lc 11, 13) y del testimonio que tendrán que dar (cf. Mt 10, 19-20).

Nº 1355

En la comunión, precedida por la oración del Señor y de la fracción del pan, los fieles reciben “el pan del cielo” y “el cáliz de la salvación”, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó “para la vida del mundo” (Jn 6,51):

Porque este pan y este vino han sido, según la expresión antigua “eucaristizados” /cf. San Justino, Apologia, 1, 65), “llamamos a este alimento Eucaristía y nadie puede tomar parte en él si no cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros, si no ha recibido el baño para el perdón de los pecados y el nuevo nacimiento, y si no vive según los preceptos de Cristo” (San Justino, Apologia, 1, 66: CA 1, 180 [PG 6, 428]).

Nº 2837 

[Danos hoy nuestro pan] “De cada día”. La palabra griega, epiousion, no tiene otro sentido en el Nuevo Testamento. Tomada en un sentido temporal, es una repetición pedagógica de “hoy” (cf Ex 16, 19-21) para confirmarnos en una confianza “sin reserva”. Tomada en un sentido cualitativo, significa lo necesario a la vida, y más ampliamente cualquier bien suficiente para la subsistencia (cf 1 Tm 6, 8). Tomada al pie de la letra (epiousion: “lo más esencial”), designa directamente el Pan de Vida, el Cuerpo de Cristo, “remedio de inmortalidad” (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Ephesios, 20, 2) sin el cual no tenemos la Vida en nosotros (cf Jn 6, 53-56) Finalmente, ligado a lo que precede, el sentido celestial es claro: este “día” es el del Señor, el del Festín del Reino, anticipado en la Eucaristía, en que pregustamos el Reino venidero. Por eso conviene que la liturgia eucarística se celebre “cada día”.

«La Eucaristía es nuestro pan cotidiano […] La virtud propia de este divino alimento es una fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus miembros para que vengamos a ser lo que recibimos […] Este pan cotidiano se encuentra, además, en las lecturas que oís cada día en la Iglesia, en los himnos que se cantan y que vosotros cantáis. Todo eso es necesario en nuestra peregrinación» (San Agustín, Sermo 57, 7, 7).

El Padre del cielo nos exhorta a pedir como hijos del cielo el Pan del cielo (cf Jn 6, 51). Cristo “mismo es el pan que, sembrado en la Virgen, florecido en la Carne, amasado en la Pasión, cocido en el Horno del sepulcro, reservado en la iglesia, llevado a los altares, suministra cada día a los fieles un alimento celestial” (San Pedro Crisólogo, Sermo 67, 7)

En el Magisterio de los Papas:

SANTA MISA PARA LA CLAUSURA DEL XXV CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL ITALIANO. HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI, Astillero de Ancona. Domingo 11 de septiembre de 2011

Queridísimos hermanos y hermanas:

Hace seis años, el primer viaje apostólico en Italia de mi pontificado me llevó a Bari, con ocasión del 24° Congreso eucarístico nacional. Hoy he venido a clausurar solemnemente el 25°, aquí en Ancona. Doy gracias al Señor por estos intensos momentos eclesiales que refuerzan nuestro amor a la Eucaristía y nos ven reunidos en torno a la Eucaristía. Bari y Ancona, dos ciudades que se asoman al mar Adriático; dos ciudades ricas de historia y de vida cristiana; dos ciudades abiertas a Oriente, a su cultura y su espiritualidad; dos ciudades que los temas de los Congresos eucarísticos han contribuido a acercar: en Bari hemos hecho memoria de cómo «sin el Domingo no podemos vivir»; hoy, nuestro reencuentro se caracteriza por la «Eucaristía para la vida cotidiana».

Antes de ofreceros alguna reflexión, quiero agradecer vuestra coral participación: en vosotros abrazo espiritualmente a toda la Iglesia que está en Italia. Dirijo un saludo agradecido al presidente de la Conferencia episcopal, cardenal Angelo Bagnasco, por las cordiales palabras que me ha dirigido también en nombre de todos vosotros; a mi legado para este Congreso, cardenal Giovanni Battista Re; al arzobispo de Ancona-Ósimo, monseñor Eduardo Menichelli, a los obispos de la provincia eclesiástica de Las Marcas y a los que han acudido numerosos de cada parte del país. Junto con ellos, saludo a los sacerdotes, los diáconos, los consagrados y las consagradas, y a los fieles laicos, entre los cuales veo muchas familias y muchos jóvenes. Mi agradecimiento va también a las autoridades civiles y militares y a cuantos, de diversas maneras, han contribuido al buen éxito de este acontecimiento.

«Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6, 60). Ante el discurso de Jesús sobre el pan de vida, en la Sinagoga de Cafarnaún, la reacción de los discípulos, muchos de los cuales abandonaron a Jesús, no está muy lejos de nuestras resistencias ante el don total que él hace de sí. Porque acoger verdaderamente este don quiere decir perderse a sí mismo, dejarse fascinar y transformar, hasta vivir de él, como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la segunda lectura: «Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor» (Rm 14, 8).

«Este modo de hablar es duro»; es duro porque con frecuencia confundimos la libertad con la ausencia de vínculos, con la convicción de poder actuar por nuestra cuenta, sin Dios, a quien se ve como un límite para la libertad. Y esto es una ilusión que no tarda en convertirse en desilusión, generando inquietud y miedo, y llevando, paradójicamente, a añorar las cadenas del pasado: «Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto», decían los israelitas en el desierto (Ex 16, 3), como hemos escuchado. En realidad, sólo en la apertura a Dios, en la acogida de su don, llegamos a ser verdaderamente libres, libres de la esclavitud del pecado que desfigura el rostro del hombre, y capaces de servir al verdadero bien de los hermanos.

«Este modo de hablar es duro»; es duro porque el hombre cae con frecuencia en la ilusión de poder «transformar las piedras en pan». Después de haber dejado a un lado a Dios, o haberlo tolerado como una elección privada que no debe interferir con la vida pública, ciertas ideologías han buscado organizar la sociedad con la fuerza del poder y de la economía. La historia nos demuestra, dramáticamente, cómo el objetivo de asegurar a todos desarrollo, bienestar material y paz prescindiendo de Dios y de su revelación concluyó dando a los hombres piedras en lugar de pan. El pan, queridos hermanos y hermanas, es «fruto del trabajo del hombre», y en esta verdad se encierra toda la responsabilidad confiada a nuestras manos y nuestro ingenio; pero el pan es también, y ante todo, «fruto de la tierra», que recibe de lo alto sol y lluvia: es don que se ha de pedir, quitándonos toda soberbia y nos hace invocar con la confianza de los humildes: «Padre (…), danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6, 11).

El hombre es incapaz de darse la vida a sí mismo, él se comprende sólo a partir de Dios: es la relación con él lo que da consistencia a nuestra humanidad y lo que hace buena y justa nuestra vida. En el Padrenuestro pedimos que sea santificado su nombre, que venga su reino, que se cumpla su voluntad. Es ante todo el primado de Dios lo que debemos recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida, porque es este primado lo que nos permite reencontrar la verdad de lo que somos; y en el conocimiento y seguimiento de la voluntad de Dios donde encontramos nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio a Dios, para que sea el centro vital de nuestra existencia.

¿De dónde partir, como de la fuente, para recuperar y reafirmar el primado de Dios? De la Eucaristía: aquí Dios se hace tan cercano que se convierte en nuestro alimento, aquí él se hace fuerza en el camino con frecuencia difícil, aquí se hace presencia amiga que transforma. Ya la Ley dada por medio de Moisés se consideraba como «pan del cielo», gracias al cual Israel se convierte en el pueblo de Dios; pero en Jesús, la palabra última y definitiva de Dios, se hace carne, viene a nuestro encuentro como Persona. Él, Palabra eterna, es el verdadero maná, es el pan de la vida (cf. Jn 6, 32-35); y realizar las obras de Dios es creer en él (cf. Jn 6, 28-29). En la última Cena Jesús resume toda su existencia en un gesto que se inscribe en la gran bendición pascual a Dios, gesto que él, como hijo, vive en acción de gracias al Padre por su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad nueva, porque él se dona a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte para que todos pueden beber de él, pero con este gesto él dona la «nueva alianza en su sangre», se dona a sí mismo. Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la cruz. Se le quitará la vida en la cruz, pero él ya ahora la entrega por sí mismo. Así, la muerte de Cristo no se reduce a una ejecución violenta, sino que él la transforma en un libre acto de amor, en un acto de autodonación, que atraviesa victoriosamente la muerte misma y reafirma la bondad de la creación salida de las manos de Dios, humillada por el pecado y, al final, redimida. Este inmenso don es accesible a nosotros en el Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona a nosotros, para abrir nuestra existencia a él, para involucrarla en el misterio de amor de la cruz, para hacerla partícipe del misterio eterno del cual provenimos y para anticipar la nueva condición de la vida plena en Dios, en cuya espera vivimos.

¿Pero qué comporta para nuestra vida cotidiana este partir de la Eucaristía a fin de reafirmar el primado de Dios? La comunión eucarística, queridos amigos, nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a él; nos une íntimamente a los hermanos en el misterio de comunión que es la Iglesia, donde el único Pan hace de muchos un solo cuerpo (cf. 1 Co 10, 17), realizando la oración de la comunidad cristiana de los orígenes que nos presenta el libro de la Didaché: «Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino» (ix, 4). La Eucaristía sostiene y transforma toda la vida cotidiana. Como recordé en mi primera encíclica, «en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros», por lo cual «una Eucaristía que no comporte un ejercicio concreto del amor es fragmentaria en sí misma» (Deus caritas est, 14).

La historia bimilenaria de la Iglesia está constelada de santos y santas, cuya existencia es signo elocuente de cómo precisamente desde la comunión con el Señor, desde la Eucaristía nace una nueva e intensa asunción de responsabilidades a todos los niveles de la vida comunitaria; nace, por lo tanto, un desarrollo social positivo, que sitúa en el centro a la persona, especialmente a la persona pobre, enferma o necesitada. Nutrirse de Cristo es el camino para no permanecer ajenos o indiferentes ante la suerte de los hermanos, sino entrar en la misma lógica de amor y de donación del sacrificio de la cruz. Quien sabe arrodillarse ante la Eucaristía, quien recibe el cuerpo del Señor no puede no estar atento, en el entramado ordinario de los días, a las situaciones indignas del hombre, y sabe inclinarse en primera persona hacia el necesitado, sabe partir el propio pan con el hambriento, compartir el agua con el sediento, vestir a quien está desnudo, visitar al enfermo y al preso (cf. Mt 25, 34-36). En cada persona sabrá ver al mismo Señor que no ha dudado en darse a sí mismo por nosotros y por nuestra salvación. Una espiritualidad eucarística, entonces, es un auténtico antídoto ante el individualismo y el egoísmo que a menudo caracterizan la vida cotidiana, lleva al redescubrimiento de la gratuidad, de la centralidad de las relaciones, a partir de la familia, con particular atención en aliviar las heridas de aquellas desintegradas. Una espiritualidad eucarística es el alma de una comunidad eclesial que supera divisiones y contraposiciones y valora la diversidad de carismas y ministerios poniéndolos al servicio de la unidad de la Iglesia, de su vitalidad y de su misión. Una espiritualidad eucarística es el camino para restituir dignidad a las jornadas del hombre y, por lo tanto, a su trabajo, en la búsqueda de conciliación de los tiempos dedicados a la fiesta y a la familia y en el compromiso por superar la incertidumbre de la precariedad y el problema del paro. Una espiritualidad eucarística nos ayudará también a acercarnos a las diversas formas de fragilidad humana, conscientes de que ello no ofusca el valor de la persona, pero requiere cercanía, acogida y ayuda. Del Pan de la vida sacará vigor una renovada capacidad educativa, atenta a testimoniar los valores fundamentales de la existencia, del saber, del patrimonio espiritual y cultural; su vitalidad nos hará habitar en la ciudad de los hombres con la disponibilidad a entregarnos en el horizonte del bien común para la construcción de una sociedad más equitativa y fraterna.

Queridos amigos, volvamos de esta tierra de Las Marcas con la fuerza de la Eucaristía en una constante ósmosis entre el misterio que celebramos y los ámbitos de nuestra vida cotidiana. No hay nada auténticamente humano que no encuentre en la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud: que la vida cotidiana se convierta en lugar de culto espiritual, para vivir en todas las circunstancias el primado de Dios, en relación con Cristo y como donación al Padre (cf. Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 71). Sí, «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4): nosotros vivimos de la obediencia a esta palabra, que es pan vivo, hasta entregarnos, como Pedro, con la inteligencia del amor: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).

Como la Virgen María, seamos también nosotros «regazo» disponible que done a Jesús al hombre de nuestro tiempo, despertando el deseo profundo de aquella salvación que sólo viene de él. Buen camino, con Cristo Pan de vida, a toda la Iglesia que está en Italia. Amén.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.