Lectio 27 de junio 2021

CONTENIDO:  Lectio divina con el evangelio de XIII domingo del Tiempo Ordinario Ciclo B. 27 de junio de 2021 (San Marcos 5,21-43).

Post: La hemorroísa y la hija de Jairo: milagros de Jesús

•             SEÑAL DE LA CRUZ.

•             INVOCACIÓN AL ESPÍRITU SANTO:

Ven Espíritu Santo
Llena los corazones de tus fieles
Y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Envía señor tu espíritu y todo será creado
Y renovaras la faz de la tierra
Oh Dios, que instruiste los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo 
Danos gustar de todo lo que es recto según Tu mismo espíritu 
Y gozar siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo nuestro Señor.

  • LECTIO

Primer paso de la Lectio Divina:
consiste en la lectura de un trozo unitario de la Sagrada Escritura. Esta lectura implica la comprensión del texto al menos en su sentido literal. Se lee con la convicción de que Dios está hablando. No es la lectura de un libro, sino la escucha de Alguien. Es escuchar la voz de Dios hoy.  

Lectura del Santo Evangelio según san Marcos (5,21-43):

Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: “Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva”.
Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados. Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: “Con sólo tocar su manto quedaré curada”. Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal.
Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: “¿Quién tocó mi manto?”. Sus discípulos le dijeron: “¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?”. Pero él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido. Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad. Jesús le dijo: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad”.
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: “Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?”. Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: “No temas, basta que creas”. Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba.
Al entrar, les dijo: “¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme”. Y se burlaban de él. Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: “Talitá kum”, que significa: “¡Niña, yo te lo ordeno, levántate”. En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer.

Palabra del Señor

  • MEDITATIO.

Estando siempre en la presencia de Dios, el segundo paso de la Lectio Divina o Meditatio consiste en reflexionar en nuestro interior y con nuestra inteligencia sobre lo que se ha leído y comprendido. “Es esa disposición del alma que usa de todas sus facultades intelectuales y volitivas para poder captar lo que Dios le dice… al modo de Dios”.   

OPCIÓN 1

Reflexiones sobre el Evangelio de san Marcos según los tiempos litúrgicos. MDA, Buenos Aires, 2015, la hemorroísa, pág. 51.

OPCIÓN 2

P. Leonardo Castellani

El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 376-382

Dos milagros de Cristo para despertar la fe

El evangelio de hoy narra dos milagros enchufados, el de la Hemorroísa y el de la Hija de Jairo, que son interesantes para reflexionar –entre otras cosas– sobre la física del milagro; porque están ornados de varias circunstancias sorprendentes. Mateo cuenta el hecho en un resumen seco y Lucas con varios pormenores nuevos; pero Marcos, el meturgemán de San Pedro, hace un relato movido y vívido de testigo presencial, donde creería uno oír la misma voz de Pedro, que fue de él no solamente espectador, sino en cierto modo actor. En efecto, Pedro pone las dos palabras mágicas de Cristo en arameo “Talitha koum (i)” (“Niña, despierta, te digo”); además, Pedro llama a Juan “hermano de Jácome”; seguramente fue él (Pedro) quien respondió a Jesús: “¿Cómo preguntas quién te ha tocado si la turba te está atropellando y pechando?”; y es él quien fue introducido con los dos hermanos Zebedeo y los dos padres al dormitorio de la finadita a presenciar el milagro: “cinco medio-hombres”, dice San Agustín; porque el dolor y el temor los tenían allí en suspenso y como alelados. Un milagro depende de la voluntad del taumaturgo y de la fe del que lo recibe; y aparentemente está sometido a ciertas leyes que desconocemos: son conocidas las circunstancias en que se producen los milagros de Lourdes. Naturalmente, Dios no tiene leyes; pero evidentemente también si quiere hacer un hecho propio suyo, que lo señale a Él, no necesita descompaginar la creación con una especie de alcaldada o acto de violencia, sino manejar las naturas de las cosas que Él ha hecho, y que Él únicamente conoce hasta el fino fondo. Dios está dentro de las cosas y de sus leyes y no fuera de ellas. Aquí está el error de los que niegan el milagro, como Le Dantec, alegando que Dios no puede destruir las leyes naturales: puesto que no necesita destruirlas. Aquí también está el error de los que, viendo una cierta uniformidad en el modo en que ocurren los milagros, sostienen que no son milagros, sino efectos de leyes naturales que todavía desconocemos; como Beresford y los modernistas en general. J. D. Beresford, arquitecto y gran escritor inglés, ha encarnado la doctrina modernista de la “fe-quecura” (“the healing faith”) en su novela The Hampdenshire Wonder y en otros libros. Trata de desarmar el mecanismo del milagro, atribuyéndolo a la voluntad humana exaltada e inflamada por la fe y el amor; aunque la “Fe” de que habla no es la fe sobrenatural sino una especie de confianza ciega y frenética; y el “Amor” no es el amor de Dios sino el amor humano. Dice con razón que debe haber un lazo genético entre el espíritu y la materia, la cual del espíritu procede; y por tanto, todo lo que hace falta es que el espíritu, en un momento de exaltación pasional –y aquí es donde yerra– recupere por un momento ese lazo e influjo escondido; pero sabemos que ese influjo escondido no está en manos del hombre, sino sólo del Creador, y a lo más, del ángel. La teoría es muy bonita, y la novela está bien hecha; pero con todo lo que sabe, Beresford no ha podido jamás resucitar un muerto, ni siquiera curar un dolor de muelas. Eso sí, ha ganado fama y dinero con sus novelas agradablemente religiosas en los medios protestantes. Esta misma teoría la enseña una secta protestante, muy poderosa en Norteamérica, que se llama la Cristian Science. Cristo exigía la fe a sus milagrados; y a veces el milagro dependía del grado o existencia de esa fe; pero no exigía fe a los muertos que resucitó. La fe, pues, es causa (concausa) del milagro; pero no es causa física de él –como yerra Beresford– sino causa moral: en el sentido de que Cristo se interesaba en sus milagros sólo en cuanto eran medios de llevar a los hombres a la conversión interior, y a creer en Él y en sus tremendas palabras. De ahí viene la curiosa circunstancia –en este milagro tan acusada– de la prohibición de contarlos, que impartía a sus favorecidos. “Echó a todos fuera, menos a los padres… y les mandó enérgicamente que no dijeran nada…” ¿Para qué, si como nota Mateo, en seguida lo supieron todos? Pues simplemente para no fomentar en el pueblo la angurria de milagros: que no pusiesen el milagro delante de la predicación; y no convirtiesen al Mesías en un Supercurandero, así como querían convertirlo los fariseos en un Superdictador o un Superpolítico nacionalista. Lo primero que le interesa a Cristo es la predicación del Evangelio: hasta el milagro viene después de eso. Aquí en Buenos Aires me parece ver –y ojalá me equivoque– un fenómeno monstruoso: el único lazo religioso que une a los fieles con la jerarquía y da a la jerarquía su razón de ser, que es la predicación, no existe; o digamos, más moderadamente, como si no existiera. “Id y enseñad a todas las gentes.” En las parroquias no se enseña nada, ni en las “cátedras” de las Catedrales. ¿Qué es una gran parroquia de Buenos Aires? Ciertamente no es una parroquia medioeval, un núcleo de gente unida por la fe, que se conoce, conoce al Pastor y es conocida por él: “mis ovejas me conocen y yo las conozco”, dice Cristo. Hablando breve y mal, una parroquia de Buenos Aires es un gran edificio donde concurren masas desconocidas a comprar “sacramentos” que para muchos, que no tienen fe sobrenatural sino simple superstición –justamente por falta de enseñanza–, no son sacramentos, sino ceremonias mágicas. Hay excepciones. Hablo en general. El único lazo unitivo que quedaría para formar mal que bien una verdadera comunidad religiosa sería la predicación del Evangelio; y no se predica el Evangelio. Yo he recorrido las principales parroquias de Buenos Aires, he oído a los principales “oradores” y sé que no se predica el Evangelio, no se enseña la fe. Si San Pedro y San Pablo volviesen al mundo, esto es lo que dirían. Pero dejen no más, ya volverán Enoch y Elías. A todo esto, por meterme a criticón, no he contado el milagro de la rusita Jairós, tan repicado por los tres Evangelistas Sinópticos. Jesús estaba “cerca del mar”, es decir, en la playa de Cafarnaúm. Vino un archisinagogo, se echó a sus pies y lloró; y cuando un fariseo llora, ya no es fariseo. Y le “suplicaba grandemente” que fuese a su casa y pusiese sus manos sobre la cabeza de su hija única para que viva, “porque está en las últimas”. Jesús se puso en camino sin decir palabra; mas si el eclesiástico hubiese tenido la fe del Centurión Romano y hubiese dicho: “Rabbí, no es necesario que te molestes haciendo este camino: tú puedes curarla desde aquí con una sólo palabra” se hubiese ahorrado un gran disgusto y susto. Más fe tuvo la Hemorroisa. Jesús caminaba como llevado en andas por una turbamulta. De repente se detuvo y preguntó: “¿Quién me ha tocado?”. Los Discípulos –Pedro sin duda– le dijeron que esa pregunta era chusca: muchísima gente lo tocaba. “No, porque yo he sentido salir virtud de mí”, y miró alrededor. Entonces una mujer se adelantó, se postró delante, y “confesó”, dice Pedro-Marcos: contó todo. Sufría de hemorragias doce años hacía. Había gastado toda su fortuna en médicos, la habían hecho sufrir mucho y la habían dejado peor. San Lucas, que fue médico, omite este detalle, pero Marcos lo particulariza casi con ferocidad: “Había visto muchos médicos, la habían atormentado, y dejado peor que antes.” También, los médicos de aquel tiempo no se andaban en chiquitas. Los libros judíos (el Talmud) de aquel tiempo, nos dejan conocer algunas recetas; para curar el flujo de sangre, por ejemplo: sentarse en una encrucijada teniendo en la mano un vaso de vino nuevo; el médico venía por detrás en puntillas y le daba un gran grito para asustar al flujo de sangre; si el vino no se derramaba, el flujo se debía sanar; el médico ya estaba pagado, de modo que si no se sanaba, la culpa era de la enferma. Otro remedio era buscar granos de avena en la bosta de un mulo blanco; comiendo uno, el flujo debía cesar por dos días; comiendo dos, por tres días; y comiendo uno durante tres días, debía cesar para siempre. Otro remedio y éste decisivo: azotarse los muslos con ortigas a la media noche un día sí y otro no durante un mes de Kislew –que corresponde a nuestro noviembre-diciembre– y la enfermedad debía desaparecer; pero no desapareció. Otros remedios que seguían, hacían desaparecer las ganas de sanarse. La medicina era ejercida por los Escribas, y consistía en un poco de empirismo y mucha superstición. En la Mishna (Talmud) existe esta sentencia: “El mejor de los médicos merece el infierno.” “Hija, tu fe te ha curado, vete en paz y sé sana de tu plaga.” La tradición retiene que la mujer favorecida se llamaba “Ber-niké” o Verónica, y fue la misma que en la Vía Dolorosa enjugó con un lienzo el rostro de su Salvador caído –y allí había también flujo de sangre– el cual quedó estampado en él. Ésta había pensado entre sí: “si llego solamente a tocar la orla de su vestido, seré salva”. El pudor la cohibía de exponer su enfermedad delante de todos; y sentía altamente del Rabbí de Nazareth. Estaba aún hablando con ella, cuando llegó mensaje al dignatario sinagogal de que su hija había muerto. Jesús interrumpió: “No temas, cree solamente.” Cuando llegó estaban preparando el entierro y estaban allí las Lloronas y los Ululantes, según esa costumbre oriental que se conserva todavía en lugares de Suditalia y yo he visto en el Andalucía: llorar, gemir y hacer largos y sollozantes monólogos elegiacos; costumbre que tiene una raíz psicológica y aun higiénica, pues el dolor interno se templa y se encauza por medio de su manifestación externa, así como todas las emociones por medio de su expresión cuerdamente graduada; como atestigua la famosa teoría de “la purificación por la tragedia”, de Aristóteles. Esta ceremonia de los llantos teatrales, ridícula  para nosotros los “civilizados”, tiene por fin hacer salir la pena para fuera y que no se vaya para adentro y dañe. Cristo paró el tumulto gritando: “¿Por qué lloráis y alborotáis? No está muerta la niña, duerme.” Para Cristo la muerte es un sueño (“Lázaro duerme”), y eso ha de ser para el cristiano… Se burlaron de Él. Hizo salir a todos y tomando de la mano a la niña, la “despertó”. Se despierta al que duerme, no se despierta al que está muerto. Pero ésa es la locura del amor, que no quiere creer que haya cadáveres. “No está muerta la niña: duerme.” Había allí siete hombres, es decir: cinco medio hombres, uno que ya no era hombre, y uno que era más que hombre… –estas son florituras de San Agustín–. La niña comenzó a caminar y los presentes “quedaron estupendamente estupefactos”. Mandó que le diesen de comer, y ordenó “vehementemente” que no lo contaran a nadie. Tenía doce años. La leyenda ha querido también seguir los pasos de la niña resucitada. Se casó poco después y de sus hijos naturalmente uno fue obispo, otro fue sacerdote y otro centurión romano; todos mártires. Eso ya no lo sabemos cierto; pero es muy probable que de su estada en el más allá sólo conservó el recuerdo borroso de un sueño, lo mismo que Lázaro; porque de otro modo, no sería fácil seguir viviendo. ¿Por qué hizo salir a todos antes de obrar el portento? Primero, porque se habían reído de Él y no merecían verlo. Segundo y principal, por la razón antes dicha, de que Cristo no quería hacer espectáculos sino crear fe. Hoy día hay gente que piensa que hay que hacer espectáculos clamorosos y multitudinosos para crear la fe. Ojalá que les vaya bien con su sistema, pero me parece que eso más que fe es política. Bueno, ojalá que les vaya bien con su política. Pero hasta ahora no lo hemos visto. La fe es interior, la fe no ama los alborotos, la fe no hace aspavientos, la fe se nutre en el silencio: ella es callada y operosa, es sosegada, es modesta, es fecunda, es más amiga de las obras que de las palabras, es fuerte, es aguantadora, es discreta. Es pudorosa. Los hombres profundamente religiosos no ostentan su religiosidad, como los Don Juan Tenorio de la religión, porque todo amor profundo es ruboroso; lo cual no impide que reconozcan a Cristo ante los hombres cuando es necesario.

PREPARACIÓN REMOTA:

Textos

  • ORATIO

La oratio es el tercer momento de la Lectio Divina, consiste en la oración que viene de la meditatio. “Es la plegaria que brota del corazón al toque de la divina Palabra”. Los modos en que nuestra oración puede subir hacia Dios son: petición, intercesión, agradecimiento y alabanza.

Antífona de entrada Sal 46, 2
Todos los pueblos aplaudan
y aclamen al Señor con gritos de alegría.

Oración colecta
Dios nuestro, que por la gracia de la adopción
quisiste hacernos hijos de la luz;
concédenos que no seamos envueltos en las tinieblas del error,
sino que permanezcamos siempre en el esplendor de la verdad.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo en la unidad del espíritu Santo,
y es Dios, por los siglos de los siglos.

Oración sobre las ofrendas
Dios de bondad, que das eficacia a tus misterios,
concede que nuestro culto
resulte digno de estos sagrados dones.
Por Jesucristo nuestro Señor.

Antífona de comunión Sal 102, 1
Bendice al Señor, alma mía,
que todo mi ser bendiga su santo nombre.

Oración después de la comunión
Que la víctima divina que hemos ofrecido y recibido
nos llene de vida, Señor,
para que unidos a ti por el amor,
demos frutos que permanezcan eternamente.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

  • CONTEMPLATIO

El último momento de la Lectio Divina: la contemplatio, consiste en la contemplación o admiración que surge de entrar en contacto con la Palabra de Dios. Esta consiste en la adoración, en la alabanza y en el silencia delante de Dios que se está comunicando conmigo.

«Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad».