Preparación opcional Santísima Trinidad: 30 de mayo 2021

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DE LA  SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD. 30 de mayo de 2021 (San Mateo 28, 16-20).

-En los Padres de la Iglesia:

San Atanasio

Carta: Luz, resplandor y gracia en la Trinidad y por la Trinidad

Carta 1 a Serapión, 28-30: PG 26, 594-595. 599 – Liturgia de las Horas

Luz, resplandor y gracia en la Trinidad y por la Trinidad

Siempre resultará provechoso esforzarse en profundizar el contenido de la antigua tradición, de la doctrina y la fe de la Iglesia católica, tal como el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los apóstoles y la conservaron los santos Padres. En ella, efectivamente, está fundamentada la Iglesia, de manera que todo aquel que se aparta de esta fe deja de ser cristiano y ya no merece el nombre.

Existe, pues, una Trinidad, santa y perfecta, de la cual se afirma que es Dios en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no tiene mezclado ningún elemento extraño o externo, que no se compone de uno que crea y de otro que es creado, sino que toda ella es creadora, es consistente por naturaleza y su actividad es única. El Padre hace todas las cosas a través del que es su Palabra, en el Espíritu Santo. De esta manera queda a salvo la unidad de la santa Trinidad. Así, en la Iglesia se predica un solo Dios, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Lo trasciende todo, en cuanto Padre, principio y fuente; lo penetra todo, por su Palabra; lo invade todo, en el Espíritu Santo.

San Pablo, hablando a los corintios acerca de los dones del Espíritu, lo reduce todo al único Dios Padre, como al origen de todo, con estas palabras: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos.

El Padre es quien da, por mediación de aquel que es su Palabra, lo que el Espíritu distribuye a cada uno. Porque todo lo que es del Padre es también del Hijo; por esto, todo lo que da el Hijo en el Espíritu es realmente don del Padre. De manera semejante, cuando el Espíritu está en nosotros, lo está también la Palabra, de quien recibimos el Espíritu, y en la Palabra está también el Padre, realizándose así aquellas palabras: El Padre y yo vendremos a fijar en él nuestra morada. Porque donde está la luz, allí está también el resplandor; y donde está el resplandor, allí está también su eficiencia y su gracia esplendorosa.

Es lo que nos enseña el mismo Pablo en su segunda carta a los Corintios, cuando dice: La gracia de Jesucristo el Señor, el amor de Dios y la participación del Espíritu Santo estén con todos vosotros. Porque toda gracia o don que se nos da en la Trinidad se nos da por el Padre, a través del Hijo, en el Espíritu Santo. Pues así como la gracia se nos da por el Padre, a través del Hijo, así también no podemos recibir ningún don si no es en el Espíritu Santo, ya que hechos partícipes del mismo poseemos el amor del Padre, la gracia del Hijo y la participación de este Espíritu.

– En los santos dominicos:

Antonio Royo Marín, O.P: La inhabitación trinitaria en el alma del justo

Teología de la perfección cristiana, BAC, Madrid, 2008, pp. 60-65.

1. 

La Santísima Trinidad inhabita en nuestras almas para hacernos participantes de su vida íntima divina y transformarnos en Dios.

La vida íntima de Dios consiste (…) en la procesión de las divinas personas-el Verbo, del Padre por vía de generación intelectual; y el Espíritu Santo, del Padre y del Hijo por vía de procedencia afectiva-y en la infinita complacencia que en ello experimentan las divinas personas entre sí.

Ahora bien: por increíble que parezca esta afirmación, la inhabitación trinitaria en nuestras almas tiende, como meta suprema, a hacernos participantes del misterio de la vida íntima divina asociándonos a él y transformándonos en Dios, en la medida en que es posible a una simple criatura. Escuchemos a San Juan de la Cruz-doctor de la Iglesia universal explicando esta increíble maravilla1:

«Este aspirar del aire es una habilidad que el alma dice que le dará en la comunicación del Espíritu Santo; el cual, a manera de aspirar, con aquella su aspiración divina muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo. Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres personas de la Santísima Trinidad en revelado manifiesto grado.

Y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí, le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal, ni el entendimiento humano en cuanto tal puede alcanzar algo de ello…

Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado. Porque dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿que increíble cosa mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma; porque esto es estar transformada en las tres personas en potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la crio a su imagen y semejanza…

¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis? ¿En qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que en tanto que buscáis grandezas y gloria os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!»

Hasta aquí, San Juan de la Cruz. Realmente el apóstrofe sublime místico fontivereño está plenamente justificado. Ante la perspectiva soberana de nuestra total transformación en Dios, el cristiano debería despreciar radicalmente todas las miserias de la tierra y dedicarse con ardor incontenible a intensificar cada vez más su vida trinitaria hasta remontarse poco a poco a las más altas cumbres de la unión mística con Dios. Es lo que sor Isabel de la Trinidad pedía sin cesar a sus divinos huéspedes:

«Que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de Vos, ¡oh mi Inmutable! sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de vuestro misterio».

No se vaya a pensar, sin embargo, que esa total transformación en Dios de que hablan los místicos experimentales como coronamiento supremo de la inhabitación trinitaria tiene un sentido panteísta de absorción de la propia personalidad en el torrente de la vida divina. Nada más lejos de esto. La unión panteísta no es propiamente unión, sino negación absoluta de la unión, puesto que uno de los dos términos -la criatura- desaparece al ser absorbido por Dios. La unión mística no es esto. El alma transformada en Dios no pierde jamás su propia personalidad creada. Santo Tomás pone el ejemplo, extraordinariamente gráfico y expresivo, del hierro candente que, sin perder su propia naturaleza de hierro, adquiere las propiedades del fuego y se hace fuego por participación2.

Comentando esta divina transformación a base de la imagen del hierro candente escribe con acierto el P. Ramiére3:

«Es verdad que en el hierro abrasado está la semejanza del fuego, mas no es tal que el más hábil pintor pueda reproducirla sirviéndose de las mis vivos colores; ella no puede resultar sino de la presencia y acción del mismo fuego. La presencia del fuego y la combustión del hierro son dos cosas distintas; pues ésta es una manera de ser del hierro, y aquélla una relación del mismo con una substancia extraña. Pero las dos cosas, por distintas que sean, son inseparables una de otra; el fuego no puede estar unido al hierro sin abrasarle, y la combustión del hierro no puede resultar sino de su unión con el fuego.

Así el alma justa posee en sí misma una santidad distinta del Espíritu Santo; mas ella es inseparable de la presencia del Espíritu Santo en el alma, y, por tanto, es infinitamente superior a la más elevada santidad que pudiera alcanzar un alma en la que no morase el Espíritu Santo. Esta última alma no podría ser divinizada sino moralmente, por la semejanza de sus disposiciones con las de Dios; el cristiano, por el contrario, es divinizado físicamente, y, en cierto sentido, substancialmente, puesto que sin convertirse en una misma substancia y en una misma persona con Dios, posee en sí la substancia de Dios y recibe la comunicación de su vida».

2. 

La Santísima Trinidad inhabita en nuestras almas para darnos la plena posesión de Dios y el goce fruitivo de las divinas personas.

Dos cosas se contienen en esta conclusión, que vamos a examinar por separado:

a) Para darnos la plena posesión de Dios. Decíamos al hablar de la presencia divina de inmensidad que, en virtud de la misma, Dios estaba íntimamente presente en todas las cosas-incluso en los mismos demonios del infierno-por esencia, presencia y potencia. Y, sin embargo, un ser que no tenga con Dios otro contacto que el que proviene únicamente de presencia de inmensidad, propiamente hablando no posee a Dios, puesto que este tesoro infinito no le pertenece en modo alguno. Escuchemos de nuevo al P. Ramiére4:

«Podemos imaginarnos a un hombre pobrísimo junto a un inmenso tesoro, sin que por estar próximo a él se haga rico, pues lo que hace la riqueza no es la proximidad, sino la posesión del oro. Tal es la diferencia entre el alma justa y el alma del pecador. El pecador, el condenado mismo, tienen a su lado y en sí mismos el bien infinito, y, sin embargo, permanecen en su indigencia, porque este tesoro no les pertenece; al paso que el cristiano en estado de gracia tiene en si el Espíritu Santo, y con El la plenitud de las gracias celestiales como un tesoro que le pertenece en propiedad y del cual puede usar cuando y como le pareciere.

¡Qué grande es la felicidad del cristiano! ¡Qué verdad, bien entendida por nuestro entendimiento, para ensanchar nuestro corazón! ¡Qué influjo en nuestra vida entera si la tuviéramos constantemente ante los ojos! La persuasión que tenemos de la presencia real del cuerpo de Jesucristo en el copón nos inspira el más profundo horror a la profanación de ese vaso de metal. ¡Qué horror tendríamos también a la menor profanación de nuestro cuerpo, si no perdiéramos de vista este dogma de fe, tan cierto como el primero, a saber, la presencia real en nosotros del Espíritu de Jesucristo! ¿Es por ventura el divino Espíritu menos santo que la carne sagrada del Hombre-Dios? ¿O pensamos que da El a la santidad de esos vasos de oro y materiales más importancia que a la de sus templos vivos y tabernáculos espirituales?»

Nada, en efecto, debería llenar de tanto horror al cristiano como la posibilidad de perder este tesoro divino por el pecado mortal. Las mayores calamidades y desgracias que podamos imaginar en el plano puramente humano y temporal -enfermedades, calumnias, pérdida de todos los bienes materiales, de los seres queridos, etc., etc.- son cosas de juguete y de risa comparadas con la terrible catástrofe que representa para el alma un solo pecado mortal. Aquí la pérdida es absoluta y rigurosamente infinita.

b) Para darnos el goce fruitivo de las Divinas Personas. Por más que asombre leerlo, es ésta una de las finalidades más entrañables de la divina inhabitación en nuestras almas.

El príncipe de la teología católica, Santo Tomás de Aquino, escribió en su Suma Teológica estas sorprendentes palabras5:

«No se dice que poseamos sino aquello de que libremente podemos usar y disfrutar. Ahora bien, sólo por la gracia santificante tenemos la potestad de disfrutar de la persona divina («potestatem fruendi divina persona»).

Por el don de la gracia santificante es perfeccionada la criatura racional, no sólo para usar libremente de aquel don creado, sino para gozar de la misma persona divina («ut ipsa persona divina fruatur»)».

Los místicos experimentales han comprobado en la práctica la profunda realidad de estas palabras. Santa Catalina de Siena, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, sor Isabel de la Trinidad y otros muchos hablan de experiencias trinitarias inefables. Sus descripciones desconciertan, a veces, a los teólogos especulativos, demasiado aficionados, quizá, a medir las grandezas de Dios con la cortedad de la pobre razón humana, aun iluminada por la fe.

Escuchemos algunos testimonios explícitos de los místicos experimentales:

Santa Teresa. «Quiere ya nuestro buen Dios quitarle las escamas de los ojos y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera extraña; y metida en aquella morada por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres personas una substancia y un poder y un saber y un solo Dios. De manera que -lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunican todas tres personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendrían El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos.

¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella, sino que notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su alma; en lo muy muy interior, en una cosa muy honda- que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras-siente en sí esta divina compañía»6.

San Juan de la Cruz. Ya hemos citado en la conclusión anterior texto extraordinariamente expresivo. Oigámosle ponderar el deleite inefable que el alma experimenta en su sublime experiencia trinitaria:

«De donde la delicadez del deleite que en este toque se siente, es imposible decirse; ni yo querría hablar de ello, porque no se entienda que aquello no es más de lo que se dice, que no hay vocablos para declarar cosas tan subidas de Dios como en estas almas pasan, de las cuales el propio lenguaje es entenderlo para sí y sentirlo para sí, y callarlo y gozarlo el que lo tiene… y así sólo se puede decir, y con verdad, que a vida eterna sabe; que aunque en esta vida no se goza perfectamente como en la gloria, con todo eso, este toque, por ser toque de Dios, a vida eterna sabe»7.

Sor Isabel de la Trinidad. «He aquí cómo yo entiendo ser la casa de Dios: viviendo en el seno de la tranquila Trinidad, en mi abismo interior, en esta fortaleza inexpugnable del santo recogimiento, de que habla Juan de la Cruz.

David cantaba: ‘Anhela mi alma y desfallece en los atrios del Señor’ (Ps 83,3). Me parece que ésta debe ser la actitud de toda alma que se recoge en sus atrios interiores para contemplar allí a su Dios y ponerse en contacto estrechísimo con El. Se siente desfallecer en un divino desvanecimiento ante la presencia de este Amor todopoderoso, de esta majestad infinita que mora en ella. No es la vida quien la abandona, es ella quien desprecia esta vida natural y quien se retira, porque siente que no es digna de su esencia tan rica, y que se va a morir y a desaparecer en su Dios»8.

Esta es, en toda su sublime grandeza, una de la finalidades más entrañables de la inhabitación de la Santísima Trinidad en nuestras almas: darnos una experiencia inefable del gran misterio trinitario, a manera de pregusto y anticipo de la bienaventuranza eterna. Las personas divinas se entregan al alma para que gocemos de ellas, según la asombrosa terminología del Doctor Angélico, plenamente comprobada en la práctica por los místicos experimentales. Y aunque esta inefable experiencia constituye, sin duda alguna, el grado más elevado y sublime de unión mística con Dios, no representa, sin embargo, un favor de tipo extraordinarios a la manera de las gracias «gratis dadas», entra, por el contrario, en el desarrollo normal de la gracia santificante, y todos los cristianos están llamados a estas alturas y a ellas llegarían, efectivamente, si fueran perfectamente fieles a la gracia y no paralizaran con sus continuas resistencias la acción santificadora progresiva del Espíritu Santo. Escuchemos a Santa Teresa proclamando abiertamente esta doctrina:

«Mirad que convida el Señor a todos; pues es la misma verdad, no hay dudar. Si no fuera general este convite, no nos llamara el Señor a todos, y aunque nos llamara, no dijera: «Yo os daré de beber» (Jn 7, 37). Pudiera decir: venid todos, que, en fin, no perderéis nada; y a los que a mí me pareciere, yo los daré de beber. Más como dijo, sin esta condición, a todos, tengo por cierto que a todos los que no se quedaren en el camino, no les faltará esta agua viva»9.

Vale la pena, pues, hacer de nuestra parte todo cuanto podamos para disponernos con la gracia de Dios a gozar, aun en este mundo, de esta inefable experiencia trinitaria.

Notas:

1 San Juan de la Cruz, Cántico espiritual c. 39 nº 3-4 y 7

2 Cf. I-II, 112, 1; I, 8, 1; I, 44, 1, etc.

3 Enrique Remiére, s.i., El Corazón de Jesús y la divinización del Cristiano, Bilbao 1936, p. 229-30

4 O.C., p. 216-17

5 I, 43, 3c et ad 1

6 Santa Teresa, Moradas séptimas I, 6-7

7 San Juan de la Cruz, Llama de amor viva canc. 2 nº 2

8 Sor Isabel de la Trinidad, Ultimo retiro de «Laudem gloriae», día 16.

9 Santa Teresa, Camino de Perfección 19, 15; cf. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva canc. 2 v. 

– En el Catecismo de la Iglesia Católica:

El Cielo

1023 

Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven «tal cual es» (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Co 13, 12; Ap 22, 4):

«Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos […] y de todos los demás fieles muertos después de recibir el Bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron […]; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte […] aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura» (Benedicto XII: Const. Benedictus Deus: DS 1000; cf. LG 49).

1024 

Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama «el cielo» . El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.

1025 

Vivir en el cielo es «estar con Cristo» (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven «en Él», aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):

«Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino» (San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam 10,121).

1026 

Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha «abierto» el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él.

1027 

Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo, sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Co 2, 9).

1028 

A causa de su transcendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia «la visión beatífica»:

«¡Cuál no será tu gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo, el Señor tu Dios […], gozar en el Reino de los cielos en compañía de los justos y de los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada» (San Cipriano de Cartago, Epistula 58, 10).

1029 

En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él «ellos reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22, 5; cf. Mt 25, 21.23).

La Trinidad en la Liturgia

LA LITURGIA, OBRA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

I. El Padre, fuente y fin de la liturgia

1077 

«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado» (Ef 1,3-6).

1078 

Bendecir es una acción divina que da la vida y cuya fuente es el Padre. Su bendición es a la vez palabra y don («bene-dictio», «eu-logia»). Aplicado al hombre, este término significa la adoración y la entrega a su Creador en la acción de gracias.

1079 

Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda la obra de Dios es bendición. Desde el poema litúrgico de la primera creación hasta los cánticos de la Jerusalén celestial, los autores inspirados anuncian el designio de salvación como una inmensa bendición divina.

1080 

Desde el comienzo, Dios bendice a los seres vivos, especialmente al hombre y la mujer. La alianza con Noé y con todos los seres animados renueva esta bendición de fecundidad, a pesar del pecado del hombre por el cual la tierra queda «maldita». Pero es a partir de Abraham cuando la bendición divina penetra en la historia humana, que se encaminaba hacia la muerte, para hacerla volver a la vida, a su fuente: por la fe del «padre de los creyentes» que acoge la bendición se inaugura la historia de la salvación.

1081 

Las bendiciones divinas se manifiestan en acontecimientos maravillosos y salvadores: el nacimiento de Isaac, la salida de Egipto (Pascua y Éxodo), el don de la Tierra prometida, la elección de David, la presencia de Dios en el templo, el exilio purificador y el retorno de un «pequeño resto». La Ley, los Profetas y los Salmos que tejen la liturgia del Pueblo elegido recuerdan a la vez estas bendiciones divinas y responden a ellas con las bendiciones de alabanza y de acción de gracias.

1082 

En la liturgia de la Iglesia, la bendición divina es plenamente revelada y comunicada: el Padre es reconocido y adorado como la fuente y el fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación; en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo.

1083 

Se comprende, por tanto, que en cuanto respuesta de fe y de amor a las «bendiciones espirituales» con que el Padre nos enriquece, la liturgia cristiana tiene una doble dimensión. Por una parte, la Iglesia, unida a su Señor y «bajo la acción el Espíritu Santo» (Lc 10,21), bendice al Padre «por su don inefable» (2 Co 9,15) mediante la adoración, la alabanza y la acción de gracias. Por otra parte, y hasta la consumación del designio de Dios, la Iglesia no cesa de presentar al Padre «la ofrenda de sus propios dones» y de implorar que el Espíritu Santo venga sobre esta ofrenda, sobre ella misma, sobre los fieles y sobre el mundo entero, a fin de que por la comunión en la muerte y en la resurrección de Cristo-Sacerdote y por el poder del Espíritu estas bendiciones divinas den frutos de vida «para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6).

II. La obra de Cristo en la liturgia

Cristo glorificado…

1084 

«Sentado a la derecha del Padre» y derramando el Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es la Iglesia, Cristo actúa ahora por medio de los sacramentos, instituidos por Él para comunicar su gracia. Los sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones), accesibles a nuestra humanidad actual. Realizan eficazmente la gracia que significan en virtud de la acción de Cristo y por el poder del Espíritu Santo.

1085 

En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre «una vez por todas» (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida.

…desde la Iglesia de los Apóstoles…

1086 

«Por esta razón, como Cristo fue enviado por el Padre, Él mismo envió también a los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, no sólo para que, al predicar el Evangelio a toda criatura, anunciaran que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos ha liberado del poder de Satanás y de la muerte y nos ha conducido al reino del Padre, sino también para que realizaran la obra de salvación que anunciaban mediante el sacrificio y los sacramentos en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica» (SC 6).

1087 

Así, Cristo resucitado, dando el Espíritu Santo a los Apóstoles, les confía su poder de santificación (cf Jn 20,21- 23); se convierten en signos sacramentales de Cristo. Por el poder del mismo Espíritu Santo confían este poder a sus sucesores. Esta «sucesión apostólica» estructura toda la vida litúrgica de la Iglesia. Ella misma es sacramental, transmitida por el sacramento del Orden.

…está presente en la liturgia terrena…

1088 

«Para llevar a cabo una obra tan grande» —la dispensación o comunicación de su obra de salvación— «Cristo está siempre presente en su Iglesia, principalmente en los actos litúrgicos. Está presente en el sacrificio de la misa, no sólo en la persona del ministro, «ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz», sino también, sobre todo, bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura. Está presente, finalmente, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20)» (SC 7).

1089 

«Realmente, en una obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a la Iglesia, su esposa amadísima, que invoca a su Señor y por Él rinde culto al Padre Eterno» (SC 7).

…la cual participa en la liturgia celestial

1090 

«En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero; cantamos un himno de gloria al Señor con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos participar con ellos y acompañarlos; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos con Él en la gloria» (SC 8; cf. LG 50).

III. El Epíritu Santo y la Iglesia en la liturgia

1091 

En la liturgia, el Espíritu Santo es el pedagogo de la fe del Pueblo de Dios, el artífice de las «obras maestras de Dios» que son los sacramentos de la Nueva Alianza. El deseo y la obra del Espíritu en el corazón de la Iglesia es que vivamos de la vida de Cristo resucitado. Cuando encuentra en nosotros la respuesta de fe que él ha suscitado, entonces se realiza una verdadera cooperación. Por ella, la liturgia viene a ser la obra común del Espíritu Santo y de la Iglesia.

1092 En esta dispensación sacramental del misterio de Cristo, el Espíritu Santo actúa de la misma manera que en los otros tiempos de la economía de la salvación: prepara la Iglesia para el encuentro con su Señor, recuerda y manifiesta a Cristo a la fe de la asamblea; hace presente y actualiza el misterio de Cristo por su poder transformador; finalmente, el Espíritu de comunión une la Iglesia a la vida y a la misión de Cristo.

El Espíritu Santo prepara a recibir a Cristo

1093 

El Espíritu Santo realiza en la economía sacramental las figuras de la Antigua Alianza. Puesto que la Iglesia de Cristo estaba «preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza» (LG 2), la liturgia de la Iglesia conserva como una parte integrante e irremplazable, haciéndolos suyos, algunos elementos del culto de la Antigua Alianza:

– principalmente la lectura del Antiguo Testamento;

– la oración de los Salmos;

– y sobre todo la memoria de los acontecimientos salvíficos y de las realidades significativas que encontraron su cumplimiento en el misterio de Cristo (la Promesa y la Alianza; el Éxodo y la Pascua; el Reino y el Templo; el Exilio y el Retorno).

1094 

Sobre esta armonía de los dos Testamentos (cf DV 14-16) se articula la catequesis pascual del Señor (cf Lc 24,13- 49), y luego la de los Apóstoles y de los Padres de la Iglesia. Esta catequesis pone de manifiesto lo que permanecía oculto bajo la letra del Antiguo Testamento: el misterio de Cristo. Es llamada catequesis «tipológica», porque revela la novedad de Cristo a partir de «figuras» (tipos) que lo anunciaban en los hechos, las palabras y los símbolos de la primera Alianza. Por esta relectura en el Espíritu de Verdad a partir de Cristo, las figuras son explicadas (cf 2 Co 3, 14-16). Así, el diluvio y el arca de Noé prefiguraban la salvación por el Bautismo (cf 1 P 3, 21), y lo mismo la nube, y el paso del mar Rojo; el agua de la roca era la figura de los dones espirituales de Cristo (cf 1 Co 10,1-6); el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía «el verdadero Pan del Cielo» (Jn 6,32).

1095 

Por eso la Iglesia, especialmente durante los tiempos de Adviento, Cuaresma y sobre todo en la noche de Pascua, relee y revive todos estos acontecimientos de la historia de la salvación en el «hoy» de su Liturgia. Pero esto exige también que la catequesis ayude a los fieles a abrirse a esta inteligencia «espiritual» de la economía de la salvación, tal como la liturgia de la Iglesia la manifiesta y nos la hace vivir.

1096 

Liturgia judía y liturgia cristiana. Un mejor conocimiento de la fe y la vida religiosa del pueblo judío tal como son profesadas y vividas aún hoy, puede ayudar a comprender mejor ciertos aspectos de la liturgia cristiana. Para los judíos y para los cristianos la Sagrada Escritura es una parte esencial de sus respectivas liturgias: para la proclamación de la Palabra de Dios, la respuesta a esta Palabra, la adoración de alabanza y de intercesión por los vivos y los difuntos, el recurso a la misericordia divina. La liturgia de la Palabra, en su estructura propia, tiene su origen en la oración judía. La oración de las Horas, y otros textos y formularios litúrgicos tienen sus paralelos también en ella, igual que las mismas fórmulas de nuestras oraciones más venerables, por ejemplo, el Padre Nuestro. Las plegarias eucarísticas se inspiran también en modelos de la tradición judía. La relación entre liturgia judía y liturgia cristiana, pero también la diferencia de sus contenidos, son particularmente visibles en las grandes fiestas del año litúrgico como la Pascua. Los cristianos y los judíos celebran la Pascua: Pascua de la historia, orientada hacia el porvenir en los judíos; Pascua realizada en la muerte y la resurrección de Cristo en los cristianos, aunque siempre en espera de la consumación definitiva.

1097 

En la liturgia de la Nueva Alianza, toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos es un encuentro entre Cristo y la Iglesia. La asamblea litúrgica recibe su unidad de la «comunión del Espíritu Santo» que reúne a los hijos de Dios en el único Cuerpo de Cristo. Esta reunión desborda las afinidades humanas, raciales, culturales y sociales.

1098 

La asamblea debe prepararse para encontrar a su Señor, debe ser «un pueblo bien dispuesto» (cf. Lc 1, 17). Esta preparación de los corazones es la obra común del Espíritu Santo y de la asamblea, en particular de sus ministros. La gracia del Espíritu Santo tiende a suscitar la fe, la conversión del corazón y la adhesión a la voluntad del Padre. Estas disposiciones preceden a la acogida de las otras gracias ofrecidas en la celebración misma y a los frutos de vida nueva que está llamada a producir.

El Espíritu Santo recuerda el misterio de Cristo

1099 

El Espíritu y la Iglesia cooperan en la manifestación de Cristo y de su obra de salvación en la liturgia. Principalmente en la Eucaristía, y análogamente en los otros sacramentos, la liturgia es Memorial del Misterio de la salvación. El Espíritu Santo es la memoria viva de la Iglesia (cf Jn 14,26).

1100 

La Palabra de Dios. El Espíritu Santo recuerda primeramente a la asamblea litúrgica el sentido del acontecimiento de la salvación dando vida a la Palabra de Dios que es anunciada para ser recibida y vivida:

«La importancia de la Sagrada Escritura en la celebración de la liturgia es máxima. En efecto, de ella se toman las lecturas que luego se explican en la homilía, y los salmos que se cantan; las preces, oraciones e himnos litúrgicos están impregnados de su aliento y su inspiración; de ella reciben su significado las acciones y los signos» (SC 24).

1101 

El Espíritu Santo es quien da a los lectores y a los oyentes, según las disposiciones de sus corazones, la inteligencia espiritual de la Palabra de Dios. A través de las palabras, las acciones y los símbolos que constituyen la trama de una celebración, el Espíritu Santo pone a los fieles y a los ministros en relación viva con Cristo, Palabra e Imagen del Padre, a fin de que puedan hacer pasar a su vida el sentido de lo que oyen, contemplan y realizan en la celebración.

1102 

«La fe se suscita en el corazón de los no creyentes y se alimenta en el corazón de los creyentes con la palabra […] de la salvación. Con la fe empieza y se desarrolla la comunidad de los creyentes» (PO 4). El anuncio de la Palabra de Dios no se reduce a una enseñanza: exige la respuesta de fe, como consentimiento y compromiso, con miras a la Alianza entre Dios y su pueblo. Es también el Espíritu Santo quien da la gracia de la fe, la fortalece y la hace crecer en la comunidad. La asamblea litúrgica es ante todo comunión en la fe.

1103 

La Anámnesis. La celebración litúrgica se refiere siempre a las intervenciones salvíficas de Dios en la historia. «El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; […] las palabras proclaman las obras y explican su misterio» (DV 2). En la liturgia de la Palabra, el Espíritu Santo «recuerda» a la asamblea todo lo que Cristo ha hecho por nosotros. Según la naturaleza de las acciones litúrgicas y las tradiciones rituales de las Iglesias, la celebración «hace memoria» de las maravillas de Dios en una Anámnesis más o menos desarrollada. El Espíritu Santo, que despierta así la memoria de la Iglesia, suscita entonces la acción de gracias y la alabanza (Doxología).

El Espíritu Santo actualiza el misterio de Cristo

1104 

La liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. El misterio pascual de Cristo se celebra, no se repite; son las celebraciones las que se repiten; en cada una de ellas tiene lugar la efusión del Espíritu Santo que actualiza el único Misterio.

1105 

La Epíclesis («invocación sobre») es la intercesión mediante la cual el sacerdote suplica al Padre que envíe el Espíritu santificador para que las ofrendas se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y para que los fieles, al recibirlos, se conviertan ellos mismos en ofrenda viva para Dios.

1106 

Junto con la Anámnesis, la Epíclesis es el centro de toda celebración sacramental, y muy particularmente de la Eucaristía:

«Preguntas cómo el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino […] en Sangre de Cristo. Te respondo: el Espíritu Santo irrumpe y realiza aquello que sobrepasa toda palabra y todo pensamiento […] Que te baste oír que es por la acción del Espíritu Santo, de igual modo que gracias a la Santísima Virgen y al mismo Espíritu, el Señor, por sí mismo y en sí mismo, asumió la carne humana» (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 86 [De fide orthodoxa, 4, 13]).

1107 

El poder transformador del Espíritu Santo en la liturgia apresura la venida del Reino y la consumación del misterio de la salvación. En la espera y en la esperanza nos hace realmente anticipar la comunión plena con la Trinidad Santa. Enviado por el Padre, que escucha la epíclesis de la Iglesia, el Espíritu da la vida a los que lo acogen, y constituye para ellos, ya desde ahora, «las arras» de su herencia (cf Ef 1,14; 2 Co 1,22).

La comunión en el Espíritu Santo

1108 

La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn 15,1-17; Ga 5,22). En la liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7).

1109 

La Epíclesis es también oración por el pleno efecto de la comunión de la asamblea con el Misterio de Cristo. «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo» (2 Co 13,13) deben permanecer siempre con nosotros y dar frutos más allá de la celebración eucarística. La Iglesia, por tanto, pide al Padre que envíe el Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por el testimonio y el servicio de la caridad.

En el Magisterio de los Papas:

Benedicto XVI, papa

Ángelus (07-06-2009)

Solemnidad de la Santísima Trinidad

Domingo 7 de junio de 2009

Después del tiempo pascual, que culmina en la fiesta de Pentecostés, la liturgia prevé estas tres solemnidades del Señor: hoy, la Santísima Trinidad; el jueves próximo, el Corpus Christi, que en muchos países, entre ellos Italia, se celebrará el domingo próximo; y, por último, el viernes sucesivo, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Cada una de estas celebraciones litúrgicas subraya una perspectiva desde la que se abarca todo el misterio de la fe cristiana; es decir, respectivamente, la realidad de Dios uno y trino, el sacramento de la Eucaristía y el centro divino-humano de la Persona de Cristo. En verdad, son aspectos del único misterio de salvación, que en cierto sentido resumen todo el itinerario de la revelación de Jesús, desde la encarnación, la muerte y la resurrección hasta la ascensión y el don del Espíritu Santo.

Hoy contemplamos la Santísima Trinidad tal como nos la dio a conocer Jesús. Él nos reveló que Dios es amor «no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia» (Prefacio): es Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros; y, por último, es Espíritu Santo, que lo mueve todo, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final. Tres Personas que son un solo Dios, porque el Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu es amor. Dios es todo amor y sólo amor, amor purísimo, infinito y eterno. No vive en una espléndida soledad, sino que más bien es fuente inagotable de vida que se entrega y comunica incesantemente.

Lo podemos intuir, en cierto modo, observando tanto el macro-universo —nuestra tierra, los planetas, las estrellas, las galaxias— como el micro-universo —las células, los átomos, las partículas elementales—. En todo lo que existe está grabado, en cierto sentido, el «nombre» de la Santísima Trinidad, porque todo el ser, hasta sus últimas partículas, es ser en relación, y así se trasluce el Dios-relación, se trasluce en última instancia el Amor creador. Todo proviene del amor, tiende al amor y se mueve impulsado por el amor, naturalmente con grados diversos de conciencia y libertad.

«¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8, 2), exclama el salmista. Hablando del «nombre», la Biblia indica a Dios mismo, su identidad más verdadera, identidad que resplandece en toda la creación, donde cada ser, por el mismo hecho de existir y por el «tejido» del que está hecho, hace referencia a un Principio trascendente, a la Vida eterna e infinita que se entrega; en una palabra, al Amor. «En él —dijo san Pablo en el Areópago de Atenas— vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). La prueba más fuerte de que hemos sido creados a imagen de la Trinidad es esta: sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y ser amados. Utilizando una analogía sugerida por la biología, diríamos que el ser humano lleva en su «genoma» la huella profunda de la Trinidad, de Dios-Amor.

La Virgen María, con su dócil humildad, se convirtió en esclava del Amor divino: aceptó la voluntad del Padre y concibió al Hijo por obra del Espíritu Santo. En ella el Omnipotente se construyó un templo digno de él, e hizo de ella el modelo y la imagen de la Iglesia, misterio y casa de comunión para todos los hombres. Que María, espejo de la Santísima Trinidad, nos ayude a crecer en la fe en el misterio trinitario.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.