Preparación opcional Pentecostés: 23 de mayo 2021

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DE   PENTECOSTÉS. 23 DE MAYO DE 2021 (San Juan 15,26-27.16, 12-15).

-En los Padres de la Iglesia:

San León Magno, papa

Tratado (Tratado 77, 4-6: CCL 138A, 490-493)

Me he hecho Hijo del hombre, para que vosotros podáis ser hijos de Dios

Cuando aplicamos toda la capacidad de nuestra inteligencia a la confesión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, hemos de alejar de nuestra imaginación las formas de las cosas visibles y las edades de las naturalezas temporales; hemos de excluir de nuestras categorías mentales los cuerpos de los lugares y los lugares de los cuerpos. Apártese del corazón lo que se extiende en el espacio, lo que se encierra dentro de unos límites, y lo que no está siempre en todas partes, ni es la totalidad. Nuestros conceptos relativos a la deidad de la Trinidad han de rehuir las categorías de espacio, no deben intentar establecer gradaciones, y si envuelven algún sentimiento digno de Dios, no abrigue la presunción de negarlo a alguna de las Personas, por ejemplo, adscribiendo como más honorífico al Padre, lo que se niega al Hijo y al Espíritu. No es verdadera piedad preferir al que engendra sobre el Unigénito. Todo deshonor infligido al Hijo es una injuria hecha al Padre, y lo que se resta a uno se sustrae a ambos. Pues siendo común al Padre y al Hijo la sempiternidad y la deidad, no se considerará al Padre ni todopoderoso ni inmutable si se piensa que o bien ha engendrado un ser inferior a él, o bien que se ha enriquecido teniendo al Hijo que antes no tenía.

Dice, en efecto, a sus discípulos el Señor Jesús, como hemos escuchado en la lectura evangélica: Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Pero esta afirmación, quienes oyeron con frecuencia: Yo y el Padre somos uno, y: Quien me ha visto a mí ha visto al Padre, la interpretan no como una diferencia en el plano de la deidad, ni la entienden referida a aquella esencia que saben ser sempiterna con el Padre y de la misma naturaleza.

Así pues, la encarnación del Verbo es señalada a los apóstoles como promoción humana, y los que estaban turbados por el anuncio de la partida del Señor, son incitados a los gozos eternos recordándoles el aumento de su propia gloria: Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, es decir: si tuvierais una idea clara de la gloria que se deriva para vosotros del hecho de que yo, engendrado de Dios Padre, haya nacido también de una madre humana; de que siendo Señor de los seres eternos, quise ser uno de los mortales; de que siendo invisible me hice visible; de que siendo sempiterno en mi calidad de Dios asumí la condición de esclavo, os alegraríais de que vaya al Padre. Esta ascensión os será beneficiosa a vosotros, porque vuestra humildad es elevada en mí sobre todos los cielos para ser colocada a la derecha del Padre. Y yo, que soy con el Padre lo que el Padre es en sí mismo, permanezco inseparablemente unido al que me ha engendrado; por eso no me alejo de él viniendo a vosotros, como tampoco os dejo a vosotros cuando vuelvo a él.

Alegraos, pues, de que me vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os he unido a mí y me he hecho Hijo del hombre, para que vosotros podáis ser hijos de Dios. De donde se sigue que aunque yo continúo siendo uno en ambos, no obstante, en cuanto me configuro con vosotros, soy menor que el Padre; pero en cuanto que no me separo del Padre, soy incluso mayor que yo mismo. Vaya, pues, al Padre la naturaleza que es inferior al Padre, y esté allí la carne donde siempre está el Verbo; y la única fe de la Iglesia católica crea igual en su deidad a quien no tiene inconveniente reconocer inferior en su humanidad.

Tengamos, pues, amadísimos, por digna de desprecio la vana y ciega astucia de la sacrílega herejía, que se lisonjea de la torcida interpretación de esta frase; pues habiendo dicho el Señor: Todo lo que tiene el Padre es mío, no comprende que quita al Padre todo cuanto se atreve a negar al Hijo, y, de tal manera se extravía en lo concerniente a su humanidad, que piensa que al Unigénito le han faltado las cualidades paternas, por el mero hecho de que ha asumido las nuestras. En Dios la misericordia no disminuyó el poder, ni la entrañable reconciliación de la criatura ha eclipsado su sempiterna gloria. Lo que tiene el Padre lo tiene igualmente el Hijo, y lo que tiene el Padre y el Hijo, lo tiene asimismo el Espíritu Santo, porque toda la Trinidad es un solo Dios.

Ahora bien, esta fe no la ha descubierto la terrena sabiduría ni argumentos humanos la han demostrado, sino que la enseñó el mismo Unigénito y la ha instituido el Espíritu Santo, del que no hemos de pensar distintamente que del Padre y del Hijo. Pues aun cuando no es Padre ni es Hijo, no por eso está separado del Padre y del Hijo; y lo mismo que en la Trinidad tiene su propia Persona, así también tiene en la deidad del Padre y del Hijo una única sustancia, sustancia que todo lo llena, todo lo contiene y que, junto con el Padre y el Hijo, gobierna todo el universo. A él la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.

– En los santos dominicos:

Santa Catalina de Siena.

Oraciones y soliloquios          

El fuego divino en el alma humana (fragmentos)

22 Historia. Compuesta en Roma el miércoles 16 de febrero de  1379. 

Ideas. El fuego de la caridad divina se manifiesta en la redención. —Contemplarse a sí mismo en Dios. —Pureza necesaria para recibir la doctrina de Dios en el sacramento. —Si contemplamos a Dios, reconoceremos su amor y sus obras. —Petición por el mundo, el papa y los consejeros de éste. —El alma no se encuentra sola, sino acompañada del amor a Dios y al prójimo. 

¡Deidad eterna, oh alta y eterna Deidad, oh sumo y  eterno Padre, oh Fuego que ardes sin cesar! Tú, Padre eterno, alta Trinidad, eres fuego inextinguible de caridad. ¡Oh Deidad, Deidad! ¿Cómo se manifiestan tu grandeza y bondad? Por el Don que has otorgado al hombre. ¿Y qué Don le has otorgado? A ti mismo, Trinidad eterna. ¿En qué lugar se lo has dado? En el establo de nuestra humanidad, que ciertamente fue hecha establo para cobijar animales, es decir, los pecados mortales, para mostrar que había venido a los hombres por causa de la culpa. De modo que te has dado a ti mismo, todo Dios, haciéndote semejante a nuestra humanidad. 

¡Oh Dios eterno, oh Dios eterno! Me mandas que contemple dentro de ti, alta y eterna Deidad, y por esa  contemplación quieres que me conozca a mí misma para que conozca mejor mi bajeza. Pero veo que, si antes no  me despojo de mí misma, de mi perversa voluntad propia, no te puedo ver, y por eso primeramente me has dado la enseñanza de que me despoje de mi voluntad conociéndome. 

En ese conocimiento te encuentro y te conozco, y por eso el alma se despoja más fácilmente de sí y se viste de tu voluntad. Quieres que así se levante luminosa para que se conozca a sí misma dentro de ti. 

¡Oh fuego que siempre ardes! El alma que se conoce en ti, adondequiera que se vuelva, en la más mínima cosa, encuentra tu grandeza, o sea, en las criaturas y en todas las cosas creadas, porque en todas ve tu poder, tu sabiduría y tu clemencia. Porque, si no hubieras podido, sabido y querido, no las habrías creado; pero pudiste, supiste y quisiste, y por eso las creaste. ¡Miserable y ciega alma mía! Nunca te conociste en Él por no haberte despojado de tu perversa voluntad ni haberte vestido de la suya. 

¿Y cómo quieres, Amor dulcísimo, que me mire en ti? 

Quieres que contemple mi creación, hecha por ti a tu imagen y semejanza. Con ella, tú, suma y eterna Pureza, te has unido al lodo de nuestra humanidad obligado por el fuego de tu caridad, fuego con el que también quisiste quedarte para nosotros como comida. ¿Qué comida es esta? Manjar de ángeles, suma y eterna pureza. 

Por eso exiges y quieres tal pureza en el alma que te recibe en el dulcísimo sacramento, que, si fuese posible a la naturaleza angélica purificarse, sería preciso que lo hiciera para tan gran misterio. 

¿Cómo se purifica el alma? En el fuego de tu caridad y lavando su rostro con la Sangre de tu Hijo unigénito. 

¡Oh miserable alma mía! Avergüénzate. Eres digna de habitar con las bestias y con los demonios, porque siempre has hecho obras de bestias y seguido la voluntad del demonio. 

Bondad eterna: quieres que te contemple y vea que me amas y que lo haces graciosamente, para que con amor igual ame yo a toda criatura racional. Por eso quieres que ame y sirva a mi prójimo sin interés, es decir, socorriéndole espiritual y corporalmente cuanto me sea posible, sin esperanza alguna de propio provecho o de placer. No quieres que me retraiga de ello por su ingratitud, persecución o por infamias que reciba de él. 

¿Qué haré, pues, para comprender esto? 

Me despojaré de mi maloliente vestido y con la luz de la santísima fe me veré a mí en ti y me vestiré de tu eterna voluntad, y con ello conoceré que tú, Trinidad eterna , eres para nosotros mesa, comida y servidor. 

Tú, Padre eterno, eres la mesa que nos das el manjar del Cordero de tu Hijo unigénito. Él es para nosotros manjar suavísimo, tanto por la doctrina que nos sostiene en tu voluntad como por el sacramento que recibimos en la santa comunión; comida que alimenta y fortalece mientras somos peregrinos y viandantes e n esta vida. 

Ciertamente, el Espíritu Santo es en nosotros nuestro servidor, porque nos reparte esta doctrina, iluminando nuestro entendimiento e induciéndonos a que le sigamos. Igualmente, nos administra la caridad del prójimo y el hambre del manjar de las almas y de la salvación de todo el mundo por honor a ti, Padre. Por lo cual vemos que las almas iluminadas en ti, Luz verdadera, no dejan pasar un momento sin comer este manjar en honor tuyo. 

¡Oh Amor inestimable! Tú muestras en ti mismo las necesidades del mundo, y principalmente de la santa Iglesia, y el amor que le tienes, por estar fundada en la sangre de tu Hijo, la cual has depositado en ella. Manifiestas también el amor que tienes a tu vicario haciéndolo administrador de esta Sangre. 

Pero yo me miraré en ti para purificarme, y ya purificada, clamaré a tu misericordia para que tu piedad vuelva sus ojos a la necesidad de tu esposa e ilumine y fortalezca a tu vicario. Ilumina también de modo perfecto a tus servidores, para que le aconsejen recta y sencillamente, y prepárale a seguir la luz que por ellos le infundirás. 

Tú, alta y eterna Sabiduría, no has puesto al alma sola, sino que le has dado por compañeras a las tres potencias, esto es, memoria, entendimiento y voluntad. Estas se encuentran tan unidas, que lo que quiere una lo siguen las otras. Por eso, si la memoria se da a contemplar tus beneficios y desmedida bondad, inmediatamente el entendimiento quiere comprender, y la voluntad amar y seguir la tuya. Como no la has puesto sola, no quieres que se encuentre sola, sin el amor a ti y la dilección a su prójimo. Está acompañada cuando se encuentra perfectamente unida del modo siguiente: hecha una cosa contigo y con el prójimo por unión de amor y afecto de caridad. Así se puede repetir la frase de San Pablo: «Muchos corren a la bandera, pero uno solo la consigue», es decir, la caridad. Cuando, por el contrario, el alma tiene al pecado por compañero, entonces permanece sola, porque se ha apartado de ti, que eres todo bien. 

Habiéndose apartado de ti, queda separada de la caridad con el prójimo y acompañada del pecado, que es la nada, y por eso dices tú, Verdad eterna, que permanece sola. 

Pequé contra el Señor; ten misericordia de mí, porque nunca supe encontrarme a mí misma en ti; pero tu luz es la que permite ver lo que se conoce del bien. 

En tu naturaleza, Deidad eterna, conoceré la mía. ¿Y cuál es mi naturaleza, Amor inestimable? Es fuego, porque tú no eres otra cosa que fuego de amor. A todas las cosas y todas las criaturas las hiciste, asimismo, por amor. 

¡Oh hombre ingrato! ¿Qué naturaleza te ha dado tu Dios? La suya. ¿Y no te avergüenza arrojar de ti cosa tan noble por causa del pecado mortal? 

¡Oh Trinidad eterna, dulce Amor mío! Tú, Luz, nos das la luz; tú, Sabiduría, nos das sabiduría; tú, Fortaleza, robustécenos. Dios eterno: que se disipe hoy nuestra nube para que te conozcamos perfectamente y realmente sigamos a tu Verdad con corazón sencillo y libre. 

Dios: ven en socorro nuestro. Señor, apresúrate a ayudarnos. Amén.

– En el Catecismo de la Iglesia Católica:

696 

El fuego. Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la Vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que “surgió como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha” (Si 48, 1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo (cf. 1 R 18, 38-39), figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, “que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), anuncia a Cristo como el que “bautizará en el Espíritu Santo y el fuego” (Lc 3, 16), Espíritu del cual Jesús dirá: “He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!” (Lc 12, 49). Bajo la forma de lenguas “como de fuego”, como el Espíritu Santo se posó sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2, 3-4). La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo (cf. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva). “No extingáis el Espíritu”(1 Te 5, 19).

726 

Al término de esta Misión del Espíritu, María se convierte en la “Mujer”, nueva Eva “madre de los vivientes”, Madre del “Cristo total” (cf. Jn 19, 25-27). Así es como ella está presente con los Doce, que “perseveraban en la oración, con un mismo espíritu” (Hch 1, 14), en el amanecer de los “últimos tiempos” que el Espíritu va a inaugurar en la mañana de Pentecostés con la manifestación de la Iglesia.

731 

El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor (cf. Hch 2, 36), derrama profusamente el Espíritu.

732 

En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en El: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los “últimos tiempos”, el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado:

Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible porque ella nos ha salvado (Liturgia bizantina, Tropario de Vísperas de Pentecostés; empleado también en las liturgias eucarísticas después de la comunión)

737 

La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den “mucho fruto” (Jn 15, 5. 8. 16).

738 

Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad (esto será el objeto del próximo artículo):

Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos hemos fundido entre nosotros y con Dios ya que por mucho que nosotros seamos numerosos separadamente y

que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí … y hace que todos aparezcan como una sola cosa en él . Y de la misma manera que el poder de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella se encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual (San Cirilo de Alejandría, Jo 12).

739 

Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo (esto será el objeto de la segunda parte del Catecismo).

740 

Estas “maravillas de Dios”, ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu (esto será el objeto de la tercera parte del Catecismo).

741 

“El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26). El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración (esto será el objeto de la cuarta parte del Catecismo).

830 

La palabra “católica” significa “universal” en el sentido de “según la totalidad” o “según la integridad”. La Iglesia es católica en un doble sentido:

Es católica porque Cristo está presente en ella. “Allí donde está Cristo Jesús, está la Iglesia Católica” (San Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8, 2). En ella subsiste la plenitud del Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza (cf Ef 1, 22-23), lo que implica que ella recibe de Él “la plenitud de los medios de salvación” (AG 6) que Él ha querido: confesión de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en la sucesión apostólica. La Iglesia, en este sentido fundamental, era católica el día de Pentecostés (cf AG 4) y lo será siempre hasta el día de la Parusía.

1076 

El día de Pentecostés, por la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia se manifiesta al mundo (cf SC 6; LG 2). El don del Espíritu inaugura un tiempo nuevo en la “dispensación del Misterio”: el tiempo de la Iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación mediante la Liturgia de su Iglesia, “hasta que él venga” (1 Co 11,26). Durante este tiempo de la Iglesia, Cristo vive y actúa en su Iglesia y con ella ya de una manera nueva, la propia de este tiempo nuevo. Actúa por los sacramentos; esto es lo que la Tradición común de Oriente y Occidente llama “la Economía sacramental”; esta consiste en la comunicación (o “dispensación”) de los frutos del Misterio pascual de Cristo en la celebración de la liturgia “sacramental” de la Iglesia.

Por ello es preciso explicar primero esta “dispensación sacramental” (capítulo primero). Así aparecerán más claramente la naturaleza y los aspectos esenciales de la celebración litúrgica (capítulo segundo).

1287 

Ahora bien, esta plenitud del Espíritu no debía permanecer únicamente en el Mesías, sino que debía ser comunicada a todo el pueblo mesiánico (cf Ez 36,25-27; Jl 3,1-2). En repetidas ocasiones Cristo prometió esta efusión del Espíritu (cf Lc 12,12; Jn 3,5-8; 7,37-39; 16,7-15; Hch 1,8), promesa que realizó primero el día de Pascua (Jn 20,22) y luego, de manera más manifiesta el día de Pentecostés (cf Hch 2,1-4). Llenos del Espíritu Santo, los Apóstoles comienzan a proclamar “las maravillas de Dios” (Hch 2,11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los tiempos mesiánicos (cf Hch 2, 17-18). Los que creyeron en la predicación apostólica y se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu Santo (cf Hch 2,38).

2623 

El día de Pentecostés, el Espíritu de la promesa se derramó sobre los discípulos, “reunidos en un mismo lugar” (Hch 2, 1), que lo esperaban “perseverando en la oración con un mismo espíritu” (Hch 1, 14). El Espíritu que enseña a la Iglesia y le recuerda todo lo que Jesús dijo (cf Jn 14, 26), será también quien la formará en la vida de oración.

599

La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica S. Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: “fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios” (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han “entregado a Jesús” (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.

597 

Teniendo en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso (Judas, el Sanedrín, Pilato) lo cual solo Dios conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Cf. Mc 15, 11) y de las acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después de Pentecostés (cf. Hch 2, 23. 36; 3, 13-14; 4, 10; 5, 30; 7, 52; 10, 39; 13, 27-28; 1 Ts 2, 14-15). El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf. Lc 23, 34) y Pedro siguiendo su ejemplo apelan a “la ignorancia” (Hch 3, 17) de los Judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Y aún menos, apoyándose en el grito del pueblo: “¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mt 27, 25), que significa una fórmula de ratificación (cf. Hch 5, 28; 18, 6), se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el espacio y en el tiempo:

Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano II: “Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy…no se ha de señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la Sagrada Escritura” (NA 4).

674 

La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinad o de la historia se vincula al reconocimiento del Mesías por “todo Israel” (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que “una parte está endurecida” (Rm 11, 25) en “la incredulidad” respecto a Jesús (Rm 11, 20). San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: “Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas” (Hch 3, 19-21). Y San Pablo le hace eco: “si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?” (Rm 11, 5). La entrada de “la plenitud de los judíos” (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de “la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al Pueblo de Dios “llegar a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13) en la cual “Dios será todo en nosotros” (1 Co 15, 28).

715 

Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del “amor y de la fidelidad” (cf. Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés, cf. Hch 2, 17-21).Según estas promesas, en los “últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los

pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.

1152 

Signos sacramentales. Desde Pentecostés, el Espíritu Santo realiza la santificación a través de los signos sacramentales de su Iglesia. Los sacramentos de la Iglesia no anulan, sino purifican e integran toda la riqueza de los signos y de los símbolos del cosmos y de la vida social. Aún más, cumplen los tipos y las figuras de la Antigua Alianza, significan y realizan la salvación obrada por Cristo, y prefiguran y anticipan la gloria del cielo.

1226 

Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el santo Bautismo. En efecto, S. Pedro declara a la multitud conmovida por su predicación: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38). Los Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el bautismo a quien crea en Jesús: judíos, hombres temerosos de Dios, paganos (Hch 2,41; 8,12-13; 10,48; 16,15). El Bautismo aparece siempre ligado a la fe: “Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa”, declara S. Pablo a su carcelero en Filipos. El relato continúa: “el carcelero inmediatamente recibió el bautismo, él y todos los suyos” (Hch 16,31-33).

1302 

De la celebración se deduce que el efecto del sacramento es la efusión especial del Espíritu Santo, como fue concedida en otro tiempo a los Apóstoles el día de Pentecostés.

1556 

“Para realizar estas funciones tan sublimes, los Apóstoles se vieron enriquecidos por Cristo con la venida especial del Espíritu Santo que descendió sobre ellos. Ellos mismos comunicaron a sus colaboradores, mediante la imposición de las manos, el don espiritual que se ha transmitido hasta nosotros en la consagración de los obispos” (LG 21).

767 

“Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia” (LG 4). Es entonces cuando “la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del evangelio entre los pueblos mediante la predicación” (AG 4). Como ella es “convocatoria” de salvación para todos los hombres, la Iglesia, por su misma naturaleza, misionera enviada por Cristo a todas las naciones para hacer de ellas discípulos suyos (cf. Mt 28, 19-20; AG 2,5-6).

775 

“La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano “(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres “de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es “signo e instrumento” de la plena realización de esta unidad que aún está por venir.

798 

El Espíritu Santo es “el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo” (Pío XII, “Mystici Corporis”: DS 3808). Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el Cuerpo en la caridad(cf. Ef 4, 16): por la Palabra de Dios, “que tiene el poder de construir el edificio” (Hch 20, 32), por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12, 13); por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por “la gracia concedida a los apóstoles” que “entre estos dones

destaca” (LG 7), por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales [llamadas “carismas”] mediante las cuales los fieles quedan “preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia” (LG 12; cf. AA 3).

796 

La unidad de Cristo y de la Iglesia, Cabeza y miembros del Cuerpo, implica también la distinción de ambos en una relación personal. Este aspecto es expresado con frecuencia mediante la imagen del Esposo y de la Esposa. El tema de Cristo esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por Juan Bautista (cf. Jn 3, 29). El Señor se designó a sí mismo como “el Esposo” (Mc 2, 19; cf. Mt 22, 1-14; 25, 1-13). El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo, como una Esposa “desposada” con Cristo Señor para “no ser con él más que un solo Espíritu” (cf. 1 Co 6,15-17; 2 Co 11,2). Ella es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 22,17; Ef 1,4; 5,27), a la que Cristo “amó y por la que se entregó a fin de santificarla” (Ef 5,26), la que él se asoció mediante una Alianza eterna y de la que no cesa de cuidar como de su propio Cuerpo (cf. Ef 5,29):

He ahí el Cristo total, cabeza y cuerpo, un solo formado de muchos … Sea la cabeza la que hable, sean los miembros, es Cristo el que habla. Habla en el papel de cabeza [“ex persona capitis”] o en el de cuerpo [“ex persona corporis”]. Según lo que está escrito: “Y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia.”(Ef 5,31-32) Y el Señor mismo en el evangelio dice: “De manera que ya no son dos sino una sola carne” (Mt 19,6). Como lo habéis visto bien, hay en efecto dos personas diferentes y, no obstante, no forman más que una en el abrazo conyugal … Como cabeza él se llama “esposo” y como cuerpo “esposa” (San Agustín, psalm. 74, 4:PL 36, 948-949).

813 

La Iglesia es una debido a su origen: “El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas” (UR 2). La Iglesia es una debido a su Fundador: “Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios… restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo” (GS 78, 3). La Iglesia es una debido a su “alma”: “El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia” (UR 2). Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una:

¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia (Clemente de Alejandría, paed. 1, 6, 42).

1097 

En la Liturgia de la Nueva Alianza, toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos es un encuentro entre Cristo y la Iglesia. La asamblea litúrgica recibe su unidad de la “comunión del Espíritu Santo” que reúne a los hijos de Dios en el único Cuerpo de Cristo. Esta reunión desborda las afinidades humanas, raciales, culturales y sociales.

1108 

La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn 15,1-17; Ga 5,22). En la Liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu

Santo y la Iglesia. El Espíritu de Comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la Liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7).

1109 

La Epíclesis es también oración por el pleno efecto de la comunión de la Asamblea con el Misterio de Cristo. “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo” (2 Co 13,13) deben permanecer siempre con nosotros y dar frutos más allá de la celebración eucarística. La Iglesia, por tanto, pide al Padre que envíe el Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por el testimonio y el servicio de la caridad.

En el Magisterio de los Papas:

San Juan Pablo II Papa, 

Carta Encíclica Dominum et Vivificantem (18-05-1986)

Sobre el Espíritu Santo en la Vida de la Iglesia y del Mundo

El Espíritu Santo y la era de la Iglesia

25. 

«Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17, 4) fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18). El es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rom 8, 10-11 )». (LG n. 4)

De este modo el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés. Tal acontecimiento constituye la manifestación definitiva de lo que se había realizado en el mismo Cenáculo el domingo de Pascua. Cristo resucitado vino y «trajo» a los apóstoles el Espíritu Santo. Se lo dio diciendo: «Recibid el Espíritu Santo». Lo que había sucedido entonces en el interior del Cenáculo, «estando las puertas cerradas», más tarde, el día de Pentecostés es manifestado también al exterior, ante los hombres. Se abren las puertas del Cenáculo y los apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos venidos a Jerusalén con ocasión de la fiesta, para dar testimonio de Cristo por el poder del Espíritu Santo. De este modo se cumple el anuncio: «El dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio».(Jn 15, 26 s)

Leemos en otro documento del Vaticano II: «El Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del Evangelio por la predicación entre los paganos» ().

La era de la Iglesia empezó con la «venida», es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor (AG n. 4). Dicha era empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia. De esto hablan ampliamente y en muchos pasajes los Hechos de los Apóstoles de los cuáles resulta que, según la conciencia de la primera comunidad , cuyas convicciones expresa Lucas, el Espíritu Santo asumió la guía invisible —pero en cierto modo «perceptible»— de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores. Pues la gracia del Espíritu Santo, que los apóstoles dieron a sus colaboradores con la imposición de las manos, sigue siendo transmitida en la ordenación episcopal. Luego los Obispos, con el sacramento del Orden hacen partícipes de este don espiritual a los ministros sagrados y proveen a que, mediante el sacramento de la Confirmación, sean corroborados por él todos los renacidos por el agua y por el Espíritu; así, en cierto modo, se perpetúa en la Iglesia la gracia de Pentecostés.

Como escribe el Concilio, «el Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3, 16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Gál 4, 6; Rom 8, 15-16.26). Guía a la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y misterio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12, 4; Gál 5, 22) con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo» (LG n. 4)*.96

26. 

Los pasajes citados por la Constitución conciliar Lumen gentium nos indica que, con la venida del Espíritu Santo, empezó la era de la Iglesia. Nos indican también que esta era, la era de la Iglesia, perdura. Perdura a través de los siglos y las generaciones. En nuestro siglo en el que la humanidad se está acercando al final del segundo milenio después de Cristo, esta «era de la Iglesia», se ha manifestado de manera especial por medio del Concilio Vaticano II, como concilio de nuestro siglo. En efecto, se sabe que éste ha sido especialmente un concilio «eclesiológico», un concilio sobre el tema de la Iglesia. Al mismo tiempo, la enseñanza de este concilio es esencialmente «pneumatológica», impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia. Podemos decir que el Concilio Vaticano II en su rico magisterio contiene propiamente todo lo «que el Espíritu dice a las Iglesias» (Cf. Ap 2, 29; 3, 6. 13. 22) en la fase presente de la historia de la salvación.

Siguiendo la guía del Espíritu de la verdad y dando testimonio junto con él, el Concilio ha dado una especial ratificación de la presencia del Espíritu Santo Paráclito. En cierto modo, lo ha hecho nuevamente «presente» en nuestra difícil época. A la luz de esta convicción se comprende mejor la gran importancia de todas las iniciativas que miran a la realización del Vaticano II, de su magisterio y de su orientación pastoral y ecuménica. En este sentido deben ser también consideradas y valoradas las sucesivas Asambleas del Sínodo de los Obispos, que tratan de hacer que los frutos de la verdad y del amor —auténticos frutos del Espíritu Santo— sean un bien duradero del Pueblo de Dios en su peregrinación terrena en el curso de los siglos. Es indispensable este trabajo de la Iglesia orientado a la verificación y consolidación de los frutos salvíficos del Espíritu, otorgados en el Concilio. A este respecto conviene saber «discernirlos» atentamente de todo lo que contrariamente puede provenir sobre todo del «príncipe de este mundo» (Cf. Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11). Este discernimiento es tanto más necesario en la realización de la obra del Concilio ya que se ha abierto ampliamente al mundo actual, como aparece claramente en las importantes Constituciones conciliares Gaudium et spes y Lumen gentium.

Leemos en la Constitución pastoral: «La comunidad cristiana (de los discípulos de Cristo) está integrada por hombres que, reunidos en Cristo son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (GS n. 1). «Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los elementos terrenos» (GS n. 41). «El Espíritu de Dios … con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra» (GS n. 26).

El testimonio del día de Pentecostés

30. 

El día de Pentecostés encontraron su más exacta y directa confirmación los anuncios de Cristo en el discurso de despedida y, en particular, el anuncio del que estamos tratando: «El Paráclito… convencerá al mundo en la referente al pecado». Aquel día, sobre los apóstoles recogidos en oración junto a María, Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido, como leemos en los Hechos de los Apóstoles: «Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Act 2, 4) 110, «volviendo a conducir de este modo a la unidad las razas dispersas, ofreciendo al Padre las primicias de todas las naciones» (Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 17, 2: SC 211, p. 330-332

Es evidente la relación entre este acontecimiento y el anuncio de Cristo. En él descubrimos el primero y fundamental cumplimiento de la promesa del Paráclito. Este viene, enviado por el Padre, «después» de la partida de Cristo, como «precio» de ella. Esta es primero una partida a través de la muerte de Cruz, y luego, cuarenta días después de la resurrección, con su ascensión al Cielo. Aún en el momento de la Ascensión Jesús mandó a los apóstoles «que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre»; «seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días»; «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Act 1, 4. 5. 8).

Estas palabras últimas encierran un eco o un recuerdo del anuncio hecho en el Cenáculo. Y el día de Pentecostés este anuncio se cumple fielmente. Actuando bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido por los apóstoles durante la oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas congregada para la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama lo que ciertamente no habría tenido el valor de decir anteriormente: «Israelitas … Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros… a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros lo matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio» (Act 2, 22-24).

Jesús había anunciado y prometido: «El dará testimonio de mí… pero también vosotros daréis testimonio». En el primer discurso de Pedro en Jerusalén este «testimonio» encuentra su claro comienzo: es el testimonio sobre Cristo crucificado y resucitado. El testimonio del Espíritu Paráclito y de los apóstoles. Y en el contenido mismo de aquel primer testimonio, el Espíritu de la verdad por boca de Pedro «convence al mundo en lo referente al pecado»: ante todo, respecto al pecado que supone el rechazo de Cristo hasta la condena a muerte y hasta la Cruz en el Gólgota. Proclamaciones de contenido similar se repetirán, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, en otras ocasiones y en distintos lugares (Cf. Act 3, 14 s.; 4, 10. 27 s.; 7, 52; 10, 39; 13, 28 s. etc.).

31. 

Desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción del Espíritu de la verdad, que «convence al mundo en lo referente al pecado» del rechazo de Cristo, está vinculada de manera inseparable al testimonio del misterio pascual: misterio del Crucificado y Resucitado. En esta vinculación el mismo «convencer en lo referente al pecado» manifiesta la propia dimensión salvífica. En efecto, es un «convencimiento» que no tiene como finalidad la mera acusación del mundo, ni mucho menos su condena. Jesucristo no ha venido al mundo para juzgarlo y condenarlo, sino para salvarlo (Cf. Jn 3, 17; 12, 47). Esto está ya subrayado en este primer discurso cuando Pedro exclama: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Act 2, 36). Y a continuación, cuando los presentes preguntan a Pedro y a los demás apóstoles: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» él les responde: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Act 2, 37 s).

De este modo el «convencer en lo referente al pecado» llega a ser a la vez un convencer sobre la remisión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo. Pedro en su discurso de Jerusalén exhorta a la conversión, como Jesús exhortaba a sus oyentes al comienzo de su actividad mesiánica (Cf. Mc 1,15). La conversión exige la convicción del pecado, contiene en sí el juicio interior de la conciencia, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: a Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). Así pues en este «convencer en lo referente al pecado» descubrimos una doble dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito. El convencer en lo referente al pecado, mediante el ministerio de la predicación apostólica en la Iglesia naciente, es relacionado —bajo el impulso del Espíritu derramado en Pentecostés— con el poder redentor de Cristo crucificado y resucitado. De este modo se cumple la promesa referente al Espíritu Santo hecha antes de Pascua: «recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros». Por tanto, cuando Pedro, durante el acontecimiento de Pentecostés, habla del pecado de aquellos que «no creyeron» (Cf. Jn 16, 9) y entregaron a una muerte ignominiosa a Jesús de Nazaret, da testimonio de la victoria sobre el pecado; victoria que se ha alcanzado, en cierto modo, mediante el pecado más grande que el hombre podía cometer: la muerte de Jesús, Hijo de Dios, consubstancial al Padre. De modo parecido, la muerte del Hijo de Dios vence la muerte humana: «Seré tu muerte, oh muerte» (Os 13, 14 Vg; cf. 1 Cor 15, 55). Como el pecado de haber crucificado al Hijo de Dios «vence» el pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día de Viernes Santo en Jerusalén y también cada pecado del hombre. Pues, al pecado más grande del hombre corresponde, en el corazón del Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de todos los pecados de los hombres. En base a esta creencia, la Iglesia en la liturgia romana no duda en repetir cada año, en el transcurso de la vigilia Pascual, «Oh feliz culpa», en el anuncio de la resurrección hecho por el diácono con el canto del «Exsultet».

32. 

Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede «convencer al mundo», al hombre y a la conciencia humana , sino es el Espíritu de la verdad. El es el Espíritu que «sondea hasta las profundidades de Dios» (Cf. 1 Cor 2, 10). Ante el misterio del pecado se deben sondear totalmente «las profundidades de Dios». No basta sondear la conciencia humana, como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el misterio íntimo de Dios, en aquellas «profundidades de Dios» que se resumen en la síntesis: al Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu Santo. Es precisamente el Espíritu Santo que las «sondea» y de ellas saca la respuesta de Dios al pecado del hombre. Con esta respuesta se cierra el procedimiento de «convencer en lo referente al pecado», como pone en evidencia el acontecimiento de Pentecostés.

Al convencer al «mundo» del pecado del Gólgota —la muerte del Cordero inocente—, como sucede el día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence también de todo pecado cometido en cualquier lugar y momento de la historia del hombre, pues demuestra su relación con la cruz de Cristo. El «convencer» es la demostración del mal del pecado, de todo pecado en relación con la Cruz de Cristo. El pecado, presentado en esta relación, es reconocido en la dimensión completa del mal, que le es característica por el «misterio de la impiedad» (Cf. 2 Tes 2, 7) que contiene y encierra en sí. El hombre no conoce esta dimensión, —no la conoce absolutamente— fuera de la Cruz de Cristo. Por consiguiente, no puede ser «convencido» de ello sino es por el Espíritu Santo: Espíritu de la verdad y, a la vez, Paráclito.

En efecto, el pecado, puesto en relación con la Cruz de Cristo, al mismo tiempo es identificado por la plena dimensión del «misterio de la piedad», (Cf. 1 Tim 3, 16) como ha señalado la Exhortación Apostólica postsinodal «Reconciliatio et paenitentia». (Cf. RP, 19-22). El hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser «convencido» de ella sino es por el Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios.

El Espíritu Santo fortalece el «hombre interior»

58. 

El misterio de la Resurrección y de Pentecostés es anunciado y vivido por la Iglesia, que es la heredera y continuadora del testimonio de los Apóstoles sobre la resurrección de Jesucristo. Es el testigo perenne de la victoria sobre la muerte, que reveló la fuerza del Espíritu Santo y determinó su nueva venida, su nueva presencia en los hombres y en el mundo. En efecto, en la resurreción de Cristo, el Espíritu Santo Paráclito se reveló sobre todo como el que da la vida: «Aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8, 11). En nombre de la resurrección de Cristo la Iglesia anuncia la vida, que se ha manifestado más allá del límite de la muerte, la vida que es más fuerte que la muerte. Al mismo tiempo, anuncia al que da la vida: el Espíritu vivificante; lo anuncia y coopera con él en dar la vida. En efecto, «aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia» (Rom 8, 10) realizada por Cristo crucificado y resucitado. Y en nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia sirve a la vida que proviene de Dios mismo, en íntima unión y humilde servicio al Espíritu. Precisamente por medio de este servicio el hombre se convierte de modo siempre nuevo en «el camino de la Iglesia», como dije ya en la Encíclica sobre Cristo Redentor (Cf. RH , 14) y ahora repito en ésta sobre el Espíritu Santo. La Iglesia unida al Espíritu, es consciente más que nadie de la realidad del hombre interior, de lo que en el hombre hay de más profundo y esencial, porque es espiritual e incorruptible. A este nivel el Espíritu injerta la «raíz de la inmortalidad» (Cf. Sab 15, 3), de la que brota la nueva vida, esto es, la vida del hombre en Dios que, como fruto de su comunicación salvífica por el Espíritu Santo, puede desarrollarse y consolidarse solamente bajo su acción. Por ello, el Apóstol se dirige a Dios en favor de los creyentes, a los que dice: «Doblo mis rodillas ante el Padre … para que os conceda que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior» (Cf. Ef 3, 14-16).

Bajo el influjo del Espíritu Santo madura y se refuerza este hombre interior, esto es, «espiritual». Gracias a la comunicación divina el espíritu humano que «conoce los secretos del hombre», se encuentra con el Espíritu que «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (Cf. 1 Cor 2, 10 s). Por este Espíritu, que es el don eterno, Dios uno y trino se abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu divino hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica y santificante. Mediante el don de la gracia que viene del Espíritu el hombre entra en «una nueva vida», es introducido en la realidad sobrenatural de la misma vida divina y llega a ser «santuario del Espíritu Santo», «templo vivo de Dios» (Cf. Rom 8, 9; 1 Cor 6, 19). En efecto, por el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo vienen al hombre y ponen en él su morada (Cf. Jn 14, 23)*. En la comunión de gracia con la Trinidad se dilata el «área vital» del hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El hombre vive en Dios y de Dios: vive «según el Espíritu» y «desea lo espiritual».

59. 

La relación íntima con Dios por el Espíritu Santo hace que el hombre se comprenda, de un modo nuevo, también a sí mismo y a su propia humanidad. De esta manera, se realiza plenamente aquella imagen y semejanza de Dios que es el hombre desde el principio (Cf. Gén 1, 26 s.; S. Tomás de Aquino, Summa Theol. Ia, q. 93; aa. 4. 5. 8). Esta verdad íntima sobre el ser humano ha de ser descubierta constantemente a la luz de Cristo que es el prototipo de la relación con Dios y, en él, debe ser descubierta también la razón de «la entrega sincera de sí mismo a los demás», como escribe el Concilio Vaticano II; precisamente en razón de esta semejanza divina se demuestra que el hombre «es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma», en su dignidad de persona, pero abierta a la integración y comunión social (Cf. GS n. 24; cf. también n. 25). El conocimiento eficaz y la realización plena de esta verdad del ser se dan solamente por obra del Espíritu Santo. El hombre llega al conocimiento de esta verdad por Jesucristo y la pone en práctica en su vida por obra del Espíritu, que el mismo Jesús nos ha dado.

En este camino, «camino de madurez interior» que supone el pleno descubrimiento del sentido de la humanidad, Dios se acerca al hombre, penetra cada vez más a fondo en todo el mundo humano. Dios uno y trino, que en sí mismo «existe» como realidad trascendente de don interpersonal al comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre, transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias. De este modo el mundo, partícipe del don divino, se hace como enseña el Concilio, «cada vez más humano, cada vez más profundamente humano» (Cf. GS n. 38, 40), mientras madura en él, a través de los corazones y de las conciencias de los hombres, el Reino en el que Dios será definitivamente «todo en todos»: (Cf. 1 Cor 15, 28) como don y amor. Don y amor: éste es el eterno poder de la apertura de Dios uno y trino al hombre y al mundo, por el Espíritu Santo.

En la perspectiva del año dos mil desde el nacimiento de Cristo se trata de conseguir que un número cada vez mayor de hombres «puedan encontrar su propia plenitud … en la entrega sincera de sí mismo a los demás» según la citada frase del Concilio. Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice en nuestro mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad, en la vida individual y comunitaria por el cual Jesús mismo «cuando ruega al Padre que «todos sean uno, como nosotros también somos uno» (Jn 17, 21-22), sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad»(GS n. 24). El Concilio reafirma esta verdad sobre el hombre, y la Iglesia ve en ella una indicación particularmente fuerte y determinante de sus propias tareas apostólicas. En efecto, si el hombre es «el camino de la Iglesia», este camino pasa a través de todo el misterio de Cristo, como modelo divino del hombre. Sobre este camino el Espíritu Santo, reforzando en cada uno de nosotros «al hombre interior» hace que el hombre, cada vez mejor, pueda «encontrarse en la entrega sincera de sí mismo a los demás». Puede decirse que en estas palabras de la Constitución pastoral del Concilio se compendia toda la antropología cristiana: la teoría y la praxis, fundada en el Evangelio, en la cual el hombre, descubriendo en sí mismo su pertenencia a Cristo, y en a la elevación a «hijo de Dios», comprende mejor también su dignidad de hombre, precisamente porque es el sujeto del acercamiento y de la presencia de Dios, sujeto de la condescendencia divina en la que está contenida la perspectiva e incluso la raíz misma de la glorificación definitiva. Entonces se puede repetir verdaderamente que la «gloria de Dios es el hombre viviente, pero la vida del hombre es la visión de Dios»: (Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7: SC 100/2 p. 648) el hombre, viviendo una vida divina, es la gloria de Dios, y el Espíritu Santo es el dispensador oculto de esta vida y de esta gloria. El —dice Basilio el Grande— «simple en su esencia y variado en sus dones … se reparte sin sufrir división … está presente en cada hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa» (S. Basilio, De Spirito Sancto, IX, 22: PG 32, 110).

60. 

Cuando, bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubren esta dimensión divina de su ser y de su vida, ya sea como personas ya sea como comunidad, son capaces de liberarse de los diversos determinismos derivados principalmente de las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y de su respectiva metodología. En nuestra época estos factores han logrado penetrar hasta lo más íntimo del hombre, en el santuario de la conciencia, donde el Espíritu Santo infunde constantemente la luz y la fuerza de la vida nueva según la libertad de los hijos de Dios. La madurez del hombre en esta vida está impedida por los condicionamientos y las presiones que ejercen sobre él las estructuras y los mecanismos dominantes en los diversos sectores de la sociedad. Se puede decir que en muchos casos los factores sociales, en vez de favorecer el desarrollo y la expansión del espíritu humano, terminan por arrancarlo de la verdad genuina de su ser y de su vida, —sobre la que vela el Espíritu Santo— para someterlo así al «Príncipe de este mundo».

El gran Jubileo del año dos mil contiene, por tanto, un mensaje de liberación por obra del Espíritu, que es el único que puede ayudar a las personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y nuevos determinismos, guiándolos con la «ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rom 8, 2), descubriendo y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto —como escribe San Pablo— «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3, 17). Esta revelación de la libertad y, por consiguiente, de la verdadera dignidad del hombre adquiere un significado particular para los cristianos y para la Iglesia en estado de persecución —ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad—, porque los testigos de la verdad divina son entonces una verificación viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la dignidad humana.

También en las situaciones normales de la sociedad los cristianos, como testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple «renovación de la faz de la tierra», colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el progreso actual de la civilización, de la cultura, de la ciencia, de la técnica y de los demás sectores del pensamiento y de la actividad humana, tiene de bueno, noble y bello (GS n. 53-59). Esto lo hacen como discípulos de Cristo, —como escribe el Concilio— «constituido Señor por su resurrección … obra ya por virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin» (GS n. 38). De esta manera, afirman aún más la grandeza del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios; grandeza que es iluminada por el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el cual, «en la plenitud de los tiempos», por obra del Espíritu Santo, ha entrado en la historia y se ha manifestado como verdadero hombre, primogénito de toda criatura, «del cual proceden todas las cosas y para el cual somos» (1 Cor 8, 6).

El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven!»

65. 

El soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera más simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la oración. Es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oración. Es hermoso y saludable reconocer que si la oración está difundida en todo el orbe, en el pasado, en el presente y en el futuro, de igual modo está extendida la presencia y la acción del Espíritu Santo, que «alienta» la oración en el corazón del hombre en toda la inmensa gama de las mas diversas situaciones y de las condiciones, ya favorables, ya adversas a la vida espiritual y religiosa. Muchas veces, bajo la acción del Espíritu, la oración brota del corazón del hombre no obstante las prohibiciones y persecuciones, e incluso las proclamaciones oficiales sobre el carácter arreligioso o incluso ateo de la vida pública. La oración es siempre la voz de todos aquellos que aparentemente no tienen voz, y en esta voz resuena siempre aquel «poderoso clamor», que la Carta a los Hebreos atribuye a Cristo (Cf. Heb 5, 7). La oración es también la revelación de aquel abismo que es el corazón del hombre: una profundidad que es de Dios y que sólo Dios puede colmar, precisamente con el Espíritu Santo. Leemos en San Lucas: «Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (Lc 11, 13).

El Espíritu Santo es el don, que viene al corazón del hombre junto con la oración. En ella se manifiesta ante todo y sobre todo como el don que «viene en auxilio de nuestra debilidad». Es el rico pensamiento desarrollado por San Pablo en la Carta a los Romanos cuando escribe: «Nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26). Por consiguiente, el Espíritu Santo no sólo hace que oremos, sino que nos guía «interiormente» en la oración, supliendo nuestra insuficiencia y remediando nuestra incapacidad de orar. Está presente en nuestra oración y le da una dimensión divina (Cf. Orígenes, De oratione, 2: PG 11, 419-423). De esta manera, «el que escruta los corazones conoce cual es la aspiración del Espíritu y que su intercesión a favor de los santos es según Dios» (Rom 8, 27). La oración por obra del Espíritu Santo llega a ser la expresión cada vez más madura del hombre nuevo, que por medio de ella participa de la vida divina.

Nuestra difícil época tiene especial necesidad de la oración. Si en el transcurso de la historia —ayer como hoy— muchos hombres y mujeres han dado testimonio de la importancia de la oración, consagrándose a la alabanza a Dios y a la vida de oración, sobre todo en los Monasterios, con gran beneficio para la Iglesia, en estos años va aumentando también el número de personas que, en movimientos o grupos cada vez más extendidos, dan la primacía a la oración y en ella buscan la renovación de la vida espiritual. Este es un síntoma significativo y consolador, ya que esta experiencia ha favorecido realmente la renovación de la oración entre los fieles que han sido ayudados a considerar mejor el Espíritu Santo, que suscita en los corazones un profundo anhelo de santidad.

En muchos individuos y en muchas comunidades madura la conciencia de que, a pesar del vertiginoso progreso de la civilización técnico-científica y no obstante las conquistas reales y las metas alcanzadas, el hombre y la humanidad están amenazados. Frente a este peligro, y habiendo ya experimentado antes la espantosa realidad de la decadencia espiritual del hombre, personas y comunidades enteras —como guiados por un sentido interior de la fe— buscan la fuerza que sea capaz de levantar al hombre, salvarlo de sí mismo, de su propios errores y desorientaciones, que con frecuencia convierten en nocivas sus propias conquistas. Y de esta manera descubren la oración, en la que se manifiesta «el Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza». De este modo, los tiempos en que vivimos acercan al Espíritu Santo muchas personas que vuelven a la oración. Y confío en que todas ellas encuentren en la enseñanza de esta Encíclica una ayuda para su vida interior y consigan fortalecer, bajo la acción del Espíritu, su compromiso de oración, de acuerdo con la Iglesia y su Magisterio.

66. 

En medio de los problemas, de las desilusiones y esperanzas, de las deserciones y retornos de nuestra época, la Iglesia permanece fiel al misterio de su nacimiento. Si es un hecho histórico que la Iglesia salió del Cenáculo el día de Pentecostés, se puede decir en cierto modo que nunca lo ha dejado. Espiritualmente el acontecimiento de Pentecostés no pertenece sólo al pasado: la Iglesia está siempre en el Cenáculo que lleva en su corazón. La Iglesia persevera en la oración, como los Apóstoles junto a María, Madre de Cristo, y junto a aquellos que constituían en Jerusalén el primer germen de la comunidad cristiana y aguardaban, en oración, la venida del Espíritu Santo.

La Iglesia persevera en oración con María. Esta unión de la Iglesia orante con la Madre de Cristo forma parte del misterio de la Iglesia desde el principio: la vemos presente en este misterio como está presente en el misterio de su Hijo. Nos lo dice el Concilio: «La Virgen Santísima … cubierta con la sombra del Espíritu Santo … dio a la luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno»; ella, «por sus gracias y dones singulares, … unida con la Iglesia … es tipo de la Iglesia» (LG n. 63). «La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad … se hace también madre» y «a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera». Ella (la Iglesia) «es igualmente virgen, que guarda … la fe prometida al Esposo» (LG n. 64).

De este modo se comprende el profundo sentido del motivo por el que la Iglesia, unida a la Virgen Madre, se dirige incesantemente como Esposa a su divino Esposo, como lo atestiguan las palabras del Apocalipsis que cita el Concilio: «El Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: «¡Ven!» (LG n. 4; cf. Ap 22, 17). La oración de la Iglesia es esta invocación incesante en la que a el Espíritu mismo intercede por nosotros»; en cierta manera él mismo la pronuncia con la Iglesia y en la Iglesia. En efecto, el Espíritu ha sido dado a la Iglesia para que, por su poder, toda la comunidad del pueblo de Dios, a pesar de sus múltiples ramificaciones y diversidades, persevere en la esperanza: aquella esperanza en la que «hemos sido salvados» (Cf. Rom 8, 24). Es la esperanza escatológica, la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios, la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación en la vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los Apóstoles como Paráclito, es el custodio y el animador de esta esperanza en el corazón de la Iglesia.

En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras «el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús; «¡Ven!», esta oración suya conlleva, como siempre, una dimensión escatológica destinada también a dar pleno significado a la celebración del gran Jubileo. Es una oración encaminada a los destinos salvíficos hacia los cuales el Espíritu Santo abre los corazones con su acción a través de toda la historia del hombre en la tierra. Pero al mismo tiempo, esta oración se orienta hacia un momento concreto de la historia, en el que se pone de relieve la «plenitud de los tiempos», marcada por el año dos mil. La Iglesia desea prepararse a este Jubileo por medio del Espíritu Santo, así como por el Espíritu Santo fue preparada la Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se hizo carne.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.