Preparación opcional Ascensión de Jesús a los Cielos: 16 de mayo 2021

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR. 16 DE MAYO DE 2021. San Marcos 16, 15-20

-En los Padres de la Iglesia:

Ireneo de Lyon

Contra las herejías: La predicación de la verdad

«Ellos se fueron a predicar por todas partes» (Mc 16,20)

Libro 1,10,1-3: PG 7, 550-554 (Liturgia de las Horas, 25 de abril)

 La Iglesia, diseminada por el mundo entero hasta los confines de la tierra, recibió de los apóstoles y de sus discípulos la fe en un solo Dios Padre todopoderoso, que hizo el cielo, la tierra, el mar y todo lo que contienen; y en un solo Jesucristo, Hijo de Dios, que se encarnó por nuestra salvación; y en el Espíritu Santo, que por los profetas anunció los planes de Dios, el advenimiento de Cristo, su nacimiento de la Virgen, su pasión, su resurrección de entre los muertos, su ascensión corporal a los cielos, su venida de los cielos, en la gloria del Padre, para recapitular todas las cosas y resucitar a todo el linaje humano, a fin de que ante Cristo Jesús, nuestro Señor, Dios y Salvador y Rey, por voluntad del Padre invisible, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame a quien hará justo juicio en todas las cosas.

La Iglesia, pues, diseminada, como hemos dicho, por el mundo entero, guarda diligentemente la predicación y la fe recibida, habitando como en una única casa; y su fe es igual en todas partes, como si tuviera una sola alma y un solo corazón, y cuanto predica, enseña y transmite, lo hace al unísono, como si tuviera una sola boca. Pues, aunque en el mundo haya muchas lenguas distintas, el contenido de la tradición es uno e idéntico para todos.

Las Iglesias de Germania creen y transmiten lo mismo que las otras de los íberos o de los celtas, de Oriente, Egipto o Libia o del centro del mundo. Al igual que el sol, criatura de Dios, es uno y el mismo en todo el mundo, así también la predicación de la verdad resplandece por doquier e ilumina a todos aquellos que quieren llegar al conocimiento de la verdad.

En las Iglesias no dirán cosas distintas los que son buenos oradores, entre los dirigentes de la comunidad (pues nadie está por encima del Maestro), ni la escasa oratoria de otros debilitará la fuerza de la tradición, pues siendo la fe una y la misma, ni la amplía el que habla mucho ni la disminuye el que habla poco.

– En los santos dominicos:

Santo Tomás de Aquino, Suma teológica – Parte IIIa – Cuestión 57

Sobre la ascensión de Cristo 

Artículo 1: ¿Fue conveniente que Cristo ascendiese a los cielos?

Objeciones por las que parece no haber sido conveniente que Cristo subiese a los cielos.

1. Dice el Filósofo, en II De cáelo I que los seres que se portan de modo óptimo poseen el bien sin movimiento. Pero Cristo se portó óptimamente, porque: según su naturaleza divina es el sumo bien; y según su naturaleza humana fue glorificado en sumo grado. Luego posee el bien sin movimiento. Ahora bien, la ascensión es un movimiento. Por consiguiente, no fue oportuno que Cristo subiera a los cielos.

2. Todo lo que se mueve, lo hace por causa de un bien mejor. Pero para Cristo no fue mejor estar en el cielo que en la tierra, puesto que nada medró por estar en el cielo, ni en cuanto al alma ni en cuanto al cuerpo. Luego parece que Cristo no debió subir a los cielos.

3. El Hijo de Dios tomó la naturaleza humana para nuestra salvación. Pero hubiera sido más provechoso para los hombres el vivir siempre con nosotros en la tierra, pues él mismo dijo a sus discípulos, en Lc 17,22: Tiempo llegará en que deseéis ver un solo día al Hijo del hombre, y no lo veréis. Luego parece no haber sido conveniente que Cristo subiese a los cielos.

4. Como dice Gregorio, en XIV Moral., el cuerpo de Cristo en nada cambió después de la resurrección. Pero no subió a los cielos inmediatamente después de la resurrección, porque él mismo dice, después de resucitado, en Jn 20,17: Todavía no he subido a mi Padre. Luego da la impresión de que tampoco debió subir después de los cuarenta días.

En cambio está que, en Jn 20,17, dice el Señor: Subo a mi Padre y a vuestro Padre.

Respondo: 

Debe haber proporción entre el lugar y el que lo ocupa. Pero Cristo, por su resurrección, dio comienzo a una vida inmortal e incorruptible. Y el lugar en que nosotros habitamos es un lugar de generación y de corrupción, mientras que la morada del cielo es un lugar de incorrupción. Y, por tal motivo, no fue conveniente que Cristo, después de la resurrección, permaneciese en la tierra, sino que fue conveniente que subiera a los cielos.

A las objeciones:

1. El único ser de comportamiento óptimo que posee su propio bien sin movimiento es Dios, totalmente inmutable, según aquellas palabras de Mal 3,6: Yo soy el Señor, y no me cambio. Por el contrario, cualquier criatura es mudable de algún modo, como es evidente por las palabras de Agustín en VIII De Genesi ad litt.. Y por haber continuado siendo creada la naturaleza que tomó el Hijo del hombre, como es evidente por lo antes dicho (q.2 a.7; q.16 a.8 y 10; q.20 a.1), no supone un inconveniente atribuirle algún movimiento.

2. Con la subida a los cielos, Cristo no medró en lo que pertenece a la esencia de la gloria, ya según el cuerpo, ya según el alma; en cambio, algo prosperó en cuanto al decoro del lugar, que contribuye al bienestar de la gloria. No porque su cuerpo recibiese del cuerpo celeste algo referente a la perfección o la conservación, sino sólo por lo que atañe a una cierta decencia. Esto, de alguna manera, pertenece a su gloria. Y de tal decencia obtuvo El un cierto gozo; no, cierto, porque comenzase a gozar de ello nuevamente cuando subió a los cielos, sino porque se alegró nuevamente de ello como de algo realizado. De donde, sobre aquellas palabras del Sal 15,11: Los gozos están a tu derecha hasta el fin, comenta la Glosa: Tendré el gozo y la alegría sentado junto a ti, sustraído a las miradas de los hombres.

3. Aunque los fieles se hayan visto privados de la presencia corporal de Cristo por la ascensión, sin embargo, la presencia de su divinidad es permanente entre los fieles, según lo que dijo El mismo, en Mt 28,20: He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo. Porque el que subió a los cielos, no abandonó a los que adoptó, como dice el papa León.

Pero la misma ascensión de Cristo a los cielos, por la que nos privó de su presencia corporal, fue más útil para nosotros de lo que lo hubiera sido su presencia corporal. Primero, por razón de la fe, que recae en las cosas que no se ven. Por lo cual dice el mismo Señor, en Jn 16,8, que cuando venga el Espíritu Santo convencerá al mundo en lo referente a la justicia, a saber: la de aquellos que creen, como dice Agustín, In loann.: porque la sola comparación de los fieles con los infieles es una censura. Por lo cual añade (v.10): Porque voy al Padre, y ya no me veréis; bienaventurados, pues, los que no ven y creen. Y asi nuestra justicia será aquella de la que el mundo será convencido: porque creéis en mí, a quien no veréis.

Segundo, para mantener levantada la esperanza. De donde El mismo dice, en Jn 14,3: Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, volveré de nuevo y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy también estéis vosotros. Por el hecho de haber situado Cristo en el cielo la naturaleza que tomó, nos dio la esperanza de llegar allí, porque: donde estuviere el cuerpo, allí se reunirán también las águilas, como se dice en Mt 24,28. Por esto dice también Miq 2,13: Sube, abriendo el camino delante de ellos.

Tercero, para elevar hacia los bienes celestes el afecto de la caridad. De donde dice el Apóstol en Col 3,1-2: Buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Pues, como se lee en Mt 6,21: Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón. Y por ser el Espíritu Santo amor que nos arrebata hacia los bienes celestes, por eso dice el Señor a sus discípulos, en Jn 16,7: Os conviene que yo me vaya. Si no me fuere, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero, si me fuere, lo enviaré a vosotros. Agustín, exponiendo este pasaje, In loann., escribe: No podéis recibir el Espíritu mientras persistáis en conocer a Cristo según la carne. Pero, cuando Cristo se apartó corporalmente, no sólo el Espíritu Santo, sino también el Padre y el Hijo se hicieron espiritualmente presentes en ellos.

4. Aunque a Cristo resucitado a una vida inmortal le conviniese un lugar celestial, difirió, no obstante, su ascensión para que se comprobase la verdad de su resurrección. Por esto se dice, en Act 1,2, que después de su pasión, se presentó vivo a sus discípulos con muchas pruebas durante cuarenta días. Por lo que dice una Glosa: Por haber estado muerto cuarenta horas, con otros cuarenta días confirma que vive. O por los cuarenta días puede entenderse la duración del mundo actual, en el cual Cristo vive en la Iglesia; temporalmente el hombre consta de los cuatro elementos, y es instruido contra la transgresión del decálogo.

Artículo 2: ¿La ascensión al cielo le conviene a Cristo por razón de su naturaleza divina?

Objeciones por las que parece que subir a los cielos le conviene a Cristo por razón de su naturaleza divina.

1. Se dice en el Sal 46,6: Dios asciende entre aclamaciones; y en Dt 33,26: El que sube a los cielos es el que te auxilia. Pero estas cosas se dicen de Dios también antes de la encarnación de Cristo. Luego a Cristo le conviene subir a los cielos en cuanto Dios.

2. Subir a los cielos y bajar de los cielos es propio de la misma persona, según aquellas palabras de Jn 3,13: Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo; y Ef 4,10: El que descendió es el mismo que sube. Ahora bien, Cristo descendió del cielo, no en cuanto hombre, sino en cuanto Dios, pues no estuvo antes en el cielo su naturaleza humana, sino la divina. Luego parece que Cristo sube a los cielos en cuanto Dios.

3. Cristo por su ascensión subió al Padre. Pero a la igualdad con el Padre no arriba en cuanto hombre, puesto que él dice así: El Padre es mayor que yo, como se lee en Jn 14,28. Luego da la impresión de que Cristo ascendió en cuanto Dios.

Contra esto: 

está que, a propósito de Ef 4,9: El «subió», ¿qué significa sino que descendió?, comenta la Glosa: Consta que Cristo bajó y subió según su humanidad.

Respondo: 

El secundum quod puede indicar dos cosas, a saber: la condición del que asciende y la causa de la ascensión. Si designa la condición del que asciende, entonces el ascender no puede convenir a Cristo según la condición de su naturaleza divina. Sea porque nada hay más alto que la divinidad, adonde pudiera subir; sea porque la ascensión es un movimiento local que no corresponde a la naturaleza divina, que es inmóvil y no localizable. Pero de esta manera la ascensión le compete a Cristo según la naturaleza humana, que está circunscrita por el lugar, y puede estar sujeta al movimiento. Por lo cual, podríamos decir que, en este sentido, Cristo sube a los cielos en cuanto hombre, no en cuanto Dios.

Pero si el secundum quod significa la causa de la ascensión, por haber subido Cristo al cielo en virtud de la divinidad, y no en virtud de la naturaleza humana, será preciso decir que Cristo sube al cielo, no en cuanto hombre, sino en cuanto Dios. Por esto dice Agustín, en un Sermón De Ascensione I Por lo que tenía de nosotros aconteció que el Hijo de Dios fuese colgado en la cruz por lo que le era propio, ascendió.

A las objeciones:

1. Las autoridades proféticas alegadas hablan de Dios en cuanto que había de encarnarse.

Sin embargo, puede decirse que el ascender, aunque propiamente no convenga a la naturaleza divina, puede convenirla en sentido metafórico, como, por ejemplo, se dice: Sube al corazón del hombre (cf. Sal 83,6), cuando el corazón del hombre se somete y se humilla ante Dios. Y, del mismo modo, se dice metafóricamente que asciende respecto de cualquier criatura, por el hecho de que la somete a Él.

2. Es el mismo el que asciende y el que desciende. Dice, efectivamente, Agustín, en el libro De Symbolo: ¿Quién es el que desciende? Dios hombre. ¿Quién es el que asciende? El mismo Dios hombre.

No obstante, a Cristo se le atribuyen dos descensos. Uno, por el que decimos que descendió del cielo. Este se atribuye a Dios hombre en cuanto Dios. Tal descendimiento no debe entenderse en el sentido de movimiento local, sino en el sentido de anonadamiento, mediante el cual existiendo en la forma de Dios, tomó la forma de siervo (cf. Flp 2,6-7). Así como se dice que se anonadó, no porque perdiese su plenitud, sino porque tomó nuestra pequeñez, así también se dice que descendió del cielo, no porque abandonase el cielo, sino porque tomó la naturaleza mortal en unidad de persona.

El otro descenso es aquel por el que descendió a las regiones inferiores de la tierra, como se dice en Ef 4,9. Tal descenso es local. De donde compete a Cristo según la condición de su naturaleza humana.

3. Se confiesa que Cristo asciende al Padre, en cuanto que sube a sentarse a la derecha del Padre. Lo cual conviene a Cristo de algún modo según la naturaleza divina, y de alguna manera según la naturaleza humana, como luego se dirá (q.58 a.3).

Artículo 3: ¿Ascendió Cristo por su propio poder?

Objeciones por las que parece que Cristo no ascendió por su propia virtud.

1. En Mc 16,19 se dice que el Señor Jesús, después de haber hablado con sus discípulos, fue elevado al cielo. Y en Act 1,9 se lee: A. vista de ellos, fue levantado, y una nube le sustrajo a sus ojos. Pero lo que es elevado y levantado, da la impresión de que es movido por otro. Luego Cristo era llevado al cielo, no por su propia virtud, sino por un poder ajeno.

2. El cuerpo de Cristo fue terreno, como lo son los nuestros. Pero es contrario a la naturaleza del cuerpo terreno elevarse a lo alto, pues no hay movimiento que se realice por la propia virtud si se mueve en contra de la naturaleza. Luego Cristo no subió al cielo por su propia virtud.

3. El poder propio de Cristo es el poder divino. Pero aquel movimiento no parece haber procedido del poder divino, porque, al ser el poder divino infinito, tal movimiento hubiera sido instantáneo, y así no hubiera podido ser levantado a los cielos a vista de ellos, como se dice en Act 1,9. Luego parece que Cristo no ascendió por su propio poder.

Contra esto: 

está que, en Is 63,1, se dice: Este, hermoso por su vestidura, que camina con la grandez de su poder. Y Gregorio comenta, en una Homilía sobre la Ascensión: Es prenso notar que a propósito de Elias se lee que subió a un carro, con el fin de mostrar claramente que, como puro hombre, necesitaba de ayuda ajena. En cambio, de nuestro Redentor no se lee que fuese levantado en un carro, ni por los ángeles, porque quien había hecho todas las cosas, era llevado sobre todas ellas por su propio poder.

Respondo: 

En Cristo hay dos naturalezas, a saber: la divina y la humana. Por lo cual, su virtud propia puede entenderse según una y otra. Pero, según la naturaleza humana, la virtud de Cristo puede desdoblarse en dos. Una, la natural, que procede de los principios de la naturaleza. Y es evidente que Cristo no ascendió por tal virtud. Otra, la virtud de la gloria, que existe en la naturaleza humana. Conforme a ésta ascendió Cristo a los cielos.

Algunos descubren la razón de esta virtud en la naturaleza de una quintaesencia, que es luz, según dicen, que defienden ser parte del compuesto del cuerpo humano, y por la que los elementos contrarios se unifican. Así pues, en el estado de mortalidad domina en los cuerpos humanos la naturaleza de los primeros principios; y por eso, de acuerdo con la naturaleza del elemento predominante, el cuerpo humano es arrastrado hacia abajo por la virtud natural. En cambio, en el estado de gloria predominará la naturaleza celeste, conforme a cuya inclinación y virtud el cuerpo de Cristo y los otros cuerpos de los santos son llevados hacia el cielo. Pero de esta opinión ya tratamos en la Primera Parte (q.76 a.7), y volveremos a hablar más de ella luego, en el tratado sobre la resurrección general (véase Suppl. q.84 a.l).

Omitiendo esta opinión, otros atribuyen la razón de la virtud antedicha al alma glorificada, por cuya redundancia será glorificado el cuerpo, como dice Agustín en Ad Dioscorum. Y la obediencia del cuerpo glorificado al alma bienaventurada será tan grande que, como escribe Agustín en XXII De Civ. Dei, donde quiera el espíritu, allí estará el cuerpo al momento;y nada querrá que no pueda convenir ni al alma ni al cuerpo. Ahora bien, al cuerpo celeste e inmortal le compete estar en un lugar celestial, como se ha dicho (a.1). Y, por tal motivo, el cuerpo de Cristo subió a los cielos por la virtud de su alma que lo quería.

Y así como el cuerpo se hace glorioso, así también, al decir de Agustín In loann., el alma se hace bienaventurada por la participación de Dios. De donde la causa primera de la ascensión a los cielos es la virtud divina. Así pues, Cristo subió a los cielos por su propia virtud: en primer lugar, por la virtud divina; después, por la virtud del alma glorificada, que mueve al cuerpo como le place.

A las objeciones:

1. Así como afirmamos que Cristo resucitó por su propia virtud y, sin embargo, fue resucitado por el Padre, ya que es una misma la virtud del Padre y la del Hijo, así también Cristo ascendió al cielo por su propia virtud y, no obstante, fue elevado y tomado por el Padre.

2. La razón invocada prueba que Cristo no subió al cielo por la virtud propia que es natural a la naturaleza humana. Sin embargo, ascendió a los cielos por su propia virtud como lo es la virtud divina; y por la propia virtud de su alma bienaventurada. Y, aunque ascender hacia lo alto sea contra la naturaleza del cuerpo humano en el estado presente, en el que el cuerpo no está totalmente sometido al espíritu, no será contra la naturaleza, ni resultará violento para el cuerpo glorioso, cuya naturaleza entera está totalmente sujeta al espíritu.

3. Aunque la virtud divina sea infinita y obre de un modo infinito en lo que atañe a la parte del que actúa, sin embargo, el efecto de su virtud es recibido en las cosas de acuerdo con su capacidad, y según la disposición de Dios. Ahora bien, el cuerpo no es capaz de moverse localmente al instante, porque es necesario que se mida por el espacio, conforme a cuya división se divide el tiempo, como se prueba en VI Physic.. Y por este motivo, no es necesario que el cuerpo movido por Dios se mueva instantáneamente, sino que se mueve con la velocidad que Dios dispone.

Artículo 4: ¿Ascendió Cristo por encima de todos los cielos?

Objeciones por las que parece que Cristo no subió por encima de todos los cielos.

1. En el Sal 10,5 se dice: El Señor está en su templo santo; el Señor tiene en el cielo su trono. Pero lo que está en el cielo, no está por encima del cielo. Luego Cristo no subió por encima de todos los cielos.

2. Dos cuerpos no pueden estar en el mismo lugar. Así pues, no siendo posible el tránsito de un extremo al otro sin pasar por el medio, da la impresión de que Cristo no hubiera podido subir por encima de todos los cielos sino dividiéndose el propio cielo, cosa que es imposible.

3. En Act 1,9 se lee que una nube le sustrajo a sus ojos. Pero las nubes no pueden elevarse por encima del cielo. Luego Cristo no subió sobre todos los cielos.

4. Creemos que Cristo habrá de permanecer para siempre donde subió. Ahora bien, lo que va contra la naturaleza no puede ser sempiterno, porque lo que es conforme a la naturaleza es lo común y lo más frecuente. En consecuencia, siendo contra la naturaleza del cuerpo terreno el estar por encima del cielo, parece que el cuerpo de Cristo no subió por encima del cielo.

Contra esto: está que, en Ef 4,10 se dice: Subió sobre todos los cielos, para llenarlo todo.

Respondo: 

Cuanto algunos cuerpos participan más perfectamente de la bondad divina, tanto son superiores en el orden corpóreo, que es el orden local. Por eso vemos que los cuerpos en los que prevalece la forma son superiores por naturaleza, como manifiesta el Filósofo en IV Physic. y en II De cáelo, pues por la forma participa del ser divino cada uno de los cuerpos, como se expone en I Physic.. Ahora bien, más participa de la bondad divina un cuerpo por medio de la gloria que cualquier cuerpo natural por medio de la forma de su naturaleza. Y es evidente que, entre los demás cuerpos gloriosos, el cuerpo de Cristo resplandece con mayor gloria. De donde resulta sumamente conveniente para él ser colocado en lo alto por encima de todos los cuerpos. Y, por tal motivo, a propósito de Ef 4,8 (subiendo a las alturas), comenta la Glosa: En lugar y en dignidad.

A las objeciones:

1. Se afirma que el trono de Dios está en el cielo, no como en algo que lo contiene en sí, sino más bien como en algo que es contenido. Por eso no es necesario que sea superior a El alguna parte del cielo, sino que El está por encima de todos los cielos, como se lee en el Sal 8,2: Tu majestad se eleva sobre los cielos, ¡oh Dios!

2. Aunque no pertenezca a la naturaleza de un cuerpo poder estar en el mismo lugar con otro cuerpo, Dios, sin embargo, puede hacer milagrosamente que ambos estén en un mismo lugar, como hizo que el cuerpo de Cristo saliese del seno cerrado de la Santísima Virgen, y que entrara cerradas las puertas, como dice Gregorio. Por consiguiente, al cuerpo de Cristo puede convenirle estar con otro cuerpo en el mismo lugar, no en virtud de una propiedad corpórea, sino a causa del poder divino que le asiste y que realiza ese prodigio.

3. La nube mencionada no prestó a Cristo ayuda para subir, al estilo de un vehículo, sino que se dejó ver como signo de la divinidad, al modo en que la gloria del Dios de Israel se aparecía sobre el tabernáculo en la nube (cf. Ex 40,34-38)’.

4. El cuerpo glorioso no tiene, por los principios de su propia naturaleza, el poder estar en el cielo o sobre el cielo, sino que tiene tal poder por razón del alma bienaventurada, de la que recibe la gloria. Y así como el movimiento del cuerpo glorioso hacia lo alto no es violento, así tampoco es violento su reposo. Por lo cual, nada impide que tal reposo sea sempiterno.

Artículo 5: ¿Subió el cuerpo de Cristo por encima de toda criatura espiritual?

Objeciones por las que parece que Cristo no subió por encima de toda criatura espiritual.

1. No se pueden comparar debidamente las cosas que no coinciden en una razón común. Ahora bien, el lugar no se atribuye por la misma razón a los cuerpos y a las criaturas espirituales, como resulta claro por lo dicho en la Primera Parte (q.8 a.2 ad 1 y 2; q.52 a.1). Luego parece que no se puede afirmar que el cuerpo de Cristo subió por encima de toda criatura espiritual.

2. Escribe Agustín, en el libro De Vera Relig., que el espíritu está por delante de todo cuerpo. Pero al ser más noble se le debe un lugar más sublime. Luego parece que Cristo no ascendió por encima de toda criatura espiritual.

3. En todo lugar hay algún cuerpo, pues no existe en la naturaleza nada que esté vacío. Por tanto, si ningún cuerpo logra un lugar más alto que el espíritu en el orden de los cuerpos naturales, no existirá lugar alguno por encima de toda criatura espiritual. Luego el cuerpo de Cristo no pudo subir por encima de toda criatura espiritual.

Contra esto: 

está lo que se dice en Ef 1,20-21: Le constituyó por encima de todo principado y potestad, y sobre todo cuanto tiene nombre, sea en este siglo, sea en el venidero.

Respondo: 

A un ser se le debe un lugar tanto más alto cuanto es más noble; bien se le deba tal lugar a modo de contacto corporal, como sucede con los cuerpos; bien se le deba a modo de contacto espiritual, como acontece con las sustancias espirituales. Por este motivo, a las sustancias espirituales se les debe, por cierta conveniencia, el lugar celestial, que es el lugar supremo, porque tales sustancias son las supremas en el orden de las sustancias. Sin embargo, el cuerpo de Cristo, aunque, si se atiende a la condición de su naturaleza, esté por debajo de las sustancias espirituales, teniendo en cuenta la dignidad de su unión personal con Dios, excede en dignidad a todas las sustancias espirituales. Y, por este motivo, conforme a la razón de la conveniencia predicha, le es debido un lugar más alto, por encima de toda criatura incluso espiritual. De donde dice Gregorio, en una Homilía sobre la Ascensión, que quien había hecho todas las cosas, por su propia virtud era llevado por encima de todas ellas.

A las objeciones:

1. Aunque el lugar se atribuya a la sustancia corporal y a la espiritual por distinto motivo, hay, sin embargo, algo que es común a una y otra: el lugar superior se da al ser más digno.

2. Esa dificultad procede de considerar el cuerpo de Cristo en su condición de naturaleza corpórea, pero no de considerarlo bajo el aspecto de su unión (con Dios).

3. La comparación aducida puede considerarse: O por razón de los lugares, y, en este sentido, no existe lugar tan alto que sobrepase la dignidad de la sustancia espiritual, que es lo que se afirma en la objeción. O por razón de la dignidad de los seres a los que les es atribuido el lugar. Y, en este aspecto, al cuerpo de Cristo le es debido el estar por encima de todas las criaturas espirituales.

Artículo 6: ¿La ascensión de Cristo es causa de nuestra salvación?

Objeciones por las que parece que la ascensión de Cristo no es causa de nuestra salvación.

1. Cristo fue causa de nuestra salvación en cuanto que la mereció para nosotros. Pero con la ascensión no mereció nada en favor nuestro, porque la ascensión pertenece al premio de su exaltación, y el mérito y el premio no son una misma cosa, como no lo son el camino y el término. Luego parece que la ascensión de Cristo no fue causa de nuestra salvación.

2. Si la ascensión de Cristo es causa de nuestra salvación, parece que especialmente lo será en cuanto que su ascensión es causa de la nuestra. Pero esto nos ha sido otorgado por su pasión, pues, como se dice en Heb 10,19, tenemos la firme confianza de entrar en el santuario en virtud de su sangre. Luego parece que la ascensión de Cristo no fue causa de nuestra salvación.

3. La salvación que Cristo nos ha dado es sempiterna, de acuerdo con aquel pasaje de Is 51,6: Mi salvación durará por la eternidad. Pero Cristo no subió al cielo para permanecer allí para siempre, puesto que, en Act 1,11, se dice: Como le habéis visto subir al cielo, asi vendrá. Se cuenta también que, después de su ascensión, se manifestó a muchos santos, como se dice que acaeció con Pablo, en Act 9. Luego da la impresión de que su ascensión no es causa de nuestra salvación.

Contra esto: 

está que el propio Cristo dice, en Jn 16,7: Os conviene que yo me vaya, esto es, que me aparte de vosotros por la ascensión.

Respondo: 

La ascensión de Cristo es causa de nuestra salvación de dos modos: uno, por parte nuestra; otro, por parte de El. Por nuestra parte, en cuanto que, por la ascensión de Cristo, nuestro espíritu se polariza en El. Pues por su ascensión, como arriba se ha dicho (a.1 ad 3), primero, se da lugar a la fe; segundo, a la esperanza; tercero, a la caridad. Cuarto también, porque así aumenta nuestra reverencia hacia El, al no considerarlo ya como hombre terreno, sino como Dios celestial, tal como lo dice también el Apóstol, en 2 Cor 5,16: Aunque conocimos a Cristo según la carne; esto es, mortal, teniéndolo sólo por un hombre, como lo expone la Glosa, ahora, en cambio, ya no lo conocemos (así).

Y por parte de El, en cuanto a lo que hizo, al ascender, en favor de nuestra salvación. Pues, primeramente, nos preparó el camino para subir al cielo, como lo dijo El mismo, en Jn 14,2: Voy a prepararos el lugar; y en Miq 2,13: Sube abriendo camino delante de ellos. Y, por ser El nuestra cabeza, es necesario que los miembros vayan adonde les ha precedido la cabeza; por lo que, en Jn 14,3, se dice: Para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y, en prueba de esto, llevó al cielo las almas de los santos, que había sacado del infierno, según aquellas palabras del Sal 67,19: Subiendo a lo alto, llevó cautiva a la misma cautividad, es a saber: porque a los que habían sido cautivos del diablo, los llevó consigo al cielo, como a lugar extranjero para la naturaleza humana, cautivados por una noble aprehensión, puesto que fueron ganados por medio de la victoria.

En segundo lugar, porque, así como en el Antiguo Testamento el pontífice entraba en el santuario para presentarse ante Dios en favor del pueblo, así también Cristo entró en el cielo para interceder por nosotros, como se dice en Heb 7,25. Pues su misma presencia con la naturaleza humana, que El llevó al cielo, es una cierta intercesión en nuestro favor, pues por el hecho de haber exaltado así Dios la naturaleza humana en Cristo, también se compadecerá de aquellos por los que el Hijo de Dios tomó la naturaleza humana.

Finalmente, para que, sentado en el trono del cielo como Dios y Señor, enviase a los hombres desde allí los dones divinos, conforme a aquel pasaje de Ef 4,10: Subió sobre todos los cielos para llenarlo todo, a saber, con sus dones, según comenta la Glosa.

A las objeciones:

1. La ascensión de Cristo es causa de nuestra salvación, no a modo de mérito sino por vía de eficiencia; como antes se ha dicho a propósito de la resurrección (q.56 a.1 ad 3 y 4).

2. La pasión de Cristo es causa de nuestra ascensión al cielo, hablando con propiedad, por la remoción del pecado, que la impedía, y por vía de mérito. En cambio, la ascensión de Cristo es causa directa de nuestra ascensión, como dando principio a la misma en nuestra cabeza, a la que es necesario que se junten los miembros.

3. Cristo, al subir al cielo una vez, alcanzó para sí y para nosotros el derecho y la dignidad de la morada celeste para siempre. Dignidad a la que en nada rebaja el que Cristo, por especial disposición, baje alguna vez corporalmente a la tierra: sea para manifestarse a todos, como en el día del juicio, sea para dejarse ver particularmente de alguno, por ejemplo Pablo, como se narra en Act 9. Y, para que nadie crea que esto aconteció sin hallarse Cristo corporalmente presente, sino apareciéndose de cualquier modo, el propio Apóstol dice lo contrario en 1 Cor 15,8, para confirmar la fe en la resurrección: Últimamente, como a un aborto, se me apareció también a mí; visión ésta que no probaría la verdad de la resurrección de no haber visto el Apóstol el verdadero cuerpo de Cristo.

– En el Catecismo de la Iglesia Católica:

659 

“Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16, 19). El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (cf.Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos (cf. Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (cf. Hch 1, 3), su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cf. Mc 16,12; Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf. Hch 1, 9; cf. también Lc 9, 34-35; Ex 13, 22) y por el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo “como un abortivo” (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16).

660 

El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: “Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.

661 

Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que “salió del Padre” puede “volver al Padre”: Cristo (cf. Jn 16,28). “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la “Casa del Padre” (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Solo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, “ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino” (MR, Prefacio de la Ascensión).

662 

“Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”(Jn 12, 32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no “penetró en un Santuario hecho por mano de hombre, … sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. “De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor”(Hb 7, 25). Como “Sumo Sacerdote de los bienes futuros”(Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf. Ap 4, 6-11).

663 

Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: “Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada” (San Juan Damasceno, f.o. 4, 2; PG 94, 1104C).

664 

Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: “A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dn 7, 14). A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del “Reino que no tendrá fin” (Símbolo de Nicea-Constantinopla).

RESUMEN

665 

La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de Dios de donde ha de volver (cf. Hch 1, 11), aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres (cf. Col 3, 3).

666 

Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con él eternamente.

667 

Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.

668 

“Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está “por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas”(Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.

669 

Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). “La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio”, “constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra” (LG 3;5).

670 

Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la “última hora” (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). “El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta” (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).

671 

El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).

672 Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la “tristeza” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia(cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).

697 

La nube y la luz. Estos dos símbolos son inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Desde las teofanías del Antiguo Testamento, la Nube, unas veces oscura, otras luminosa, revela al Dios vivo y salvador, tendiendo así un velo sobre la transcendencia de su Gloria: con Moisés en la montaña del Sinaí (cf. Ex 24, 15-18), en la Tienda de Reunión (cf. Ex 33, 9-10) y durante la marcha por el desierto (cf. Ex 40, 36-38; 1 Co 10, 1-2); con Salomón en la dedicación del Templo (cf. 1 R 8, 10-12). Pues bien, estas figuras son cumplidas por Cristo en el Espíritu Santo. El es quien desciende sobre la Virgen María y la cubre “con su sombra” para que ella conciba y dé a luz a Jesús (Lc 1, 35). En la montaña de la Transfiguración es El quien “vino en una nube y cubrió con su sombra” a Jesús, a Moisés y a Elías, a Pedro, Santiago y Juan, y “se oyó una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle” (Lc 9, 34-35). Es, finalmente, la misma nube la que “ocultó a Jesús a los ojos” de los discípulos el día de la Ascensión (Hch 1, 9), y la que lo revelará como Hijo del hombre en su Gloria el Día de su Advenimiento (cf. Lc 21, 27).

965 

Después de la Ascensión de su Hijo, María “estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones” (LG 69). Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, “María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra” (LG 59).

2795 

El símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. El está en el cielo, es su morada, la Casa del Padre es por tanto nuestra “patria”. De la patria de la Alianza el pecado nos ha desterrado (cf Gn 3) y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver (cf Jr 3, 19-4, 1a; Lc 15, 18. 21). En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra (cf Is 45, 8; Sal 85, 12), porque el Hijo “ha bajado del cielo”, solo, y nos hace subir allí con él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión (cf Jn 12, 32; 14, 2-3; 16, 28; 20, 17; Ef 4, 9-10; Hb 1, 3; 2, 13).

En el Magisterio de los Papas:

San Juan Pablo II

Los frutos de la Ascensión: el reconocimiento de que Jesús es el Señor. 

Audiencia General, Miércoles 19 de abril de 1989

1. 

El anuncio de Pedro en el primer discurso pentecostal en Jerusalén es elocuente y solemne: “A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado. (Hch 2, 32-33). “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros bebéis crucificado” (Hch 2, 36). Estas palabras ―dirigidas a la multitud compuesta por los habitantes de aquella ciudad y por los peregrinos que habían llegado de diversas partes para la fiesta― proclaman la elevación de Cristo ―crucificado y resucitado― “a la derecha de Dios”. La “elevación”, o sea, la ascensión al cielo, significa la participación de Cristo hombre en el poder y autoridad de Dios mismo. Tal participación en el poder y autoridad de Dios Uno y Trino se manifiesta en el “envío” del Consolador, Espíritu de la verdad el cual “recibiendo” (cf. Jn 16, 14) de la redención llevada a cabo por Cristo, realiza la conversión de los corazones humanos. Tanto es así, que ya aquel día, en Jerusalén, “al oír esto sintieron el corazón compungidos” (Hch 2, 37). Y es sabido que en pocos días se produjeron miles de conversiones.

2. 

Con el conjunto de los sucesos pascuales, a los que se refiere el Apóstol Pedro en el discurso de Pentecostés, Jesús se reveló definitivamente como Mesías enviado por el Padre y como Señor.

La conciencia de que Él era “el Señor”, había entrado ya de alguna manera en el ánimo de los Apóstoles durante la actividad prepascual de Cristo. Él mismo alude a este hecho en la última Cena: “Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien porque lo soy” (Jn 13, 13). Esto explica por qué los Evangelistas hablan de Cristo “Señor” como de un dato admitido comúnmente en las comunidades cristianas. En particular, Lucas pone ya ese término en boca del ángel que anuncia el nacimiento de Jesús a los pastores: “Os ha nacido… un salvador que es el Cristo Señor” (Lc 2, 11). En muchos otros lugares usa el mismo apelativo (cf. Lc 7, 13; 10, 1: 10, 41; 11, 39; 12, 42; 13, 15; 17, 6; 22, 61). Pero es cierto que el conjunto de los sucesos pascuales ha consolidado definitivamente esta conciencia. A la luz de estos sucesos es necesario leer la palabra “Señor” referida también a la vicia y actividad anterior del Mesías. Sin embargo, es necesario profundizar sobre todo el contenido y el significado que la palabra tiene en el contexto de la elevación y de la glorificación de Cristo resucitado, en su ascensión al cielo.

3. 

Una de las afirmaciones más repetidas en las Cartas paulinas es que Cristo es el Señor. Es conocido el pasaje de la Primera Carta a los Corintios donde Pablo proclama: apara nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1 Co 8, 6; cf. 16, 22; Rm 10, 9; Col 2, 6). Y el de la Carta a los Filipenses, donde Pablo presenta como Señor a Cristo, que humillado hasta la muerte, ha sido también exaltado “para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 10-11). Pero Pablo subraya que “nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’ sino bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Co 12, 3). Por tanto, “bajo la acción del Espíritu Santo” también el Apóstol Tomás dice a Cristo, que se le apareció después de la resurrección: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Y lo mismo se debe decir del diácono Esteban, que durante la lapidación ora: “Señor Jesús, recibe mi espíritu… no les tengas en cuenta este pecado” (Hch 7, 59-60).

Finalmente, el Apocalipsis concluye el ciclo de la historia sagrada y de la revelación con la invocación de la Esposa y del Espíritu: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20).

Es el misterio de la acción del Espíritu Santo “vivificante” que introduce continuamente en los corazones la luz para reconocer a Cristo, la gracia para interiorizar en nosotros su vida, la fuerza para proclamar que Él ―y sólo Él ― es “el Señor”.

4. 

Jesucristo es el Señor, porque posee la plenitud del poder “en los cielos y sobre la tierra”. Es el poder real “por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación… Bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 21-22). Al mismo tiempo es la autoridad sacerdotal de la que habla ampliamente la Carta a los Hebreos, haciendo referencia al Salmo 109/110, 4: “Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec” (Hb 5, 6). Este eterno sacerdocio de Cristo comporta el poder de santificación de modo que Cristo “se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen” (Hb 5, 9). “De ahí que pueda también salvar perfecto lamente a los que por El se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Hb 7, 25). Así mismo, en la Carta a los Romanos leemos que Cristo “está a la diestra de Dios e intercede por nosotros” (Rm 8, 34). Y finalmente, San Juan nos asegura: “Si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2, 1).

5. 

Como Señor, Cristo es la Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo. Es la idea central de San Pablo en el gran cuadro cósmico histórico-soteriológico, con que describe el contenido del designio eterno de Dios en los primeros capítulos de las Cartas a los Efesios y a las Colosenses: “Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo” (Ef 1, 22). “Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud” (Col 1, 19): en Él en el cual “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9).

Los Hechos nos dicen que Cristo “se ha adquirido” la Iglesia “con su sangre” (Hch 20, 28, cf. 1 Co 6, 20). También Jesús cuando al irse al Padre decía a los discípulos: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20), en realidad anunciaba el misterio de este Cuerpo que de él saca constantemente las energías vivificantes de la redención. Y la redención continúa actuando como efecto de la glorificación de Cristo.

Es verdad que Cristo siempre ha sido el “Señor”, desde el primer momento de la encarnación, como Hijo de Dios consubstancial al Padre, hecho hambre por nosotros. Pero sin duda ha llegado a ser Señor en plenitud por el hecho de “haberse humillado ‘se despojó de si mismo’ haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (cf. Flp 2, 8). Exaltado, elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así toda su misión, permanece en el Cuerpo de su Iglesia sobre la tierra por medio de la redención operada en cada uno y en toda la sociedad por obra del Espíritu Santo. La redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia, como leemos en la Carta a los Efesios: “Él mismo ‘dió’ a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo… a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 11-13).

6. 

En la expansión de la realeza que se le concedió sobre toda la economía de la salvación, Cristo es Señor de todo el cosmos. Nos lo dice otro gran cuadro de la Carta a los Efesios: “Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo” (Ef 4, 10). En la Primera Carta a los Corintios San Pablo añade que todo se le ha sometido “porque todo (Dios) lo puso bajo sus pies” (con referencia al Sal 8, 5). “…Cuando diga que ‘todo está sometido’, es evidente que se excluye a Aquel que ha sometido a él todas las cosas” (1 Co 15, 27). Y el Apóstol desarrolla ulteriormente este pensamiento, escribiendo: “Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo” (1 Co 15, 28). “Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad” (1 Co 15, 24).

7. 

La Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II ha vuelto a tomar este tema fascinante, escribiendo que “El Señor es el fin de la historia humana, ‘el punto focal de los deseos de la historia y de la civilización’, el centro del género humano, la alegría de todos los corazones, la plenitud de sus aspiraciones” (n. 45). Podemos resumir diciendo que Cristo es el Señor de la historia. En Él la historia del hombre, y puede decirse de toda la creación, encuentra su cumplimiento trascendente. Es lo que en la tradición se llamaba recapitulación (“re-capitulatio”, en griego: anakephalaiopoíese). Es una concepción que encuentra su fundamento en la Carta a los Efesios, en donde se describe el eterno designio de Dios “para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1, 10).

8. 

Debemos añadir, por último, que Cristo es el Señor de la vida eterna. A Él pertenece el juicio último, del que habla el Evangelio de Mateo: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria… Entonces dirá el Rey a los de su derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre. recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’” (Mt 25, 31. 34).

El derecho pleno de juzgar definitivamente las obras dé los hombres y las conciencias humanas. pertenece a Cristo en cuanto Redentor del mundo. El, en efecto, “adquirió” este derecho mediante la cruz. Por eso el Padre “todo juicio lo ha entregado al Hijo” (Jn 5, 22). Sin embargo el Hijo no ha venido sobre todo para juzgar, sino para saldar. Para otorgar la vida divina que está en Él. “Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre” (Jn 5, 26-27).

Un poder, por tanto, que coincide con la misericordia que fluye en su corazón desde el seno del Padre, del que procede el Hijo y se hace hombre “propter nos homines et propter nostram salutem”. Cristo crucificado y resucitado, Cristo que “subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre”. Cristo que es, por tanto, el Señor de la vida eterna, se eleva sobre el mundo y sobre la historia como un signo de amor infinito rodeado de gloria, pero deseoso de recibir de cada hombre una respuesta de amor para darles la vida eterna.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.