Preparación opcional V Domingo de Pascua: 2 de mayo 2021

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL  V DOMINGO DE PASCUA. 2 de mayo de 2021. Juan 15, 1-8.

-En los Padres de la Iglesia:

SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Comentario sobre el evangelio de San Juan, Libro 10, 2: PG, 74, 331-334.

El Señor -queriendo enseñarnos la necesidad que tenemos de estar unidos a él por el amor, y el gran provecho que nos proviene de esta unión- se da a sí mismo el nombre de vid, y llama sarmientos a los que están injertados y como introducidos en él, y han sido hechos ya partícipes de su misma naturaleza por la comunicación del Espíritu Santo (ya que es el santo Espíritu de Cristo quien nos une a él).

La adhesión de los que se allegan a la vid es una adhesión de voluntad y de propósito, la unión de la vid con nosotros es una adhesión de afecto y de naturaleza. Movidos por nuestro buen propósito, nos allegamos a Cristo por la fe y, así, nos convertimos en linaje suyo, al obtener de él la dignidad de la adopción filial. En efecto, como dice san Pablo, quien se une al Señor es un espíritu con él. Del mismo modo que el Apóstol, en otro lugar de la Escritura, da al Señor el nombre de base y fundamento (ya que sobre él somos edificados y somos llamados piedras vivas y espirituales, formando un sacerdocio sagrado, para ser morada de Dios en el Espíritu, y no existe otro modo con que podamos ser así edificados, si no tenemos a Cristo por fundamento), aquí también, en el mismo sentido, el Señor se da a sí mismo el nombre de vid, como madre y educadora de sus sarmientos.

Hemos sido regenerados por él y en él, en el Espíritu, para que demos frutos de vida, no de aquella vida antigua y ya caduca, sino de aquella otra que consiste en la novedad de vida y en el amor para con él. Nuestra permanencia en este nuevo ser depende de que estemos en cierto modo injertados en él, de que permanezcamos tenazmente adheridos al santo mandamiento nuevo que se nos ha dado, y nos toca a nosotros conservar con solicitud este título de nobleza, no permitiendo en absoluto que el Espíritu que habita en nosotros sea contristado en lo más mínimo, ya que por él habita Dios en nosotros.

El evangelista Juan nos enseña sabiamente de qué modo estamos en Cristo y él en nosotros, cuando dice: En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu. En efecto, del mismo modo que la raíz comunica a las ramas su misma manera de ser, así también el Verbo unigénito de Dios infunde en los santos un cierto parentesco de naturaleza con Dios Padre y consigo mismo, otorgando el Espíritu y una santidad omnímoda, principalmente, a aquellos que están unidos a él por la fe, a quienes impulsa a su amor, infundiendo en ellos el conocimiento de toda virtud y bondad.

– En los santos dominicos:

Santa Catalina de Siena

El Diálogo de la Divina Misericordia n° 24

Dios poda los sarmientos unidos a esa vid, o sea, a sus servidores.

—La viña de cada uno está de tal modo unida a la  del prójimo, que nadie puede cultivarla o echarla a perder sin  cultivar y echar a perder la del prójimo.  ¿Sabes lo que hago después de que mis servidores se hallan unidos en el seguimiento del dulce y amoroso Verbo? Los podo para que den mucho fruto y sea más exquisito y las plantas no se vuelvan salvajes. Lo mismo  ocurre con el sarmiento unido a la vid, al que el labrador poda par a que dé mejor y mayor cantidad de vino;  y al que no da fruto lo corta y lo echa al fuego. Así lo  hago también yo, buen Labrador. A los servidores míos los podo con muchas tribulaciones para que den más y mejor fruto y quede en ellos purificada la virtud. Los  que no dan fruto son cortados y enviados al fuego.  Son buenos trabajadores los que trabajan bien su alma, apartando de ella todo amor propio, echando sobre mí la tierra de su afecto. Alimentan y hacen crecer la semilla de la gracia que recibieron en el santo bautismo. Al trabajar la suya, trabajan también la del prójimo: no pueden cultivar la una sin la otra. Ya sabes que te dije que todo mal y todo bien se hacen mediando el prójimo. Vosotros sois mis trabajadores, salidos de mí, sumo y eterno Trabajador, que os ha unido e injertado  en la vid por la unión que he establecido con vosotros. 

Recuerda que todas las criaturas racionales tienen su  propia viña, por estar unidas al prójimo sin intermediario alguno. Ta n íntimamente unidos están, que ninguno  puede hacer bien a sí sin hacerlo a su prójimo, y lo mismo ocurre con el mal que se hace uno a sí mismo. 

De todos vosotros, es decir, de toda la congregación  cristiana, se ha hecho una viña universal. Estáis unidos en la viña del cuerpo místico de la santa Iglesia, de la  que recibís la vida. En esta viña se halla plantada la vid  de mi Hijo unigénito, en quien debéis estar injertados. 

Si no lo estáis en El, pronto os volveréis rebeldes contra  la santa Iglesia, y seréis como miembros separados del  cuerpo, que pronto se pudren. 

Mientras tenéis tiempo, podéis levantaros de la pestilencia del pecado por el aborrecimiento a él, recurrendo a sus ministros, que son los trabajadores que tienen  la llave del vino, es decir, de la sangre que ha salido de  esta vid. Ella es un vino tan logrado y de tal perfección  su eficacia, que no puede ser estropeado por ningún defecto del ministro. 

El lazo de la caridad adquirida en el conocimiento de  sí y de mí es lo que os une a través de la verdadera humildad. Ves que a todos os he hecho trabajadores. Os  invito de nuevo ahora, cuando el mundo declina, a ser  trabajadores, pues son tantas las espinas que han ahogado la semilla cuando no quieren los hombres hacer obras de gracia.

Quiero, pues, que seáis trabajadores de veras; que ayudéis con gran solicitud a labrar el alma en el cuerpo  místico de la Iglesia. Os elijo para ello, porque quiero  hacer misericordia al mundo, por el que tanto suplicas.

– En el Catecismo de la Iglesia Católica:

2746 Cuando ha llegado su hora, Jesús ora al Padre (cf Jn 17). Su oración, la más larga transmitida por el Evangelio, abarca toda la Economía de la creación y de la salvación, así como su Muerte y su Resurrección. Al igual que la Pascua de Jesús, sucedida “una vez por todas”, permanece siempre actual, de la misma manera la oración de la “hora de Jesús” sigue presente en la Liturgia de la Iglesia.

2747 La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración “sacerdotal” de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su “paso” [pascua] hacia el Padre donde él es “consagrado” enteramente al Padre (cf Jn 17, 11. 13. 19).

2748 En esta oración pascual, sacrificial, todo está “recapitulado” en El (cf Ef 1, 10): Dios y el mundo, el Verbo y la carne, la vida eterna y el tiempo, el amor que se entrega y el pecado que lo traiciona, los discípulos presentes y los que creerán en El por su palabra, la humillación y la Gloria. Es la oración de la unidad.

2749 Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la “hora de Jesús” llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación. Jesús, el Hijo a quien el Padre ha dado todo, se entrega enteramente al Padre y, al mismo tiempo, se expresa con una libertad soberana (cf Jn 17, 11. 13. 19. 24) debido al poder que el Padre le ha dado sobre toda carne. El Hijo que se ha hecho Siervo, es el Señor, el Pantocrátor. Nuestro Sumo Sacerdote que ruega por nosotros es también el que ora en nosotros y el Dios que nos escucha.

2750 Si en el Santo Nombre de Jesús, nos ponemos a orar, podemos recibir en toda su hondura la oración que él nos enseña: “Padre Nuestro”. La oración sacerdotal de Jesús inspira, desde dentro, las grandes peticiones del Padrenuestro: la preocupación por el Nombre del Padre (cf Jn 17, 6. 11. 12. 26), el deseo de su Reino (la Gloria; cf Jn 17, 1. 5. 10. 24. 23-26), el cumplimiento de la voluntad del Padre, de su Designio de salvación (cf Jn 17, 2. 4 .6. 9. 11. 12. 24) y la liberación del mal (cf Jn 17, 15).

2751 Por último, en esta oración Jesús nos revela y nos da el “conocimiento” indisociable del Padre y del Hijo (cf Jn 17, 3. 6-10. 25) que es el misterio mismo de la vida de oración.

736 Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos “el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza”(Ga 5, 22-23). “El Espíritu es nuestra Vida”: cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más “obramos también según el Espíritu” (Ga 5, 25): Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna (San Basilio, Spir. 15,36).

755 “La Iglesia es labranza o campo de Dios (1 Co 3, 9). En este campo crece el antiguo olivo cuya raíz santa fueron los patriarcas y en el que tuvo y tendrá lugar la reconciliación de los judíos y de los gentiles (Rm 11, 13-26). El labrador del cielo la plantó como viña selecta (Mt 21, 33-43 par.; cf. Is 5, 1-7). La verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a a los sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en él por medio de la Iglesia y que sin él no podemos hacer nada (Jn 15, 1-5)”.

787 Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (cf. Mc. 1,16-20; 3, 13-19); les reveló el Misterio del Reino (cf. Mt 13, 10-17); les dio parte en su misión, en su alegría (cf. Lc 10, 17-20) y en sus sufrimientos (cf. Lc 22, 28-30). Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre él y los que le sigan: “Permaneced en Mí, como yo en vosotros … Yo soy la vid y vosotros los sarmientos” (Jn 15, 4-5). Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: “Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él” (Jn 6, 56).

1108 La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn 15,1-17; Ga 5,22). En la Liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de Comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la Liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7).

1988 Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su Cuerpo que es la Iglesia (cf 1 Co 12), sarmientos unidos a la Vid que es él mismo (cf Jn 15,1-4): Por el Espíritu Santo participamos de Dios. Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina…Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados (S. Atanasio, ep. Serap. 1,24).

2074 Jesús dice: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida fecundada por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. “Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12).

953 La comunión de la caridad : En la “comunión de los santos” “ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14, 7). “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Co 12, 26-27). “La caridad no busca su interés” (1 Co 13, 5; cf. 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. 

1822 La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

1823 Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13,34). Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13,1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15,9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12).

1824 Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: “Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15,9-10; cf Mt 22,40; Rm 13,8-10).

1825 Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos (cf Rm 5,10). El Señor nos pide que amemos como él hasta nuestros enemigos (cf Mt 5,44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10,27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9,37) y a los pobres como a él mismo (cf Mt 25,40.45). El apóstol S. Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: “La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa. no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (1 Co 13,4-7).

1826 “Si no tengo caridad -dice también el apóstol- nada soy…”. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma…”si no tengo caridad, nada me aprovecha” (1 Co 13,1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13).

1827 El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es “el vínculo de la perfección” (Col 3,14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

1828 La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca deun jornal, sino como un hijo que responde al amor del “que nos amó primero” (1 Jn 4,19): O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda…y entonces estamos en la disposición de hijos (S. Basilio, reg. fus. prol. 3).

1829 La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:

La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; haci a él corremos; una vez llegados, en él reposamos (S. Agustín, ep. Jo. 10,4).

En el Magisterio de los Papas:

Benedicto XVI, Papa. Homilía. Estadio Olímpico de Berlín

Jueves 22 de septiembre de 2011

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,

queridas hermanas y hermanos

Me da gran alegría y confianza ver el gran estadio olímpico que en gran número tantos de vosotros habéis llenado hoy. Saludo con afecto a todos: a los fieles de la Archidiócesis de Berlín y de las diócesis alemanas, así como a los numerosos peregrinos provenientes de los países vecinos. Hace quince años, vino un Papa por vez primera a Berlín, la capital federal. Todos – y también yo personalmente – tenemos un recuerdo muy vivo de la visita de mi venerado predecesor, el Beato Juan Pablo II, y de la Beatificación del Deán de la Catedral de Berlín Bernhard Lichtenberg, junto a Karl Leisner, celebrada precisamente aquí, en este mismo lugar.

Pensando en estos beatos y en toda la corte de santos y beatos, podemos comprender lo que significa vivir como sarmientos de la verdadera vid, que es Cristo, y dar fruto. El evangelio de hoy nos evoca la imagen de esa planta, que en Oriente crece lozana y es símbolo de fuerza y vida, y también una metáfora de la belleza y el dinamismo de la comunión de Jesús con sus discípulos y amigos, con nosotros.

En la parábola de la vid, Jesús no dice: “Vosotros sois la vid”, sino: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (Jn 15, 5). Y esto significa: “Así como los sarmientos están unidos a la vid, de igual modo vosotros me pertenecéis. Pero, perteneciendo a mí, pertenecéis también unos a otros”. Y este pertenecerse uno a otro y a Él, no entraña un tipo cualquiera de relación teórica, imaginaria, simbólica, sino –casi me atrevería a decir– un pertenecer a Jesucristo en sentido biológico, plenamente vital. La Iglesia es esa comunidad de vida con Jesucristo y de uno para con el otro, que está fundada en el Bautismo y se profundiza cada vez más en la Eucaristía. “Yo soy la verdadera vid”; pero esto significa en realidad: “Yo soy vosotros y vosotros sois yo”; una identificación inaudita del Señor con nosotros, con su Iglesia.

Cristo mismo en aquella ocasión preguntó a Saulo, el perseguidor de la Iglesia, cerca de Damasco: “¿Por qué me persigues?” (Hch 9, 4). De ese modo, el Señor señala el destino común que se deriva de la íntima comunión de vida de su Iglesia con Él, el Resucitado. En este mundo, Él continúa viviendo en su Iglesia. Él está con nosotros, y nosotros estamos con Él. “¿Por qué me persigues?”. En definitiva, es a Jesús a quien los perseguidores de la Iglesia quieren atacar. Y, al mismo tiempo, esto significa que no estamos solos cuando nos oprimen a causa de nuestra fe. Jesucristo está en nosotros y con nosotros.

En la parábola, el Señor Jesús dice una vez más: “Yo soy la vid verdadera, y el Padre es el labrador” (Jn 15, 1), y explica que el viñador toma la podadera, corta los sarmientos secos y poda aquellos que dan fruto para que den más fruto. Usando la imagen del profeta Ezequiel, como hemos escuchado en la primera lectura, Dios quiere arrancar de nuestro pecho el corazón muerto, de piedra, y darnos un corazón vivo, de carne (cf. Ez 36, 26). Quiere darnos vida nueva y llena de fuerza, un corazón de amor, de bondad y de paz. Cristo ha venido a llamar a los pecadores. Son ellos los que necesitan el médico, y no los sanos (cf. Lc 5, 31s). Y así, como dice el Concilio Vaticano II, la Iglesia es el “sacramento universal de salvación” (Lumen gentium 48) que existe para los pecadores, para nosotros, para abrirnos el camino de la conversión, de la curación y de la vida. Ésta es la constante y gran misión de la Iglesia, que le ha sido confiada por Cristo.

Algunos miran a la Iglesia, quedándose en su apariencia exterior. De este modo, la Iglesia aparece únicamente como una organización más en una sociedad democrática, a tenor de cuyas normas y leyes se juzga y se trata una figura tan difícil de comprender como es la “Iglesia”. Si a esto se añade también la experiencia dolorosa de que en la Iglesia hay peces buenos y malos, trigo y cizaña, y si la mirada se fija sólo en las cosas negativas, entonces ya no se revela el misterio grande y bello de la Iglesia.

Por tanto, ya no brota alegría alguna por el hecho de pertenecer a esta vid que es la “Iglesia”. La insatisfacción y el desencanto se difunden si no se realizan las propias ideas superficiales y erróneas acerca de la “Iglesia” y los “ideales sobre la Iglesia” que cada uno tiene. Entonces, cesa también el alegre canto: “Doy gracias al Señor, porque inmerecidamente me ha llamado a su Iglesia”, que generaciones de católicos han cantado con convicción.

Pero volvamos al Evangelio. El Señor prosigue: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí… porque sin mí -separados de mí,  podría traducirse también- no podéis hacer nada” (Jn 15, 4. 5b).

Cada uno de nosotros ha de afrontar una decisión a este respecto. El Señor nos dice de nuevo en su parábola lo seria que ésta es: “Al que no permanece en mí lo tiran fuera como el sarmiento, y se seca; luego recogen los sarmientos desechados, los echan al fuego y allí se queman” (cf. Jn 15, 6). Sobre esto, comenta san Agustín: “El sarmiento ha de estar en uno de esos dos lugares: o en la  vid o en el fuego; si no está en la vid estará en el fuego. Permaneced, pues, en la vid para libraros del fuego” (In Ioan. Ev. Tract., 81, 3 [PL 35, 1842]).

La opción que se plantea nos hace comprender de forma insistente el significado fundamental de nuestra decisión de vida. Al mismo tiempo, la imagen de la vid es un signo de esperanza y confianza. Encarnándose, Cristo mismo ha venido a este mundo para ser nuestro fundamento. En cualquier necesidad y aridez, Él es la fuente de agua viva, que nos nutre y fortalece. Él en persona carga sobre sí el pecado, el miedo y el sufrimiento y, en definitiva, nos purifica y transforma misteriosamente en sarmientos buenos que dan vino bueno. En esos momentos de necesidad nos sentimos a veces aplastados bajo una prensa, como los racimos de uvas que son exprimidos completamente. Pero sabemos que, unidos a Cristo, nos convertimos en vino de solera. Dios sabe transformar en amor incluso las cosas difíciles y agobiantes de nuestra vida. Lo importante es que “permanezcamos” en la vid, en Cristo. En este breve pasaje, el evangelista usa la palabra “permanecer” una docena de veces. Este “permanecer-en-Cristo” caracteriza todo el discurso. En nuestro tiempo de inquietudes e indiferencia, en el que tanta gente pierde el rumbo y el fundamento; en el que la fidelidad del amor en el matrimonio y en la amistad se ha vuelto tan frágil y efímera; en el que desearíamos gritar, en medio de nuestras necesidades, como los discípulos de Emaús: “Señor, quédate con nosotros, porque anochece (cf. Lc 24, 29), sí, las tinieblas nos rodean”; el Señor resucitado nos ofrece en este tiempo un refugio, un lugar de luz, de esperanza y confianza, de paz y seguridad. Donde la aridez y la muerte amenazan a los sarmientos, allí en Cristo hay futuro, vida y alegría, allí hay siempre perdón y nuevo comienzo, transformación entrando en su amor.

Permanecer en Cristo significa, como ya hemos visto, permanecer también en la Iglesia. Toda la comunidad de los creyentes está firmemente unida en Cristo, la vid. En Cristo, todos nosotros estamos unidos. En esta comunidad, Él nos sostiene y, al mismo tiempo, todos los miembros se sostienen recíprocamente. Juntos resistimos a las tempestades y ofrecemos protección unos a otros. Nosotros no creemos solos, creemos con toda la Iglesia de todo lugar y de todo tiempo, con la Iglesia que está en el cielo y en la tierra.

La Iglesia como mensajera de la Palabra de Dios y dispensadora de los sacramentos nos une a Cristo, la verdadera vid. La Iglesia, en cuanto “plenitud y el complemento del Redentor” – como la llamaba Pío XII – (Mystici corporis, AAS 35 [1943] p. 230: “plenitudo et complementum Redemptoris”) es para nosotros prenda de la vida divina y mediadora de los frutos de los que habla la parábola de la vid. Así, la Iglesia es el don más bello de Dios. Por eso san Agustín podía decir: “Cada uno posee el Espíritu Santo en la medida en que uno ama a la Iglesia” (In Ioan. Ev. Tract. 32, 8 [PL 35, 1646]). Con la Iglesia y en la Iglesia podemos anunciar a todos los hombres que Cristo es la fuente de la vida, que Él está presente, que Él es la gran realidad que buscamos y anhelamos. Él se entrega a sí mismo y así nos da a Dios, la felicidad, el amor. Quien cree en Cristo, tiene futuro. Porque Dios no quiere lo que es árido, muerto, artificial, lo que al final es desechado, sino que quiere lo que es fecundo y vivo, la vida en abundancia, y Él nos da la vida en abundancia.

Queridos hermanos y hermanas, deseo que todos vosotros y todos nosotros descubramos cada vez más profundamente la alegría de estar unidos a Cristo en la Iglesia –con todos sus afanes y sus oscuridades–, que encontréis en vuestras necesidades consuelo y redención y que todos lleguemos a ser el vino delicioso de la alegría y del amor de Cristo para este mundo. Amén.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.