Preparación opcional Domingo de Pascua: 4 de abril 2021

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL DOMINGO DE PASCUA 4 DE ABRIL DE 2021 (San Juan 20,1-9).

-En los Padres de la Iglesia:

San Agustín, De cons. evang. 3, 24 y in Ioannem, tract., 120.122  (cfr Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea)

1. El primer día del sábado, es al otro día del sábado, que es el día que los cristianos llaman día del Señor en recuerdo de la resurrección. Este es el día que San Mateo designa con el nombre de «El primero del sábado».

No cabe duda que María Magdalena era la que más fervientemente amaba al Señor de entre todas las mujeres que habían amado al Señor; de modo que no sin razón San Juan haga sólo mención de ella sin nombrar a las otras que con ella fueron, como aseguran los otros evangelistas.

Lo que dice San Marcos «Muy de mañana, saliendo ya el sol» (Mc 16,12), no está en contradicción con lo que aquí se dice «Como aun fuese de noche y amaneciendo el día», porque los crepúsculos de la noche van desapareciendo a proporción que más avanza la luz. Así debe entenderse lo que dice San Marcos: «Muy de mañana, salido ya el sol», como si se viera ya el sol sobre la tierra. Porque acostumbramos a decir, cuando queremos expresar algún hecho de la madrugada, al levantarse el sol, esto es, un momento antes, es decir, en el momento de elevarse sobre la tierra.

Ya había, pues, sucedido lo que cuenta San Mateo del terremoto, de la losa separada y del espanto de los guardas.

2. Así se suele nombrar al que amaba Jesús, quien también a todos amaba, pero sobre todos a éste con más familiaridad. Sigue: «Y les dijo: Quitaron al Señor del sepulcro, y no sabemos dónde le han puesto».

En algunos códices griegos se lee: «Quitaron a mi Señor», lo que demuestra un amor vehemente como de afecto de familia. Pero esto no lo encontramos en muchos códices que tenemos a la vista.

3-5. Después de haber dicho «que ellos fueron al sepulcro», retrocedió para contar cómo fueron, y dice: «Corrían, pues, los dos a un tiempo», y el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro, con lo que da a entender que era él el que llegó primero, pero que lo cuenta todo como de otro.

6-8. Algunos creen que Juan creía ya en la resurrección, pero no lo indica así lo que sigue: Vio vacío el sepulcro y creyó lo que la mujer había dicho. Pues sigue: «Aún no sabían la Escritura», etc. No creyó, pues, que hubiese resucitado, cuando no sabía que había de resucitar, no obstante que lo oía decir al mismo Señor clarísimamente; pero por la costumbre de oírle hablar en parábolas no lo entendieron, y creyeron que quería decir otra cosa.

– En los santos dominicos:

Santo Tomás de Aquino, Suma teológica – Parte IIIa – Cuestión 54

Sobre las cualidades de Cristo resucitado

Artículo 1: ¿Cristo tuvo verdadero cuerpo después de la resurrección?

Objeciones por las que parece que Cristo no tuvo verdadero cuerpo después de su resurrección.

1. El verdadero cuerpo no puede estar junto con otro cuerpo en el mismo lugar. Pero el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, estuvo junto con otro cuerpo en el mismo lugar, pues entró donde los discípulos, estando las puertas cerradas, como se dice en Jn 20,26. Luego parece que Cristo no tuvo verdadero cuerpo después de su resurrección.

2. El verdadero cuerpo no desaparece de la vista de los que le miran, a no ser que, por casualidad, se corrompa. Ahora bien, el cuerpo de Cristo desapareció de ante los ojos de los discípulos cuando le miraban, como se escribe en Lc 24,31. Luego parece que Cristo no tuvo verdadero cuerpo después de su resurrección.

3. Cada cuerpo tiene su propia figura. Pero el cuerpo de Cristo se manifestó a los discípulos en otra figura, como es notorio por Mc 16,12. Luego parece que Cristo no tuvo verdadero cuerpo humano después de la resurrección.

Contra esto: está lo que se lee en Lc 24,37, cuando Cristo se les aparece: sobresaltados y aterrados, creían ver un espíritu, esto es, como si no tuviese un cuerpo verdadero sino fantástico. Para ahuyentar ese error, añade El mismo (v.39): Palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Por consiguiente, no tuvo un cuerpo fantástico sino verdadero.

Respondo: Como escribe el Damasceno, en el IV libro: Se dice que resucita aquello que ha caído. Ahora bien, el cuerpo de Cristo cayó por causa de la muerte, es a saber, en cuanto de él se separó el alma, que era su perfección formal. Por eso fue necesario que, para que la resurrección de Cristo fuese verdadera, el mismo cuerpo de Cristo se uniese otra vez a la misma alma. Y, como la verdad de la naturaleza del cuerpo proviene de la forma, sigúese que el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, fue verdadero cuerpo y tuvo la misma naturaleza que antes había tenido. En cambio, si su cuerpo hubiera sido fantástico, su resurrección no hubiese sido verdadera sino aparente.

A las objeciones:

1. Como enseñan algunos, el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, no por un milagro sino por su condición gloriosa, entró donde los discípulos, cerradas las puertas, estando en el mismo lugar junto con otro cuerpo. Pero si el cuerpo glorioso puede, por alguna propiedad suya, lograr existir en el mismo lugar junto con otro cuerpo, se investigará más adelante, al tratar de la resurrección común (véase Suppl., q.83 a.2). Para nuestro propósito basta por ahora decir que, no por la naturaleza del cuerpo sino más bien por el poder de la divinidad que le está unida, entró aquel cuerpo, a pesar de ser verdadero, donde los discípulos, cerradas las puertas. Por lo que Agustín dice, en un Sermón de Pascua, que algunos discutían este problema: Si era cuerpo, si resucitó del sepulcro el cuerpo que pendió en la cruz ¿cómo pudo entrar a través de unas puertas cerradas? Y responde: Si comprendes el modo, deja de existir el milagro. Donde la razón desfallece, allí está la edificación de la fe. Asimismo, In loann. escribe: Las puertas cerradas no se opusieron a la masa del cuerpo en que se hallaba la divinidad, pues por ellas pudo pasar aquel que, al nacer, conservó intacta la virginidad de su madre. Y lo mismo dice Gregorio en una Homilía de la Octava de Pascua.

2. Como se ha expuesto (q.53 a.3), Cristo resucitó a una vida gloriosa inmortal. Y es condición del cuerpo glorioso el ser espiritual, es decir, el estar sujeto al espíritu, como dice el Apóstol en 1 Cor 15,44. Pero para que el cuerpo esté totalmente sujeto al espíritu, es necesario que todas las acciones del cuerpo se sometan a la voluntad del espíritu. Ahora bien, el que una cosa se vea, se consigue por la acción de lo visible sobre la vista, como es evidente por lo que dice el Filósofo, en II De anima”. Y, por consiguiente, quien tiene un cuerpo glorificado, cuenta con el poder de ser visto cuando quiere, y de no ser visto cuando no le place. Y esto lo tuvo Cristo no sólo por la condición gloriosa de su cuerpo, sino también por el poder de la divinidad. Esta puede hacer que incluso los cuerpos no gloriosos dejen de ser vistos por un milagro, como le fue concedido milagrosamente a San Bartolomé, de modo que si quería, era visto, y no lo era si no quería. Se dice, pues, que Cristo desapareció de la vista de los discípulos, no porque se corrompiese o se desintegrase en algunos elementos invisibles, sino porque por su propia voluntad dejó de ser visto por ellos, hallándose presente, o porque se retiró de allí por la dote de agilidad.

3. Como explica Severiano, en un Sermón de Pascua, nadie piense que Cristo cambió la figura de su cara con la resurrección. Lo cual debe entenderse en cuanto a la contextura de sus miembros, porque en el cuerpo de Cristo, concebido del Espíritu Santo, no hubo nada desordenado y deforme que precisase ser corregido en la resurrección. Sin embargo, en la resurrección recibió la gloria de la claridad. Por lo cual añade el mismo autor: Pero se cambia su figura al hacerse, de mortal, inmortal, de modo que esto equivaliese a adquirir la gloria del rostro, no a perder la naturaleza del mismo.

Y sin embargo no apareció a los discípulos en forma gloriosa, sino que, como estaba en su mano el que su cuerpo fuese visto o no lo fuese, así estaba en su poder el que en los ojos de quienes lo veían se formase una forma gloriosa, o no gloriosa, o incluso mezclada, o de cualquier otra manera. Al fin, basta una pequeña diferencia para que alguien dé la impresión de aparecer en una figura extraña.

Artículo 2: ¿Resucitó glorioso el cuerpo de Cristo?

Objeciones por las que parece que el cuerpo de Cristo no resucitó glorioso.

1. Los cuerpos gloriosos son resplandecientes, según aquellas palabras de Mt 13,43: Los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. Pero los cuerpos resplandecientes son vistos por causa de la luz, no por razón del color. Por consiguiente, habiendo sido visto el cuerpo de Cristo bajo la forma del color, como también era visto antes, da la impresión de que no fue glorioso.

2. El cuerpo glorioso es incorruptible. Pero el cuerpo de Cristo parece no haber sido incorruptible, puesto que fue palpable, como El mismo dice: Palpad y ved (Lc 24,39). Dice Gregorio, efectivamente, en una Homilía: Es necesario que se corrompa lo que se palpa, y no puede palparse lo que no se corrompe. Luego el cuerpo de Cristo no fue glorioso.

3. El cuerpo glorioso no es animal sino espiritual, como es manifiesto por 1 Cor 15,35ss. Ahora bien, parece que el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, fue animal, puesto que comió. y bebió con los discípulos, como se lee en Lc 24,41 ss y en Jn 21,9ss. Luego da la impresión de que el cuerpo de Cristo no fue glorioso.

Contra esto: está lo que dice el Apóstol en Flp 3,21: Transformará nuestro cuerpo humilde, conformándolo con su cuerpo glorioso.

Respondo: El cuerpo de Cristo fue glorioso en su resurrección. Y esto déjase ver por tres motivos. Primero, porque la resurrección de Cristo fue el ejemplar y la causa de nuestra resurrección, como se lee en 1 Cor 15,12ss. Y los santos, en su resurrección, tendrán cuerpos gloriosos, como se dice en el mismo pasaje (v.43): Se siembra en vileza y se levantará en gloria. De donde, por ser la causa superior a lo causado y el ejemplar a lo copiado, con mucha mayor razón fue glorioso el cuerpo de Cristo resucitado.

Segundo, porque mediante la humillación de la pasión mereció la gloria de la resurrección. Por lo cual decía El mismo en Jn 12,27: Ahora mi alma está turbada, cosa que pertenece a la pasión; y luego añade (v.28): Padre, glorifica tu nombre, con lo que pide la gloria de la resurrección.

Tercero, porque, como antes se dijo (q.34 a.4), el alma de Cristo fue gloriosa desde el principio de su concepción a causa de su perfecta fruición de la divinidad. Pero, por una disposición divina, sucedió, como arriba queda expuesto (q.14 a.1 ad 2; q.45 a.2), que la gloria no redundase del alma en el cuerpo, a fin de que con su pasión realizase el misterio de nuestra redención. Y, por tanto, una vez cumplido el misterio de la pasión y la muerte de Cristo, su alma comunicó en seguida la gloria al cuerpo, reasumido en la resurrección. Y, de este modo, aquel cuerpo se tornó glorioso.

A las objeciones:

1. Lo que se recibe en un sujeto, se recibe en conformidad con el modo de ser de quien lo recibe. Por consiguiente, como la gloria del cuerpo se deriva del alma, según dice Agustín, en la Epístola Ad Dioscorum, el resplandor o la claridad del cuerpo glorioso es conforme al color natural del cuerpo humano, así como el cristal de diversos colores recibe el resplandor de la iluminación del sol en conformidad con el modo de ser de su propio color. Así como está en manos del hombre glorificado el que su cuerpo se vea o deje de verse, como antes se ha dicho (a.1 ad 2), así también está en su poder el que se vea o no se vea su claridad. Por lo cual puede ser visto en su propio color sin claridad de ninguna clase. Y éste es el modo en que Cristo se apareció a sus discípulos después de la resurrección.

2. Se afirma que un cuerpo es palpable, no sólo por razón de la resistencia, sino también por razón de su consistencia. Pero a lo ralo y a lo denso siguen lo grave y lo leve, lo cálido y lo frío, y otras cualidades contrarias por el estilo, que son los principios de la corrupción de los cuerpos elementales. De donde, el cuerpo que es palpable al tacto humano, es corruptible por naturaleza. Mas si existe algún cuerpo resistente al tacto que no esté dispuesto conforme a las cualidades predichas, que son los objetos propios del tacto humano, como acontece con el cuerpo celeste, tal cuerpo no puede llamarse palpable. Ahora bien, el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, siguió compuesto de elementos, conservando en sí mismo las cualidades tangibles, de acuerdo con lo que requiere la naturaleza del cuerpo humano; y, por tal motivo, era naturalmente palpable. Y, de no haber tenido algo que sobrepasase la naturaleza del cuerpo humano, hubiera sido incluso corruptible. Pero tuvo alguna otra cosa que lo volvía incorruptible; no, por cierto, la naturaleza del cuerpo celeste, como algunos sostienen, sobre lo que luego se investigará más (véase Suppi, q.82 a.l), sino la gloria que redunda del alma bienaventurada, porque, como dice Agustín Ad Dioscorum, Dios hizo el alma de una naturaleza tan poderosa, que de su bienaventuran, plenísima redundase sobre el cuerpo la plenitud de la salud, es decir, la fuerza de la incorrupción. Y por eso, como escribe Gregorio, en el pasaje aducido, el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, muestra que era de la misma naturaleza, pero de distinta gloria.

3. Como escribe Agustín, en XIII De Civ. Dei I Nuestro Salvador, después de la resurrección, ya en una carne espiritual sin duda, pero verdadera, comió y bebió con sus discípulos, no porque tuviese necesidad de alimentos, sino por el poder que para esto tenía. Porque, como dice Beda In Lúe., de una manera absorbe el agua la tierra sedienta, y de otra el rayo ardiente del sol; aquélla, por necesidad; éste, por su fuerza. Comió, por consiguiente, después de la resurrección, no como si necesitase de comida, sino para demostrar de ese modo la naturaleza del cuerpo resucitado. Y por esto no se sigue que su cuerpo fuese animal, que es el que necesita comida.

Artículo 3: ¿El cuerpo de Cristo resucitó integro?

Objeciones por las que parece que el cuerpo de Cristo no resucitó íntegro.

1. A la integridad del cuerpo pertenecen la carne y la sangre, que Cristo parece no haber tenido, pues en 1 Cor 15,50 se dice: La carne y la sangre no poseerán el reino de Dios. Pero Cristo resucitó en la gloria de Dios. Luego parece que no tuvo carne y sangre.

2. La sangre es uno de los cuatro humores. Por consiguiente, si Cristo tuvo sangre, por igual razón tuvo los otros humores, de los que se origina la corrupción en los cuerpos de los animales. Así pues, se seguiría que el cuerpo de Cristo sería corruptible, lo que es inaceptable. Luego no tuvo carne ni sangre.

3. El cuerpo de Cristo que resucitó, subió al cielo. Pero en algunas iglesias se conserva como reliquia algo de su sangre. Luego el cuerpo de Cristo no resucitó con la integridad de todas sus partes.

Contra esto: está lo que dice el Señor, en Lc 24,39, hablando con sus discípulos después de la resurrección: El espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.

Respondo: Como antes se ha expuesto (a.2 ad 2), el cuerpo de Cristo resucitado tuvo la misma naturaleza, pero una gloria distinta. Por lo que, cuanto pertenece a la naturaleza del cuerpo humano, estuvo íntegramente en el cuerpo de Cristo resucitado. Pero es evidente que a la naturaleza del cuerpo humano pertenecen las carnes, los huesos, la sangre y las demás cosas de este género. Y, por este motivo, en el cuerpo de Cristo resucitado existieron todas estas cosas. Y, por cierto, íntegramente, sin ninguna disminución; de otra manera la resurrección no sería perfecta, en el caso de que no hubiera sido reintegrado todo lo que por la muerte había caído. De donde también el Señor lo promete a sus fieles, diciendo, en Mt 10,30: Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados. Y en Lc 21,18 está escrito: No perecerá un solo cabello de vuestra cabeza.

Decir, en cambio, que el cuerpo de Cristo no tuvo carne y huesos, y las demás partes naturales del cuerpo humano por el estilo, es propio del error de Eutiques, obispo de la ciudad de Constantinopla, quien sostenía que nuestro cuerpo, en la resurrección gloriosa, será impalpable, y más sutil que el viento y el aire; y que el Señor, una vez que confirmó los corazones de los discípulos que le habían palpado, lo convirtió en algo sutil. Lo cual es condenado por Gregorio en el mismo lugar, porque el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, no se cambió, conforme a las palabras de Rom 6,9: Cristo, al resucitar de entre los muertos, ya no muere. Por lo que también aquél, a la hora de la muerte, se retractó de lo que había dicho. Pues si es inconveniente que Cristo, en su concepción, recibiese un cuerpo de otra naturaleza, por ejemplo celeste, como defendió Valentín, resulta mucho más incongruente que, en su resurrección, reasumiese un cuerpo de otra naturaleza, porque en la resurrección reasumió, para una vida inmortal, el cuerpo que, en su concepción, había tomado para una vida mortal.

A las objeciones:

1. En el pasaje aducido, la carne y la sangre no significan la naturaleza de carne y sangre, sino la culpa de la carne y de la sangre, como dice Gregorio, en XIV Moral.; o la corrupción de la carne y de la sangre, porque, como escribe Agustín, en Ad Consentium, de Resurrectione Carnis, no habrá allí corrupción ni mortalidad de la carne y de la sangre. Por consiguiente, la carne, según su sustancia, posee el reino de Dios, conforme a lo dicho (Lc 24,39): El espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. En cambio, la carne, entendida en cuanto a su corrupción, no lo poseerá. Por lo cual se añade al instante en las palabras del Apóstol: Ni la corrupción (poseerá) la incorrupción (1 Cor 15,50).

2. Según comenta Agustín en el mismo libro, tal vez; tomando ocasión de la sangre, nos estrechará más nuestro importuno opositor, y dirá: Si en el cuerpo de Cristo resucitado hubo sangre, ¿por qué no también pituita, esto es, flema?, ¿por qué no también hiél amarilla, esto es, cólera, y hiél negra, es decir, melancolía; los cuatro humores de que se compone la naturaleza de la carne, según enseña la medicina? Pero, cualquiera que sea lo que cada uno añada, guárdese de añadir la corrupción, no sea que corrompa la salud y la pureza de su fe. Porque el poder divino es capaz de suprimir de esta naturaleza visible y tratable de los cuerpos las cualidades que quiera, dejando algunas, de suerte que esté ausente la mancha de la corrupción, presente, en cambio, la figura; presente el movimiento, (y) ausente la fatiga; presente la facultad de comer, (y) ausente la necesidad de tener hambre.

3. Toda la sangre que fluyó del cuerpo de Cristo, por pertenecer a la realidad de su naturaleza humana, resucitó en el cuerpo de Cristo. Y la misma razón vale para todas las pequeñas partes que pertenecen a la realidad e integridad de la naturaleza humana. Y la sangre que en algunas iglesias se guarda con cuidado como reliquia, no fluyó del costado de Cristo, sino que se dice que brotó milagrosamente de alguna imagen de Cristo golpeada.

Artículo 4: ¿El cuerpo de Cristo debió resucitar con las cicatrices?

Objeciones por las que parece que el cuerpo de Cristo no debió resucitar con las cicatrices.

1. En 1 Cor 15,52 se dice que los muertos resucitarán incorruptos. Pero las cicatrices y las heridas implican una cierta corrupción y una e

specie de defecto. Luego no fue conveniente que Cristo, autor de la resurrección, resucitase con las cicatrices.

2. El cuerpo de Cristo resucitó íntegro, como acabamos de decir (a.3). Pero las aberturas de las heridas son contrarias a la integridad del cuerpo, porque rompen la continuidad del cuerpo. Luego no parece haber sido conveniente que quedasen en el cuerpo de Cristo las aberturas de las heridas, aun cuando permaneciesen en él ciertas señales de éstas; las suficientes para la figura ante la que creyó Tomás, a quien le fue dicho: Porque me has visto, Tomás, has creído (Jn 20,29).

3. Escribe el Damasceno en el libro IV que, después de la resurrección, ciertas cosas se dicen de Cristo con verdad, pero no conforme a la naturaleza, sino por divina disposición, para certificar que el cuerpo que resucitó es el mismo que padeció; tal acontece con las cicatrices. Pero, al cesar la causa, cesa el efecto. Luego parece que, una vez certificados los discípulos sobre su resurrección, no tuvo en adelante las cicatrices. Pero no convenía a la inmutabilidad de la gloria que tomase cosa alguna que no permaneciese perpetuamente en El. Parece, por consiguiente, que, en la resurrección, no debió reasumir el cuerpo con las cicatrices.

Contra esto: está lo que dice el Señor a Tomás, en Jn 20,27: Mete aquí tu dedo,y mira mis manos; alarga tu mano y métela en mi costado.

Respondo: Fue conveniente que el alma de Cristo reasumiese, a la hora de la resurrección, el cuerpo con las cicatrices. Primero, por la gloria del propio Cristo. Dice, en efecto, Beda, In Lúe., que conservó las cicatrices no por la incapacidad de curarlas, sino para llevar siempre los honores del triunfo de su victoria. Por lo cual también escribe Agustín, en XXII De Civ. Dei, que, tal vez en aquel reino veremos en los cuerpos de los mártires las cicatrices de las heridas que sufrieron por el nombre de Cristo; no será en ellos una deformidad sino un honor; y brillará en su cuerpo cierta belleza, no del propio cuerpo sino de la virtud.

Segundo, para confirmar los ánimos de los discípulos en lo tocante a la fe de su resurrección.

Tercero, para mostrar siempre al Padre, al rogar por nosotros, la clase de muerte que sufrió por el hombre.

Cuarto, para dar a conocer a los redimidos con su muerte cuan misericordiosamente fueron socorridos, poniéndoles delante las señales de esa misma muerte.

Finalmente, para hacer saber en el mismo lugar cuan justamente son condenados en el juicio. De donde, como escribe Agustín, en el libro De Symbolo, Cristo sabía la razón de conservar las cicatrices en su cuerpo. Así como las mostró a Tomás, que no estaba dispuesto a creer sin tocar y ver, asi también habrá de mostrar sus heridas a los enemigos, para que, convenciéndolos, la Verdad diga: He aquí el hombre a quien crucificasteis. Veis las heridas que le hicisteis. Reconocéis el costado que atravesasteis. Porque por vosotros, y por vuestra causa, fue abierto; pero no quisisteis entrar.

A las objeciones:

1. Las cicatrices que permanecieron en el cuerpo de Cristo no atañen a corrupción o defecto, sino a un mayor cúmulo de gloria, porque son unas señales de virtud. Y en los lugares de las heridas se dejará ver una especial hermosura.

2. La abertura de las heridas, aunque implique cierta discontinuidad, todo eso queda compensado con un mayor resplandor de la gloria, de modo que el cuerpo no es menos íntegro sino más perfecto. Tomás no sólo vio sino que también tocó las heridas, porque, como dice el papa León, bastó para su propia fe ver lo que había visto; pero a nosotros nos benefició, tocando lo que veía.

3. Cristo quiso conservar en su cuerpo las cicatrices de las heridas no sólo para confirmar la fe de sus discípulos, sino también por otros motivos. Por ellos se deja ver que aquellas cicatrices quedarán siempre en su cuerpo. Porque, como escribe Agustín, en Ad Consentium, de resurrectione carnis: Yo creo que el cuerpo del Señor está en el cielo tal como era cuando subió al cielo. Y Gregorio, en XIV Moral., dice que si alguna cosa pudo mudarse en el cuerpo de Cristo después de la resurrección, el Señor, después de la resurrección, volvió a la muerte, contra el dictamen verídico de Pablo. ¿Quién, o qué necio, se atreverá a decir esto, sino el que niegue la verdadera resurrección de la carne? De donde resulta evidente que las cicatrices que Cristo muestra en su cuerpo, después de la resurrección, nunca desaparecieron en adelante de su cuerpo.

– En el Catecismo de la Iglesia Católica:

638 “Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús (Hch 13, 32-33). La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz:

Cristo resucitó de entre los muertos. Con su muerte venció a la muerte. A los muertos ha dado la vida. (Liturgia bizantina, Tropario de Pascua)

639 El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce: “(1 Co 15, 3-4). El Apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (cf. Hch 9, 3-18).

640 “¿Por qué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24, 5-6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo (cf. Jn 20,13; Mt 28, 11-15). A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de las santas mujeres (cf. Lc 24, 3. 22- 23), después de Pedro (cf. Lc 24, 12). “El discípulo que Jesús amaba” (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir “las vendas en el suelo”(Jn 20, 6) “vio y creyó” (Jn 20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío (cf.Jn 20, 5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el caso de Lázaro (cf. Jn 11, 44).

641 María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10;Jn 20, 11-18).Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34).

642 Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles – y a Pedro en particular – en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos “testigos de la Resurrección de Cristo” (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).

643 Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él de antemano(cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos presentan a los discípulos abatidos (“la cara sombría”: Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua “les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (Mc 16, 14).

644 Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). “No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, “algunos sin embargo dudaron” (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació – bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.

645 Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (cf. Lc 24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o “bajo otra figura” (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).

646 La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naim, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena “ordinaria”. En cierto momento, volverán a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es “el hombre celestial” (cf. 1 Co 15, 35-50).

647 “¡Qué noche tan dichosa, canta el ‘Exultet’ de Pascua, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!”. En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus discípulos, “a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo” (Hch 13, 31).

648 La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención transcendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las tres personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el poder del Padre que “ha resucitado” (cf. Hch 2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad – con su cuerpo – en la Trinidad. Jesús se revela definitivamente “Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 3-4). San Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1, 19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.

649 En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término) (cf. Mc 8, 31; 9, 9-31; 10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: “doy mi vida, para recobrarla de nuevo … Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10, 17-18). “Creemos que Jesús murió y resucitó” (1 Te 4, 14).

649 Los Padres contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de Cristo que permaneció unida a su alma y a su cuerpo separados entre sí por la muerte: “Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en cada una de las dos partes del hombre, éstas se unen de nuevo. Así la muerte se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la unión de las dos partes separadas” (San Gregorio Niceno, res. 1; cf.también DS 325; 359; 369; 539).

650 “Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe”(1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.

652 La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (cf. Lc 24, 26-27. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión “según las Escrituras” (cf. 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo nicenoconstantinopolitano) indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.

653 La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy” (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era “Yo Soy”, el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los Judíos: “La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros … al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: ‘Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy” (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7). La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.

654  Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) “a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos … así también nosotros vivamos una nueva vida” (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: “Id, avisad a mis hermanos” (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.

655 Por último, la Resurrección de Cristo – y el propio Cristo resucitado – es principio y fuente de nuestra resurrección futura: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron … del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En El los cristianos “saborean los prodigios del mundo futuro” (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquél que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15).

989 Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que El los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad: Si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).

997 ¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.

998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: “los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 29; cf. Dn 12, 2).

999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: “Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo” (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El “todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora” (Cc de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será “transfigurado en cuerpo de gloria” (Flp 3, 21), en “cuerpo espiritual” (1 Co 15, 44): Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano…, se siembra corrupción, resucita incorrupción; … los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).

1000 Este “cómo” sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo: Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).

1001 ¿Cuándo? Sin duda en el “último día” (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); “al fin del mundo” (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).

1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en “el último día”, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo: Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos… Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col 2, 12; 3, 1).

1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece “escondida con Cristo en Dios” (Col 3, 3) “Con El nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús” (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos “manifestaremos con El llenos de gloria” (Col 3, 4).

1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser “en Cristo”; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre: El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?… No os pertenecéis… Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.(1 Co 6, 13-15. 19-20).

646 “¡Qué noche tan dichosa, canta el ‘Exultet’ de Pascua, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!”. En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus discípulos, “a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo” (Hch 13, 31).

  1. El domingo es el día por excelencia de la Asamblea litúrgica, en que los fieles “deben reunirse para, escuchando loa palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los ‘hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos'” (SC 106): Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron realizadas en este día del domingo de tu santa Resurrección, decimos: Bendito es el día del domingo, porque en él tuvo comienzo la Creación…la salvación del mundo…la renovación del género humano…en él el cielo y la tierra se regocijaron y el universo entero quedó lleno de luz. Bendito es el día del domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán y todos los desterrados entraran en él sin temor (Fanqîth, Oficio siriaco de Antioquía, vol 6, 1ª parte del verano, p.193b).

A partir del “Triduo Pascual”, como de su fuente de luz, el tiempo nuevo de la Resurrección llena todo el año litúrgico con su resplandor. De esta fuente, por todas partes, el año entero queda transfigurado por la Liturgia. Es realmente “año de gracia del Señor” (cf Lc 4,19). La Economía de la salvación actúa en el marco del tiempo, pero desde su cumplimiento en la Pascua de Jesús y la efusión del Espíritu Santo, el fin de la historia es anticipado, como pregustado, y el Reino de Dios irrumpe en el tiempo de la humanidad.

1169  Por ello, la Pascua no es simplemente una fiesta entre otras: es la “Fiesta de las fiestas”, “Solemnidad de las solemnidades”, como la Eucaristía es el Sacramento de los sacramentos (el gran sacramento). S. Atanasio la llama “el gran domingo” (Ep. fest. 329), así como la Semana santa es llamada en Oriente “la gran semana”. El Misterio de la Resurrección, en el cual Cristo ha aplastado a la muerte, penetra en nuestro viejo tiempo con su poderosa energía, hasta que todo le esté sometido. 

1170 En el Concilio de Nicea (año 325) todas las Iglesias se pusieron de acuerdo para que la Pascua cristiana fuese celebrada el domingo que sigue al plenilunio (14 del mes de Nisán) después del equinoccio de primavera. Por causa de los diversos métodos utilizados para calcular el 14 del mes de Nisán, en las Iglesias de Occidente y de Oriente no siempre coincide la fecha de la Pascua. Por eso, dichas Iglesias buscan hoy un acuerdo, para llegar de nuevo a celebrar en una fecha común el día de la Resurrección del Señor. 

1243 La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha “revestido de Cristo” (Ga 3,27): ha resucitado con Cristo. El cirio que se enciende en el cirio pascual, significa que Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son “la luz del mundo” (Mt 5,14; cf Flp 2,15). El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios en el Hijo Único. Puede ya decir la oración de los hijos de Dios: el Padre Nuestro. 

1287 Ahora bien, esta plenitud del Espíritu no debía permanecer únicamente en el Mesías, sino que debía ser comunicada a todo el pueblo mesiánico (cf Ez 36,25-27; Jl 3,1-2). En repetidas ocasiones Cristo prometió esta efusión del Espíritu (cf Lc 12,12; Jn 3,5-8; 7,37-39; 16,7-15; Hch 1,8), promesa que realizó primero el día de Pascua (Jn 20,22) y luego, de manera más manifiesta el día de Pentecostés (cf Hch 2,1-4). Llenos del Espíritu Santo, los Apóstoles comienzan a proclamar “las maravillas de Dios” (Hch 2,11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los tiempos mesiánicos (cf Hch 2, 17-18). Los que creyeron en la predicación apostólica y se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu Santo (cf Hch 2,38).

En el Magisterio de los Papas:

Congregación para el Clero

Homilía: Esperanza y gozosa proclamación

Las lecturas bíblicas del día de pascua rebozan de esperanza y son una gozosa proclamación del acontecimiento central de la fe cristiana: la resurrección del Señor. En la pascua la historia y el mundo se han visto envueltos en un proceso de transformación que ya ha iniciado hasta la plena consumación de la plenitud divina. Cristo ha roto la prisión de la muerte y del límite humano, del pecado y del temor y ha inaugurado el reino de la redención y de la gracia. La creación entera, penetrada por la vida del Cristo Resucitado, adquiere hoy una nueva dimensión. El mundo se llena de vida, la historia de esperanza, y el hombre se transforman en hijo. La Pascua es, por tanto, la conquista de un sentido y de un fin nuevo para todo el cosmos: “¡El es nuestra esperanza!” (Col 1,27). En el corazón del anuncio cristiano (1a. lectura) y de la transformación de la humanidad (2a. lectura) está siempre presente la fuerza vivificante de el acontecimiento definitivo de la pascua de Cristo (evangelio).

La primera lectura (Hech 10, 34a-37-43) está tomada del discurso de Pedro en la casa del Cornelio, el centurión romano de Cesarea, el primer pagano recibido como cristiano por uno de los apóstoles y que representa a todos aquellos que buscan la verdad con corazón sincero y que constituyen para Dios “un pueblo consagrado a su nombre” (Hch 15,14). El tiempo pascual se inaugura, por tanto, con el anuncio de Cristo a todas las naciones y a todos los hombres sin distinción. Los versículos que son proclamados hoy en la liturgia recuerdan el kerigma usado en la predicación de la iglesia primitiva. El anuncio estaba centrado todo él en la figura y la actividad de Jesús, el resucitado, a través de cuatro etapas fundamentales y que constituyen todo un modelo para toda acción evangelizadora: (a) se parte de la realidad y de las personas concretas, de las esperanzas e ilusiones de la gente, de lo que el pueblo conoce (v. 37: “ustedes están enterados de lo ocurrido en el país de los judíos comenzando por Galilea después del bautismo de Juan”); (b) toda esta realidad y la expectativa de los hombres se pone en relación con el contenido fundamental del evangelio, como anuncio de paz, de liberación, de justicia y salvación, don de Dios para todos los pueblos (v. 38: “me refiero a Jesús de Nazaret, a quien Dios ungió con el poder del Espíritu Santo; él pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, por que Dios estaba con él); (c) se insiste en que esto no es una teoría o una simple doctrina sino que es un acontecimiento dentro de la historia humana, una fuerza liberadora de Dios en medio de la debilidad y de la injusticia del mundo, un evento que tiene como protagonista a Jesús, muerto en manos de los hombres pero resucitado por Dios (v. 39: “a él a quien mataron colgándolo en un madero, Dios lo resucitó al tercer día y le concedió que se apareciera a nosotros…”); (d) finalmente se sacan las consecuencias prácticas: se debe hacer una opción y tomar una decisión (v. 43: “todo el que cree en él recibe el perdón de los pecados, por medio de su nombre”). En síntesis, los apóstoles con el kerigma daban testimonio de la acción liberadora de Jesús durante su ministerio terreno, de la injusta muerte a la que fue sometido y del poder de Dios sobre la muerte y sobre todas las fuerzas tenebrosas del mundo que deshumanizan al hombre.

En la segunda lectura (Col 3,1-4) se insiste precisamente en la decisión de fe que supone el haber escuchado el kerigma: “ya que han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba” (v. 1). El misterio pascual de Cristo es presentado con el conocido esquema bíblico espacial de la exaltación de la tierra hacia el cielo, de la muerte a la vida, de la humanidad a la vida eterna y divina. Pablo lanza a los colosenses un mensaje de conversión utilizando el mismo esquema de exaltación de la pascua, aplicándolo al bautismo cristiano y a la entera existencia: “piensen en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (v. 2). “Las cosas de arriba” es lo que Pablo llama en otros textos “el hombre nuevo”, el “espíritu”, la “gracia”, es decir, “la vida escondida con Cristo en Dios” (v. 3), que constituye el presente de la vida cristiana y se experimenta solamente en la fe. Es una vida ciertamente “escondida” a los simples ojos físicos y a la lógica humana. Por otra parte, “las cosas de la tierra”, las cosas de aquí abajo, es lo que Pablo llama “el hombre viejo”, “la carne”, “el pecado”, que en el bautismo han pasado a formar parte del pasado del creyente, sepultadas en el agua de la fuente bautismal (cf. Rom 6,2-7). Esta vida “escondida”, pero real, ya presente en cada creyente como una pequeña semilla de eternidad, se manifestará en plenitud al final: “cuando aparezca Cristo, que es vida para ustedes, entonces también aparecerán gloriosos con él” (v. 4).

El evangelio (Jn 20,1-9) nos relata la visita de María Magdalena, de Simón Pedro y del “otro discípulo” (¿Juan?) al sepulcro del Señor el primer día de la semana al rayar el sol. En la narración no se describe la resurrección, que es un evento que trasciende la historia y se sitúa más allá de lo puramente experimentable con medios humanos, sino que se quiere ofrecer el testimonio de la irrupción del Cristo resucitado en la vida de la iglesia. María busca con ansias, aun en medio de las tinieblas cuando no había salido el sol; luego corre donde Pedro y el otro discípulo (v1. 1-2). Pedro llega al sepulcro y comprueba una serie de datos (piedra rodada, sepulcro vacío, vendas abandonadas, lienzo doblado) que se convierten en auténticos “signos” para quien es disponible a la fe, para quien los ve con profundidad; el “otro discípulo”, que llegó antes que Pedro a la tumba pero no entró hasta después, “vio y creyó” (v. 8). Este último discípulo, difícil de identificar con certeza, llega a convertirse en el modelo del creyente, de aquel que después de “ver” los signos, “comprende las Escrituras” (v. 9). Este ha visto realmente ya que ha comprendido la unidad del entero plan salvador de Dios. El texto joánico es un bellísimo ejemplo de cómo es la comunidad entera (mujeres, Pedro, el “otro discípulo”) la que llega a obtener una comprensión plena del misterio del Resucitado. Todos han sido necesarios: la audacia y el amor de la mujer que sale desconcertada del sepulcro; la atención y la cautela de Pedro, y la intuición y comprensión creyente del “otro discípulo”.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.