Preparación opcional Domingo de Ramos: 28 de marzo 2021

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL  DOMINGO DE RAMOS. CICLO B. 28 DE MARZO DE 2021. Marcos 14,1-15,47

-En los Padres de la Iglesia:

Guerrico de Igny

Sermón: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (2,1 en el Domingo de Ramos: PL 185, 130-131)

En estos días en que se celebra solemnemente el aniversario memorial de la pasión y cruz del Señor, ningún tema de predicación más apropiado –según creo – que Jesucristo, y éste crucificado. E incluso en cualquier otro día, ¿puede predicarse algo más conforme con la fe? ¿Hay algo más saludable para el auditorio o más apto para sanear las costumbres? ¿Hay algo tan eficaz como el recuerdo del Crucificado para destruir el pecado, crucificar los vicios, nutrir y robustecer la virtud?

Hable, pues, Pablo entre los perfecto una sabiduría misteriosa, escondida; hábleme a mí, cuya imperfección perciben hasta los hombres, hábleme de Cristo crucificado, necedad ciertamente para los que están en vías de perdición, pero para mí y para los que están en vías de salvación es fuerza de Dios y sabiduría de Dios; para mí es una filosofía altísima y nobilísima, gracias a la cual me río yo de la infatuada sabiduría tanto del mundo como de la carne.

¡Cuán perfecto me consideraría, cuán aprovechado en la sabiduría si llegase a ser por lo menos un idóneo oyente del crucificado, a quien Dios ha hecho para nosotros no sólo sabiduría, sino también justicia, santificación y redención! Si realmente estás crucificado con Cristo, eres sabio, eres justo, eres santo, eres libre. ¿O no es sabio quien, elevado con Cristo sobre la tierra, saborea y busca los bienes de allá arriba? ¿Acaso no es justo aquel en quien ha quedado destruida su personalidad de pecador y él libre de la esclavitud al pecado? ¿Por ventura no es santo el que a sí mismo se presenta como hostia viva, santa, agradable a Dios? ¿O no es verdaderamente libre aquel a quien el Hijo liberó, quien, desde la libertad de la conciencia, confía hacer suya aquella libre afirmación del Hijo: Se acerca el Príncipe de este mundo; no es que él tenga poder sobre mí? Realmente del Crucificado viene la misericordia, la redención copiosa, que de tal modo redimió a Israel de todos sus delitos, que mereció salir libre de las calumnias del Príncipe de este mundo.

Que lo confiesen, pues, los redimidos por el Señor, los que él rescató de la mano del enemigo, los que reunió de todos los países; que lo confiesen, repito, con la voz y el espíritu de su Maestro; Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

– En los santos dominicos:

Credo comentado, ARTÍCULO 4, Padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado

“Como es necesario que el cristiano crea en la encarnación del Hijo de Dios, así también es necesario que crea en su pasión y muerte. Porque, como dice S. Gregorio: No nos aprovecharía nada el haber nacido, si no nos hubiese aprovechado el ser redimidos”. Mas esto, que Cristo haya muerto por nosotros, es tan arduo (o incomprensible), que apenas lo puede captar nuestro entendimiento; más aún, no cae de ningún modo en nuestro entendimiento. Y esto es lo que dice el Apóstol en Hch 13,41 citando a los profetas, en concreto a Habacuc en el pasaje que sigue:Hago una obra en vuestros días, tal que no la creeréis si alguien os la contare; y en Hab 1,5: Ha tenido lugar en vuestros días una obra que nadie la creerá cuando se narre. Tan grande es la gracia de Dios y su amor a nosotros que hizo a favor nuestro más de lo que podemos entender.

Sin embargo no debemos creer que Cristo de tal modo sufrió la muerte, que muriera su divinidad, sino que murió su naturaleza humana. Pues no murió en cuanto era Dios, sino en cuanto que era hombre. Y esto es claro por tres ejemplos.

Uno está en nosotros mismos. Pues es evidente que cuando muere una persona por la separación del alma y del cuerpo, no muere el alma, sino el cuerpo mismo o la carne. Así también en la muerte de Cristo no murió la divinidad, sino la naturaleza humana.

Pero si los judíos no mataron a la divinidad, parece que no pecaron más que si hubiesen asesinado a otro hombre cualquiera. A esto hay que decir que, si el rey estuviese vestido con un traje y alguno manchase ese traje, incurriría en tanta culpa como si manchase al mismo rey. Los judíos, aunque no pudiesen asesinar a Dios, sin embargo, matando la naturaleza humana asumida por Cristo, fueron tan castigados como si hubiesen asesinado a la divinidad.

Quienquiera que desee llevar una vida perfecta, no haga otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y desee lo que Cristo deseó.

Igualmente, como hemos dicho más arriba, el Hijo de Dios es el Verbo de Dios, y el Verbo de Dios se encarnó como la palabra del rey escrita en un papel. Si pues alguien desgarrara el papel del rey, se estimaría como si desgarrase la palabra del rey. Y por eso se tiene en tanto el pecado de los judíos como si hubiesen matado al Verbo de Dios.

Pero ¿qué necesidad hubo de que el Verbo de Dios padeciese por nosotros? ¡Grande! Puede colegirse una doble necesidad. Una, como remedio contra el pecado; otra, para ejemplo en cuanto a las cosas que hacer.

A) En cuanto al remedio, porque en la pasión de Cristo encontramos remedio para todos los males en que incurrimos por el pecado. E incurrimos en cinco males:

1.º En la mancha. Pues cuando el hombre peca, afea su alma. Porque así como la virtud del alma es su belleza, así el pecado es su mancilla: ¿Qué pasa, Israel, que en el país de los enemigos te has… manchado con los muertos? (Bar 3,10). Pero esto lo borra la pasión de Cristo, pues Cristo con su pasión dispuso un baño con su sangre, con el que lavar a los pecadores: Nos lavó de nuestros pecados con su sangre (Ap 1,5). En el bautismo se lava el alma con la sangre de Cristo; pues por la sangre de Cristo (el bautismo) tiene (su) virtud regeneradora. Y por eso cuando se mancha uno (después) por el pecado, injuria a Cristo y peca más que antes: Si alguno anula (o viola) la Ley de Moisés, con (el testimonio de) dos o tres testigos muere sin compasión ninguna; ¿cuánto más pensáis que merece suplicios mayores quien conculcare al Hijo de Dios y tuviera por profana la sangre de Cristo?(Heb 10,28-29).

2.º Incurrimos en ofensa de Dios. Pues como el carnal ama la belleza carnal, así Dios (ama) la espiritual, que es la belleza del alma. Cuando, pues, el alma se mancha con el pecado, Dios es ofendido y tiene odio al pecador: Son odiosos a Dios el impío y su impiedad (Sab 14,9).

Mas borra esto la pasión de Cristo, que satisfizo a Dios Padre por el pecado, por el cual el hombre mismo no podía satisfacer; y su amor y obediencia fueron mayores que el pecado y prevaricación del primer hombre: Siendo enemigos (de Dios) fuimos reconciliados por la muerte de su Hijo (Rom 5,10).

3.º En tercer lugar incurrimos en la enfermedad (espiritual). Pues el hombre, cuando peca una vez, cree poder contenerse después de pecar. Mas sucede todo lo contrario. Porque por el primer pecado se debilita y se hace más propenso al pecado. Y el pecado le domina más; y cuanto es en sí, se coloca en tal situación de no poder levantarse, a no ser por el poder divino, como quien se tira a un pozo. Por donde después que el hombre pecó, nuestra naturaleza se debilitó y se corrompió; y entonces el hombre fue más propenso a pecar. Mas Cristo aminora esta debilidad y enfermedad, aunque no la quitara del todo. Sin embargo de tal manera fue confortado el hombre por la pasión de Cristo y debilitado el pecado, que no sólo puede dominarlo, sino que puede trabajar, ayudado por la gracia de Dios, que le confiere en los sacramentos, los cuales reciben su eficacia de la pasión de Cristo, de modo que pueda escapar (resilire) de los pecados: Nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Cristo para destrucción del cuerpo del pecado (Rom 6,6). Pues antes de la pasión de Cristo pocos ha habido que hayan vivido sin pecado mortal; mas después, muchos han vivido y viven sin pecado mortal.

4.º En cuarto lugar incurrimos en el reato del castigo. Pues la justicia de Dios exige esto: que quienquiera que peque sea castigado. Y el castigo se mide por la culpa. Por donde, como la culpa del pecado mortal sea infinita, como contra un bien infinito, a saber, Dios, cuyos preceptos desprecia el pecador, el castigo debido al pecado mortal es infinito. Mas Cristo por su pasión nos quitó este castigo y lo sufrió él mismo: Nuestros pecados –esto es: la pena por el pecado– la sufrió él en su cuerpo (1 Pe 2,24). Pues la pasión de Cristo fue de tanta virtud que basta para expiar los pecados todos de todo el mundo, aunque fuesen cien mil. De ahí proviene que los bautizados quedan desatados de todos los pecados. De ahí también, que el sacerdote perdone los pecados. De ahí también, que quienquiera que se identifica más con la pasión de Cristo consigue mayor perdón y merece más gracias.

5.º En quinto lugar incurrimos en el destierro del reino. Pues quienes ofenden al rey son obligados a exiliarse del reino. Así el hombre por el pecado fue expulsado del paraíso. Por ello Adán, nada más pecar, fue echado del paraíso y se cerró su puerta. Mas Cristo, con su pasión, abrió aquella puerta y volvió a llamar al reino a los desterrados. Abierto el costado de Cristo, se abrió la puerta del paraíso; y derramada su sangre, fue quitada la debilidad, expiada la pena y los desterrados son llamados de nuevo al Reino. De ahí es que al ladrón inmediatamente se le dice: Hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23,43). Esto no se dijo antiguamente: no se dijo a cualquiera, a Adán, a Abrahán o David; sino que hoy, esto es: cuando se abrió la puerta, el ladrón pidió perdón y lo encontró: Teniendo confianza en la entrada del (santo de) los santos –el santuario– por la sangre de Cristo (Heb 10,19). Así que es evidente la utilidad por parte del remedio.

B) Mas no es menor la utilidad en cuanto al ejemplo.

Pues, como dice S. Agustín, la pasión de Cristo basta para modelar totalmente nuestra vida. Quienquiera que desee llevar una vida perfecta, no haga otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y desee lo que Cristo deseó.

En la cruz no falta ejemplo ninguno de virtud. Pues si buscas un ejemplo de caridad: Ninguno tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos Un 15,13). Y eso lo hizo Cristo en la Cruz. Y por eso, si él dio su vida por nosotros, no nos debe parecer grave soportar por él cualquier (clase de) males: ¿Qué pagaré al Señor por todas las cosas que él me dio? (Sal 115,12).

Si buscas un ejemplo de paciencia, es excelentísima la que encontramos en la Cruz. La paciencia se manifiesta grande en dos cosas: o cuando uno sufre pacientemente grandes cosas; o cuando sufre aquellas cosas que puede evitar y no las evita.

Pues Cristo sufrió grandes cosas en la Cruz: Oh, vosotros que pasáis por el camino, atended y ved si hay dolor como el mío (Lam 1,12); y (lo hizo) pacientemente, porque: Cuando sufría no amenazaba (1 Pe 2,23) y en Is 53,7:Como oveja será conducido al matadero y como cordero ante quien le trasquila enmudecerá.

Así mismo lo pudo evitar y no lo evitó: ¿Acaso piensas que no puedo rogar a mi Padre y me proporcionaría ahora más de doce legiones de Ángeles? (Mt 26,53).

Es pues grande la paciencia de Cristo en la Cruz: Corramos por la paciencia al combate que se nos propone, mirando a Jesús, el autor y consumados de nuestra fe, quien, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la Cruz, despreciando la confusión (Heb 12,1-2).

Si buscas un ejemplo de humildad, mira al Crucifijo, pues Dios quiso ser juzgado bajo Poncio Pilato y morir: Tu causa fue juzgada como la de un impío (Job 36,17). Verdaderamente como de un impío, porque fue condenado a una muerte ignominiosísima (Sab 2,20). El Señor quiso morir por el siervo; la vida de los ángeles, por el hombre:Se hizo obediente hasta la muerte (Flp 2,8).

Si buscas un ejemplo de obediencia, sigue a Aquel que se hizo obediente al Padre hasta la muerte: Así como por la desobediencia de un hombre muchos vinieron a ser pecadores, así por la obediencia de uno vendrán a ser justos muchos (Rom 12,19).

Si buscas un ejemplo de desprecio de las cosas terrenas, sigue a aquel que es el Rey de reyes y Señor de los señores, en el cual están los tesoros de la Sabiduría; mas en la Cruz fue desnudado, ultrajado, escupido, golpeado, coronado de espinas, abrevado con hiel y vinagre y muerto. Así es que no te apegues a los vestidos y a las riquezas, porque se dividieron entre sí mis vestidos (Sal 21,19); no (te apegues) a los honores, porque «yo experimenté desprecios y azotes»; no (te apegues) a las dignidades, «porque, trenzando una corona de espinas, me la pusieron en mi cabeza»; no (te apegues) a las delicias, pues en mi sed me abrevaron con vinagre (Sal 68,22). S. Agustín, a propósito de aquello de Heb 12 –quien, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la Cruz, despreciada la confusión– dice: El hombre Cristo Jesús despreció todos los bienes terrenos, para indicar que deben ser despreciados”.

– En el Catecismo de la Iglesia Católica:

La subida de Jesús a Jerusalén

557: «Como se iban cumpliendo los días de su asunción, Él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» (Lc 9,51). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección. Al dirigirse a Jerusalén dice: «No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén» (Lc 13,33).

558: Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén. Sin embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a Él: «¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!» (Mt 23,37b). Cuando está a la vista de Jerusalén, llora sobre ella y expresa una vez más el deseo de su corazón: «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos» (Lc 19,41-42).

La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén

559: ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey, pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de «David, su padre» (Lc 1,32). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación («Hosanna» quiere decir «¡sálvanos!», «¡Danos la salvación!»). Pues bien, el «Rey de la Gloria» (Sal 24,7-10) entra en su ciudad «montado en un asno» (Zac 9,9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad. Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños y los «pobres de Dios», que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores. Su aclamación, «Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Sal 118,26), ha sido recogida por la Iglesia en el «Sanctus» de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.

560: La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el Domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la Semana Santa.

En el Magisterio de los Papas:

San Juan Pablo II, papa

Homilía (1979): Del Hosanna a la Cruz

Plaza de San Pedro, 8 de abril de 1979

1. Durante la próxima semana, la liturgia quiere ser estrictamente obediente a la sucesión de los acontecimientos. Precisamente los acontecimientos, que se desarrollaron en Jerusalén hace poco menos de dos mil años, deciden que ésta sea la Semana Santa, la Semana de la Pasión del Señor.

El domingo de hoy permanece estrechamente unido con el acontecimiento que tuvo lugar cuando Jesús se acercó a Jerusalén para cumplir allí todo lo que había sido anunciado por los Profetas. Precisamente en este día los discípulos, por orden del Maestro, le llevaron un borriquillo, después de haber solicitado poderlo tomar prestado por cierto tiempo. Y Jesús se sentó sobre él para que se cumpliese también aquel detalle de los escritos proféticos. En efecto, así dice el Profeta Zacarías: «Alégrate sobremanera, hija de Sión, grita exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno, en un pollino de asna» (9, 9).

Entonces, también la gente que se trasladaba a Jerusalén con motivo de las fiestas —la gente que veía los hechos que Jesús realizaba y escuchaba sus palabras— manifestando la fe mesiánica que El había despertado, gritaba: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene de David, nuestro Padre! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11, 9-10).

Nosotros repetimos estas palabras en cada Misa cuando se acerca el momento de la transustanciación.

2. Así, pues, en el camino hacia la Ciudad Santa, cerca de la entrada de Jerusalén, surge ante nosotros la escena del triunfo entusiasmante: «Muchos extendían sus mantos sobre el camino, otros cortaban follaje de los campos» (Mc 11, 8).

El pueblo de Israel mira a Jesús con los ojos de la propia historia; ésta es la historia que llevaba al pueblo elegido, a través de todos los caminos de su espiritualidad, de su tradición, de su culto, precisamente hacia el Mesías. Al mismo tiempo, esta historia es difícil. El reino de David representa el punto culminante de la prosperidad y de la gloria terrestre del pueblo, que desde los tiempos de Abraham, varias veces, había encontrado su alianza con Dios-Yavé, pero también más de una vez la había roto.

Y ahora, ¿cerrará esta alianza de manera definitiva? ¿O acaso perderá de nuevo este hilo de la vocación, que ha marcado desde el comienzo el sentido de su historia?

Jesús entra en Jerusalén sobre un borriquillo que le habían prestado. La multitud parece estar más cercana al cumplimiento de la promesa de la que habían dependido tantas generaciones. Los gritos: «¡Hosanna!» «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!», parecían ser expresión del encuentro ahora ya cercano de los corazones humanos con la eterna Elección. En medio de esta alegría que precede a las solemnidades pascuales, Jesús está recogido y silencioso. Es plenamente consciente de que el encuentro de los corazones humanos con la eterna Elección no sucederá mediante los «hosannas», sino mediante la cruz.

Antes de que viniese a Jerusalén, acompañado por la multitud de sus paisanos, peregrinos para las fiestas de Pascua, otro lo había dado a conocer y había definido su puesto en medio de Israel. Fue precisamente Juan Bautista en el Jordán. Pero Juan, cuando vio a Jesús, al que esperaba, no gritó «hosanna», sino señalándolo con el dedo, dijo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).

Jesús siente el grito de la multitud el día de su entrada en Jerusalén, pero su pensamiento está fijo en las palabras de Juan junto al Jordán: «He aquí el que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).

3. Hoy leemos la narración de la Pasión del Señor, según Marcos. En ella está la descripción completa de los acontecimientos que se irán sucediendo en el curso de esta semana. Y en cierto sentido, constituyen su programa.

Nos detenemos con recogimiento ante esta narración. Es difícil conocer estos sucesos de otro modo. Aunque los sepamos de memoria, siempre volvemos a escucharlos con el mismo recogimiento. Recuerdo con qué atención escuchaban los niños cuando siendo yo todavía joven sacerdote les contaba la Pasión del Señor. Era siempre una catequesis completamente distinta de las otras. La Iglesia, pues, no cesa de leer nuevamente la narración de la Pasión de Cristo, y desea que esta descripción permanezca en nuestra conciencia y en nuestro corazón. En esta semana estamos llamados a una solidaridad particular con Jesucristo: «Varón de dolores» (Is 53, 3).

4. Así, pues, junto a la figura de este Mesías, que el Israel de la Antigua Alianza esperaba y, más aún, que parecía haber alcanzado ya con la propia fe en el momento de la entrada en Jerusalén, la liturgia de hoy nos presenta al mismo tiempo otra figura. La descrita por los Profetas, de modo particular por Isaías:

«He dado mis espaldas a los que me herían… sabiendo que no sería confundido» (Is 50, 6-7).

Cristo viene a Jerusalén para que se cumplan en El estas palabras, para realizar la figura del «Siervo de Yavé», mediante la cual el Profeta, ocho siglos antes, había revelado la intención de Dios. El «Siervo de Yavé»: el Mesías, el descendiente de David, pero en quien se cumple el «hosanna» del pueblo, pero el que es sometido a la más terrible prueba:

«Búrlanse de mí cuantos me ven…, líbrele, sálvele, pues dice que le es grato» (Sal 21, 8-9).

En cambio, no mediante la «liberación» del oprobio, sino precisamente mediante la obediencia hasta la muerte, mediante la cruz, debía realizarse el designio eterno del amor.

Y he aquí que habla ahora no ya el Profeta, sino el Apóstol, habla Pablo, en quien «la palabra de la cruz» ha encontrado un camino particular. Pablo, consciente del misterio de la redención, da testimonio de quien «existiendo en forma de Dios… se anonadó, tomando la forma de siervo…, se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 6-8).

He aquí la verdadera figura del Mesías, del Ungido, del hijo de Dios, del Siervo de Yavé. Jesús con esta figura entraba en Jerusalén, cuando los peregrinos, que lo acompañaban por el caminó, cantaban: «Hosanna». Y extendían sus mantos y los ramos de los árboles en el camino por el que pasaba.

5. Y nosotros hoy llevamos en nuestras manos los ramos de olivo. Sabernos que después estos ramos se secarán. Con su ceniza cubriremos nuestras cabezas el próximo año, para recordar que el Hijo de Dios, hecho hombre, aceptó la muerte humana para merecernos la Vida.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.