Preparación opcional 28 de febrero 2021

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA II DOMINGO DE CUARESMA. 28 DE FEBRERO DE 2021. San MARCOS (9, 2-10).

-En los Padres de la Iglesia:

Pedro el Venerable, abad

Sermón:

Sermón 1º para la Transfiguración; PL 189, 959

«Su rostro resplandecía como el sol» (Mt 17,2)

¿Por qué nos asombra que la cara de Jesús resplandeciera como el sol, si él mismo era el sol? Era el sol, pero escondido detrás de una nube. Ahora la nube se aparta, y resplandece por un instante. ¿Qué es esta nube que se aparta? No es la carne misma, sino la debilidad de la carne que desaparece por un instante. Esta nube, es aquella de la que habla el profeta: «El Señor ascenderá ligero sobre una nube» (Is 19,1): nube de carne que cubre la divinidad, ligera porque esta carne no lleva nada malo en sí misma; nube que vela el esplendor divino y ligero porque debe elevarse hasta el esplendor eterno. Es la nube sobre la que se ha dicho en el Cantar de los Cantares: «Desearía yacer a su sombra…» (Ct 2,3). Nube ligera porque esta carne es la del «Cordero que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29); y una vez quitados éstos, el mundo asciende a los cielos, liberado del lastre del peso de todos sus pecados.

El sol velado por esta carne no es «el que sale para buenos y malos» (Mt 5,45), sino «el Sol de justicia» (Mal 3,20) que sale exclusivamente para los que temen a Dios. Habitualmente velado por la nube de la carne, esta «luz que alumbra a todos los hombres» (Jn 1,9) brilla hoy con todo su esplendor. Hoy glorifica a la misma carne; la muestra deificada a los apóstoles, para que los apóstoles la revelen al mundo.

Revestido de la nube de la carne, hoy, la luz que ilumina a todo hombre (Jn 1,9) ha resplandecido. Hoy glorifica esta misma carne, la muestra deificada a los apóstoles para que ellos mismos la revelen al mundo. Y tú, ciudad dichosa, gozarás eternamente de la contemplación de este Sol, cuando «descenderás del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo» (Ap 21,2). Nunca jamás este Sol se pondrá para ti; permaneciendo él mismo eternamente, lucirá una mañana eterna. Este Sol nunca jamás se verá velado por ninguna nube, sino que brillará sin cesar, y te alegrará con una luz sin ocaso. Este Sol nunca más deslumbrará tus ojos sino que te dará la fuerza para mirarlo y te dejará encantada por su esplendor divino. «No habrá más muerte, ni luto, ni gemidos, ni penas» (Ap 21,4) que puedan ensombrecer el resplandor que Dios te ha dado porque, como dice Juan: «El mundo ha pasado».

Este es el Sol del que habla el profeta: «Nunca más tendrás necesidad del sol para alumbrarte ni de la luna para iluminarte, porque el Señor tu Dios será tu luz para siempre» (Is 60,19). Esta es la luz eterna que brilla para ti en el rostro del Señor. Oyes la voz del Señor, contemplas su rostro resplandeciente, y llegas a ser como el sol. Porque es en su rostro que se reconoce a alguien, y reconocerle, es como ser iluminado por él. Aquí abajo lo crees en la fe; allí le reconocerás. Aquí lo captas por la inteligencia; allí serás captado por ella. Aquí ves «como en un espejo»; allí le verás «cara a cara» (1Co 13,12). Entonces se cumplirá este deseo del profeta: «Que haga brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 66, 2). Te gozarás sin fin en esta luz; con esta luz caminarás sin cansarte. En esta luz verás la luz eterna

– En los santos dominicos:

Santo Tomás de Aquino,  Suma Teológica Parte IIIa.  Cuestión 45

Sobre la transfiguración de Cristo

Artículo 1: ¿Fue conveniente que Cristo se transfigurase?

Objeciones 

por las que parece no haber sido conveniente que Cristo se transfigurase (cf. Mt 17,1-13; Me 9,1-13; Lc 9,28-36).

1. No es propio del cuerpo real, sino del fantástico, tomar diversas formas. Pero el cuerpo de Cristo no fue fantástico, sino real, como antes se ha probado (q.5 a.1). Luego parece que no debió transformarse.

2. La figura es la cuarta especie de la cualidad, mientras que la claridad es la tercera por ser cualidad sensible. Luego la asunción de la claridad por Cristo no debe llamarse transfiguración.

3. Cuatro son las dotes del cuerpo glorioso, como se dirá más adelante (q.82 a q.85), a saber: impasibilidad, agilidad, sutileza y claridad. Por consiguiente, no hay mayor razón para que se transfigurase según la claridad que para que lo hiciese tomando las otras dotes.

Contra esto: 

está que, en Mt 17,2, leemos: Jesús se transfiguró en presencia de tres de sus discípulos.

Respondo: 

Después de anunciar su pasión, el Señor había inducido a sus discípulos a seguirle por el mismo camino. Ahora bien, para que uno marche directamente por el camino, es necesario que, de algún modo, conozca el fin con anterioridad; así como el sagitario no disparará bien la flecha si antes no conoce el blanco al que tiene que dirigirla. Por eso dijo Tomás en Jn 14,5: Señor, no sabemos a dónde vas;y ¿cómo podemos saber el camino? Y esto es especialmente necesario cuando el viaje es difícil y áspero, y el camino laborioso, pero el fin alegre. Ahora bien, Cristo llegó a conseguir la gloria por medio de su pasión, no sólo la del alma, que gozó desde el principio de su concepción, sino también la del cuerpo, según el pasaje de Lc 24,26: Fue necesario que Cristo padeciese esto y que entrase así en su gloria. A ésta conduce también a los que siguen las huellas de su pasión, conforme a lo que se lee en Act 14,21: Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de los cielos. Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria de su claridad (que es lo mismo que transfigurarse), con la que configurará a los suyos, como leemos en Flp 3,21: Transformará nuestro cuerpo miserable, conformándolo a su cuerpo glorioso. Por lo que dice Beda In Marc. ‘: Por piadosa providencia aconteció que, mediante la breve contemplación del gozo que nunca acaba, tolerasen con mayor ánimo las adversidades.

A las objeciones:

1. Como comenta Jerónimo, In Matth., nadie piense que Cristo, por haberse transfigurado, perdió su forma y su fisonomía primitivas, o que dejó la realidad de su cuerpo y asumió un cuerpo espiritual o aéreo. Cómo se transfiguró, lo muestra el Evangelista cuando dice: «Brilló su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la nieve» (Mt 17,2). En tal pasaje se muestra el brillo del rostro, y se describe la blancura de los vestidos; no se suprime la sustancia, sino que se cambia la gloria.

2. La figura se considera en relación con el exterior del cuerpo, porque la figura es lo comprendido dentro del término o términos. Por eso, todo lo que afecta a los contornos del cuerpo parece que, de algún modo, pertenece a la figura del mismo. Como el color, así también la claridad de un cuerpo no transparente se considera por orden a su superficie. Y por ello la asunción de la claridad se llama transfiguración.

3. Entre las cuatro dotes citadas, únicamente la claridad es cualidad de la propia persona en sí misma; las otras dotes no se perciben más que en algún acto, movimiento o pasión. Así pues, Cristo mostró en sí mismo algunos indicios de las otras tres dotes, por ejemplo la agilidad, cuando caminó sobre las olas del mar (cf. Mt 14,25; y también Lc 4,29; Jn 8,59; 10,31); la sutileza, cuando salió del seno cerrado de la Virgen; la impasibilidad, al salir ileso de manos de los judíos, que querían despeñarle o apedrearle. Y, sin embargo, no se dice por eso que se transfiguró, sino únicamente por la claridad, que toca al aspecto de la misma persona.

Artículo 2: ¿Aquella claridad fue la claridad de la gloria?

Objeciones 

por las que parece que aquella claridad no fue la claridad de la gloria.

1. Dice una Glosa de Beda sobre Mt 17,2: «Se transfiguró ante ellos»: Mostró, dice, en el cuerpo mortal, no la inmortalidad, sino una claridad semejante a la inmortalidad futura. Pero la claridad de la gloria es la claridad de la inmortalidad. Luego aquella claridad que Cristo mostró a los discípulos no fue la claridad de la gloria.

2. Sobre las palabras de Lc 9,27 —«no gustarán la muerte sin ver antes el reino de Dios»-dice la Glosa de Beda: Esto es, la glorificación del cuerpo en una representación imaginaria de la bienaventuranza futura. Pero la imagen de una cosa no es la cosa misma. Luego aquella claridad no fue la claridad de la bienaventuranza.

3. La claridad de la gloria afecta sólo al cuerpo humano. En cambio, aquella claridad de la transfiguración apareció no sólo en el cuerpo de Cristo, sino también en sus vestidos y en la nube resplandeciente que envolvió a los discípulos. Luego da la impresión de que aquella claridad no fue la claridad de la gloria.

Contra esto: 

está lo que, a propósito de Mt 17,2 —«se transfiguró ante ellos» —, dice Jerónimo: Se dejó ver de los Apóstoles tal como será en el momento del juicio. Y acerca del pasaje de Mt 16,28 —«hasta que vean al Hijo del hombre venir en su reino»-comenta el Crísóstomo: Queriendo manifestar lo que es aquella gloria en que luego ha de venir, se lo reveló en la vida presente, como ellos podían captarlo, a fin de que ni siquiera en la muerte del Señor se aflijan.

Respondo: 

La claridad aquella que Cristo tomó en su transfiguración fue la claridad de la gloria en cuanto a la esencia, pero no en cuanto al modo de ser. Porque la claridad del cuerpo glorioso brota de la claridad del alma, como dice Agustín en la epístola Ad Dioscorum. Y del mismo modo la claridad del cuerpo de Cristo en la transfiguración emanó de su divinidad, como afirma el Damasceno, y de la gloria de su alma. El que la gloria del alma no redundase en el cuerpo desde el principio de la concepción de Cristo, aconteció por una disposición divina, a fin de que realizase en un cuerpo pasible los misterios de nuestra redención, como antes se ha dicho (q.14 a.1 ad 2). Sin embargo, por esto no se le quitó a Cristo el poder de hacer venir la gloria de su alma sobre su cuerpo. Y esto fue lo que hizo cuando la transfiguración, por lo que se refiere a la claridad, aunque de modo distinto a como acontece en el cuerpo glorificado. Porque en el cuerpo glorificado redunda la claridad del alma a modo de claridad permanente que afecta al cuerpo. De donde se sigue que el resplandor corporal no es algo milagroso en el cuerpo glorioso. Pero, en la transfiguración, la claridad del cuerpo de Cristo provino de su divinidad y de su alma, no a modo de cualidad inmanente y afectando al mismo cuerpo, sino más bien a modo de pasión transeúnte, como cuando la atmósfera es iluminada por el sol. Por lo cual, el resplandor que entonces apareció en el cuerpo de Cristo fue milagroso, como lo fue el que caminase sobre las olas del mar (cf. Mt 14,25). Por esto dice Dionisio en la Epístola IV Ad Caium: Sobre la naturaleza humana obra Cristo lo que es propio del hombre;y esto lo demuestra la Virgen concibiendo sobrenaturalmente y el agua inestable sosteniendo la gravedad de unos pies materiales y terrenos.

Por esto no debe afirmarse, como dijo Hugo de San Víctor, que Cristo tomó las dotes: de claridad, en la transfiguración; de agilidad, cuando anduvo sobre el mar; y de sutileza, al salir del seno cerrado de la Virgen, porque dote significa una cualidad inmanente en el cuerpo glorioso. Pero tuvo milagrosamente lo que es propio de tales dotes. Y algo semejante ocurrió, en cuanto al alma, con la visión en que Pablo, durante un rapto, vio a Dios, como ya se ha dicho en la Segunda Parte (2-2 q.175 a.3 ad 2).

A las objeciones:

1. Con tales palabras no se demuestra que la claridad de Cristo no fuese la claridad de la gloria, sino que no fue la claridad del cuerpo glorioso, porque el cuerpo de Cristo no era todavía inmortal. Pero como, por dispensación divina, sucedió que la gloria del alma de Cristo no redundase en su cuerpo, asimismo pudo acontecer, por divina disposición, que redundase en cuanto a la dote de claridad, y no en cuanto a la dote de impasibilidad.

2. Aquella claridad se dice que fue imaginaria, no porque fuera la verdadera claridad de la gloria, sino porque era una imagen que representaba aquella perfección según la cual el cuerpo será glorioso.

3. Como la claridad del cuerpo de Cristo representaba la claridad futura de su cuerpo, así el resplandor de sus vestidos designaba la futura claridad de los santos, que será superada por la claridad de Cristo, como el resplandor de la nieve es superado por el resplandor del sol. Por lo cual dice Gregorio, en XXXII Moral., que los vestidos de Cristo se tornaron resplandecientes porque, en el culmen de la claridad celeste, todos los santos se le juntarán resplandecientes con la luz de la justicia. Los vestidos simbolizan a los justos que allegará a sí, conforme al pasaje de Is 49,18: Te vestirás con todos éstos como con un adorno.

La nube resplandeciente significa la gloria del Espíritu Santo, o el poder del Padre, como dice Orígenes, que protegerá a los santos en la gloria futura. Aunque también podría significar acertadamente la claridad del mundo renovado que será la morada de los santos. Por esto, cuando Pedro se disponía a construir las tiendas, una nube luminosa envolvió a los discípulos.

Artículo 3: ¿Fue conveniente hacer comparecer testigos de la transfiguración?

Objeciones 

por las que parece que no fue conveniente hacer comparecer testigos de la transfiguración.

1. Cada uno puede dar testimonio principalmente de las cosas que conoce. Ahora bien, al tiempo de la transfiguración de Cristo, ningún hombre conocía por experiencia la gloria futura de éste, sino sólo los ángeles. Luego los testigos de la transfiguración debieron ser más bien los ángeles que los hombres.

2. Los testigos de la verdad no deben ser fingidos, sino verdaderos. Pero Moisés y Elias no estuvieron allí presentes de verdad, sino en apariencia, pues dice una Glosa sobre Lc 9,30 —«estaban Moisés y Elias, etc.»—: Debe tenerse en cuenta que allí no aparecieron el cuerpo o las almas de Moisés o de Elias, sino que aquellos cuerpos fueron formados a base de otra materia. También puede creerse que esto aconteció por ministerio angélico, de modo que los ángeles asumiesen la representación de sus personas. Luego no parece que fuesen los testigos oportunos.

3. En Act 10,43 se dice que todos los profetas dan testimonio de Cristo. Luego debieron estar presentes como testigos no sólo Moisés y Elias, sino también todos los profetas.

4. La gloria de Cristo se promete a todos los fieles, en los que quiso encender el deseo de la gloria por medio de su transfiguración. Luego no debió tomar como testigos de su transfiguración solamente a Pedro, Santiago y Juan, sino a todos los discípulos.

Contra esto: está la autoridad de la Escritura encarnada en los Evangelios (cf. Mt 17,1; Me 9,1; Lc 9,28).

Respondo: 

Cristo quiso transfigurarse para mostrar su gloria a los hombres y para provocar en ellos el deseo de la misma, como antes se ha dicho (a.1). Ahora bien, los hombres son conducidos a la gloria de la eterna bienaventuranza por Cristo, no sólo los que han existido después de El, sino también los que le precedieron; de donde, cuando El se encaminaba a la pasión, lo mismo las turbas que le seguían que las que le precedían clamaban Hosanna, conforme se lee en Mt 21,9, como si le pidiesen la salvación. Y por eso fue conveniente que se hallasen presentes, como testigos de los que le precedían, Moisés y Elias; y de los que le seguían, Pedro, Santiago y Juan, para que por la declaración de dos o tres testigos sea firme este hecho (cf. Dt 19,15).

A las objeciones:

1. Cristo, por medio de su transfiguración, manifestó a los discípulos la gloria de su cuerpo, que sólo atañe a los hombres. Y por esto fue conveniente que se hiciese comparecer como testigos no a los ángeles, sino a los hombres.

2. La glosa aducida se dice que está tomada del libro titulado De Mirabilibus Sacrae Scripturae, que no es un libro auténtico, sino falsamente atribuido a Agustín. Por eso no se debe prestar atención a tal glosa. En cambio, dice Jerónimo In Matth.: Debe observarse que no quiso acceder a dar una señal del cielo a los escribas y fariseos, que se la pedían; sin embargo, en este caso, para aumentar la fe de los Apóstoles, les da una señal del cielo, bajando Elias de donde había subido y levantándose Moisés de la morada de los muertos. Esto no debe entenderse como si Moisés hubiera reasumido su cuerpo, sino que su alma se apareció mediante algún cuerpo que tomó, como se aparecen los ángeles. Elias, en cambio, se apareció con su propio cuerpo, no traído del cielo empíreo, sino de algún lugar alto al que hubiera sido arrebatado en el carro de fuego (cf. 2 Re 2,11).

3. Como escribe el Crisóstomo In Matth.: Moisés y Elias fueron traídos a escena por muchas razones. Primera: Porque, al decir las turbas que El era Elias o Jeremías o uno de los profetas, trajo consigo a los príncipes de los profetas, con el fin de que, al menos aquí, se vea la diferencia entre los siervos y el Señor.

Segunda: Porque Moisés dio la Ley, y Elias fue el celador de la gloria del Señor. Por lo que, al aparecer junto con Cristo, queda excluida la calumnia de los judíos, que acusaban a Cristo de transgredir la Ley y de blasfemar contra Dios, usurpando su gloria.

Tercera: Para demostrar que tenía poder sobre la muerte y la vida, y que era el juez de vivos y muertos, puesto que trajo consigo a Moisés, que ya había muerto, y a Elias, que aún vivía.

Cuarta: Porque, como dice Lc 9,31, «hablaban con El de su partida, que había de cumplirse en Jerusalén», es decir, de su pasión y de su muerte. Y por este motivo, a fin de fortalecer los ánimos de sus discípulos acerca de este problema, hace comparecer a aquellos que se expusieron a la muerte por Dios, pues Moisés se presentó ante el faraón con peligro de muerte, y Elias ante el rey Acab (cf. Ex 5; 1 Re 18).

Quinta: Porque quería que sus discípulos emulasen la mansedumbre de Moisés y el celo de Elias.

Sexta, añadida por Hilario: Para demostrar que había sido anunciado por la Ley, dada por Moisés, y por los profetas, entre los cuales Elias ocupa el primer lugar.

4. Los grandes misterios no deben ser expuestos inmediatamente a todos, sino que deben llegar a los demás, a su debido tiempo, por medio de los mayores. Y por eso, como dice el Crisóstomo, tomó tres como los mejores. Pues Pedro sobresalió en el amor que profesó a Cristo y, de nuevo, por la potestad que le fue conferida; Juan se distinguió por el privilegio del amor que Cristo le tuvo por causa de su virginidad, y, en segundo lugar, por la prerrogativa de la doctrina evangélica; y Santiago fue eminente por el testimonio del martirio (cf. Act 12,2). Y, sin embargo, no quiso que estos mismos anunciasen a los demás lo que habían visto antes de su resurrección, a fin de que, como escribe Jerónimo, no resultara increíble por la grandeza del suceso, y para que, después de una gloría tan alta, no se convirtiera en escándalo la cruz que venía a continuación; o también, para que el pueblo no la impidiese totalmente; y asimismo, para que, cuando fuesen llenos del Espíritu Santo, fuesen testigos entonces de los acontecimientos espirituales.

Artículo 4: ¿Fue oportuno el que se añadiese el testimonio de la voz del Padre diciendo: «Este es mi Hijo amado»?

Objeciones 

por las que parece que el testimonio de la voz del Padre, diciendo: «Este es mi Hijo amado» (Mt 17,5), no fue oportunamente añadido.

1. Porque, como se dice en Job 33,14, Dios habla una vez y dos no repite lo mismo. Ahora bien, en el bautismo la voz del Padre había declarado lo mismo (cf. Mt 3,17). Luego no fue conveniente que de nuevo declarase eso en la transfiguración.

2. En el bautismo, junto con la voz del Padre, se halló presente el Espíritu Santo en forma de paloma (cf. Mt 3,16). Esto no sucedió en la transfiguración. Luego parece que no fue conveniente la declaración del Padre.

3. Cristo comenzó a enseñar después del bautismo (cf. Mt 4,17). Y, sin embargo, en el bautismo, la voz del Padre no indujo a los hombres a que le escuchasen. Luego tampoco debió inducirles en la transfiguración.

4. No se debe comunicar a uno lo que no puede entender, de acuerdo con las palabras de Jn 16,12: Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no podéis con ellas. Ahora bien, los discípulos tampoco pudieron soportar la voz del Padre, pues en Mt 17,6 se lee: Los discípulos cayeron sobre su rostro, y se llenaron de temor. Luego la voz del Padre no debió haberse dejado oír de ellos.

Contra esto: 

está la autoridad del santo Evangelio (cf. Mt 17,5; Mc 9,6; Lc 9,34).

Respondo: 

La adopción de hijos de Dios se realiza mediante cierta conformidad con la imagen del Hijo natural de Dios. Y esto acontece de dos maneras: primero, por medio de la gracia de la vida presente, que es una conformidad imperfecta; segundo, mediante la gloria, que es la conformidad perfecta, según el pasaje de 1 Jn 3,2: Ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos, pues sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es. Por consiguiente, como por el bautismo conseguimos la gracia, en la transfiguración se manifestó anticipadamente la claridad de la gloria futura; por eso, tanto en el bautismo como en la transfiguración fue conveniente que el testimonio del Padre diese a conocer la filiación natural de Cristo, porque sólo el Padre, junto con el Hijo y el Espíritu Santo, es perfecto conocedor de aquella generación perfecta.

A las objeciones:

1. El texto aducido debe referirse a la locución eterna de Dios, por la que el Padre profiere su único Verbo coeterno con El. Y sin embargo puede decirse que Dios lo profirió dos veces con voz audible, pero no por el mismo motivo, sino para mostrar el modo diverso con que los hombres pueden participar de la semejanza de la filiación eterna.

2. Como en el bautismo, en el que se declaró el misterio de la primera regeneración, se manifestó la obra de toda la Trinidad, puesto que allí estuvo el Hijo encarnado, apareció el Espíritu Santo en forma de paloma, y el Padre se presentó con la voz, así también en la transfiguración, por ser el sacramento de la segunda regeneración, apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en su humanidad, y el Espíritu Santo en la nube resplandeciente; porque así como en el bautismo otorga la inocencia, representada por la sencillez de la paloma, así en la resurrección dará a sus elegidos la claridad de la gloria y el alivio de todo mal, designados por la nube resplandeciente.

3. Cristo había venido a darnos la gracia en la actualidad y a prometernos de palabra la gloria. Y, por eso, convenientemente se hace comparecer a los hombres en la transfiguración para que le escuchen, pero no en el bautismo.

4. Fue conveniente que los discípulos se sintiesen sobrecogidos de temor ante la voz del Padre y que cayesen sobre su rostro, para mostrar que la excelencia de la gloria que entonces se manifestaba excede a todo sentido y facultad de los mortales, según aquellas palabras de Ex 33,20: No me verá el hombre y vivirá. Y esto viene a ser lo que dice Jerónimo In Matth.: La fragilidad humana no soporta la contemplación de una gloria mayor. Cristo cura de esta fragilidad a los hombres, conduciéndolos a la gloria. Esto está significado por lo que El les dijo: Levantaos, no temáis (Mt 17,7).

– En el Catecismo de la Iglesia Católica:

552 En el colegio de los Doce, Simón Pedro ocupa el primer lugar (cf. Mc 3, 16; 9, 2; Lc 24, 34; 1 Co 15, 5). Jesús le confía una misión única. Gracias a una revelación del Padre , Pedro había confesado: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Entonces Nuestro Señor le declaró: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18). Cristo, “Piedra viva” (1 P 2, 4), asegura a su Iglesia, edificada sobre Pedro, la victoria sobre los poderes de la muerte. Pedro, a causa de la fe confesada por él, será la roca inquebrantable de la Iglesia. Tendrá la misión de custodiar esta fe ante todo desfallecimiento y de confirmar en ella a sus hermanos (cf. Lc 22, 32)

151 Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).

459 El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí … “(Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: “Escuchadle” (Mc 9, 7;cf. Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la Ley nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).

649 En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término) (cf. Mc 8, 31; 9, 9-31; 10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: “Doy mi vida, para recobrarla de nuevo … Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10, 17-18). “Creemos que Jesús murió y resucitó” (1 Ts 4, 14).

Una visión anticipada del Reino: La Transfiguración.

554 A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro “comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir […] y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio (cf. Mt 16, 22-23), los otros no lo comprendieron mejor (cf. Mt 17, 23; Lc 9, 45). En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús (cf. Mt 17, 1-8 par.; 2 P 1, 16-18), sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le “hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén” (Lc 9, 31). Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: “Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle” (Lc 9, 35).

555 Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para “entrar en su gloria” (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías (cf. Lc 24, 27). La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios (cf. Is 42, 1). La nube indica la presencia del Espíritu Santo: Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine, Spiritus in nube clara (“Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa” (Santo Tomás de Aquino, S.th. 3, q. 45, a. 4, ad 2):

«En el monte te transfiguraste, Cristo Dios, y tus discípulos contemplaron tu gloria, en cuanto podían comprenderla. Así, cuando te viesen crucificado, entenderían que padecías libremente, y anunciarían al mundo que tú eres en verdad el resplandor del Padre» (Liturgia bizantina, Himno Breve de la festividad de la Transfiguración del Señor)

556 En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el bautismo de Jesús “fue manifestado el misterio de la primera regeneración”: nuestro Bautismo; la Transfiguración “es es sacramento de la segunda regeneración”: nuestra propia resurrección (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 3, q. 45, a. 4, ad 2). Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo “el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que “es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios” (Hch 14, 22):

«Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña (cf. Lc 9, 33). Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?» (San Agustín, Sermo, 78, 6: PL 38, 492-493).

-En el Magisterio de los Papas:

Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)

Jesús de Nazaret: La Transfiguración

Tomo I, Capítulo IX, 2

En los tres sinópticos la confesión de Pedro y el relato de la transfiguración de Jesús están enlazados entre sí por una referencia temporal. Mateo y Marcos dicen: «Seis días después tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan» (Mt 17, 1; Mc 9, 2). Lucas escribe: «Unos ocho días después.» (Lc 9, 28). Esto indica ante todo que los dos acontecimientos en los que Pedro desempeña un papel destacado están relacionados uno con otro. En un primer momento podríamos decir que, en ambos casos, se trata de la divinidad de Jesús, el Hijo; pero en las dos ocasiones la aparición de su gloria está relacionada también con el tema de la pasión. La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente. Juan ha expresado con palabras esta conexión interna de cruz y gloria al decir que la cruz es la «exaltación» de Jesús y que su exaltación no tiene lugar más que en la cruz. Pero ahora debemos analizar más a fondo esa singular indicación temporal. Existen dos interpretaciones diferentes, pero que no se excluyen una a otra.

Jean-Marie van Cangh y Michel van Esbroeck han analizado minuciosamente la relación del pasaje con el calendario de fiestas judías. Llaman la atención sobre el hecho de que sólo cinco días separan dos grandes fiestas judías en otoño: primero el Yom Hakkippurim, la gran fiesta de la expiación; seis días más tarde, la fiesta de las Tiendas (Sukkoí), que dura una semana. Esto significaría que la confesión de Pedro tuvo lugar en el gran día de la expiación y que, desde el punto de vista teológico, se la debería interpretar en el trasfondo de esta fiesta, única ocasión del año en la que el sumo sacerdote pronuncia solemnemente el nombre de YHWH en el sancta sanctórum del templo. La confesión de Pedro en Jesús como Hijo del Dios vivo tendría en este contexto una dimensión más profunda. Jean Daniélou, en cambio, relaciona exclusivamente la datación que ofrecen los evangelistas con la fiesta de la Tiendas, que —como ya se ha dicho— duraba una semana. En definitiva, pues, las indicaciones temporales de Mateo, Marcos y Lucas coincidirían. Los seis o cerca de ocho días harían referencia entonces a la semana de la fiesta de las Tiendas; por tanto, la transfiguración de Jesús habría tenido lugar el último día de esta fiesta, que al mismo tiempo era su punto culminante y su síntesis interna.

Ambas interpretaciones tienen en común que relacionan la transfiguración de Jesús con la fiesta de las Tiendas. Veremos que, de hecho, esta relación se manifiesta en el texto mismo, lo que nos permite entender mejor todo el acontecimiento. Aparte de la singularidad de estos relatos, se muestra aquí un rasgo fundamental de la vida de Jesús, puesto de relieve sobre todo por Juan, como hemos visto en el capítulo precedente: los grandes acontecimientos de la vida de Jesús guardan una relación intrínseca con el calendario de fiestas judías; son, por así decirlo, acontecimientos litúrgicos en los que la liturgia, con su conmemoración y su esperanza, se hace realidad, se hace vida que a su vez lleva a la liturgia y que, desde ella, quisiera volver a convertirse en vida.

Precisamente al analizar las relaciones entre la historia de la transfiguración y la fiesta de las Tiendas veremos que todas las fiestas judías tienen tres dimensiones. Proceden de celebraciones de la religión natural, es decir, hablan del Creador y de la creación; luego se convierten en conmemoraciones de la acción de Dios en la historia y finalmente, basándose en esto, en fiestas de la esperanza que salen al encuentro del Señor que viene, en el cual la acción salvadora de Dios en la historia alcanza su plenitud, y se llega a la vez a la reconciliación de toda la creación. Veremos que estas tres dimensiones de las fiestas profundizan más y adquieren un carácter nuevo mediante su realización en la vida y la pasión de Jesús.

A esta interpretación litúrgica de la fecha se contrapone otra, defendida insistentemente sobre todo por Hartmut Gese, que no cree suficientemente fundada la relación con la fiesta de las Tiendas y, en su lugar, lee todo el texto sobre el trasfondo de Éxodo 24, la subida de Moisés al monte Sinaí. En efecto, este capítulo, en el que se describe la ratificación de la alianza de Dios con Israel, es una clave esencial para la interpretación del acontecimiento de la transfiguración. En él se dice: «La nube lo cubría y la gloria del Señor descansaba sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió durante seis días. Al séptimo día llamó a Moisés desde la nube» (Ex 24, 16). El hecho de que aquí —a diferencia de lo que ocurre en los Evangelios— se hable del séptimo día no impide una relación entre Éxodo 24 y el acontecimiento de la transfiguración; en cualquier caso, a mí me parece más convincente la datación basada en el calendario de fiestas judías. Por lo demás, nada tiene de extraño que en los acontecimientos de la vida de Jesús confluyan relaciones tipológicas diferentes, demostrando así que tanto Moisés como los Profetas hablan todos de Jesús.

Pasemos a tratar ahora del relato de la transfiguración. Allí se dice que Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, a solas (cf. Mc 9,2). Volveremos a encontrar a los tres juntos en el monte de los Olivos (cf. Mc 14, 33), en la extrema angustia de Jesús, como imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están inseparablemente relacionadas entre sí. No podemos dejar de ver la relación con Éxodo 24, donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y Abihú, además de los setenta ancianos de Israel.

De nuevo nos encontramos —como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración— con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión, en el que el Señor —en contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en virtud del poder del demonio— dice: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del Antiguo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el que la revelación se hace liturgia.

En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo el simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el sacrificio del cordero, prefiguración del Cordero definitivo sacrificado en el monte Calvario. Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona.

«Y se transfiguró delante de ellos», dice simplemente Marcos, y añade, con un poco de torpeza y casi balbuciendo ante el misterio: «Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (9, 2s). Mateo utiliza ya palabras de mayor aplomo: «Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (17, 2). Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la subida: subió «a lo alto de una montaña, para orar»; y, a partir de ahí, explica el acontecimiento del que son testigos los tres discípulos: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco» (9, 29). La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo.

Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su diferencia: «Cuando Moisés bajó del monte Sinaí… no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor» (Ex 34, 29). Al hablar con Dios su luz resplandece en él y al mismo tiempo, le hace resplandecer. Pero es, por así decirlo, una luz que le llega desde fuera, y que ahora le hace brillar también a él. Por el contrario, Jesús resplandece desde el interior, no sólo recibe la luz, sino que Él mismo es Luz de Luz.

Al mismo tiempo, las vestiduras de Jesús, blancas como la luz durante la transfiguración, hablan también de nuestro futuro. En la literatura apocalíptica, los vestidos blancos son expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan habla de los vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (cf. sobre todo 7, 9.13; 19, 14). Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son blancas porque han sido lavadas en la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14). Es decir, porque a través del bautismo se unieron a la pasión de Jesús y su pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura original que habíamos perdido por el pecado (cf. Lc 15, 22). A través del bautismo nos revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz.

Ahora aparecen Moisés y Elías hablando con Jesús. Lo que el Resucitado explicará a los discípulos en el camino hacia Emaús es aquí una aparición visible. La Ley y los Profetas hablan con Jesús, hablan de Jesús. Sólo Lucas nos cuenta —al menos en una breve indicación— de qué hablaban los dos grandes testigos de Dios con Jesús: «Aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén» (9, 31). Su tema de conversación es la cruz, pero entendida en un sentido más amplio, como el éxodo de Jesús que debía cumplirse en Jerusalén. La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta vida, un atravesar el «mar Rojo» de la pasión y un llegar a su gloria, en la cual, no obstante, quedan siempre impresos los estigmas.

Con ello aparece claro que el tema fundamental de la Ley y los Profetas es la «esperanza de Israel», el éxodo que libera definitivamente; que, además, el contenido de esta esperanza es el Hijo del hombre que sufre y el siervo de Dios que, padeciendo, abre la puerta a la novedad y a la libertad. Moisés y Elías se convierten ellos mismos en figuras y testimonios de la pasión. Con el Transfigurado hablan de lo que han dicho en la tierra, de la pasión de Jesús; pero mientras hablan de ello con el Transfigurado aparece evidente que esta pasión trae la salvación; que está impregnada de la gloria de Dios, que la pasión se transforma en luz, en libertad y alegría.

En este punto hemos de anticipar la conversación que los tres discípulos mantienen con Jesús mientras bajan del «monte alto». Jesús habla con ellos de su futura resurrección de entre los muertos, lo que presupone obviamente pasar primero por la cruz. Los discípulos, en cambio, le preguntan por el regreso de Elías anunciado por los escribas. Jesús les dice al respecto: «Elías vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 9-13). Jesús confirma así, por una parte, la esperanza en la venida de Elías, pero al mismo tiempo corrige y completa la imagen que se habían hecho de todo ello. Identifica al Elías que esperan con Juan el Bautista, aun sin decirlo: en la actividad del Bautista ha tenido lugar la venida de Elías.

Juan había venido para reunir a Israel y prepararlo para la llegada del Mesías. Pero si el Mesías mismo es el Hijo del hombre que padece, y sólo así abre el camino hacia la salvación, entonces también la actividad preparatoria de Elías ha de estar de algún modo bajo el signo de la pasión. Y, en efecto: «Han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 13). Jesús recuerda aquí, por un lado, el destino efectivo del Bautista, pero con la referencia a la Escritura hace alusión también a las tradiciones existentes, que predecían un martirio de Elías: Elías era considerado «como el único que se había librado del martirio durante la persecución; a su regreso… también él debe sufrir la muerte» (Pesch, Markusevangelium II, p. 80).

De este modo, la esperanza en la salvación y la pasión son asociadas entre sí, desarrollando una imagen de la redención que, en el fondo, se ajusta a la Escritura, pero que comporta una novedad revolucionaria respecto a las esperanzas que se tenían: con el Cristo que padece, la Escritura debía y debe ser releída continuamente. Siempre tenemos que dejar que el Señor nos introduzca de nuevo en su conversación con Moisés y Elías; tenemos que aprender continuamente a comprender la Escritura de nuevo a partir de Él, el Resucitado.

Volvamos a la narración de la transfiguración. Los tres discípulos están impresionados por la grandiosidad de la aparición. El «temor de Dios» se apodera de ellos, como hemos visto que sucede en otros momentos en los que sienten la proximidad de Dios en Jesús, perciben su propia miseria y quedan casi paralizados por el miedo. «Estaban asustados», dice Marcos (9, 6). Y entonces toma Pedro la palabra, aunque en su aturdimiento «… no sabía lo que decía» (9, 6): «Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (9, 5).

Se ha debatido mucho sobre estas palabras pronunciadas, por así decirlo, en éxtasis, en el temor, pero también en la alegría por la proximidad de Dios. ¿Tienen que ver con la fiesta de las Tiendas, en cuyo día final tuvo lugar la aparición? Hartmut Gese lo discute y opina que el auténtico punto de referencia en el Antiguo Testamento es Éxodo 33, 7ss, donde se describe la «ritualización del episodio del Sinaí»: según este texto, Moisés montó «fuera del campamento» la tienda del encuentro, sobre la que descendió después la columna de nube. Allí el Señor y Moisés hablaron «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (33, 11). Por tanto, Pedro querría aquí dar un carácter estable al evento de la aparición levantando también tiendas del encuentro; el detalle de la nube que cubrió a los discípulos podría confirmarlo. Podría tratarse de una reminiscencia del texto de la Escritura antes citado; tanto la exégesis judía como la paleocristiana conocen una encrucijada en la que confluyen diversas referencias a la revelación, complementándose unas a otras. Sin embargo, el hecho de que debían construirse tres tiendas contrasta con una referencia de semejante tipo o, al menos, la hace parecer secundaria.

La relación con la fiesta de las Tiendas resulta plausible cuando se considera la interpretación mesiánica de esta fiesta en el judaísmo de la época de Jesús. Jean Daniélou ha profundizado en este aspecto de manera convincente y lo ha relacionado con el testimonio de los Padres, en los que las tradiciones judías eran sin duda todavía conocidas y se las reinterpretaba en el contexto cristiano. La fiesta de las Tiendas presenta el mismo carácter tridimensional que caracteriza —como ya hemos visto— a las grandes fiestas judías en general: una fiesta procedente originariamente de la religión natural se convierte en una fiesta de conmemoración histórica de las intervenciones salvíficas de Dios, y el recuerdo se convierte en esperanza de la salvación definitiva. Creación, historia y esperanza se unen entre sí. Si en la fiesta de las Tiendas, con la ofrenda del agua, se imploraba la lluvia tan necesaria en una tierra árida, la fiesta se convierte muy pronto en recuerdo de la marcha de Israel por el desierto, donde los judíos vivían en tiendas (chozas, sukkot) (cf. Lv 23,43). Daniélou cita primero a Riesenfeld: «Las Tiendas no eran sólo el recuerdo de la protección divina en el desierto, sino lo que es más importante, una prefiguración de los sukkot [divinos] en los que los justos vivirían al llegar el mundo futuro. Parece, pues, que el rito más característico de la fiesta de las Tiendas, tal como se celebraba en los tiempos del judaísmo, tenía relación con un significado escatológico muy preciso» (p. 451). En el Nuevo Testamento encontramos en Lucas las palabras sobre la morada eterna de los justos en la vida futura (16, 9). «La epifanía de la gloria de Jesús —dice Daniélou— es interpretada por Pedro como el signo de que ha llegado el tiempo mesiánico. Y una de las características de los tiempos mesiánicos era que los justos morarían en las tiendas, cuya figura era la fiesta de las Tiendas» (p. 459). La vivencia de la transfiguración durante la fiesta de las Tiendas hizo que Pedro reconociera en su éxtasis «que las realidades prefiguradas en los ritos de la fiesta se habían hecho realidad… La escena de la transfiguración indica la llegada del tiempo mesiánico» (p. 459). Al bajar del monte Pedro debe aprender a comprender de un modo nuevo que el tiempo mesiánico es, en primer lugar, el tiempo de la cruz y que la transfiguración —ser luz en virtud del Señor y con Él— comporta nuestro ser abrasados por la luz de la pasión.

A partir de estas conexiones adquiere también un nuevo sentido la frase fundamental del Prólogo de Juan, en la que el evangelista sintetiza el misterio de Jesús: «Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros» (Jn 1, 14). Efectivamente, el Señor ha puesto la tienda de su cuerpo entre nosotros inaugurando así el tiempo mesiánico. Siguiendo esta idea, Gregorio de Nisa analiza en un texto magnífico la relación entre la fiesta de las Tiendas y la Encarnación. Dice que la fiesta de las Tiendas siempre se había celebrado, pero no se había hecho realidad. «Pues la verdadera fiesta de las Tiendas, en efecto, no había llegado aún. Pero precisamente por eso, según las palabras proféticas [en alusión al Salmo 118, 27] Dios, el Señor del universo, se nos ha revelado para realizar la construcción de la tienda destruida de la naturaleza humana» (De anima, PG 46,132 B; cf. Daniélou, pp. 464-466).

Teniendo en cuenta esta panorámica, volvamos de nuevo al relato de la transfiguración. «Se formó una nube que los cubrió y una voz salió de la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). La nube sagrada, es el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora «con su sombra» también a los demás. Se repite la escena del bautismo de Jesús, cuando el Padre mismo proclama desde la nube a Jesús como Hijo: «Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11). Pero a esta proclamación solemne de la dignidad filial se añade ahora el imperativo: «Escuchadlo». Aquí se aprecia de nuevo claramente la relación con la subida de Moisés al Sinaí que hemos visto al principio como trasfondo de la historia de la transfiguración. Moisés recibió en el monte la Torá, la palabra con la enseñanza de Dios. Ahora se nos dice, con referencia a Jesús: «Escuchadlo». Hartmut Gese comenta esta escena de un modo bastante acertado: «Jesús se ha convertido en la misma Palabra divina de la revelación. Los Evangelios no pueden expresarlo más claro y con mayor autoridad: Jesús es la Torá misma» (p. 81). Con esto concluye la aparición: su sentido más profundo queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: «Escuchadlo».

Si aprendemos a interpretar así el contenido del relato de la transfiguración —como irrupción y comienzo del tiempo mesiánico—, podemos entender también las oscuras palabras que Marcos incluye entre la confesión de Pedro y la instrucción sobre el discipulado, por un lado, y el relato de la transfiguración, por otro: «Y añadió: «Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios»» (9, 1). ¿Qué significa esto? ¿Anuncia Jesús quizás que algunos de los presentes seguirán con vida en su Parusía, en la irrupción definitiva del Reino de Dios? ¿O acaso preanuncia otra cosa?

Rudolf Pesch (II 2, p. 66s) ha mostrado convincentemente que la posición de estas palabras justo antes de la transfiguración indica claramente que se refieren a este acontecimiento. Se promete a algunos —los tres que acompañan a Jesús en la ascensión al monte— que vivirán una experiencia de la llegada del Reino de Dios «con poder». En el monte, los tres ven resplandecer en Jesús la gloria del Reino de Dios. En el monte los cubre con su sombra la nube sagrada de Dios. En el monte —en la conversación de Jesús transfigurado con la Ley y los Profetas— reconocen que ha llegado la verdadera fiesta de las Tiendas. En el monte experimentan que Jesús mismo es la Torá viviente, toda la Palabra de Dios. En el monte ven el «poder» (dynamis) del reino que llega en Cristo.

Pero precisamente en el encuentro aterrador con la gloria de Dios en Jesús tienen que aprender lo que Pablo dice a los discípulos de todos los tiempos en la Primera Carta a los Corintios: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo —judíos o griegos—, poder (dynamis) de Dios y sabiduría de Dios» (1, 23s) Este «poder» (dynamis) del reino futuro se les muestra en Jesús transfigurado, que con los testigos de la Antigua Alianza habla de la «necesidad» de su pasión como camino hacia la gloria (cf. Lc 24, 26s). Así viven la Parusía anticipada; se les va introduciendo así poco a poco en toda la profundidad del misterio de Jesús.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.