FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DE LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS. 9 de junio de 2019 (San Juan 14, 15-16.23b-26).
-En los Santos Padres:
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Obras Completas, homilías, t. 1, Tradición México 1976, 420-28
Pentecostés
¡GRANDES SON, carísimos, ni pueden ser comprendidos por ninguna humana razón, los dones que hoy nos ha concedido nuestro benignísimo Dios! Por esto, todos en común gocémonos y alegrémonos y alabemos al Señor. Porque la fiesta de hoy es común y pública reunión para todos nosotros. Pues así como en la vuelta de las cuatro estaciones y en los solsticios del año, unos se suceden a otros, así, por cierto, en la Iglesia del Señor las festividades se suceden unas a otras y de una en otra nos van llevando adelante. Hace poco celebramos la fiesta de la Cruz y luego la de la Pasión y la de Resurrección y finalmente la de la Ascensión de nuestro Señor Jesucristo a los cielos. Hoy hemos llegado al colmo de los bienes, a la metrópoli de las festividades, al fruto mismo de las promesas del Señor.
Porque, si yo me fuere, dice, os enviaré otro Paráclito y no os dejaré huérfanos8. ¿Veis la solicitud? ¿Veis la inefable benignidad? Hace unos pocos días subió a los cielos, recibió el trono real, recuperó su asiento a la diestra del Padre, Y hoy nos concede la venida del Espíritu Santo, y por su medio nos da infinitos bienes del
cielo. Porque ¿cuál de las cosas, pregunto, que son necesarias para nuestra salvación no nos ha sido dada por el Espíritu Santo? Por El quedamos libres de la servidumbre, somos llamados a la libertad, somos introducidos en la adopción de hijos de Dios; y de nuevo, por así decirlo, somos rehechos, y dejamos la pesada y asquerosa carga de los pecados. Por el Espíritu Santo vemos los coros de los sacerdotes y tenemos las filas de los Doctores. De esta fuente se derivan los dones de profecía, revelación y gracias de sanidad; y todas las otras cosas con que la Iglesia de Dios suele adornarse, de ahí se toman.
Esto es lo que dama Pablo con aquellas palabras: Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que •distribuye a cada uno según quiere9. Según quiere, dice, y no según se le ordena; dividiendo El y no dividido. En lo cual se muestra autor de los dones y no sujeto a la autoridad de otro. Porque la misma potestad que Pablo testifico para el Padre, esa misma atribuyó al Espíritu Santo. Y así como dice, del Padre: Dios es el que todas las cosas en todos10; así dijo, del Espíritu Santo: Todas estas cosas las obra el único, y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere, ¿Ves su perfecta potestad? Porque aquellos que tienen una naturaleza común, es claro que tienen una misma potestad; y aquellos cuya majestad de honor es igual, de esos una misma es la virtud y la potestad.
Por este Espíritu hemos obtenido la remisión de los pecados; por éste hemos quedado limpios de las horruras; por el don de este Espíritu a los hombres, hemos sido hechos ángeles todos cuantos acá acudimos en gracia. Y esto no por una mutación de nuestra naturaleza, sino, lo que es mucho más admirable, permaneciendo en la humana naturaleza tenemos una conversación angélica: ¡tan grande es la virtud del Espíritu Santo! Y a la manera del fuego nuestro que con los sentidos se percibe, cuando ha caído en un barro blando lo convierte en una olla maciza, de la misma manera el Espíritu Santo, cuando llega a un alma buena, aun cuando la encuentre blanda como el barro, la vuelve más resistente que el hierro. Pues al que antes se encontraba manchado con la hez de los pecados, lo hace al punto más resplandeciente que el sol.
Esto es lo que el bienaventurado Pablo nos enseñaba cuando decía y clamaba: ¡No os engañéis! Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los dados al vino, ni los maldicientes., ni los rapaces poseerán el reino de Dios11. Y una vez que hubo enumerado casi todos los géneros de maldad; y hubo enseñado que todos cuantos se han hecho reos de tales pecados están privados del reino de Dios, al punto añadió: Y alguno esto erais, pero habéis sido lavados, pero habéis sido santificados, pero habéis sido justificados12. Pero dime: ¿de qué modo o en qué manera? Porque esto es lo que estamos investigando. En el nombre, dice, de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios13. ¿Ves, carísimo, la virtud del Espíritu Santo? ¿Ves cómo el Espíritu Santo ha borrado toda iniquidad? ¿Ves cómo a aquellos que anteriormente habían sido traicionados por sus propios pecados, repentinamente los levanta a los más grandes honores?
¿Quién, pues, podrá llorar como se merece a los que acometen con blasfemias a la majestad y divinidad del Espíritu Santo? ¡A esos que, a la manera de locos furiosos, no logra apartarlos de lo perverso de su ingratitud el cúmulo de beneficios, sino que, al revés, no temen maquinar cuanto pueden contra su propia salvación, quitando al Espíritu Santo, cuanto es de su parte, la señoril majestad, e intentando pasarlo y rebajarlo al conjunto de las demás criaturas! A tales hombres yo de buena gana les preguntaría: ¡Ea, vosotros! ¿Qué motivo tenéis para haber declarado tan cruel guerra contra la majestad del Espíritu Santo, o más bien dicho, contra vuestra salvación? No dejáis que penetre en vuestras mentes lo que el Salvador dijo a los discípulos: Id, pues, les dice, y predicad y enseñad a todas las gentes, y bautizadlas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
¿Ves la majestad igual en el honor? ¿Ves la concordia exactamente descrita? ¿Ves cómo la Trinidad es indivisa? ¿Acaso hay alguna diferencia o inmutación o disminución? ¿Por qué os atrevéis a añadir a las palabras del Señor otros nuevos preceptos? ¿Ignoráis que aun en los negocios humanos, si hay alguno que se atreva y llegue a tan gran audacia que quite o añada algo a las Letras expedidas por el rey —y eso que el tal rey es del
mismo linaje que nosotros y consorte de nuestra misma naturaleza— se le suele castigar con el supremo castigo y no hay modo de salvarlo de la pena que bien ha merecido? Pues si en los negocios humanos tan grave peligro amenaza ¿qué perdón podrán alcanzar los que hasta tal punto avanzan en su arrogancia que procuran corromper las palabras que dijo el común Salvador nuestro? No se dignan escuchar a Pablo, que tenía en sí mismo a Cristo que en él hablaba, cuando clara y terminantemente dice: Ni el ojo vio ni el oído oyó ni vino a la mente humana lo que Dios ha preparado para los que lo aman15.
Si, pues, ni el ojo vio ni el oído oyó ni pudo alcanzar la mente el conocimiento de los bienes que para quienes aman a Dios están preparados ¿por dónde podrá ser, oh Pablo, que alcancemos semejante conocimiento? Espera tú, oyente, un poco y escucharás que el mismo Pablo dice: Dios nos lo ha revelado por su Espíritu16. Y no se detiene aquí; sino que para indicar la grandeza del poder, y de qué manera sea de la sustancia misma del Padre y del Hijo, añade: El Espíritu todo lo escruta, aun las profundidades de Dios17. Y luego, como deseara poner en nuestra mente una más exacta doctrina por medio de ejemplos humanos, añadió: ¿Qué hombre conoce lo que en el hombre hay sino el espíritu del hombre que en él está? ¡Así también las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios!18
¿Ves ahora la enseñanza excelentísima y perfecta? A la manera, dice, que aquellas cosas que están en el pensamiento del hombre, no puede ser que otro las conozca, sino que sólo él conoce sus cosas, así las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios, lo cual es lo más adecuado y excelente para declarar la dignidad del Espíritu Santo. Porque puso un ejemplo que parece insinuar lo siguiente. No es posible que algún hombre ignore jamás las cosas que tiene en su mente. Pues así como esto no puede ser, así el Espíritu Santo conoce exactísimamente las cosas de Dios. Ni puede negarse que este bienaventurado Pablo, en estas palabras, se refiere a quienes a causa de su preconcebida opinión, declaran, con detrimento de su salvación, haber movido una tan grande guerra contra la dignidad del Espíritu Santo, y cuanto está de su parte lo privan del supremo poder y lo rebajan a la vileza de las criaturas.
Pero, aunque ellos, llevados del empeño de su disputa, se opongan como adversarios a las palabras de la Escritura sagrada, nosotros, en cambio, recibiendo como documentos celestes los oráculos divinos de arribas y tributando al Espíritu Santo las debidas alabanzas, llevemos de frente el recto y exacto conocimiento de la verdad. Y basta con lo dicho para redargüir a quienes no dudan de enseñar cosas contrarias a las palabras del Espíritu Santo.
Mas, por qué el Señor no envió esa causa de tantos bienes en seguida de su Ascensión a los cielos, sino que dejó que fuera esperada unos pocos días, y que los discípulos permanecieran solos en su, casa, y al fin les envió la gracia del Espíritu Santo, creemos que os haremos un importante servicio si lo declaramos a vuestra caridad. Porque no fue esto al acaso ni en vano. Habiendo visto que los hombres no apreciaban tanto los bienes que tienen en la mano ni los ponderan según su dignidad, aunque parezcan agradables y grandiosos, si no, es que al mismo tiempo se echa encima el choque de los males contrarios vg. (Porque es necesario decirlo más claramente): quien está sano y vigoroso de cuerpo, no siente ni puede, saber con exactitud cuántos bienes le proporciona la salud, si no es que echándosele encima la enfermedad corre experiencia de ella; y quien recibe el nuevo día no aprecia suficientemente la luz, si no es que ha experimentado ya la oscuridad de la noche. Porque esos contrarios, como la experiencia lo enseña nos dan a conocer con exactitud la calidad de las cosas de que anteriormente disfrutábamos.
Pues del mismo modo, puesto que los discípulos, mientras estaba Jesús presente habían disfrutado de infinitos bienes; y por estar en su compañía pasaban los días dulcísimamente; pues todos los habitantes de Palestina volvían los ojos hacia el rostro de ellos, como a unos luminares, cuando a los muertos daban la vida y a los leprosos los limpiaban y expulsaban a los demonios y curaban las enfermedades y hacían otros muchos milagros; pues como fueran entonces así de ilustres y célebres, permitió que por algún tiempo quedaran sin Él y separados de su virtud en cuyo auxilio se apoyaban; para que, cuando estuvieran destituidos de éste, aprendieran cuánto aprovechaba la presencia de su bondad; y una vez vista la grandeza de los bienes pasados, con mayor expectación esperaran el don del Paráclito.
Porque éste consoló a los que estaban tristes e ilustró con los rayos de su luz a los que estaban llorando y repletos de tristeza por haberse apartado el Maestro, y a los que estaban ya casi muertos, los resucitó, les apartó las tinieblas de la tristeza y les quitó la angustia que padecían. Porque como hubieran escuchado aquella voz del Señor: Id y enseñad a todas las gentes19, ignoraban con todo a dónde debía cada uno de ellos marcharse y en qué región del orbe de la tierra había de predicar la palabra de Dios. Por esto, vino el Espíritu Santo en forma de lenguas, distribuyó a cada uno las regiones de la tierra en que había de enseñar, y por medio de la lengua que les había concedido, como en una tabla, les hizo cognoscible el término de la dignidad que les confiaba y de la doctrina que habían de enseñar.
Por esto vino en forma de lenguas. Ni solamente por esto, sino además para refrescarnos la memoria del Antiguo Testamento. Porque como en otro tiempo los hombres, alzados en soberbia, hubieran querido construir una torre que llegara hasta el cielo; pero Dios hubiera disipado su malvada unión y concordia mediante la división de las lenguas, por eso ahora, en figura de lenguas de fuego, vuela hacia ellos el Espíritu Santo; para por este medio unir de nuevo al orbe de la tierra anteriormente dividido. Y sucedió una cosa nueva y admirable. Porque así como antiguamente las lenguas dividieron al orbe de la tierra y convirtieron en separación aquella unión y junta perversa, así ahora las lenguas unieron de nuevo al orbe de la tierra, y volvieron la concordia a los que andaban divididos.
Así pues, por esto vino en forma de lenguas. Y las lenguas eran de fuego, porque en nosotros se habían desarrollado, a la manera de una selva, las espinas del pecado. Porque así como una tierra gruesa y fértil, si no se la cultiva germina una grande selva de espinos, así nuestra naturaleza que fue creada buena por el Creador e idónea para producir la mies de las virtudes, por no haber recibido en sí el arado de la piedad ni la simiente del conocimiento de Dios, germinó la impiedad a la manera de unos espinos y de una selva sin provecho. Y como acontece muchas veces, que por la multitud de los espinos y de las malas hierbas ni siquiera se deja ver la superficie del suelo, así la pureza y nobleza de nuestra alma ya no aparecía; hasta que vino el agrícola de la misma naturaleza humana; y tras de arrojar en ella el fuego del Espíritu Santo la purificó y la hizo que se volviera idónea para recibir la divina simiente.
¡Tan grandes son y aun mucho mayores los bienes que nos vinieron con el beneficio de hoy! Siendo, pues, así estas cosas, os ruego y suplico que también nosotros celebremos la festividad de un modo digno de la excelencia de los bienes acumulados en gracia nuestra. Y esto no precisamente poniendo coronas en las puertas, sino haciendo frondosa el alma; no adornando la plaza con alfombras y tapetes, sino volviendo resplandeciente el alma y cubriéndola, como con un, manto, con la vestidura de la virtud; a fin de que, de este modo, podamos recibir la gracia del Espíritu Santo y captar de ahí los frutos que brotan.
Pero ¿cuál es el fruto del Espíritu Santo? Oigamos a Pablo que dice: El fruto del Espíritu Santo es caridad, gozo y paz20 Observa cuánta exactitud hay en las palabras y cuánta cohesión en la doctrina. Echó por delante la caridad y luego recordó las cosas que de ella se derivan. Plantó primero la raíz y luego declaró el fruto. Puso el fundamento y luego levantó el edificio. Comenzó por la fuente y de ahí bajó a los raudales. Porque es imposible que la materia de gozo nos penetre si antes no consideramos la prosperidad de los otros como nuestra y reputamos los bienes ajenos como propios. Pero esto no puede nacer de otra parte sino de que prevalezca y domine la fuerza de la caridad.
La caridad es fuente y raíz y madre de todos los bienes. Porque, a la manera de la fuente, derrama grande cantidad de aguas; y como raíz germinan infinitos ramos de virtudes; y como madre, abraza en su seno apretadamente a los que a ella se acogen. Pues, como esto conociera perfectamente el apóstol Pablo, la llamó fruto del Espíritu Santo. Y en otra parte le concedió tan grande prerrogativa que la llamó plenitud de la ley: ¡La plenitud de la ley es la caridad!21 Más aún: el Señor universal de todos, como una muestra digna de fe y una señal suficiente para que cualquiera demostrara ser su discípulo, no nos propuso otra que la que se saca de la caridad, cuando dijo: En esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros22.
Os ruego, por este motivo, que nos acojamos todos a ella y a ella nos apeguemos y que con ella recibamos la presente festividad. Porque en donde existe la caridad en el ánimo, ahí cesan los defectos; en
donde está la caridad, ahí se apagan los irracionales asaltos. Puesto que dice: La caridad no obra jactanciosamente, no se hincha, no es ambiciosa23. La caridad no hace daño al prójimo. En donde domina la caridad jamás se ve a un Caín que mate a su hermano. ¡Quita la fuente de la envidia y habrás quitado el río de todos los males! ¡Arranca la raíz y a la vez habrás extirpado el fruto! Y esto lo digo, porque me causan mayor solicitud los envidiosos que no los envidiados. Porque son aquéllos los que mayor daño padecen y echan sobre sí una grande ruina. Porque los que son envidiados, si quieren se les convierte en materia de coronas esto de padecer envidias.
Advierte cómo es celebrado con alabanzas Abel; y día por día es exaltado con encomios; parque el motivo de su muerte dio ocasión a la celebridad de su nombre. Ciertamente éste, aun después de su muerte, sigue hablando con audacia mediante su sangre, y con clara voz acusa al fratricida. Aquél en cambio, habiendo alcanzado el fruto de sus obras, por medio de sus mismas obras recibió el justo castigo y anduvo temblando y gimiendo por la tierra. Este, aun muerto y yaciendo en tierra, tras de la muerte alcanzó mayor libertad de hablar y mayor confianza. Y así como a aquél, de tal manera lo dispuso el pecado que aun viviendo llevaba una vida más infeliz que los muertos, así a éste su virtud lo hizo, después de su muerte, aún más ilustre.
Así pues, nosotros para alcanzar una mayor confianza en esta vida y en la otra; y para obtener es esta festividad una mayor alegría ante todo despojémonos de la envidia. Porque aunque nos parezca haber acumulado méritos infinitos de buenas obras, si acaso esta horrible y amarga peste nos molesta, todo quedará en nada. ¡Haga el Señor que todos estemos libres de ella! En especial aquellos que en el día de hoy, mediante el bautismo, se despojaron del vestido de sus antiguos pecados, y pueden despedir de sí una luz émula de los mismos rayos del sol. Os exhorto, pues, a vosotros, los que habéis sido inscritos en la adopción y os habéis revestido la espléndida vestidura. Cuidad con todo cuidado el esplendor de lo que ahora estáis dotados, y cerrad por todas partes la entrada al demonio; a fin de que, tras de recibir una más copiosa gracia del Espíritu Santo, podáis llevar el fruto de treintas de sesenta y de ciento por uno; y para que os hagáis dignos de salir al encuentro del Rey de los cielos, cuando venga a distribuir bienes mayores que cuanto puede decirse a aquellos que pasaron la vida presente, en el ejercicio de la virtud, en Cristo Jesús, Señor nuestro; al cual sea la gloria y el poder, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
– En la Orden de Predicadores:
Santo Tomás de Aquino, Credo comentado
Artículo 8 CREO EN EL ESPÍRITU SANTO
112. Como ya se dijo, el Verbo de Dios es el Hijo de Dios, así como el verbo del hombre es una concepción de su inteligencia. Pero a veces el hombre tiene un verbo muerto: así es cuando el hombre piensa lo que debe hacer, pero no hay en él la voluntad de hacerlo; como cuando el hombre cree y no obra, se dice que su fe está muerta, como en Santiago 2, 26. Pero el Verbo de Dios está vivo. Hebr 4, 12: “Ciertamente es viva la palabra de Dios”; por lo cual necesariamente Dios tiene en sí voluntad y amor. Por lo cual dice San Agustín en el libro sobre la Trinidad: “El Verbo del que tratamos de dar una idea es un conocimiento con amor”. Ahora bien, como el Verbo de Dios es el Hijo de Dios, así el amor de Dios es el Espíritu Santo. De aquí que el hombre posee al Espíritu Santo cuando ama e Dios. Dice el Apóstol en Rom 5, 5: “El Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado”.
113. Pero hubo algunos que opinando erróneamente acerca del Espíritu Santo, dijeron que es una crea-tura, que es inferior al Padre y al Hijo y que era el esclavo y el servidor de Dios. Por lo cual, para rechazar esos errores, se agregaron cinco palabras en otro símbolo * sobre el Espíritu Santo.
114. Primeramente, que aun cuando hay otros espíritus, los Ángeles, que sí son servidores de Dios, según aquello del Apóstol (Hebr I, 14): “Todos ellos son espíritus servidores”; en cambio, el Espíritu Santo es Señor. Juan 4, 24: “El Espíritu es Dios”; y el Apóstol, en II Cor 3, 17: “El Señor es el Espíritu”; por lo cual donde esté el Espíritu del Señor, allí hay libertad, como se dice en II Cor 3. Y la razón de ello es que hace amar 59 1 El símbolo de Nicea-Constantinopla. a Dios y quita el amor al mundo. Por lo cual se dice: Creo “En el Espíritu Santo, que es Señor”.
115. En segundo lugar, que la vida del alma consiste en unirse a Dios, porque Dios mismo es la vida del alma, así como el alma es la vida del cuerpo. Pues bien, el Espíritu Santo une a Dios por amor, porque El mismo es el amor de Dios, y por eso vivifica. Juan 6, 64: “El Espíritu es el que vivifica”. Por lo cual se dice: “Y vivificante”.
116. En tercer lugar, que el Espíritu Santo es de la misma substancia con el Padre y el Hijo; porque como el Hijo es el Verbo del Padre, así el Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo, y por lo mismo procede del uno y del otro; y así como el Verbo de Dios es de una misma sustancia con el Padre, así también el Amor con el Padre y con el Hijo. Por lo cual se dice: “Que procede del Padre y del Hijo”. Luego también por esto consta que no es una criatura.
117. En cuarto lugar, que es igual al Padre y al Hijo en cuanto al culto. Juan 4, 23: “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”. Mt 28, 19: “Enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Por lo cual se dice: “Que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración”.
118. En quinto lugar, lo que prueba que el Espíritu Santo es igual a Dios es que los Santos Profetas hablaron por Dios. En efecto, es claro que si el Espíritu no fuese Dios, no se diría que los Profetas hablaran por Dios. Pero San Pedro dice (Epist. II, cap. I, 21) que “santos hombres de Dios han hablado inspirados por el Espíritu Santo”. Isaías 48, 16: “Me envió el Señor Dios y su Espíritu”. Por lo cual aquí se dice: “Que habló por los Profetas”.
119. Con esto se destruyen dos errores: el error de los Maniqueos, que dijeron que el Antiguo Testamento no es de Dios, lo cual es falso, porque por los Profetas habló el Espíritu Santo. Y también el error de Priscila y de Montano, que dijeron que los Profetas no hablaron por el Espíritu Santo, sino como dementes.
120. Pues bien, del Espíritu Santo provienen para nosotros variados frutos. En primer lugar, nos purifica de los pecados. La razón es que a quien hace una cosa le corresponde rehacerla. Pues bien, el alma es creada por el Espíritu Santo, porque Dios hace todas las cosas por El. En efecto, amando su propia bondad es como Dios produce todas las cosas. Sab II, 25: “Amas todo lo que existe, y nada de lo que hiciste aborreces”. Dice Dionisio en el cap. 4 de Los Nombres divinos: “El amor de Dios no le permitió permanecer sin vástago”. Es forzoso, pues, que el corazón del hombre destruido por el pecado sea rehecho por el Espíritu Santo. Salmo 103, 30: “Envía tu Espíritu y los seres serán creados, y renovarás la faz de la tierra”. Ni es de admirar que el Espíritu purifique, porque todos los pecados se perdonan por el amor. Luc 7, 47: “Sus muchos pecados le son perdonados porque amó mucho”. Prov 10, 12: “La caridad cubre todos los delitos”. Y también I Pedro 4, 8: “La caridad cubre la multitud de los pecados”.
121. En segundo lugar, ilumina el entendimiento, porque todo lo que sabemos, lo hemos aprendido del Espíritu Santo. Juan 14, 26: “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo, y os recordará todo lo que yo os he dicho”. Y también I Jn 2, 27: “La Unción os enseñará acerca de todas las cosas”.
122. En tercer lugar, el Espíritu Santo nos ayuda y de 61 cierta manera nos obliga a guardar los mandamientos. En efecto, nadie puede guardar los mandamientos de Dios si no ama a Dios. Juan 14, 23: “Si alguno me ama guardará mi palabra”. Pues bien, el Espíritu Santo nos hace amar a Dios, por lo cual nos ayuda. Ezeq 36, 26: “Os daré un corazón nuevo, y en medio de vosotros pondré un espíritu nuevo; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra; y os daré un corazón de carne; y pondré mi espíritu en medio de vosotros; y haré que marchéis según mis preceptos, y observaréis mis leyes y las practicaréis”.
123. En cuarto lugar, confirma la esperanza de la vida eterna, porque El es como la prenda de su herencia. Dice el Apóstol en Efes I, 13-14: “Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia”. El es, pues, como las arras de la vida eterna. Y la razón de ello es que la vida eterna le es debida al hombre en cuanto es hecho hijo de Dios, y viene a serlo haciéndose semejante a Cristo. Ahora bien, se asemeja uno a Cristo por poseer al Espíritu de Cristo, que es el Espíritu Santo. Dice el Apóstol en Rom 8, 15-16: “No recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino que recibisteis el Espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: Abba, Padre. El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”. Y en Gal 4, 6: “Porque sois hijos de Dios, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre”.
124. En quinto lugar, nos aconseja en nuestras dudas y nos enseña cuál sea la voluntad de Dios. Apoc 2, 7: “El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias”. Isaías 50, 4: “Lo escucharé como a Maestro”.
-En el Catecismo de la Iglesia Católica:
CiC 696, 726, 731-732, 737-741, 830, 1076, 1287, 2623: Pentecostés
CiC 599, 597,674, 715: el testimonio apostólico en Pentecostés
CiC 1152, 1226, 1302, 1556: el misterio de Pentecostés continúa en la Iglesia
CiC 767, 775, 798, 796, 813, 1097, 1108-1109: la Iglesia, comunión en el Espíritu
696 El fuego. Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la Vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que “surgió como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha” (Si 48, 1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo (cf. 1 R 18, 38-39), figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, “que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), anuncia a Cristo como el que “bautizará en el Espíritu Santo y el fuego” (Lc 3, 16), Espíritu del cual Jesús dirá: “He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!” (Lc 12, 49). Bajo la forma de lenguas “como de fuego”, como el Espíritu Santo se posó sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2, 3-4). La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo (cf. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva). “No extingáis el Espíritu”(1 Te 5, 19).
726 Al término de esta Misión del Espíritu, María se convierte en la “Mujer”, nueva Eva “madre de los vivientes”, Madre del “Cristo total” (cf. Jn 19, 25-27). Así es como ella está presente con los Doce, que “perseveraban en la oración, con un mismo espíritu” (Hch 1, 14), en el amanecer de los “últimos tiempos” que el Espíritu va a inaugurar en la mañana de Pentecostés con la manifestación de la Iglesia.
V EL ESPIRITU Y LA IGLESIA EN LOS ULTIMOS TIEMPOS
Pentecostés
731 El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor (cf. Hch 2, 36), derrama profusamente el Espíritu.
732 En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en El: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los “últimos tiempos”, el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado:
Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible porque ella nos ha salvado (Liturgia bizantina, Tropario de Vísperas de Pentecostés; empleado también en las liturgias eucarísticas después de la comunión)
El Espíritu Santo y la Iglesia
737 La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den “mucho fruto” (Jn 15, 5. 8. 16).
738 Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad (esto será el objeto del próximo artículo):
Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos hemos fundido entre nosotros y con Dios ya que por mucho que nosotros seamos numerosos separadamente y
que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí … y hace que todos aparezcan como una sola cosa en él . Y de la misma manera que el poder de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella se encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual (San Cirilo de Alejandría, Jo 12).
739 Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo (esto será el objeto de la segunda parte del Catecismo).
740 Estas “maravillas de Dios”, ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu (esto será el objeto de la tercera parte del Catecismo).
741 “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26). El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración (esto será el objeto de la cuarta parte del Catecismo).
III LA IGLESIA ES CATOLICA
Qué quiere decir “católica”
830 La palabra “católica” significa “universal” en el sentido de “según la totalidad” o “según la integridad”. La Iglesia es católica en un doble sentido:
Es católica porque Cristo está presente en ella. “Allí donde está Cristo Jesús, está la Iglesia Católica” (San Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8, 2). En ella subsiste la plenitud del Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza (cf Ef 1, 22-23), lo que implica que ella recibe de Él “la plenitud de los medios de salvación” (AG 6) que Él ha querido: confesión de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en la sucesión apostólica. La Iglesia, en este sentido fundamental, era católica el día de Pentecostés (cf AG 4) y lo será siempre hasta el día de la Parusía.
1076 El día de Pentecostés, por la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia se manifiesta al mundo (cf SC 6; LG 2). El don del Espíritu inaugura un tiempo nuevo en la “dispensación del Misterio”: el tiempo de la Iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación mediante la Liturgia de su Iglesia, “hasta que él venga” (1 Co 11,26). Durante este tiempo de la Iglesia, Cristo vive y actúa en su Iglesia y con ella ya de una manera nueva, la propia de este tiempo nuevo. Actúa por los sacramentos; esto es lo que la Tradición común de Oriente y Occidente llama “la Economía sacramental”; esta consiste en la comunicación (o “dispensación”) de los frutos del Misterio pascual de Cristo en la celebración de la liturgia “sacramental” de la Iglesia.
Por ello es preciso explicar primero esta “dispensación sacramental” (capítulo primero). Así aparecerán más clarame nte la naturaleza y los aspectos esenciales de la celebración litúrgica (capítulo segundo).
1287 Ahora bien, esta plenitud del Espíritu no debía permanecer únicamente en el Mesías, sino que debía ser comunicada a todo el pueblo mesiánico (cf Ez 36,25-27; Jl 3,1-2). En repetidas ocasiones Cristo prometió esta efusión del Espíritu (cf Lc 12,12; Jn 3,5-8; 7,37-39; 16,7-15; Hch 1,8), promesa que realizó primero el día de Pascua (Jn 20,22) y luego, de manera más manifiesta el día de Pentecostés (cf Hch 2,1-4). Llenos del Espíritu Santo, los Apóstoles comienzan a proclamar “las maravillas de Dios” (Hch 2,11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los tiempos mesiánicos (cf Hch 2, 17-18). Los que creyeron en la predicación apostólica y se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu Santo (cf Hch 2,38).
2623 El día de Pentecostés, el Espíritu de la promesa se derramó sobre los discípulos, “reunidos en un mismo lugar” (Hch 2, 1), que lo esperaban “perseverando en la oración con un mismo espíritu” (Hch 1, 14). El Espíritu que enseña a la Iglesia y le recuerda todo lo que Jesús dijo (cf Jn 14, 26), será también quien la formará en la vida de oración.
“Jesús entregado según el preciso designio de Dios”
599 La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica S. Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: “fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios” (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han “entregado a Jesús” (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.
597 Teniendo en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso (Judas, el Sanedrín, Pilato) lo cual solo Dios conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Cf. Mc 15, 11) y de las acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después de Pentecostés (cf. Hch 2, 23. 36; 3, 13-14; 4, 10; 5, 30; 7, 52; 10, 39; 13, 27-28; 1 Ts 2, 14-15). El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf. Lc 23, 34) y Pedro siguiendo su ejemplo apelan a “la ignorancia” (Hch 3, 17) de los Judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Y aún menos, apoyándose en el grito del pueblo: “¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mt 27, 25), que significa una fórmula de ratificación (cf. Hch 5, 28; 18, 6), se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el espacio y en el tiempo:
Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano II: “Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy…no se ha de señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la Sagrada Escritura” (NA 4).
Todos los pecadores fueron los autores de la Pasión de Cristo
674 La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinad o de la historia se vincula al reconocimiento del Mesías por “todo Israel” (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que “una parte está endurecida” (Rm 11, 25) en “la incredulidad” respecto a Jesús (Rm 11, 20). San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: “Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas” (Hch 3, 19-21). Y San Pablo le hace eco: “si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?” (Rm 11, 5). La entrada de “la plenitud de los judíos” (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de “la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al Pueblo de Dios “llegar a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13) en la cual “Dios será todo en nosotros” (1 Co 15, 28).
715 Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del “amor y de la fidelidad” (cf. Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés, cf. Hch 2, 17-21).Según estas promesas, en los “últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los
pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.
1152 Signos sacramentales. Desde Pentecostés, el Espíritu Santo realiza la santificación a través de los signos sacramentales de su Iglesia. Los sacramentos de la Iglesia no anulan, sino purifican e integran toda la riqueza de los signos y de los símbolos del cosmos y de la vida social. Aún más, cumplen los tipos y las figuras de la Antigua Alianza, significan y realizan la salvación obrada por Cristo, y prefiguran y anticipan la gloria del cielo.
-En el Magisterio de los Papas:
PAPA FRANCISCO, Santa Misa en la Solemnidad de Pentecostés, Plaza de San Pedro, Domingo 4 de junio de 2017.
Pentecostés
Hoy concluye el tiempo de Pascua, cincuenta días que, desde la Resurrección de Jesús hasta Pentecostés, están marcados de una manera especial por la presencia del Espíritu Santo. Él es, en efecto, el Don pascual por excelencia. Es el Espíritu creador, que crea siempre cosas nuevas. En las lecturas de hoy se nos muestran dos novedades: en la primera lectura, el Espíritu hace que los discípulos sean un pueblo nuevo; en el Evangelio, crea en los discípulos un corazón nuevo.
Un pueblo nuevo. En el día de Pentecostés el Espíritu bajó del cielo en forma de «lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas» (Hch 2, 3-4). La Palabra de Dios describe así la acción del Espíritu, que primero se posa sobre cada uno y luego pone a todos en comunicación. A cada uno da un don y a todos reúne en unidad. En otras palabras, el mismo Espíritu crea la diversidad y la unidad y de esta manera plasma un pueblo nuevo, variado y unido: la Iglesia universal. En primer lugar, con imaginación e imprevisibilidad, crea la diversidad; en todas las épocas en efecto hace que florezcan carismas nuevos y variados. A continuación, el mismo Espíritu realiza la unidad: junta, reúne, recompone la armonía: «Reduce por sí mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí» (Cirilo de Alejandría, Comentario al Evangelio de Juan, XI, 11). De tal manera que se dé la unidad verdadera, aquella según Dios, que no es uniformidad, sino unidad en la diferencia.
Para que se realice esto es bueno que nos ayudemos a evitar dos tentaciones frecuentes. La primera es buscar la diversidad sin unidad. Esto ocurre cuando buscamos destacarnos, cuando formamos bandos y partidos, cuando nos endurecemos en nuestros planteamientos excluyentes, cuando nos encerramos en nuestros particularismos, quizás considerándonos mejores o aquellos que siempre tienen razón. Son los así llamados «custodios de la verdad». Entonces se escoge la parte, no el todo, el pertenecer a esto o a aquello antes que a la Iglesia; nos convertimos en unos «seguidores» partidistas en lugar de hermanos y hermanas en el mismo Espíritu; cristianos de «derechas o de izquierdas» antes que de Jesús; guardianes inflexibles del pasado o vanguardistas del futuro antes que hijos humildes y agradecidos de la Iglesia. Así se produce una diversidad sin
unidad. En cambio, la tentación contraria es la de buscar la unidad sin diversidad. Sin embargo, de esta manera la unidad se convierte en uniformidad, en la obligación de hacer todo juntos y todo igual, pensando todos de la misma manera. Así la unidad acaba siendo una homologación donde ya no hay libertad. Pero dice san Pablo, «donde está el Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Co 3,17).
Nuestra oración al Espíritu Santo consiste entonces en pedir la gracia de aceptar su unidad, una mirada que abraza y ama, más allá de las preferencias personales, a su Iglesia, nuestra Iglesia; de trabajar por la unidad entre todos, de desterrar las murmuraciones que siembran cizaña y las envidias que envenenan, porque ser hombres y mujeres de la Iglesia significa ser hombres y mujeres de comunión; significa también pedir un corazón que sienta la Iglesia, madre nuestra y casa nuestra: la casa acogedora y abierta, en la que se comparte la alegría multiforme del Espíritu Santo.
Y llegamos entonces a la segunda novedad: un corazón nuevo. Jesús Resucitado, en la primera vez que se aparece a los suyos, dice: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20, 22-23). Jesús no los condena, a pesar de que lo habían abandonado y negado durante la Pasión, sino que les da el Espíritu de perdón. El Espíritu es el primer don del Resucitado y se da en primer lugar para perdonar los pecados. Este es el comienzo de la Iglesia, este es el aglutinante que nos mantiene unidos, el cemento que une los ladrillos de la casa: el perdón. Porque el perdón es el don por excelencia, es el amor más grande, el que mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia.
El Espíritu de perdón, que conduce todo a la armonía, nos empuja a rechazar otras vías: esas precipitadas de quien juzga, las que no tienen salida propia del que cierra todas las puertas, las de sentido único de quien critica a los demás. El Espíritu en cambio nos insta a recorrer la vía de doble sentido del perdón ofrecido y del perdón recibido, de la misericordia divina que se hace amor al prójimo, de la caridad que «ha de ser en todo momento lo que nos induzca a obrar o a dejar de obrar, a cambiar las cosas o a dejarlas como están» (Isaac de Stella, Sermón 31). Pidamos la gracia de que, renovándonos con el perdón y corrigiéndonos, hagamos que el rostro de nuestra Madre la Iglesia sea cada vez más hermoso: sólo entonces podremos corregir a los demás en la caridad.
Pidámoslo al Espíritu Santo, fuego de amor que arde en la Iglesia y en nosotros, aunque a menudo lo cubrimos con las cenizas de nuestros pecados: «Ven Espíritu de Dios, Señor que estás en mi corazón y en el corazón de la Iglesia, tú que conduces a la Iglesia, moldeándola en la diversidad. Para vivir, te necesitamos como el agua: desciende una vez más sobre nosotros y enséñanos la unidad, renueva nuestros corazones y enséñanos a amar como tú nos amas, a perdonar como tú nos perdonas. Amén».
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.