Preparación opcional – Lectio 5 de mayo de 2019



FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL  III DOMINGO DE PASCUA. 5 DE MAYO DE 2019. Juan 21,1-19

-En los Santos Padres:

  • SAN AGUSTÍN, Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 116, 1-7, BAC Madrid 1983, 874-82.

1. Como acabáis de escuchar, después de la resurrección el Señor se apareció a sus discípulos y los saludó con estas palabras: Paz a vosotros. Esta es la paz y éste el saludo de la salud, pues el saludo trae su nombre de la salud. ¿Qué hay mejor que el hecho de que ella misma salude al hombre? Cristo es nuestra salud. En efecto, es nuestra salud aquel que por nosotros fue herido y fijado con clavos a un madero y, luego de ser bajado de él, colocado en un sepulcro. Pero resucitó del mismo con las heridas curadas, aunque conservando las cicatrices. Juzgó que era conveniente para sus discípulos el mantenerlas, para que con ellas se sanasen las heridas de sus corazones. ¿Qué heridas? Las de la incredulidad. Se les apareció ante los ojos mostrándoles su verdadera carne, y ellos creyeron estar viendo un espíritu. No carece de importancia está herida del corazón. A consecuencia de ella, quienes permanecieron en la misma dieron origen a una herejía maligna’. ¿Acaso juzgamos que los discípulos no estuvieron heridos por el hecho de haber sido sanados inmediatamente? Reflexione vuestra caridad; si hubiesen permanecido con la herida, es decir, pensando que el cuerpo muerto no había resucitado, sino que un espíritu con apariencia corporal había engañado a los ojos humanos; si hubiesen permanecido en esta creencia, más aún, en esta falsa creencia, se debería llorar no sus heridas, sino su muerte.

2. Pero, ¿qué les dijo el Señor Jesús? ¿Por qué estáis turbados1 y suben esos pensamientos a vuestro corazón? Si los pensamientos suben, proceden de la tierra. Es un bien para el hombre no el que el pensamiento suba al corazón, sino el que su corazón se eleve hacia arriba, hacia allí donde quería el Apóstol que lo colocasen los creyentes a quienes decía: Si habéis resucitado con Cristo, saboread las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; buscad las cosas de arriba, no las de la tierra. Estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios: cuando aparezca Cristo, vuestra vida, entonces apareceréis también vosotros con él en la gloria. ¿En qué gloria? En la de la resurrección. ¿En qué gloria? Escucha lo que dice el Apóstol refiriéndose a este cuerpo: Se siembra en la deshonra, resucitará en gloria. Gloria ésta que los apóstoles no querían otorgar a su Maestro, a su Cristo, a su Señor. No creían que él hubiera podido resucitar su cuerpo del sepulcro. Pensaban que era un espíritu; veían la carne, pero ni a sus ojos daban crédito. Nosotros, en cambio, les creemos cuando nos lo anuncian sin manifestárnosla. Ellos no creían ni a Cristo que se les manifestaba a sí mismo. Grave herida; aplíquense los medicamentos a las cicatrices. ¿Por qué estáis turbados y suben esos pensamientos a vuestro corazón? Ved mis manos y mis pies, taladrados por los clavos. Palpad y ved. Pero veis y no veis. Palpad y ved. ¿Qué cosa? Que un espíritu no tiene ni huesos ni carne, como veis que yo tengo. Mientras decía esto, según está narrado, les mostró las manos y los pies.

3. Había ya motivo de gozo, pero todavía permanecía el sobresalto. Lo ocurrido era increíble, pero efectivamente había ocurrido. ¿Acaso resulta increíble ahora el que resucitó del sepulcro la carne del Señor? Todo el mundo lo creyó y quien no lo creyó permaneció inmundo. Entonces era ciertamente increíble; por eso el hecho se hacía patente no sólo a los ojos, sino también a las manos, para que a través del sentido corporal descendiese al corazón la fe y, habiendo descendido allí, pudiera ser predicada por el mundo a quienes ni veían ni palpaban y, no obstante, creían sin dudar. ¿Tenéis aquí, les dijo, algo que comer? ¡Cuántas cosas añade al edificio de la fe el buen constructor! No sentía hambre y buscaba comer. Y comió porque podía hacerlo, no porque tuviese necesidad. Reconozcan, pues, los discípulos como verdadero el cuerpo que reconoció el mundo entero por su predicación.

4. Si por casualidad hay aquí presentes algunos herejes que todavía mantienen en su corazón que Cristo se apareció a los ojos, pero que no era verdadera su carne, depongan tal pensamiento y convénzales el Evangelio. Nosotros les reprochamos el que piensen así; él les condenará si perseveran en este pensamiento. ¿Quién eres tú que no crees que un cuerpo colocado en un sepulcro pudo resucitar? ¿Eres acaso maniqueo que ni crees que fue crucificado, porque tampoco crees en su nacimiento, y pregonas que él exhibió sólo falsedades? ¿Mostró él cosas falsas y tú dices la verdad? ¿No mientes tú con la boca y mintió él con el cuerpo? Piensas que se apareció a los ojos simulando lo que no era, que fue un espíritu y no carne. Escúchale a él. Te ama para no condenarte. Mira que se dirige a ti, desdichado; habla para ti. ¿Por qué estás turbado y suben esos pensamientos a tu corazón? Escúchale a él que dice: Ved mis manos y mis pies. Palpad y ved que un espíritu no tiene huesos y carne como veis que yo tengo. Diciendo esto la Verdad, ¿podía engañarse? Era un cuerpo, era carne; lo que había sido sepultado, eso aparecía. Desaparezca la duda, surja una digna alabanza.

5. Así, pues, Cristo se manifestó a sus discípulos. ¿Qué significa el se? La Cabeza a su Iglesia. El preveía a la Iglesia futura extendida por el mundo; los discípulos aún no la veían. Mostraba la Cabeza, prometía el Cuerpo. ¿Qué añadió a continuación? Estas son las palabras que os he hablado cuando aún estaba con vosotros. ¿Qué significa cuando aún estaba con vosotros? ¿Acaso no estaba entonces con ellos y con ellos hablaba? ¿Qué significa cuando aún estaba con vosotros? Cuando era mortal como vosotros, lo que ya no soy ahora. Lo que era con vosotros cuando aún tenía que morir. ¿Qué significa con vosotros? Que había de morir junto con quienes tienen que morir. Ahora ya no estoy con vosotros, puesto que ya no he de morir nunca más, como los otros han de hacerlo. Esto os decía: ¿Qué? Os dije que convenía que se cumpliesen todas las cosas. “Entonces les abrió la inteligencia. Ven, pues, Señor, fabrica las llaves; abre para que comprendamos. Dices todo y no se te da crédito. Se te toma por un espíritu. Te tocan, te palpan y aún se sobresaltan quienes lo hacen. Los instruyes con las Escrituras y aún no comprenden. Están cerrados los corazones; abre y entra. Así lo hizo. Entonces les abrió la inteligencia. Ábrela, Señor; abre también el corazón a quien duda de Cristo. Abre la inteligencia a quien cree que Cristo fue un fantasma. Entonces les abrió la inteligencia para que comprendiesen las Escrituras.

6. Y les dijo. ¿Qué? Que así convenía. Que así estaba escrito y que así convenía. ¿Qué? Que Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día. Vieron esto. Le vieron sufriendo, le vieron colgando; después de la resurrección le veían presente, vivo. ¿Qué era lo que no veían? El cuerpo, es decir, la Iglesia. Le veían a él, no a ella. Veían al esposo; la esposa aún permanecía oculta. Anúnciela. Así está escrito y así convenía que Cristo padeciera y resucitase de entre los muertos al tercer día. Esto se refiere al esposo. ¿Qué hay sobre la esposa? Y que en su nombre se predique la penitencia y el perdón de los pecados en todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Esto aún no lo veían los discípulos; aún no veían a la Iglesia anunciada en todos los pueblos comenzando por Jerusalén. Veían la Cabeza y respecto al cuerpo creían lo que ella decía. Por lo que veían creían en lo que no veían. Semejantes a ellos somos también nosotros. Vemos algo que ellos no veían y no vemos algo que ellos veían. ¿Qué vemos nosotros que no veían ellos? La Iglesia presente en todos los pueblos. ¿Qué no vemos nosotros que veían ellos? A Cristo en carne. Del mismo modo que ellos le veían a él y creían lo referente al cuerpo, así nosotros que vemos el cuerpo creamos lo referente a la Cabeza. Sírvanos de ayuda recíproca lo que cada uno hemos visto. Les ayuda a ellos a creer en la Iglesia futura el haber visto a Cristo. La Iglesia que vemos nos ayuda a nosotros a creer que Cristo ha resucitado. Lo que ellos creían se ha hecho realidad; realidad es también lo que nosotros creemos. Se cumplió lo que ellos creyeron de la cabeza; se cumple lo que nosotros creemos del cuerpo. Cristo entero se manifestó a ellos y a nosotros, pero ni ellos ni nosotros le vimos en su totalidad. Ellos vieron la Cabeza y creyeron en el cuerpo; nosotros vemos el cuerpo y creemos en la Cabeza. A ninguno, sin embargo, le falta Cristo: en todos está íntegro, y todavía le falta el cuerpo. Creyeron ellos y por su mediación muchos habitantes de Jerusalén; creyó Judea, creyó Samaría. Acérquense los miembros, acérquese el edificio al cimiento. Nadie puede, dice el Apóstol, poner otro cimiento distinto del que está puesto, a saber, Cristo Jesús. Enfurézcanse los judíos; llénense de celos; apedreen a Esteban; guarde Saulo los vestidos de quienes arrojaban las piedras; Saulo, el futuro apóstol Pablo. Désele muerte a Esteban; alborótese a la Iglesia de Jerusalén; aléjense de allí los maderos ardiendo, acérquense a otros lugares y prendan fuego. En cierto modo ardían maderos en Jerusalén; ardían por obra del Espíritu Santo cuando tenían todos un alma sola y un solo corazón dirigido hacia Dios. A la lapidación de Esteban sucedió una multitud de persecuciones: los maderos se esparcieron y el mundo se incendió.

7. Luego aquel Saulo, persiguiendo lleno de furor a estos maderos, recibió cartas de los príncipes de los sacerdotes y rebosando crueldad, ansioso de muerte, sediento de sangre, emprendió viajes en todas direcciones, trayendo atados a cuantos podía, arrastrándolos al suplicio y saciándose con la sangre derramada. Pero ¿dónde está Dios, dónde Cristo, el coronador de Esteban? ¿Dónde sino en el cielo? Contemple también a Saulo, ríase de este despiadado y clame desde el cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo estoy en el cielo, tú en la tierra y, con todo, me persigues. No tocas mi cabeza, más pisoteas mis miembros. Pero ¿qué haces? ¿Qué provecho sacas de eso? Es duro para ti dar patadas contra el aguijón. Patada que das, daño que te haces. Depón, pues, tu furor; acepta la curación. Depón tu mala determinación y desea una buena ayuda. Aquella voz le postró en tierra. ¿Quién fue postrado en tierra? El perseguidor. Mirad, fue vencido con sólo una voz. ¿Qué te movía? ¿Por qué te mostrabas cruel? Ahora sigues a los que antes buscabas; de los que antes perseguías sufres persecución ahora. Se levanta predicador quien fue derribado siendo perseguidor. Pongo mi oído a la voz del Señor. Fue cegado, pero en el cuerpo, para ser iluminado en el corazón. Llevado a Ananías, catequizado por muchos, bautizado, acabó siendo apóstol. Habla, predica, anuncia a Cristo; siembra, ¡oh buen carnero!, lobo en otros tiempos. Míralo, contempla a aquel que se mostraba tan cruel: Lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo. Esparce el Evangelio; lo que concebiste en el corazón, dispérsalo con la boca. Crean los pueblos al oírte; pululen las naciones y nazca de la sangre de los mártires la esposa vestida de púrpura para el Señor. ¡Cuántos, a partir de ella, se acercaron! ¡Cuán numerosos son los miembros que se adhirieron a la cabeza y siguen haciéndolo ahora con la fe! Fueron bautizados éstos, serán bautizados otros y después de nosotros vendrán aún otros. Entonces, digo, al final del mundo, se aproximarán las piedras al cimiento, las piedras vivas, las piedras santas, para que se complete el edificio que tuvo sus inicios en aquella Iglesia; mejor, en esta misma Iglesia que ahora, mientras se edifica la casa, canta el cántico nuevo. Así se expresa el mismo salmo: Cuando se edificaba la casa después del cautiverio. ¿Y qué? Cantad al Señor un cántico nuevo; cantad al Señor toda la tierra. ¡Cuán grande es esta casa! Pero ¿cuándo canta el cántico nuevo? Mientras se edifica. ¿Cuándo será la inauguración? Al final del mundo. El fundamento de la misma ha sido ya inaugurado, porque subió al cielo y no muere. También nosotros, cuando resucitemos para nunca más morir, seremos entonces inaugurados.

– En la Orden de Predicadores:

Santo Tomás de Aquino.

Suma teológica. Parte III – Cuestión 54. Sobre las cualidades de Cristo resucitado

Artículo 1: ¿Cristo tuvo verdadero cuerpo después de la resurrección?

Objeciones por las que parece que Cristo no tuvo verdadero cuerpo después de su resurrección.

1. El verdadero cuerpo no puede estar junto con otro cuerpo en el mismo lugar. Pero el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, estuvo junto con otro cuerpo en el mismo lugar, pues entró donde los discípulos, estando las puertas cerradas, como se dice en Jn 20,26. Luego parece que Cristo no tuvo verdadero cuerpo después de su resurrección.

2. El verdadero cuerpo no desaparece de la vista de los que le miran, a no ser que, por casualidad, se corrompa. Ahora bien, el cuerpo de Cristo desapareció de ante los ojos de los discípulos cuando le miraban, como se escribe en Lc 24,31. Luego parece que Cristo no tuvo verdadero cuerpo después de su resurrección.

3. Cada cuerpo tiene su propia figura. Pero el cuerpo de Cristo se manifestó a los discípulos en otra figura, como es notorio por Mc 16,12. Luego parece que Cristo no tuvo verdadero cuerpo humano después de la resurrección.

Contra esto: está lo que se lee en Lc 24,37, cuando Cristo se les aparece: sobresaltados y aterrados, creían ver un espíritu, esto es, como si no tuviese un cuerpo verdadero sino fantástico. Para ahuyentar ese error, añade El mismo (v.39): Palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Por consiguiente, no tuvo un cuerpo fantástico sino verdadero.

Respondo:

Como escribe el Damasceno, en el IV libro: Se dice que resucita aquello que ha caído. Ahora bien, el cuerpo de Cristo cayó por causa de la muerte, es a saber, en cuanto de él se separó el alma, que era su perfección formal. Por eso fue necesario que, para que la resurrección de Cristo fuese verdadera, el mismo cuerpo de Cristo se uniese otra vez a la misma alma. Y, como la verdad de la naturaleza del cuerpo proviene de la forma, sigúese que el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, fue verdadero cuerpo y tuvo la misma naturaleza que antes había tenido. En cambio, si su cuerpo hubiera sido fantástico, su resurrección no hubiese sido verdadera sino aparente.

A las objeciones:

1. Como enseñan algunos, el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, no por un milagro sino por su condición gloriosa, entró donde los discípulos, cerradas las puertas, estando en el mismo lugar junto con otro cuerpo. Pero si el cuerpo glorioso puede, por alguna propiedad suya, lograr existir en el mismo lugar junto con otro cuerpo, se investigará más adelante, al tratar de la resurrección común (véase Suppl., q.83 a.2). Para nuestro propósito basta por ahora decir que, no por la naturaleza del cuerpo sino más bien por el poder de la divinidad que le está unida, entró aquel cuerpo, a pesar de ser verdadero, donde los discípulos, cerradas las puertas. Por lo que Agustín dice, en un Sermón de Pascua, que algunos discutían este problema: Si era cuerpo, si resucitó del sepulcro el cuerpo que pendió en la cruz ¿cómo pudo entrar a través de unas puertas cerradas? Y responde: Si comprendes el modo, deja de existir el milagro. Donde la razón desfallece, allí está la edificación de la fe. Asimismo, In loann. escribe: Las puertas cerradas no se opusieron a la masa del cuerpo en que se hallaba la divinidad, pues por ellas pudo pasar aquel que, al nacer, conservó intacta la virginidad de su madre. Y lo mismo dice Gregorio en una Homilía de la Octava de Pascua.

2. Como se ha expuesto (q.53 a.3), Cristo resucitó a una vida gloriosa inmortal. Y es condición del cuerpo glorioso el ser espiritual, es decir, el estar sujeto al espíritu, como dice el Apóstol en 1 Cor 15,44. Pero para que el cuerpo esté totalmente sujeto al espíritu, es necesario que todas las acciones del cuerpo se sometan a la voluntad del espíritu. Ahora bien, el que una cosa se vea, se consigue por la acción de lo visible sobre la vista, como es evidente por lo que dice el Filósofo, en II De anima”. Y, por consiguiente, quien tiene un cuerpo glorificado, cuenta con el poder de ser visto cuando quiere, y de no ser visto cuando no le place. Y esto lo tuvo Cristo no sólo por la condición gloriosa de su cuerpo, sino también por el poder de la divinidad. Esta puede hacer que incluso los cuerpos no gloriosos dejen de ser vistos por un milagro, como le fue concedido milagrosamente a San Bartolomé, de modo que si quería, era visto, y no lo era si no quería. Se dice, pues, que Cristo desapareció de la vista de los discípulos, no porque se corrompiese o se desintegrase en algunos elementos invisibles, sino porque por su propia voluntad dejó de ser visto por ellos, hallándose presente, o porque se retiró de allí por la dote de agilidad.

3. Como explica Severiano, en un Sermón de Pascua, nadie piense que Cristo cambió la figura de su cara con la resurrección. Lo cual debe entenderse en cuanto a la contextura de sus miembros, porque en el cuerpo de Cristo, concebido del Espíritu Santo, no hubo nada desordenado y deforme que precisase ser corregido en la resurrección. Sin embargo, en la resurrección recibió la gloria de la claridad. Por lo cual añade el mismo autor: Pero se cambia su figura al hacerse, de mortal, inmortal, de modo que esto equivaliese a adquirir la gloria del rostro, no a perder la naturaleza del mismo.

Y sin embargo no apareció a los discípulos en forma gloriosa, sino que, como estaba en su mano el que su cuerpo fuese visto o no lo fuese, así estaba en su poder el que en los ojos de quienes lo veían se formase una forma gloriosa, o no gloriosa, o incluso mezclada, o de cualquier otra manera. Al fin, basta una pequeña diferencia para que alguien dé la impresión de aparecer en una figura extraña.

Artículo 2: ¿Resucitó glorioso el cuerpo de Cristo? lat

Objeciones por las que parece que el cuerpo de Cristo no resucitó glorioso.

1. Los cuerpos gloriosos son resplandecientes, según aquellas palabras de Mt 13,43: Los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. Pero los cuerpos resplandecientes son vistos por causa de la luz, no por razón del color. Por consiguiente, habiendo sido visto el cuerpo de Cristo bajo la forma del color, como también era visto antes, da la impresión de que no fue glorioso.

2. El cuerpo glorioso es incorruptible. Pero el cuerpo de Cristo parece no haber sido incorruptible, puesto que fue palpable, como El mismo dice: Palpad y ved (Lc 24,39). Dice Gregorio, efectivamente, en una Homilía: Es necesario que se corrompa lo que se palpa, y no puede palparse lo que no se corrompe. Luego el cuerpo de Cristo no fue glorioso.

3. El cuerpo glorioso no es animal sino espiritual, como es manifiesto por 1 Cor 15,35ss. Ahora bien, parece que el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, fue animal, puesto que comió. y bebió con los discípulos, como se lee en Lc 24,41 ss y en Jn 21,9ss. Luego da la impresión de que el cuerpo de Cristo no fue glorioso.

Contra esto: está lo que dice el Apóstol en Flp 3,21: Transformará nuestro cuerpo humilde, conformándolo con su cuerpo glorioso.

Respondo: El cuerpo de Cristo fue glorioso en su resurrección. Y esto déjase ver por tres motivos. Primero, porque la resurrección de Cristo fue el ejemplar y la causa de nuestra resurrección, como se lee en 1 Cor 15,12ss. Y los santos, en su resurrección, tendrán cuerpos gloriosos, como se dice en el mismo pasaje (v.43): Se siembra en vileza y se levantará en gloria. De donde, por ser la causa superior a lo causado y el ejemplar a lo copiado, con mucha mayor razón fue glorioso el cuerpo de Cristo resucitado.

Segundo, porque mediante la humillación de la pasión mereció la gloria de la resurrección. Por lo cual decía El mismo en Jn 12,27: Ahora mi alma está turbada, cosa que pertenece a la pasión; y luego añade (v.28): Padre, glorifica tu nombre, con lo que pide la gloria de la resurrección.

Tercero, porque, como antes se dijo (q.34 a.4), el alma de Cristo fue gloriosa desde el principio de su concepción a causa de su perfecta fruición de la divinidad. Pero, por una disposición divina, sucedió, como arriba queda expuesto (q.14 a.1 ad 2; q.45 a.2), que la gloria no redundase del alma en el cuerpo, a fin de que con su pasión realizase el misterio de nuestra redención. Y, por tanto, una vez cumplido el misterio de la pasión y la muerte de Cristo, su alma comunicó en seguida la gloria al cuerpo, reasumido en la resurrección. Y, de este modo, aquel cuerpo se tornó glorioso.

A las objeciones:

1. Lo que se recibe en un sujeto, se recibe en conformidad con el modo de ser de quien lo recibe. Por consiguiente, como la gloria del cuerpo se deriva del alma, según dice Agustín, en la Epístola Ad Dioscorum, el resplandor o la claridad del cuerpo glorioso es conforme al color natural del cuerpo humano, así como el cristal de diversos colores recibe el resplandor de la iluminación del sol en conformidad con el modo de ser de su propio color. Así como está en manos del hombre glorificado el que su cuerpo se vea o deje de verse, como antes se ha dicho (a.1 ad 2), así también está en su poder el que se vea o no se vea su claridad. Por lo cual puede ser visto en su propio color sin claridad de ninguna clase. Y éste es el modo en que Cristo se apareció a sus discípulos después de la resurrección.

2. Se afirma que un cuerpo es palpable, no sólo por razón de la resistencia, sino también por razón de su consistencia. Pero a lo ralo y a lo denso siguen lo grave y lo leve, lo cálido y lo frío, y otras cualidades contrarias por el estilo, que son los principios de la corrupción de los cuerpos elementales. De donde, el cuerpo que es palpable al tacto humano, es corruptible por naturaleza. Mas si existe algún cuerpo resistente al tacto que no esté dispuesto conforme a las cualidades predichas, que son los objetos propios del tacto humano, como acontece con el cuerpo celeste, tal cuerpo no puede llamarse palpable. Ahora bien, el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, siguió compuesto de elementos, conservando en sí mismo las cualidades tangibles, de acuerdo con lo que requiere la naturaleza del cuerpo humano; y, por tal motivo, era naturalmente palpable. Y, de no haber tenido algo que sobrepasase la naturaleza del cuerpo humano, hubiera sido incluso corruptible. Pero tuvo alguna otra cosa que lo volvía incorruptible; no, por cierto, la naturaleza del cuerpo celeste, como algunos sostienen, sobre lo que luego se investigará más (véase Suppi, q.82 a.l), sino la gloria que redunda del alma bienaventurada, porque, como dice Agustín Ad Dioscorum, Dios hizo el alma de una naturaleza tan poderosa, que de su bienaventuran, plenísima redundase sobre el cuerpo la plenitud de la salud, es decir, la fuerza de la incorrupción. Y por eso, como escribe Gregorio, en el pasaje aducido, el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, muestra que era de la misma naturaleza, pero de distinta gloria.

3. Como escribe Agustín, en XIII De Civ. Dei I Nuestro Salvador, después de la resurrección, ya en una carne espiritual sin duda, pero verdadera, comió y bebió con sus discípulos, no porque tuviese necesidad de alimentos, sino por el poder que para esto tenía. Porque, como dice Beda In Lúe., de una manera absorbe el agua la tierra sedienta, y de otra el rayo ardiente del sol; aquélla, por necesidad; éste, por su fuerza. Comió, por consiguiente, después de la resurrección, no como si necesitase de comida, sino para demostrar de ese modo la naturaleza del cuerpo resucitado. Y por esto no se sigue que su cuerpo fuese animal, que es el que necesita comida.

Artículo 3: ¿El cuerpo de Cristo resucitó integro? lat

Objeciones por las que parece que el cuerpo de Cristo no resucitó íntegro.

1. A la integridad del cuerpo pertenecen la carne y la sangre, que Cristo parece no haber tenido, pues en 1 Cor 15,50 se dice: La carne y la sangre no poseerán el reino de Dios. Pero Cristo resucitó en la gloria de Dios. Luego parece que no tuvo carne y sangre.

2. La sangre es uno de los cuatro humores. Por consiguiente, si Cristo tuvo sangre, por igual razón tuvo los otros humores, de los que se origina la corrupción en los cuerpos de los animales. Así pues, se seguiría que el cuerpo de Cristo sería corruptible, lo que es inaceptable. Luego no tuvo carne ni sangre.

3. l cuerpo de Cristo que resucitó, subió al cielo. Pero en algunas iglesias se conserva como reliquia algo de su sangre. Luego el cuerpo de Cristo no resucitó con la integridad de todas sus partes.

Contra esto: está lo que dice el Señor, en Lc 24,39, hablando con sus discípulos después de la resurrección: El espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.

Respondo: Como antes se ha expuesto (a.2 ad 2), el cuerpo de Cristo resucitado tuvo la misma naturaleza, pero una gloria distinta. Por lo que, cuanto pertenece a la naturaleza del cuerpo humano, estuvo íntegramente en el cuerpo de Cristo resucitado. Pero es evidente que a la naturaleza del cuerpo humano pertenecen las carnes, los huesos, la sangre y las demás cosas de este género. Y, por este motivo, en el cuerpo de Cristo resucitado existieron todas estas cosas. Y, por cierto, íntegramente, sin ninguna disminución; de otra manera la resurrección no sería perfecta, en el caso de que no hubiera sido reintegrado todo lo que por la muerte había caído. De donde también el Señor lo promete a sus fieles, diciendo, en Mt 10,30: Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados. Y en Lc 21,18 está escrito: No perecerá un solo cabello de vuestra cabeza.

Decir, en cambio, que el cuerpo de Cristo no tuvo carne y huesos, y las demás partes naturales del cuerpo humano por el estilo, es propio del error de Eutiques, obispo de la ciudad de Constantinopla, quien sostenía que nuestro cuerpo, en la resurrección gloriosa, será impalpable, y más sutil que el viento y el aire; y que el Señor, una vez que confirmó los corazones de los discípulos que le habían palpado, lo convirtió en algo sutil. Lo cual es condenado por Gregorio en el mismo lugar, porque el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, no se cambió, conforme a las palabras de Rom 6,9: Cristo, al resucitar de entre los muertos, ya no muere. Por lo que también aquél, a la hora de la muerte, se retractó de lo que había dicho. Pues si es inconveniente que Cristo, en su concepción, recibiese un cuerpo de otra naturaleza, por ejemplo celeste, como defendió Valentín, resulta mucho más incongruente que, en su resurrección, reasumiese un cuerpo de otra naturaleza, porque en la resurrección reasumió, para una vida inmortal, el cuerpo que, en su concepción, había tomado para una vida mortal.

A las objeciones:

1. En el pasaje aducido, la carne y la sangre no significan la naturaleza de carne y sangre, sino la culpa de la carne y de la sangre, como dice Gregorio, en XIV Moral.; o la corrupción de la carne y de la sangre, porque, como escribe Agustín, en Ad Consentium, de Resurrectione Camis, no habrá allí corrupción ni mortalidad de la carne y de la sangre. Por consiguiente, la carne, según su sustancia, posee el reino de Dios, conforme a lo dicho (Lc 24,39): El espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. En cambio, la carne, entendida en cuanto a su corrupción, no lo poseerá. Por lo cual se añade al instante en las palabras del Apóstol: Ni la corrupción (poseerá) la incorrupción (1 Cor 15,50).

2. Según comenta Agustín en el mismo libro, tal vez; tomando ocasión de la sangre, nos estrechará más nuestro importuno opositor, y dirá: Si en el cuerpo de Cristo resucitado hubo sangre, ¿por qué no también pituita, esto es, flema?, ¿por qué no también hiél amarilla, esto es, cólera, y hiél negra, es decir, melancolía; los cuatro humores de que se compone la naturaleza de la carne, según enseña la medicina? Pero, cualquiera que sea lo que cada uno añada, guárdese de añadir la corrupción, no sea que corrompa la salud y la pureza de su fe. Porque el poder divino es capaz de suprimir de esta naturaleza visible y tratable de los cuerpos las cualidades que quiera, dejando algunas, de suerte que esté ausente la mancha de la corrupción, presente, en cambio, la figura; presente el movimiento, (y) ausente la fatiga; presente la facultad de comer, (y) ausente la necesidad de tener hambre.

3. Toda la sangre que fluyó del cuerpo de Cristo, por pertenecer a la realidad de su naturaleza humana, resucitó en el cuerpo de Cristo. Y la misma razón vale para todas las pequeñas partes que pertenecen a la realidad e integridad de la naturaleza humana. Y la sangre que en algunas iglesias se guarda con cuidado como reliquia, no fluyó del costado de Cristo, sino que se dice que brotó milagrosamente de alguna imagen de Cristo golpeada.

Artículo 4: ¿El cuerpo de Cristo debió resucitar con las cicatrices? lat

Objeciones por las que parece que el cuerpo de Cristo no debió resucitar con las cicatrices.

1. En 1 Cor 15,52 se dice que los muertos resucitarán incorruptos. Pero las cicatrices y las heridas implican una cierta corrupción y una especie de defecto. Luego no fue conveniente que Cristo, autor de la resurrección, resucitase con las cicatrices.

2. El cuerpo de Cristo resucitó íntegro, como acabamos de decir (a.3). Pero las aberturas de las heridas son contrarias a la integridad del cuerpo, porque rompen la continuidad del cuerpo. Luego no parece haber sido conveniente que quedasen en el cuerpo de Cristo las aberturas de las heridas, aun cuando permaneciesen en él ciertas señales de éstas; las suficientes para la figura ante la que creyó Tomás, a quien le fue dicho: Porque me has visto, Tomás, has creído (Jn 20,29).

3. Escribe el Damasceno en el libro IV que, después de la resurrección, ciertas cosas se dicen de Cristo con verdad, pero no conforme a la naturaleza, sino por divina disposición, para certificar que el cuerpo que resucitó es el mismo que padeció; tal acontece con las cicatrices. Pero, al cesar la causa, cesa el efecto. Luego parece que, una vez certificados los discípulos sobre su resurrección, no tuvo en adelante las cicatrices. Pero no convenía a la inmutabilidad de la gloria que tomase cosa alguna que no permaneciese perpetuamente en El. Parece, por consiguiente, que, en la resurrección, no debió reasumir el cuerpo con las cicatrices.

Contra esto: está lo que dice el Señor a Tomás, en Jn 20,27: Mete aquí tu dedo,y mira mis manos; alarga tu mano y métela en mi costado.

Respondo: Fue conveniente que el alma de Cristo reasumiese, a la hora de la resurrección, el cuerpo con las cicatrices. Primero, por la gloria del propio Cristo. Dice, en efecto, Beda, In Lúe., que conservó las cicatrices no por la incapacidad de curarlas, sino para llevar siempre los honores del triunfo de su victoria. Por lo cual también escribe Agustín, en XXII De Civ. Dei, que, tal vez en aquel reino veremos en los cuerpos de los mártires las cicatrices de las heridas que sufrieron por el nombre de Cristo; no será en ellos una deformidad sino un honor; y brillará en su cuerpo cierta belleza, no del propio cuerpo sino de la virtud.

Segundo, para confirmar los ánimos de los discípulos en lo tocante a la fe de su resurrección.

Tercero, para mostrar siempre al Padre, al rogar por nosotros, la clase de muerte que sufrió por el hombre.

Cuarto, para dar a conocer a los redimidos con su muerte cuan misericordiosamente fueron socorridos, poniéndoles delante las señales de esa misma muerte.

Finalmente, para hacer saber en el mismo lugar cuan justamente son condenados en el juicio. De donde, como escribe Agustín, en el libro De Symbolo, Cristo sabía la razón de conservar las cicatrices en su cuerpo. Así como las mostró a Tomás, que no estaba dispuesto a creer sin tocar y ver, asi también habrá de mostrar sus heridas a los enemigos, para que, convenciéndolos, la Verdad diga: He aquí el hombre a quien crucificasteis. Veis las heridas que le hicisteis. Reconocéis el costado que atravesasteis. Porque por vosotros, y por vuestra causa, fue abierto; pero no quisisteis entrar.

A las objeciones:

1. Las cicatrices que permanecieron en el cuerpo de Cristo no atañen a corrupción o defecto, sino a un mayor cúmulo de gloria, porque son unas señales de virtud. Y en los lugares de las heridas se dejará ver una especial hermosura.

2. La abertura de las heridas, aunque implique cierta discontinuidad, todo eso queda compensado con un mayor resplandor de la gloria, de modo que el cuerpo no es menos íntegro sino más perfecto. Tomás no sólo vio sino que también tocó las heridas, porque, como dice el papa León, bastó para su propia fe ver lo que había visto; pero a nosotros nos benefició, tocando lo que veía.

3. Cristo quiso conservar en su cuerpo las cicatrices de las heridas no sólo para confirmar la fe de sus discípulos, sino también por otros motivos. Por ellos se deja ver que aquellas cicatrices quedarán siempre en su cuerpo. Porque, como escribe Agustín, en Ad Consentium, de resurrectione carnis: Yo creo que el cuerpo del Señor está en el cielo tal como era cuando subió al cielo. Y Gregorio, en XIV Moral., dice que si alguna vez pudo mudarse en el cuerpo de Cristo después de la resurrección, el Señor, después de la resurrecdón, volvió a la muerte, contra el dictamen verídico de Pablo. ¿Quién, o qué necio, se atreverá a decir esto, sino el que niegue la verdadera resurrección de la carne? De donde resulta evidente que las cicatrices que Cristo muestra en su cuerpo, después de la resurrección, nunca desaparecieron en adelante de su cuerpo.

-En el Catecismo de la Iglesia Católica:

641 María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10;Jn 20, 11-18).Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34).

642 Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles – y a Pedro en particular – en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos “testigos de la Resurrección de Cristo” (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).

643 Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él de antemano(cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos presentan a los discípulos abatidos (“la cara sombría”: Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua “les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (Mc 16, 14).

644 Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). “No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, “algunos sin embargo dudaron” (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació – bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.

857 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:

– Fue y permanece edificada sobre “el fundamento de los apóstoles” (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf Mt 28, 16-20; Hch 1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.).

– Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles (cf 2 Tm 1, 13-14).

– Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, “a los que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia” (AG 5):

Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (MR, Prefacio de los apóstoles).

995 Ser testigo de Cristo es ser “testigo de su Resurrección” (Hch 1, 22; cf. 4, 33), “haber comido y bebido con El después de su Resurrección de entre los muertos” (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como El, con El, por El.

996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). “En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne” (San Agustín, psal. 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?

-En el Magisterio de los Papas:

SAN JUAN PABLO II, Característicos de las apariciones de Cristo resucitado, Audiencia general miércoles 22 de febrero de 1989

1. Conocemos el pasaje de la Primera Carta a los Corintios, donde Pablo, el primero cronológicamente, anota la verdad sobre la resurrección de Cristo: «Porque os transmití… lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras: que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce…” (1 Co 15, 3-5). Se trata, como se ve, de una verdad transmitida,

recibida, y nuevamente transmitida. Una verdad que pertenece al “depósito de la Revelación” que el mismo Jesús, mediante sus Apóstoles y Evangelistas, ha dejado a su Iglesia.

2. Jesús reveló gradualmente esta verdad en su enseñanza prepascual. Posteriormente ésta, encontró su realización concreta en los acontecimiento de la pascua jerosolimitana de Cristo, certificados históricamente, pero llenos de misterio.

Los anuncios y los hechos tuvieron su confirmación sobre todo en los encuentros de Cristo resucitado, que los Evangelios y Pablo relatan. Es necesario decir que el texto paulino presenta estos encuentros ―en los que se revela Cristo resucitado― de manera global y sintética (añadiendo al final el propio encuentro con el Resucitado a las puertas de Damasco: cf. Hch9, 3-6). En los Evangelios se encuentran, al respecto, anotaciones más bien fragmentarias.

No es difícil tomar y comparar algunas líneas características de cada una de estas apariciones y de su conjunto, para acercarnos todavía más al descubrimiento del significado de esta verdad revelada.

3. Podemos observar ante todo que, después de la resurrección, Jesús se presenta a las mujeres y a los discípulos con su cuerpo transformado, hecho espiritual y partícipe de la gloria del alma: pero sin ninguna característica triunfalista. Jesús se manifiesta con una gran sencillez. Habla de amigo a amigo, con los que se encuentra en las circunstancias ordinarias de la vida terrena. No ha querido enfrentarse a sus adversarios, asumiendo la actitud de vencedor, ni se ha preocupado por mostrarles su “superioridad”, y todavía menos ha querido fulminarlos. Ni siquiera consta que se haya presentado a alguno de ellos. Todo lo que nos dice el Evangelio nos lleva a excluir que se haya aparecido, por ejemplo, a Pilato, que lo habla entregado a los sumos sacerdotes para que fuese crucificado (cf. Jn 19, 16), o a Caifás, que se habla rasgado las vestiduras por la afirmación de su divinidad (cf. Mt 26, 63-66).

A los privilegiados de sus apariciones, Jesús se deja conocer en su identidad física: aquel rostro, aquellas manos, aquellos rasgos que conocían muy bien, aquel costado que hablan visto traspasado; aquella voz, que habían escuchado tantas veces. Sólo en el encuentro con Pablo en las cercanías de Damasco, la luz que rodea al Resucitado casi deja ciego al ardiente perseguidor de los cristianos y lo tira al suelo (cf. Hch 9, 3-8): pero es una manifestación del poder de Aquel que, ya subido al cielo, impresiona a un hombre al que quiere hacer un “instrumento de elección” (Hch 9, 15), un misionero del Evangelio.

4. Es de destacar también un hecho significativo: Jesucristo se aparece en primer lugar a las mujeres, sus fieles seguidoras, y no a los discípulos, y ni siquiera a los mismos Apóstoles, a pesar de que los habla elegido como portadores de su Evangelio al mundo. Es a las mujeres a quienes por primera vez confía el misterio de su resurrección, haciéndolas las primeras testigos de esta verdad. Quizá quiera premiar su delicadeza, su sensibilidad a su mensaje, su fortaleza, que las habla impulsado hasta el Calvario. Quizá quiere manifestar un delicado rasgo de su humanidad, que consiste en la amabilidad y en la gentileza con que se acerca y beneficia a las personas que menos cuentan en el gran mundo de su tiempo. Es lo que parece que se puede concluir de un texto de Mateo: “En esto, Jesús les salió al encuentro (a las mujeres que corrían para comunicar el mensaje a los discípulos) y les dijo: ‘¡Dios os guarde!’. Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron. Entonces les dice Jesús: ‘No temáis. Id y avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán’” (28, 9-10).

También el episodio de la aparición a María de Magdala (Jn 20, 11-18) es de extraordinaria finura ya sea por parte de la mujer, que manifiesta toda su apasionada y comedida entrega al seguimiento de Jesús, ya sea por parte del Maestro, que la trata con exquisita delicadeza y benevolencia.

En esta prioridad de las mujeres en los acontecimientos pascuales tendrá que inspirarse la Iglesia, que a lo largo de los siglos ha podido contar enormemente con ellas para su vida de fe, de oración y de apostolado.

5. Algunas características de estos encuentros postpascuales los hacen, en cierto modo, paradigmáticos debido a las situaciones espirituales, que tan a menudo se crean en la relación del hombre con Cristo, cuando uno se siente llamado o “visitado” por Él.

Ante todo hay una dificultad inicial en reconocer a Cristo por parte de aquellos a los que El sale al encuentro, como se puede apreciar en el caso de la misma Magdalena (Jn 20, 14-16) y de los discípulos de Emaús (Lc 24, 16). No falta un cierto sentimiento de temor ante Él. Se le ama, se le busca, pero, en el momento en el que se le encuentra, se experimenta alguna vacilación…

Pero Jesús les lleva gradualmente al reconocimiento y a la fe, tanto a María Magdalena (Jn 20, 16), como a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26 ss.), y, análogamente, a otros discípulos (cf. Lc 24, 25-48). Signo de la pedagogía paciente de Cristo al revelarse al hombre, al atraerlo, al convertirlo, al llevarlo al conocimiento de las riquezas de su corazón y a la salvación.

6. Es interesante analizar el proceso psicológico que los diversos encuentros dejan entrever: los discípulos experimentan una cierta dificultad en reconocer no sólo la verdad de la resurrección, sino también la identidad de Aquel que está ante ellos, y aparece como el mismo pero al mismo tiempo como otro: un Cristo “transformado”. No es nada fácil para ellos hacer la inmediata identificación. Intuyen, sí, que es Jesús, pero al mismo tiempo sienten que Él ya no se encuentra en la condición anterior, y ante Él están llenos de reverencia y temor.

Cuando, luego, se dan cuenta, con su ayuda, de que no se trata de otro, sino de El mismo transformado, aparece repentinamente en ellos una nueva capacidad de descubrimiento, de inteligencia, de caridad y de fe. Es como un despertar de fe: “¿No estaba ardiendo nuestro Corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 32). “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). “He visto al Señor” (Jn 20, 18). ¡Entonces una luz absolutamente nueva ilumina en sus ojos incluso el acontecimiento de la cruz; y da el verdadero y pleno sentido del misterio de dolor y de muerte, que se concluye en la gloria de la nueva vida! Este será uno de los elementos principales del mensaje de salvación que los Apóstoles han llevado desde el principio al pueblo hebreo y, poco a poco, a todas las gentes.

7. Hay que subrayar una última característica de las apariciones de Cristo resucitado: en ellas, especialmente en las últimas, Jesús realiza la definitiva entrega a los Apóstoles (y a la Iglesia) de la misión de evangelizar el mundo para llevarle el mensaje de su Palabra y el don de su gracia.

Recuérdese la aparición a los discípulos en el Cenáculo la tarde de Pascua: “Como el Padre me envió, también yo os envío…” (Jn 20, 21): ¡y les da el poder de perdonar los pecados!

Y en la aparición en el mar de Tiberíades, seguida de la pesca milagrosa, que simboliza y anuncia la fertilidad de la misión, es evidente que Jesús quiere orientar sus espíritus hacia la obra que les espera (cf. Jn 21, 1-23). Lo confirma la definitiva asignación de la misión particular a Pedro (Jn 21, 15-18): “¿Me amas?… Tú sabes que te quiero… Apacienta mis corderos.. Apacienta mis ovejas…”.

Juan indica que “ésta fue va la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos” (Jn 21, 14). Esta vez, ellos, no sólo se habían dado cuenta de su identidad: “Es el Señor” (Jn 21, 7); sino que habían comprendido que, todo cuanto había sucedido y sucedía en aquellos días pascuales, les comprometía a cada uno de ellos ―y de modo particular a Pedro― en la construcción de la nueva era de la historia, que había tenido su principio en aquella mañana de pascua.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.