Preparación opcional – Lectio 14 de abril de 2019



FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3]

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL DOMINGO DE RAMOS CC 14 DE ABRIL DE 2019 (San Lucas 22,14-71.23, 1-56).

-En los Santos Padres:

San Andrés de Creta, Disertaciones (Del Oficio de Lectura del Domingo de Ramos)

Venid, subamos juntos al monte de los Olivos y salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy desde Betania, y que se encamina por su propia voluntad hacia aquella venerable y bienaventurada pasión, para llevar a término el misterio de nuestra salvación.

Viene, en efecto, voluntariamente hacia Jerusalén, el mismo que, por amor a nosotros, bajó del Cielo para exaltarnos con él, como dice la Escritura, por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación, y de todo ser que exista, a nosotros que yacíamos postrados.

Él viene, pero no como quien toma posesión de su gloria, con fasto y ostentación. No gritará —dice la Escritura—, no clamará, no voceará por las calles, sino que será manso y humilde, con apariencia insignificante, aunque le ha sido preparada una entrada suntuosa.

Corramos, pues, con el que se dirige con presteza a la pasión, e imitemos a los que salían a su encuentro. No para alfombrarle el camino con ramos de olivo, tapices, mantos y ramas de palmera, sino para poner bajo sus pies nuestras propias personas, con un espíritu humillado al máximo, con una mente y un propósito sinceros, para que podamos así recibir a la Palabra que viene a nosotros y dar cabida a Dios, a quien nadie puede contener.

Alegrémonos, por tanto, de que se nos haya mostrado con tanta mansedumbre aquel que es manso y que sube sobre el ocaso de nuestra pequeñez, a tal extremo, que vino y convivió con nosotros, para elevarnos hasta sí mismo, haciéndose de nuestra familia.

Dice el salmo: Subió a lo más alto de los cielos, hacia oriente (hacia su propia gloria y divinidad, interpreto yo), con las primicias de nuestra naturaleza, hasta la cual se había abajado impregnándose de ella; sin embargo, no por ello abandona su inclinación hacia el género humano, sino que seguirá cuidando de él para irlo elevando de gloria en gloria, desde lo ínfimo de la tierra, hasta hacerlo partícipe de su propia sublimidad.

Así, pues, en vez de unas túnicas o unos ramos inanimados, en vez de unas ramas de arbustos, que pronto pierden su verdor y que por poco tiempo recrean la mirada, pongámonos nosotros mismos bajo los pies de Cristo, revestidos de su gracia, mejor aún, de toda su persona, porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo; extendámonos tendidos a sus pies, a manera de túnicas.

Nosotros, que antes éramos como escarlata por la inmundicia de nuestros pecados, pero que después nos hemos vuelto blancos como la nieve con el baño saludable del bautismo, ofrezcamos al vencedor de la muerte no ya ramas de palmera, sino el botín de su victoria, que somos nosotros mismos. Aclamémoslo también nosotros, como hacían los niños, agitando los ramos espirituales del alma y diciéndole un día y otro: Bendito el que viene en nombre del Señor, el rey de Israel.

– En la Orden de Predicadores:

Santo Tomás de Aquino, Credo comentado, Artículo 4 padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado.

59. —

Así como le es necesario al cristiano creer en la encarnación del Hijo de Dios, así también le es necesario creer en su pasión y en su muerte, porque, como dice San Gregorio, “de nada nos aprovecharía el haber nacido si no nos aprovecha el haber sido redimidos”. Pues bien, que Cristo haya muerto por nosotros es algo tan elevado, que apenas puede nuestra inteligencia captarlo; no sólo, sino que no le cuadra a nuestro espíritu. Y esto es lo que dice el Apóstol (Hechos 13, 41): “En vuestros días yo voy a realizar una obra, una obra que no creeréis si alguien os la cuenta”. Y Habacuc I, 5: “En vuestros días se cumplirá una obra que nadie creerá cuando se narre”. Pues tan grandes son la gracia de Dios y su amor a nosotros, que hizo por nosotros más de lo que podemos entender.

60. —

Sin embargo, no debemos creer que de tal manera haya sufrido Cristo la muerte que muriera la Divinidad, sino que la humana naturaleza fue lo que murió en El. Pues no murió en cuanto Dios, sino en cuanto hombre. Y esto es patente mediante tres ejemplos. El primero está en nosotros. En efecto, es claro que al morir el hombre, al separarse el alma del cuerpo, no muere el alma, sino el mismo cuerpo, o sea, la carne. Así también, en la muerte de Cristo, no muere la Divinidad sino la naturaleza humana.

61. —

Pero si los judíos no mataron a la Divinidad, es claro que no pecaron más que si hubiesen matado a cualquier otro hombre.

62. —

A esto debemos responder que suponiendo a un rey revestido con determinada vestidura, si alguien se la manchase incurriría en la misma falta que si manchase al propio rey. De la misma manera los judíos: no pudieron matar a Dios, pero al matar la humana naturaleza asumida por Cristo, fueron castigados como si hubiesen matado a la Divinidad misma.

63. —

Además, como dijimos arriba, el Hijo de Dios es el Verbo de Dios, y el Verbo de Dios encarnado es como el verbo del rey escrito en una carta. Pues bien, si alguien rompiese la carta del rey, se le consideraría igual que si hubiere desgarrado el verbo del rey. Por lo mismo, se considera el pecado de los judíos de igual manera que si hubiesen matado al Verbo de Dios.

64. —

Pero ¿qué necesidad había de que el Verbo de Dios padeciese por nosotros? Muy grande. Y se puede deducir una doble necesidad. Una, como remedio de los pecados, y la otra como modelo de nuestros actos.

65. —

Para remedio, ciertamente, porque contra todos los males en que incurrimos por el pecado, encontramos el remedio en la pasión de Cristo. Ahora bien, incurrimos en cinco males.

66. —

En primer lugar, una mancha: el hombre, en efecto, cuando peca, mancha su alma, porque así como la virtud del alma es su belleza, así también el pecado es su mancha. Baruc 3, 10: “¿Por qué, Israel, por qué estás en país de enemigos… te has contaminado con los cadáveres?”. Pero esto lo hace desaparecer la Pasión de Cristo: en efecto, con su Pasión Cristo hizo un baño con su sangre, para lavar allí a los pecadores. Apoc I, 5: “Nos lavó de nuestros pecados con su sangre”. En efecto, se lava el alma con la sangre de Cristo en el bautismo, pues por la sangre de Cristo tiene el bautismo virtud regenerativa. Por lo cual cuando alguien se mancha  por el pecado, le hace una injuria a Cristo y peca más que antes (del bautismo). Hebreos 10, 28-29: “Si alguno viola la ley de Moisés es condenado a muerte sin compasión, por la declaración de dos o tres testigos. ¿Cuánto más grave castigo pensáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios y tuvo por impura la sangre de la Alianza?”.

67. —

En segundo lugar, caemos en desgracia respecto a Dios. Porque así como el hombre carnal ama la belleza carnal, así Dios ama la espiritual, que es la belleza del alma. Así es que cuando el alma se mancha por el pecado, Dios se ofende y le tiene odio al pecador. Sabiduría 14, 9: “Dios odia al impío y su impiedad”. Pero esto lo borra la Pasión de Cristo, el cual satisfizo a Dios Padre por el pecado, por el que no podía satisfacer el propio hombre, porque la caridad y la obediencia de Cristo fueron mayores que el pecado del primer hombre y su desobediencia. Rom 5, 10: “Cuando éramos enemigos (de Dios), fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo”.

68. —

En tercer lugar, caemos en debilidad. Porque el hombre tan pronto como peca cree poder en seguida preservarse del pecado; pero ocurre todo lo contrario; porque por el primer pecado se debilita y se hace más inclinado al pecado; y así domina más el pecado al hombre, y el hombre, en cuanto de sí depende, se pone en tal situación que sin el poder divino no se puede levantar, como quien se arrojara a un pozo. Por lo cual después de haber pecado el hombre, nuestra naturaleza se debilitó y corrompió, y entonces el hombre se encontró más inclinado a pecar. Pero Cristo disminuyó esta flaqueza y esta debilidad, aunque no la suprimió enteramente. Sin embargo, de tal manera ha sido confortado el hombre por la Pasión de Cristo, y debilitado el pecado, que ya no estamos tan dominados por él; y puede el hombre, ayudado por la gracia de Dios, que nos confieren los sacramentos, que tienen eficacia por la Pasión de Cristo, esforzarse de tal manera que puede apartarse de los pecados. Dice el Apóstol en Rom 6, 6: “Nuestro hombre viejo fue crucificado con El, a fin de que fuera destruido el cuerpo de pecado”. En efecto, antes de la Pasión de Cristo se halló que eran pocos los hombres que vivieran sin pecado mortal; pero después son muchos los que vivieron y viven sin pecado mortal.

69. —

En cuarto lugar, incurrimos en el reato de una pena. Pues la justicia de Dios exige que todo el que peque sea castigado. Y la pena se mide por la culpa. De modo que como la culpa del pecado mortal es infinita, puesto que es contra el bien infinito, o sea, Dios, cuyos preceptos menosprecia el pecador, la pena debida al pecado mortal es infinita. Pero Cristo por su Pasión nos levantó esa pena, y El mismo la padeció. I Pedro 2, 24: “El mismo llevó nuestros pecados (esto es, la pena del pecado) en su cuerpo”. Porque la virtud de la Pasión de Cristo fue tan grande que bastó para expiar todos los pecados de todo el mundo, aun cuando fuesen sin cuento. Por eso los bautizados son aliviados de todos sus pecados. Por eso también el sacerdote perdona los pecados. Por eso también el que mejor se conforme a la Pasión de Cristo, mayor perdón obtendrá y más gracia merece.

70. —

En quinto lugar, incurrimos en el destierro del reino. Porque quienes ofenden a los reyes son obligados a dejar el reino. Y así el hombre por el pecado es echado del paraíso. Por eso, inmediatamente después de su pecado Adán es arrojado del paraíso, y es cerrada la puerta del paraíso. Pero Cristo por su Pasión abrió esa puerta, y llamó al reino a los desterrados. En efecto, abierto el costado de Cristo, fue abierta la puerta del paraíso; y derramada su sangre, se limpió la mancha, Dios fue aplacado, suprimida fue la debilidad, fue expiada la pena, los desterrados fueron llamados al  reino. Y por eso se le dijo al ladrón inmediatamente (Lc 23, 43): “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Esto no fue dicho en otro tiempo: no se le dijo a nadie, ni a Adán, ni a Abraham, ni a David; sino hoy, o sea, cuando es abierta la puerta, el ladrón pide y obtiene el perdón. Hebr 10, 19: “Teniendo… la seguridad de entrar en el santuario por la sangre de Cristo”. De esta manera, pues, queda patente la utilidad (de la Pasión de Cristo) en calidad de remedio. Pero no es menor su utilidad en calidad de ejemplo.

71. —En efecto, como dice San Agustín, la Pasión de Cristo basta totalmente como instrucción para nuestra vida. Pues quien anhele vivir de manera perfecta, que no haga otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y que desee lo que Cristo deseó.

72. —

Porque ningún ejemplo de virtud falta en la cruz. Pues si buscas un ejemplo de caridad, “nadie tiene mayor caridad que el que da su vida por sus amigos”, Jn 15, 13. Y esto fue lo que hizo Cristo en la cruz. Por lo tanto, si El dio su vida por nosotros, no se nos debe hacer pesado soportar por El cualquier mal. Salmo 115,

12: “¿Qué le daré al Señor por todo lo que El me ha dado?”.

73. —

Si buscas un ejemplo de paciencia, excelentísimo lo encuentras en la cruz. En efecto, de dos grandes maneras se manifiesta la paciencia: o bien padeciendo pacientemente grandes males, o bien padeciendo algo que podría evitarse y que no se evita.

Pues bien, Cristo soportó en la cruz grandes males. Treno I, 12: “Oh, vosotros todos, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor”; y  pacientemente, porque, “al padecer, no amenazaba”, IPedro 2, 23; e Isaías 53, 7: “Como cordero llevado al matadero, y como oveja muda ante los trasquiladores”. Además, Cristo pudo evitarlos, y no los evitó. Mt 26, 53: “¿O piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que me enviaría luego más de doce legiones de ángeles?”. Grande es, pues, la paciencia de Cristo en la cruz. Hebr 12, 1-2: “Por la paciencia corramos al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús, el cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, despreciando la ignominia”.

74. —

Si buscas un ejemplo de humildad, ve el crucifijo: en efecto, Dios quiso ser juzgado bajo Poncio Pilato y morir. Job 36, 17: “Tu causa ha sido juzgada como la de un impío”. En verdad como la de un impío: “Condenémosle a una muerte afrentosa”, Sabiduría 2, 20. El Señor quiso morir por su siervo, y el que es la vida de los Ángeles por el hombre. Fil 2, 8: “Hecho obediente hasta la muerte”.

75. —

Si buscas un ejemplo de obediencia, síguelo a Él,  que se hizo obediente al Padre hasta la muerte. Rom 5, 19: “Como por la desobediencia de un solo hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también, por la obediencia de uno solo muchos fueron hechos justos”.

76. —

Si quieres un ejemplo de desprecio de las cosas terrenas, síguelo a Él, que es el Rey de Reyes y el Señor de los señores, en quien se hallan los tesoros de la sabiduría, y que sin embargo en la cruz estuvo desnudo, objeto de burla, fue escupido, golpeado, coronado de espinas, y abrevado con hiel y vinagre, y murió. Por lo tanto, no os impresionéis por las vestiduras, ni por las riquezas, porque “se repartieron mis vestiduras”, Salmo 21, 19; ni por los honores, porque a mí me cubrieron  de burlas y de golpes; no por las dignidades, porque tejieron una corona de espinas y la colocaron sobre mi cabeza; no por las delicias, porque “en mi sed me abrevaron con vinagre”, Salmo 68, 22. Sobre Hebr 12, 2: “El cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, despreciando la ignominia”, dice San Agustín: “El hombre Jesucristo despreció todos los bienes terrenos para enseñarnos que deben ser despreciados”.

-En el Magisterio de la Iglesia:

Catecismo de la Iglesia Católica.

La subida de Jesús a Jerusalén

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 “Como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lc 9, 51; cf. Jn 13, 1). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección (cf. Mc 8, 31-33; 9, 31-32; 10, 32-34). Al dirigirse a Jerusalén dice: “No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén” (Lc 13, 33).

558

Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén (cf. Mt 23, 37a). Sin embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a él: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!” (Mt 23, 37b). Cuando está a la vista de Jerusalén, llora sobre ella y expresa una vez más el deseo de su corazón:” ¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! pero ahora está oculto a tus ojos” (Lc 19, 41-42).

La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén

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¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey (cf. Jn 6, 15), pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de “David, su Padre” (Lc 1,32; cf. Mt 21, 1-11). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación (“Hosanna” quiere decir “¡sálvanos!”, “Danos la salvación!”). Pues bien, el “Rey de la Gloria” (Sal 24, 7-10) entra en su ciudad “montado en un asno” (Za 9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad (cf. Jn 18, 37).

Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños (cf. Mt 21, 15-16; Sal 8, 3) y los “pobres de Dios”, que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores (cf. Lc 19, 38; 2, 14). Su aclamación “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Sal 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el “Sanctus” de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.

560

La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la Semana Santa.

2816

En el Nuevo Testamento, la palabra “basileia” se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Ultima Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:

“Dios le hizo pecado por nosotros”

602

En consecuencia, S. Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: “Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros” (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado (cf. Rm 8, 3), Dios “a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Co 5, 21).

603

Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, “Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros” (Rm 8, 32) para que fuéramos “reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5, 10).

Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal

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Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8).

605

Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: “De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños” (Mt 18, 14). Afirma “dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-

19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: “no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Cc Quiercy en el año 853: DS 624).

III CRISTO SE OFRECIO A SU PADRE POR NUESTROS PECADOS

Toda la vida de Cristo es ofrenda al Padre

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El Hijo de Dios “bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado” (Jn 6, 38), “al entrar en este mundo, dice: … He aquí que vengo… para hacer, oh Dios, tu voluntad… En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo” (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús “por los pecados del mundo entero” (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: “El Padre me ama porque doy mi vida” (Jn 10, 17). “El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado” (Jn 14, 31).

607 Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: “¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (Jn 12, 27). “El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?” (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que “todo esté cumplido” (Jn 19, 30), dice: “Tengo sed” (Jn 19, 28). “El cordero que quita el pecado del mundo”

608

Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14- 15), vio y señaló a Jesús como el “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la Redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14;cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: “Servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45).

Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre

609

Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, “los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1) porque “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).

Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida

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Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los Doce Apóstoles (cf Mt 26, 20), en “la noche en que fue entregado”(1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf. 1 Co 5, 7), por la salvación de los hombres: “Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros” (Lc 22, 19). “Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).

611

La Eucaristía que instituyó en este momento será el “memorial” (1 Co 11, 25) de su sacrificio. Jesús incluye a los apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla (cf. Lc 22, 19). Así Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza: “Por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean también consagrados en la verdad” (Jn 17, 19; cf. Cc Trento: DS 1752, 1764).

La agonía de Getsemaní

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El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo (cf. Lc 22, 20), lo acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní (cf. Mt 26, 42) haciéndose “obediente hasta la muerte” (Flp 2, 8; cf. Hb 5, 7-8). Jesús ora: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz…” (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de pecado (cf. Hb 4, 15) que es la causa de la muerte (cf. Rm 5, 12); pero sobre todo está asumida por la persona divina del “Príncipe de la Vida” (Hch 3, 15), de “el que vive” (Ap 1, 18; cf. Jn 1, 4; 5, 26). Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 42), acepta su muerte como redentora para “llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero” (1 P 2, 24).

La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo

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La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres (cf. 1 Co 5, 7; Jn 8, 34-36) por medio del “cordero que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29; cf. 1 P 1, 19) y el sacrificio de la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11, 25) que devuelve al hombre a la comunión con Dios (cf. Ex 24, 8) reconciliándole con El por “la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28;cf. Lv 16, 15-16).

614

Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios (cf. Hb 10, 10). Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos con él (cf. Jn 4, 10). Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (cf. Jn 15, 13), ofrece su vida (cf. Jn 10, 17-18) a su Padre por medio del Espíritu Santo (cf. Hb 9, 14), para reparar nuestra desobediencia.

Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia

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“Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que “se dio a sí mismo en expiación”, “cuando llevó el pecado de muchos”, a quienes “justificará y cuyas culpas soportará” (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Cc de Trento: DS 1529).

En la cruz, Jesús consuma su sacrificio

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El “amor hasta el extremo”(Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). “El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron” (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en

Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.

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“Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis justif icationem meruit” (“Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”)enseña el Concilio de Trento (DS 1529) subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como “causa de salvación eterna” (Hb 5, 9). Y la Iglesia venera la Cruz cantando: “O crux, ave, spes unica” (“Salve, oh cruz, única esperanza”, himno “Vexilla Regis”).

Nuestra participación en el sacrificio de Cristo

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La Cruz es el único sacrificio de Cristo “único mediador entre Dios y los hombres” (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, “se ha unido en cierto modo con todo hombre” (GS 22, 2), él “ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual” (GS 22, 5). El llama a sus discípulos a “tomar su cruz y a seguirle” (Mt 16, 24) porque él “sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas” (1 P 2, 21). El quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios(cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35): Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo (Sta. Rosa de Lima, vida).

-En el Magisterio de los Papas:

Benedicto XVI, papa

Homilía (01-04-2007). Plaza de San Pedro

XXII Jornada Mundial de la Juventud. Domingo 1 de abril de 2007.

Queridos hermanos y hermanas:

En la procesión del domingo de Ramos nos unimos a la multitud de los discípulos que, con gran alegría, acompañan al Señor en su entrada en Jerusalén. Como ellos, alabamos al Señor aclamándolo por todos los prodigios que hemos visto. Sí, también nosotros hemos visto y vemos todavía ahora los prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a renunciar a las comodidades de su vida y a ponerse totalmente al servicio de los que sufren; cómo da a hombres y mujeres la valentía para oponerse a la violencia y a la mentira, para difundir en el mundo la verdad; cómo, en secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a suscitar la reconciliación donde había odio, a crear la paz donde reinaba la enemistad.

La procesión es, ante todo, un testimonio gozoso que damos de Jesucristo, en el que se nos ha hecho visible el rostro de Dios y gracias al cual el corazón de Dios se nos ha abierto a todos. En el evangelio de san Lucas, la narración del inicio del cortejo cerca de Jerusalén está compuesta en parte, literalmente, según el modelo del rito de coronación con el que, como dice el primer libro de los Reyes, Salomón fue revestido como heredero de la realeza de David (cf. 1 R 1, 33-35). Así, la procesión de Ramos es también una procesión de Cristo Rey: profesamos la realeza de Jesucristo, reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el verdadero Salomón, el Rey de la paz y de la justicia.

Reconocerlo como rey significa aceptarlo como aquel que nos indica el camino, aquel del que nos fiamos y al que seguimos. Significa aceptar día a día su palabra como criterio válido para nuestra vida. Significa ver en él la autoridad a la que nos sometemos. Nos sometemos a él, porque su autoridad es la autoridad de la verdad.

La procesión de Ramos es —como sucedió en aquella ocasión a los discípulos— ante todo expresión de alegría, porque podemos conocer a Jesús, porque él nos concede ser sus amigos y porque nos ha dado la clave de la vida. Pero esta alegría del inicio es también expresión de nuestro “sí” a Jesús y de nuestra disponibilidad a ir con él a dondequiera que nos lleve. Por eso, la exhortación inicial de la liturgia de hoy interpreta muy bien la procesión también como representación simbólica de lo que llamamos “seguimiento de Cristo”: “Pidamos la gracia de seguirlo”, hemos dicho. La expresión “seguimiento de Cristo” es una descripción de toda la existencia cristiana en general. ¿En qué consiste? ¿Qué quiere decir en concreto “seguir a Cristo”?

Al inicio, con los primeros discípulos, el sentido era muy sencillo e inmediato: significaba que estas personas habían decidido dejar su profesión, sus negocios, toda su vida, para ir con Jesús. Significaba emprender una nueva profesión: la de discípulo. El contenido fundamental de esta profesión era ir con el maestro, dejarse guiar totalmente por él. Así, el seguimiento era algo exterior y, al mismo tiempo, muy interior. El aspecto exterior era caminar detrás de Jesús en sus peregrinaciones por Palestina; el interior era la nueva orientación de la existencia, que ya no tenía sus puntos de referencia en los negocios, en el oficio que daba con qué vivir, en la voluntad personal, sino que se abandonaba totalmente a la voluntad de Otro. Estar a su disposición había llegado a ser ya una razón de vida. Eso implicaba renunciar a lo que era propio, desprenderse de sí mismo, como podemos comprobarlo de modo muy claro en algunas escenas de los evangelios.

Pero esto también pone claramente de manifiesto qué significa para nosotros el seguimiento y cuál es su verdadera esencia: se trata de un cambio interior de la existencia. Me exige que ya no esté encerrado en mi yo, considerando mi autorrealización como la razón principal de mi vida. Requiere que me entregue libremente a Otro, por la verdad, por amor, por Dios que, en Jesucristo, me precede y me indica el camino. Se trata de la decisión fundamental de no considerar ya los beneficios y el lucro, la carrera y el éxito como fin último de mi vida, sino de reconocer como criterios auténticos la verdad y el amor. Se trata de la opción entre vivir sólo para mí mismo o entregarme por lo más grande. Y tengamos muy presente que verdad y amor no son valores abstractos; en Jesucristo se han convertido en persona. Siguiéndolo a él, entro al servicio de la verdad y del amor. Perdiéndome, me encuentro.

Volvamos a la liturgia y a la procesión de Ramos. En ella la liturgia prevé como canto el Salmo 24, que también en Israel era un canto procesional usado durante la subida al monte del templo. El Salmo interpreta la subida interior, de la que la subida exterior es imagen, y nos explica una vez más lo que significa subir con Cristo. “¿Quién puede subir al monte del Señor?”, pregunta el Salmo, e indica dos condiciones esenciales. Los que suben y quieren llegar verdaderamente a lo alto, hasta la altura verdadera, deben ser personas que se interrogan sobre Dios, personas que escrutan en torno a sí buscando a Dios, buscando su rostro.

Queridos jóvenes amigos, ¡cuán importante es hoy precisamente no dejarse llevar simplemente de un lado a otro en la vida, no contentarse con lo que todos piensan, dicen y hacen, escrutar a Dios y buscar a Dios, no dejar que el interrogante sobre Dios se disuelva en nuestra alma, el deseo de lo que es más grande, el deseo de conocerlo a él, su rostro…!

La otra condición muy concreta para la subida es esta: puede estar en el lugar santo “el hombre de manos inocentes y corazón puro”. Manos inocentes son manos que no se usan para actos de violencia. Son manos que no se ensucian con la corrupción, con sobornos. Corazón puro: ¿cuándo el corazón es puro? Es puro un corazón que no finge y no se mancha con la mentira y la hipocresía; un corazón transparente como el agua de un manantial, porque no tiene dobleces. Es puro un corazón que no se extravía en la embriaguez del placer; un corazón cuyo amor es verdadero y no solamente pasión de un momento.

Manos inocentes y corazón puro: si caminamos con Jesús, subimos y encontramos las purificaciones que nos llevan verdaderamente a la altura a la que el hombre está destinado: la amistad con Dios mismo.

El salmo 24, que habla de la subida, termina con una liturgia de entrada ante el pórtico del templo: “¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria”. En la antigua liturgia del domingo de Ramos, el sacerdote, al llegar ante el templo, llamaba fuertemente con el asta de la cruz de la procesión al portón aún cerrado, que a continuación se abría. Era una hermosa imagen para ilustrar el misterio de Jesucristo mismo que, con el madero de su cruz, con la fuerza de su amor que se entrega, ha llamado desde el lado del mundo a la puerta de Dios; desde el lado de un mundo que no lograba encontrar el acceso a Dios.

Con la cruz, Jesús ha abierto de par en par la puerta de Dios, la puerta entre Dios y los hombres. Ahora ya está abierta. Pero también desde el otro lado, el Señor llama con su cruz: llama a las puertas del mundo, a las puertas de nuestro corazón, que con tanta frecuencia y en tan gran número están cerradas para Dios. Y nos dice más o menos lo siguiente: si las pruebas que Dios te da de su existencia en la creación no logran abrirte a él; si la palabra de la Escritura y el mensaje de la Iglesia te dejan indiferente, entonces mírame a mí, al Dios que sufre por ti, que personalmente padece contigo; mira que sufro por amor a ti y ábrete a mí, tu Señor y tu Dios.

Este es el llamamiento que en esta hora dejamos penetrar en nuestro corazón. Que el Señor nos ayude a abrir la puerta del corazón, la puerta del mundo, para que él, el Dios vivo, pueda llegar en su Hijo a nuestro tiempo y cambiar nuestra vida. Amén.

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.