Lectio 14 de abril 2019

Tema: Lectio divina con el evangelio del Domingo de Ramos. Ciclo C. 14 de abril de 2019 (San Lucas 22,14-71.23, 1-56).

  • SEÑAL DE LA CRUZ.
  • INVOCACIÓN AL ESPIRITU SANTO

Ven Espíritu Santo
Llena los corazones de tus fieles
Y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Envía señor tu espíritu y todo será creado
Y renovaras la faz de la tierra
Oh Dios, que instruiste los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo 
Danos gustar de todo lo que es recto según Tu mismo espíritu 
Y gozar siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo nuestro Señor.

  • LECTIO

Primer paso de la Lectio Divina: consiste en la lectura de un trozo unitario de  la Sagrada Escritura. Esta lectura implica la comprensión del texto al menos en su sentido literal. Se lee con la convicción de que Dios está hablando. No es la lectura de un libro, sino la escucha de Alguien. Es escuchar la voz de Dios hoy.  

Evangelio de la entrada del Señor (san Lucas 19, 28-40)

En aquel tiempo, Jesús echó a andar delante, subiendo hacia Jerusalén. Al acercarsea Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, mandó a dos discípulos, diciéndoles: – «Id a la aldea de enfrente; al entrar, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta: “¿Por qué lo desatáis?”, contestadle: “El Señor lo necesita”».

Ellos fueron y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el borrico, los dueños les preguntaron: — «¿Por qué desatáis el borrico?». Ellos contestaron:  — «El Señor lo necesita».

Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos y le ayudaron a montar. Según iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos.  Y, cuando se acercaba ya la bajada del monte de los Olivos, la masa de los discípulos, entusiasmados se pusieron a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habían visto, diciendo:  — «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto». Palabra del Señor.

Evangelio se la Pasión del Señor. San Lucas (22,14-71.23, 1-56)

Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los Apóstoles y les dijo:

“He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión, porque les aseguro que ya no la comeré más hasta que llegue a su pleno cumplimiento en el Reino de Dios”. Y tomando una copa, dio gracias y dijo: “Tomen y compártanla entre ustedes, porque les aseguro que desde ahora no beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios”. Luego tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”.

Después de la cena hizo lo mismo con la copa, diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por ustedes. La mano del traidor está sobre la mesa, junto a mí. Porque el Hijo del hombre va por el camino que le ha sido señalado, pero ¡ay de aquel que lo va a entregar!”. Entonces comenzaron a preguntarse unos a otros quién de ellos sería el que iba a hacer eso.

Y surgió una discusión sobre quién debía ser considerado como el más grande.

Jesús les dijo: “Los reyes de las naciones dominan sobre ellas, y los que ejercen el poder sobre el pueblo se hacen llamar bienhechores. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor. Porque, ¿quién es más grande, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Y sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve. Ustedes son los que han permanecido siempre conmigo en medio de mis pruebas, por eso yo les confiero la realeza, como mi Padre me la confirió a mí. Y en mi Reino, ustedes comerán y beberán en mi mesa, y se sentarán sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.

Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos”. “Señor, le dijo Pedro, estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte”. Pero Jesús replicó: “Yo te aseguro, Pedro, que hoy, antes que cante el gallo, habrás negado tres veces que me conoces”. Después les dijo: “Cuando los envié sin bolsa, ni alforja, ni sandalia, ¿les faltó alguna cosa?”.

“Nada”, respondieron. El agregó: “Pero ahora el que tenga una bolsa, que la lleve; el que tenga una alforja, que la lleve también; y el que no tenga espada, que venda su manto para comprar una. Porque les aseguro que debe cumplirse en mí esta palabra de la Escritura: Fue contado entre los malhechores. Ya llega a su fin todo lo que se refiere a mí”. “Señor, le dijeron, aquí hay dos espadas”. Él les respondió: “Basta”.

En seguida Jesús salió y fue como de costumbre al monte de los Olivos, seguido de sus discípulos. Cuando llegaron, les dijo: “Oren, para no caer en la tentación”.

Después se alejó de ellos, más o menos a la distancia de un tiro de piedra, y puesto de rodillas, oraba: “Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Entonces se le apareció un ángel del cielo que lo reconfortaba. En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo. Después de orar se levantó, fue hacia donde estaban sus discípulos y los encontró adormecidos por la tristeza. Jesús les dijo: “¿Por qué están durmiendo? Levántense y oren para no caer en la tentación”. Todavía estaba hablando, cuando llegó una multitud encabezada por el que se llamaba Judas, uno de los Doce. Este se acercó a Jesús para besarlo. Jesús le dijo: “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?”. Los que estaban con Jesús, viendo lo que iba a suceder, le preguntaron: “Señor, ¿usamos la espada?”. Y uno de ellos hirió con su espada al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. Pero Jesús dijo: “Dejen, ya está”. Y tocándole la oreja, lo curó. Después dijo a los sumos sacerdotes, a los jefes de la guardia del Templo y a los ancianos que habían venido a arrestarlo: “¿Soy acaso un ladrón para que vengan con espadas y palos? Todos los días estaba con ustedes en el Templo y no me arrestaron. Pero esta es la hora de ustedes y el poder de las tinieblas”.

Después de arrestarlo, lo condujeron a la casa del Sumo Sacerdote. Pedro lo seguía de lejos. Encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor de él y Pedro se sentó entre ellos. Una sirvienta que lo vio junto al fuego, lo miró fijamente y dijo: “Este también estaba con él”. Pedro lo negó, diciendo: “Mujer, no lo conozco”. Poco después, otro lo vio y dijo: “Tú también eres uno de aquellos”. Pero Pedro respondió: “No, hombre, no lo soy”. Alrededor de una hora más tarde, otro insistió, diciendo: “No hay duda de que este hombre estaba con él; además, él también es galileo”. “Hombre, dijo Pedro, no sé lo que dices”. En ese momento, cuando todavía estaba hablando, cantó el gallo. El Señor, dándose vuelta, miró a Pedro. Este recordó las palabras que el Señor le había dicho: “Hoy, antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces”. Y saliendo afuera, lloró amargamente.

Los hombres que custodiaban a Jesús lo ultrajaban y lo golpeaban; y tapándole el rostro, le decían: “Profetiza, ¿quién te golpeó?”. Y proferían contra él toda clase de insultos.

Cuando amaneció, se reunió el Consejo de los ancianos del pueblo, junto con los sumos sacerdotes y los escribas. Llevaron a Jesús ante el tribunal y le dijeron: “Dinos si eres el Mesías”. Él les dijo: “Si yo les respondo, ustedes no me creerán, y si los interrogo, no me responderán. Pero en adelante, el Hijo del hombre se sentará a la derecha de Dios todopoderoso”.

Todos preguntaron: “¿Entonces eres el Hijo de Dios?”. Jesús respondió: “Tienen razón, yo lo soy”. Ellos dijeron: “¿Acaso necesitamos otro testimonio? Nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca”. Después se levantó toda la asamblea y lo llevaron ante Pilato.

Y comenzaron a acusarlo, diciendo: “Hemos encontrado a este hombre incitando a nuestro pueblo a la rebelión, impidiéndole pagar los impuestos al Emperador y pretendiendo ser el rey Mesías”.

Pilato lo interrogó, diciendo: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. “Tú lo dices”, le respondió Jesús. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la multitud: “No encuentro en este hombre ningún motivo de condena”. Pero ellos insistían: “Subleva al pueblo con su enseñanza en toda la Judea. Comenzó en Galilea y ha llegado hasta aquí”.

Al oír esto, Pilato preguntó si ese hombre era galileo. Y habiéndose asegurado de que pertenecía a la jurisdicción de Herodes, se lo envió. En esos días, también Herodes se encontraba en Jerusalén. Herodes se alegró mucho al ver a Jesús. Hacía tiempo que deseaba verlo, por lo que había oído decir de él, y esperaba que hiciera algún prodigio en su presencia.

Le hizo muchas preguntas, pero Jesús no le respondió nada.

Entre tanto, los sumos sacerdotes y los escribas estaban allí y lo acusaban con vehemencia. Herodes y sus guardias, después de tratarlo con desprecio y ponerlo en ridículo, lo cubrieron con un magnífico manto y lo enviaron de nuevo a Pilato. Y ese mismo día, Herodes y Pilato, que estaban enemistados, se hicieron amigos.

Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los jefes y al pueblo, y les dijo: “Ustedes me han traído a este hombre, acusándolo de incitar al pueblo a la rebelión. Pero yo lo interrogué delante de ustedes y no encontré ningún motivo de condena en los cargos de que lo acusan; ni tampoco Herodes, ya que él lo ha devuelto a este tribunal. Como ven, este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte. Después de darle un escarmiento, lo dejaré en libertad”. Pero la multitud comenzó a gritar: “¡Qué muera este hombre! ¡Suéltanos a Barrabás!”. A Barrabás lo habían encarcelado por una sedición que tuvo lugar en la ciudad y por homicidio.

Pilato volvió a dirigirles la palabra con la intención de poner en libertad a Jesús. Pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”. Por tercera vez les dijo: “¿Qué mal ha hecho este hombre? No encuentro en él nada que merezca la muerte. Después de darle un escarmiento, lo dejaré en libertad”. Pero ellos insistían a gritos, reclamando que fuera crucificado, y el griterío se hacía cada vez más violento. Al fin, Pilato resolvió acceder al pedido del pueblo. Dejó en libertad al que ellos pedían, al que había sido encarcelado por sedición y homicidio, y a Jesús lo entregó al arbitrio de ellos.

Cuando lo llevaban, detuvieron a un tal Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús. Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él. Pero Jesús, volviéndose hacia ellas, les dijo: “¡Hijas de Jerusalén!, no lloren por mí; lloren más bien por ustedes y por sus hijos. Porque se acerca el tiempo en que se dirá: ¡Felices las estériles, felices los senos que no concibieron y los pechos que no amamantaron! Entonces se dirá a las montañas: ¡Caigan sobre nosotros!, y a los cerros: ¡Sepúltennos! Porque si así tratan a la leña verde, ¿qué será de la leña seca?”.

Con él llevaban también a otros dos malhechores, para ser ejecutados. Cuando llegaron al lugar llamado “del Cráneo”, lo crucificaron junto con los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda.

Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Después se repartieron sus vestiduras, sorteándolas entre ellos.

El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: “Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!”. También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: “Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!”.

Sobre su cabeza había una inscripción: “Este es el rey de los judíos”.

Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”.

Pero el otro lo increpaba, diciéndole: “¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino”. Él le respondió: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Era alrededor del mediodía. El sol se eclipsó y la oscuridad cubrió toda la tierra hasta las tres de la tarde. El velo del Templo se rasgó por el medio.

Jesús, con un grito, exclamó: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Y diciendo esto, expiró.

Cuando el centurión vio lo que había pasado, alabó a Dios, exclamando: “Realmente este hombre era un justo”. Y la multitud que se había reunido para contemplar el espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho.

Todos sus amigos y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea permanecían a distancia, contemplando lo sucedido.

Llegó entonces un miembro del Consejo, llamado José, hombre recto y justo, que había disentido con las decisiones y actitudes de los demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios. Fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. Después de bajarlo de la cruz, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro cavado en la roca, donde nadie había sido sepultado.

Era el día de la Preparación, y ya comenzaba el sábado. Las mujeres que habían venido de Galilea con Jesús siguieron a José, observaron el sepulcro y vieron cómo había sido sepultado.

Después regresaron y prepararon los bálsamos y perfumes, pero el sábado observaron el descanso que prescribía la Ley. Palabra de Dios.

  • MEDITATIO 

Estando siempre en la presencia de Dios, el segundo paso de la Lectio Divina o Meditatio consiste en reflexionar en nuestro interior y con nuestra inteligencia sobre lo que se ha leído y comprendido. “Es esa disposición del alma que usa de todas sus facultades intelectuales y volitivas para poder captar lo que Dios le dice… al modo de Dios”.   

OPCIÓN 1

OPCIÓN 1

ANÍBAL FOSBERY O.P, Reflexiones sobre textos del Evangelio de San Juan -Volumen III, Buenos Aires, MDA, 2016, página 140-141; Evangelio de San Lucas-Volumen III, página 219;  página 226-228. Evangelio de San Juan -Volumen III, página 142-144;

María, Madre de Dios y Madre nuestra, Buenos Aires, MDA, 2016, página 247.

“Se van precipitando los acontecimientos, y van apareciendo los protagonistas de este drama infinito. Jesús lo sabe, y se estremece. Todos, alguna vez, nos hemos estremecido frente a acontecimientos que han golpeado honda y profundamente nuestro espíritu. Estremecerse es como una palpitación profunda de todo el cuerpo detrás de un impacto del espíritu.

Jesús era el más hermoso de los hijos de los hombres, el Verbo de Dios Encarnado, perfecto Dios, y perfecto hombre. La pasión, que comenzaba a padecer con profunda fuerza lo debe haber impactado al Hijo de Dios, lo estremeció.

Porque ya los tiempos apuraban, y llegaba su hora, se estremeció porque se iba a separar de aquellos a los que tanto amaba, ya no eran sus siervos, eran sus amigos. Se estremeció, porque iba a dejar a sus amigos. Se estremeció, porque uno de ellos, lo iba a traicionar.

El Señor se sigue estremeciendo, desde su inmutable gloria infinita,  por el dolor que le causan los pecadores, a los que el Señor ama de modo infinito, y de los cuales quiere, su salvación.

Jesús, por intercesión de María, enséñanos a refugiarnos en ti, y a repetir tus palabras de abandono y entrega a la voluntad del Padre, que en Getsemaní han alcanzado la salvación del universo”.

“Delante de los ojos de nuestra fe, está el Cristo, el Ungido de Dios, nuestro Salvador. Pero está vilipendiado, abofeteado, escupido, profanado.

Ecce homo, aquí está el hombre. Fijemos los ojos de la fe en esta figura del Dios vilipendiado, del Dios rechazado, del Dios abofeteado, del Dios escupido.

Prestemos atención a la imagen de nuestro Salvador, acerquémonos a Él con los ojos de la fe, y veremos presente en esta imagen, vivos en las retinas de sus ojos, los rostros de los corruptos de todos los tiempos, desde el justo Abel, hasta los de hoy, pasando por Pilato.

Veremos los rostros de los calumniadores, y de los maledicentes, de los fornicarios, de los adúlteros. Veremos los rostros de los corruptores de niños y de jóvenes. Veremos los rostros de los dueños de todos los boliches, los rostros de los fabricantes de preservativos, y los rostros de los que los reparten. Veremos los rostros de los científicos que manipulan con la vida en los laboratorios, de los que profanan y quebrantan la vida, de los torturadores, de los insolentes, de los crueles, de los ladrones, de los malos políticos, de los que apedrean a los obispos y persiguen a la Iglesia.

Y están también los rostros de los pobres, de los enfermos, de los abandonados, de los huérfanos, de los muertos en las guerras inútiles, de los perseguidos por la justicia, de los presos, de los enfermos.

Ecce homo. Este es el rostro de nuestro Dios, de nuestro Dios malherido y profanado. La Iglesia nos lo presenta.

Este Dios es el mismo del que hablaban los Profetas, cuando decían lo hemos visto crecer como una raíz en tierra árida, como un retoño débil. Lo hemos visto rechazado y despreciado. Lo hemos visto sin gracia, sin aspecto atrayente y sin belleza, varón de dolores, acostumbrado al sufrimiento, despreciado, vilipendiado, profanado (Sal 21; Is 52, 13-15; 53, 1-12).

Lo hemos visto ir al matadero como una oveja enmudecida. Lo hemos visto trasquilar sin que abriera la boca.

Con sus heridas hemos sido sanados, sus llagas nos han liberado (Is 53, 1-9)”.

“Delante de los ojos de nuestra fe, está el Cristo, el Ungido de Dios, nuestro Salvador. Pero está coronado con una ignominiosa corona de espinas, y cubierto con la ironía de un manto real.

Ha llegado el momento de que el Hijo de Dios, el Ungido de Dios, el Verbo Salvador, sea glorificado. Ahora ha llegado el momento en que el Príncipe de este mundo, sea echado afuera. Ahora ha llegado el momento, en que el Ungido de Dios sea levantado en alto, y atraiga hacia sí todas las cosas (Jn 12, 22-33).

Extraña forma de ser glorificado. El mundo glorifica con el poder, con la riqueza, con la belleza, o con el éxito, el Ungido de Dios va a ser glorificado con el anonadamiento profundo, con la obediencia hasta su última consecuencia, fue obediente hasta la muerte, mortem autem crucis, pero muerte de Cruz (Flp 2, 5-8).

Extraña forma de glorificar Dios a Dios. En su Ungido ahora con esta expresión de varón de dolores, martirizado, quebrado, angustiado, profanado, en este Ungido de Dios así anonadado, crucificado, va a ser glorificado Dios, porque Él ha cumplido la voluntad del Padre, y ha entregado su vida para nuestra salvación (Jn 10, 10).

Víctima santa, con su Muerte seremos liberados de la miseria y del pecado. Todas las miserias del mundo, de todos los hombres de todos los tiempos, sumadas, van a ser redimidas porque la sangre del Cordero Inmaculado va limpiar la injusticia del hombre. Esa carne mancillada, carne vejada del Ungido de Dios, es carne consagrada e impoluta, es carne que va a ser ofrecida al Padre como víctima, hostia pura, santa, agradable a Dios. Es carne consagrada que lo transforma en el único y eterno sacerdote, con el único sacrificio liberador, santificador y redentor, que es el de Cristo. Y a partir de allí, de esta carne consagrada y crucificada, abierta por el cruel lanzazo del protervo soldado romano (Jn 19,31-37), de esta carne consagrada, vendrán las gracias redentivas y sanantes. El agua regenerativa de nuestro bautismo, y la sangre de la Eucaristía que nos alimenta.

“Ecce Homo”, allí levantado en alto, víctima y hostia, sacerdote eterno ofreciendo al Padre el único y perfecto sacrificio de redención. Su holocausto.

Señor Jesús, ahora que estás en lo alto, que toda la fuerza y los méritos salvíficos de tu redención me atraigan hasta Ti. Que el bautismo regenerativo que he recibido, nos introduzca en la llaga abierta de tu costado. Que pueda ser lavado con tu sangre redentora. Que desaparezcan mis pecados, mis miserias, mis debilidades, y mis traiciones. Señor Jesús, que el día de mi muerte implacable, que aguardo y espero, que ese día de mi muerte no sea muerte profana, que también la fuerza de tu inmolación en la Cruz atraiga mi muerte hasta tu muerte, que mi muerte ya no sea mía, sea la tuya Señor. Y que en esa muerte tuya, pueda ser yo rescatado de mi propia muerte, en la ignominia de la tuya, pueda ser lanzado para siempre a la gloria de la resurrección, esplendente e ingrávido, para vivir eternamente en la comunión del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén”.

“Cuando Jesús camina hacia su crucifixión se encuentra con las mujeres de Jerusalén. Estas, las que le acompañaban y le servían, las mismas a las cuales se les va a aparecer, las primeras testigos de su Resurrección.

Estas mujeres estaban desconsoladas llorando, ellas eran María de Cleofás, Juana de Cusa, la madre de los hijos del Zebedeo, y María  la Virgen, seguramente estaba entre ellas.  Jesús se vuelve hacia estas mujeres de Jerusalén y les dice: mujeres de Jerusalén ¿por qué lloráis por mí? Llorad por vosotras, porque si esto se ha hecho en el leño verde cuanto más en el seco. Y claro aquí de alguna manera, Jesús está diciendo que hay que llorar por nosotros y por nuestros pecados. Inmediatamente después la instituye a la Virgen como Madre y Señora nuestra, como Madre espiritual de nosotros. Cuando en la Cruz le dice: mujer, esta palabra mujer no significa una expresión de amor filial, sino la institución de la “Virgen como Madre espiritual de todos nosotros.

Ella sabe que no tiene motivos para llorar por el Cristo, porque acaso ¿no sabe ella que el Cristo venía para cumplir la misión salvífica de salvarnos del pecado? ¿Acaso no sabe la Virgen que el Cristo es el mismo que el Padre? ¿Acaso no sabe la Virgen que el Cristo es la impronta de su substancia? ¿Acaso no sabe la Virgen que Cristo es el mismo que el Padre? ¿Acaso no sabe la Virgen que Cristo ha cumplido y ha aceptado su misión, porque ha sido obediente hasta la muerte y muerte de Cruz? ¿Acaso no sabe la Virgen que el Cristo ha prometido que después de su muerte va a resucitar, y en su Resurrección va a llevar con Él a los que el a los que el Padre le ha dado? ¿Acaso no sabe la Virgen que el Cristo ha dicho que no quiere  que se pierda ninguno de los que el Padre le ha dado?

Entonces la Virgen tenía claro que sus lágrimas, las lágrimas que vertía junto a la Cruz viendo el dolor de su Hijo, por esa espada que le había profetizado Simeón que iba atravesar el corazón, sin embargo la Virgen sabía que estas lágrimas no eran por el Hijo, eran a raíz de la Pasión del Hijo. Tampoco eran por Ella. Llora por nosotros, por nuestros pecados, por eso llora la Virgen. Y eso la transforma en intermediaria. Entonces  Jesús le dice mujer y la constituye Madre espiritual nuestra.

Me pregunto ¿nuestra conversión a Dios tiene algo que ver con las lágrimas de la Virgen? Y sí. Nuestra salida del pecado, tiene algo que ver con las lágrimas de la Virgen, y sí. Ella ya estaba llorando al lado del Cristo, y lloraba por mí, y por vos, y por tus pecados, y por tu idolatría, y por tu concupiscencia, y por tus rebeldías, estaba llorando la Virgen. Y esas lágrimas tenían méritos, porque eran las lágrimas de la Madre del Hijo de Dios. Tenían méritos porque eran las lágrimas de la Inmaculada. Tenían méritos porque eran las lágrimas de la predestinada, eran las lágrimas de la mediadora.

Queridos míos, que en nuestra plegarias a la Virgen tengamos en cuenta que la liberación de nuestros pecados, que el camino de salvación nuestro, es camino que también ha abierto la Virgen con sus lágrimas Y con su dolor. María te damos gracias por esas lágrimas, que han permitido que nosotros estemos donde esté el Señor para participar de su gloria”.

“Dice el evangelista Juan, que a partir de la hora sexta, empezaron a producirse algunos hechos extraños, empezó a oscurecerse toda la región, no se sabe bien qué razones hubo para este oscurecimiento, porque dado que era luna llena, no podía ser un eclipse. Las tinieblas empezaron lentamente a cubrir todo. Jesús estaba rodeado de algunos amigos, cerca estaba su madre la Virgen, estaba la hermana de María, la esposa de Cleofás, estaba la Magdalena, estaba el discípulo que él amaba, aquél joven Juan, que había recostado su cabeza en el pecho del Señor el día anterior.

Jesús desde la cruz los miraba a todos, pero no podía hacer absolutamente nada, ni un gesto, ni un signo de afecto o de sentimiento, tampoco su madre la Virgen contemplaba silenciosa desde la distancia el martirio y la afrenta de su hijo. En un momento moviendo un poco la cabeza, Jesús se dirigió a ellos que estaban cerca, y le dijo a la Virgen mirando al discípulo amado: “mujer, ahí tienes a tu hijo. Y volviéndose sobre el discípulo le dijo: ahí tienes a tu madre. Y desde ese día el discípulo la recibió en su casa”. Después Jesús dijo otra expresión: “tengo sed”. Y era natural que tuviera sed, se estaba desangrando, con el cuerpo afiebrado, colgado del madero, habiendo recibido en el camino la cruz, la flagelación que lo había debilitado, teniendo su cabeza punzada con la corona de espinas, era natural que tuviera sed. Y entonces uno de los soldados mojando una esponja en una suerte de brebaje que ellos componían con agua y vinagre, que se llamaba “posea”, le acercó la esponja a la boca de Jesús. Una vez que Jesús tomó el vinagre dijo: “todo está consumado, inclinando la cabeza entregó su espíritu al Padre”.

Se estaban cumpliendo prolijamente las profecías. Los soldados vinieron, y viendo que todavía no habían muerto los malhechores que estaban crucificados junto a Jesús, les partieron las piernas para que murieran. Pero a Jesús no le rompieron ningún hueso, pues también estaba profetizado en Números que no le romperían los huesos. Y esto significa que Él ya estaba muerto, en cambio los malhechores soportaban más la condena, y el suplicio. Entonces uno de los soldados le abrió una herida en el costado, más o menos del tamaño de una mano, y de allí empezó a surgir sangre y agua. Los Padres de la Iglesia han enseñado siempre que en esa lanzada del soldado romano, desde donde surgió sangre y agua, estaba surgiendo la Iglesia, y los sacramentos de la Iglesia. Se cumplía también la profecía de Zacarías: “mirarán al que han traspasado”.

Y aquí estamos nosotros queridos míos ¿Para qué estamos aquí? ¿A que hemos venido esta tarde a reunirnos en la Iglesia, a mirar al que han traspasado? Porque el bautismo nos ha fijado, nos ha sumergido, nos ha zambullido en el que han traspasado. Porque estamos por la fe definitivamente fijados en el Dios de la Cruz. Y este Dios de la Cruz, el Crucificado, nos ha atraído, y nos está atrayendo hacia Él. No nos damos cuenta pero es así, hay un impulso misterioso, un movimiento misterioso de Dios en el corazón, que es fruto del Crucificado, el Dios crucificado, que es el Dios nuestro acá en condición de viadores y peregrinos, nos va atrayendo. Nos atrae. Nos eleva. Hasta que finalmente muertos con Él en la Cruz, podamos de tal manera ser atraídos, que podamos vivir definitivamente en la comunión con Él en el cielo. Por eso estamos aquí, porque hemos sido seducidos por Dios, atraídos por Dios. Porque la sangre del crucificado el día de nuestro bautismo, nos empapó, nos mojó, y nos sumergió en su muerte para poder finalmente estar definitivamente asociados a su resurrección y a su gloria”.

OPCIÓN 2

San Romano el Melódico (?-c. 560), compositor de himnos

Himno 32. “Bendito el que viene como rey”

Cristo, que eres Dios, que vas montado sobre tu trono en el cielo, y aquí abajo, sobre un borrico, acogías la alabanza de los ángeles y el himno de los niños que te aclamaban. “Bendito eres, tú que vienes a llamar de nuevo a Adán”…

    Aquí está nuestro rey, dulce y pacífico, montado sobre el pollino, que viene presuroso para sufrir su Pasión y borrar los pecados. El que es el Verbo, montado sobre un animal, quiere salvar a todos los seres dotados de razón. Y sobre la espalda de un borrico se podía contemplar a aquel que lo llevan los Querubines y que antaño elevó a Elías montado en un carro de fuego, a aquel que “siendo rico se hizo pobre” voluntariamente (2C 8,9), a aquel que escogiendo la debilidad da la fuerza a todos los que le aclaman: “Bendito eres tú, que vienes de nuevo a llamar a Adán”…

    Manifiestas tu fuerza escogiendo la indigencia… Las vestiduras de los discípulos eran una señal de indigencia, pero según la medida de tu poder eran el himno de los niños y la concurrencia de la multitud que gritaba: “Hosana –es decir: sálvanos, pues- tú que resides en lo más alto de los cielos. Tú, el Altísimo, salva a lo humillados. Ten piedad de nosotros por consideración a nuestras palmas; los ramos que se agitan removerán tu corazón, a ti que vienes de nuevo a llamar a Adán”…

    Oh criatura, hechura de mis manos, respondió el Creador…, soy yo mismo quien ha venido. La Ley no te podía salvar puesto que no era ella quien te había creado, ni los profetas que, igual que tú, eran mis criaturas. Sólo yo puedo liberarte de esta deuda. Por ti he sido vendido, y te devuelvo la libertad; por tu causa he sido crucificado, y así tú escapas de la muerte. Muero, y te enseño a aclamar: “Bendito eres tú, que vienes de nuevo a llamar a Adán”.

    ¿Acaso he amado tanto a los ángeles? No, es a ti, el miserable, a quien he querido. He escondido mi gloria y yo, el Rico, deliberadamente me hice pobre, porque te amo mucho. Por ti he pasado hambre, sed y fatiga. Buscándote he recorrido montañas, valles y cañadas oscuras, mi oveja perdida; he tomado el nombre de cordero para atraerte por mi voz de pastor y llevarte al buen camino, y por ti quiero dar mi vida y así arrancarte de las garras del lobo. Todo lo soporto para que tú puedas aclamar: “Bendito eres tú, que vienes de nuevo a llamar a Adán”.

Santo Tomás Moro, La angustia de Cristo ante la muerte

Ed. Rialp, 1989, pp. 12-22.

“Y dijo a los discípulos: Sentaos aquí mientras yo voy más allá y hago oración. Y llevándose consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse. Y les dijo entonces: Mi alma está triste hasta la muerte. Aguardad aquí y velad conmigo”. Después de mandar a los otros ocho Apóstoles que se quedaran sentados en un lugar, Él siguió más allá, llevando consigo a Pedro, a Juan y a su hermano Santiago, a los que siempre distinguió del resto por una mayor intimidad. Aunque no hubiera tenido otro motivo para hacerlo que el haberlo querido así, nadie tendría razón para la envidia por causa de su bondad. Pero tenía motivos para comportarse de esta manera, y los debió de tener presentes. Destacaba Pedro por el celo de su fe, y Juan por su virginidad, y el hermano de éste, Santiago, sería el primero entre ellos en padecer martirio por el nombre de Cristo. Estos eran, además, los tres Apóstoles a los que se les había concedido contemplar su cuerpo glorioso. Era, por tanto, razonable que estuvieran muy próximos a Él, en la agonía previa a su Pasión, los mismos que habían sido admitidos a tan maravillosa visión, y a quienes Él había recreado con un destello de la claridad eterna porque convenía que fueran fuertes y firmes.

Avanzó Cristo unos pasos y, de repente, sintió en su cuerpo un ataque tan amargo y agudo de tristeza y de dolor, de miedo y pesadumbre, que, aunque estuvieran otros junto a Él, le llevó a exclamar inmediatamente palabras que indican bien la angustia que oprimía su corazón: “Triste está mi alma hasta la muerte.” Una mole abrumadora de pesares empezó a ocupar el cuerpo bendito y joven del Salvador. Sentía que la prueba era ahora ya algo inminente y que estaba a punto de volcarse sobre Él: el infiel y alevoso traidor, los enemigos enconados, las cuerdas y las cadenas, las calumnias, las blasfemias, las falsas acusaciones, las espinas y los golpes, los clavos y la cruz, las torturas horribles prolongadas durante horas. Sobre todo esto le abrumaba y dolía el espanto de los discípulos, la perdición de los judíos, e incluso el fin desgraciado del hombre que pérfidamente le traicionaba. Anadea además el inefable dolor de su Madre queridísima. Pesares y sufrimientos se revolvían como un torbellino tempestuoso en su corazón amabilísimo y lo inundaban como las aguas del océano rompen sin piedad a través de los diques destrozados.

Alguno podrá quizás asombrarse, y se preguntará cómo es posible que nuestro salvador Jesucristo, siendo verdaderamente Dios, igual a su Padre Todopoderoso, sintiera tristeza, dolor y pesadumbre. No hubiera podido padecer todo esto si siendo como era Dios, lo hubiera sido de tal manera que no fuese al mismo tiempo hombre verdadero. Ahora bien, como no era menos verdadero hombre que era verdaderamente Dios, no veo razón para sorprendernos de que, al ser hombre de verdad, participara de los afectos y pasiones naturales de los hombres (afectos y pasiones, por supuesto, ausentes en todo de mal o de culpa). De igual modo, por ser Dios, hacía portentosos milagros. Si nos asombra que Cristo sintiera miedo, cansancio y pena, dado que era Dios, ¿por qué no nos sorprende tanto el que sintiera hambre, sed y sueño? ¿No era menos verdadero Dios por todo esto?

Tal vez, se podría objetar: “Está bien. Ya no me causa extrañeza que experimentara esas emociones y estados de ánimo, pero no puedo explicarme el que deseara tenerlas de hecho. Porque Él mismo enseñó a los discípulos a no tener miedo a aquellos que pueden matar el cuerpo y ya no pueden hacer nada más. ¿Cómo es posible que ahora tenga tanto miedo de esos hombres y, especialmente, si se tiene en cuenta que nada sufriría su cuerpo si Él no lo permitiera? Consta, además, que sus mártires corrían hacia la muerte, prestos y alegres, mostrándose superiores a tiranos y torturadores, y casi insultándoles. Si esto fue así con los mártires de Cristo, ¿cómo no ha de parecer extraño que el mismo Cristo se llenara de terror y pavor, y se entristeciera a medida que se acercaba -el sufrimiento? ¿No es acaso Cristo el primero y el modelo ejemplar de los mártires todos? Ya que tanto le gustaba primero hacer y luego enseñar, hubiera sido más lógico haber asentado en esos momentos un buen ejemplo para que otros aprendieran de El a sufrir gustosos la muerte por causa de la verdad. Y también para que los que más tarde morirían por la fe con duda y miedo no excusaran su cobardía imaginando que siguen a Cristo, cuando en realidad su reluctancia puede descorazonar a otros que vean su temor y tristeza, rebajando así la gloria de su causa.”

Estos y otros que tales objeciones ponen no aciertan a ver todos los aspectos de la cuestión, ni se dan cuenta de lo que Cristo quería decir al prohibir a sus discípulos que tuvieran miedo a la muerte. No quiso que sus discípulos no rechazaran nunca la muerte, sino, más bien, que nunca huyeran por miedo de aquella muerte “temporal”, la cual no dura mucho, para ir a caer, al renegar de la fe, en la muerte eterna. Quería que los cristianos fuesen soldados fuertes y prudentes, no tontos e insensatos. El hombre fuerte aguanta y resiste los golpes, el insensato ni los siente siquiera. Sólo un loco no teme las heridas, mientras que el prudente no permite que el miedo al sufrimiento le separe jamás de una conducta noble y santa. Sería escapar de unos dolores de poca monta para ir a caer en otros mucho más dolorosos y amargos.

Cuando un módico se ve obligado a amputar un miembro o cauterizar una parte del cuerpo, anima al enfermo a que soporte el dolor, pero nunca intenta persuadirle de que no sentirá ninguna angustia y miedo ante el dolor que el corte o la quemadura causen. Admite que será penoso, pero sabe bien que el dolor será superado por el gozo de recuperar la salud y evitar dolores más atroces.

Aunque Cristo nuestro Salvador nos manda tolerar la muerte, si no puede ser evitada, antes que separarnos de Él por miedo a la muerte (y esto ocurre cuando negamos públicamente nuestra fe), sin embargo, está tan lejos de mandarnos hacer violencia a nuestra naturaleza (como sería el caso si no hubiéramos de temer en absoluto la muerte), que incluso nos deja la libertad de escapar si es posible del suplicio, siempre que esto no repercuta en daño de su causa. “Si os persiguen en una ciudad -dice-, huid a otra”. Esta indulgencia y cauto consejo de prudente maestro fue seguido por los Apóstoles y por casi todos los grandes mártires en los siglos posteriores. Es difícil encontrar uno que no usara este permiso en un momento u otro para salvar la vida y prolongarla, con gran provecho para sí y para otros muchos, hasta que se aproximara el tiempo oportuno según la oculta providencia de Dios. Hay también valerosos campeones que tomaron la iniciativa profesando públicamente su fe cristiana aunque nadie se lo exigiera; e incluso llegaron a exponerse y ofrecerse a morir aunque tampoco nadie les forzara. Así lo quiere Dios que aumenta su gloria, unas veces, ocultando las riquezas de la fe para que quienes traman contra los creyentes piquen el anzuelo; y otras, haciendo ostentación de esos tesoros de tal modo que sus crueles perseguidores se irriten y exasperen al ver sus esperanzas frustradas, y comprueben corí rabia que toda su ferocidad es incapaz de superar y vencer a quienes gustosamente avanzan hacia el martirio.

Sin embargo, Dios misericordioso no nos manda trepar a tan empinada y ardua cumbre de la fortaleza; así que nadie debe apresurarse precipitadamente hasta tal punto que no pueda volver sobre sus pasos poco a poco, poniéndose en peligro de estrellarse de cabeza en el abismo si no puede alcanzar la cumbre. Quienes son llamados por Dios para esto, que luchen por conseguir lo que Dios quiere y reinarán vencedores. Mantiene ocultos los tiempos y las causas de las cosas, y cuando llega el momento oportuno saca a la luz el arcano tesoro de su sabiduría que penetra todo con fortaleza y dispone todo con suavidad. Por consiguiente, si alguien es llevado hasta aquel punto en que debe tomar una decisión entre sufrir tormento o renegar de Dios, no ha de dudar, que está en medio de esa angustia porque Dios lo quiere. Tiene de este modo el motivo más grande para esperar de Dios lo mejor: o bien Dios le librará de este combate, o bien le ayudará en la lucha, y le hará vencer para coronarlo como triunfador. Porque “fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma prueba os hará sacar provecho para que podáis sosteneros”.

Si enfrentado en lucha cuerpo a cuerpo con el diablo, príncipe de este mundo, y con sus secuaces, no hay modo posible de escapar sin ofender a Dios, tal hombre -.en mi opinión- debe desechar todo miedo; yo le mandaría descansar tranquilo lleno de esperanza y de confianza, “porque disminuirá la fortaleza de quien desconfíe en el día de la tribulación”. Pero el miedo y la ansiedad antes del combate no son reprensibles, en la medida en que la razón no deje de luchar en su contra, y la lucha en sí misma no sea criminal ni pecaminosa. No sólo no es el miedo reprensible, al contrario, es inmensa y excelente oportunidad para merecer. ¿O acaso imaginas tú que aquellos santos mártires que derramaron su sangre por la fe no tuvieron jamás miedo a los suplicios y a la muerte? No me hace falta elaborar todo un catálogo de mártires: para mí el ejemplo de Pablo vale por mil.

Si en la guerra contra los filisteos David valía por diez mil, no cabe duda de que podemos considerar a Pablo como si valiera por diez mil soldados en la batalla por la fe contra los perseguidores infieles. Pablo, fortísimo entre los atletas de la fe, en quien la esperanza y el amor a Cristo habían crecido tanto que no dudaba en absoluto de su premio en el cielo, fue quien dijo: “He luchado con valor, he concluido la carrera, y ahora una corona de justicia me está reservada” (15). Tan ardiente era el deseo que le llevó a escribir: “Mi vivir es Cristo, y morir, una ganancia” (16). Y también “Anhelo verme libre de las ataduras del cuerpo y estar con Cristo” (17). Sin embargo, y junto a todo esto, ese mismo Pablo no sólo procuró escapar con gran habilidad, y gracias al tribuno, de las insidias de los judíos, sino que también se libró de la cárcel declarando y haciendo valer su ciudadanía romana; eludió la crueldad de los judíos apelando al César, y escapó de las manos sacrílegas del rey Aretas dejándose deslizar por la muralla metido en una cesta.

Alguien podría decir que Pablo contemplaba en esas ocasiones el fruto que más tarde había de sembrar con sus obras, y que además, en tales circunstancias, jamás le asustó el miedo a la muerte. Le concedo ampliamente el primer punto, pero no me aventuraría a afirmar estrictamente el segundo. Que el valeroso corazón del Apóstol no era impermeable al miedo es algo que él mismo admite cuando escribe a los corintios: “Así que hubimos llegado a Macedonia, nuestra carne no tuvo descanso alguno, sino que sufrió toda suerte de tribulaciones, luchas por fuera, temores por dentro” (18). Y escribía en otro lugar a los mismos: “Estuve entre vosotros en la debilidad, en mucho miedo y temor”(19). Y de nuevo: “Pues no queremos, hermanos, que ignoréis las tribulaciones que padecimos en Asia, ya que el peso que hubimos de llevar superaba toda medida, más allá ` de nuestras fuerzas, hasta tal punto que el mismo hecho de vivir nos era un fastidio” (20).

¿No escuchas en estos pasajes, y de la boca del mismo Pablo, su miedo, su estremecimiento, su cansancio, más insoportable que la misma muerte, hasta tal punto que nos recuerda la agonía de Cristo y presenta una imagen de ella? Niega ahora si puedes, que los mártires santos de Cristo, sintieron miedo ante una muerte espantosa. Ningún temor, sin embargo, por grande que fuera, pudo detener a Pablo en sus planes para extender la fe; tampoco pudieron los consejos de los discípulos disuadirle para que no viajara a Jerusalén (viaje al que se sentía impulsado por el Espíritu de Dios), incluso aunque el profeta Agabo le había predicho que las cadenas y otros peligros le aguardaban allí.

El miedo a la muerte o a los tormentos nada tiene de culpa, sino más bien de pena: es una aflicción de las que Cristo vino a padecer y no a escapar. Ni se ha de llamar cobardía al miedo y horror ante los suplicios. Sin embargo, huir por miedo a la tortura o a la misma muerte en una situación en la que es necesario luchar, o también, abandonar toda esperanza de victoria y entregarse al enemigo, esto, sin duda, es un crimen grave en la disciplina militar. Por lo demás, no importa cuán perturbado y estremecido por el miedo esté el ánimo de un soldado; si a pesar de todo avanza cuando lo manda el capitán, y marcha y lucha y vence al enemigo, ningún motivo tiene para temer que aquel su primer miedo pueda disminuir el premio. De hecho, debería recibir incluso mayor alabanza, puesto que hubo de superar no sólo al ejército enemigo, sino también su propio temor; y esto último, con frecuencia, es más difícil de vencer que el mismo, enemigo.

  • ORATIO

La oratio es el tercer momento de la Lectio Divina, consiste en la oración que viene de la meditatio. “Es la plegaria que brota del corazón al toque de la divina Palabra”. Los modos en que nuestra oración puede subir hacia Dios son: petición, intercesión, agradecimiento y alabanza.

Antífona  de entrada         Mt 21, 9

Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hosanna en el cielo!

Bendición de los Ramos

Oremos.

Dios todopoderoso y eterno, santifica con tu bendición estos ramos y a cuantos vamos a acompañar a Cristo aclamándolo con cantos, concédenos entrar en la Jerusalén del Cielo, por medio de Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

R/. Amén.

Oración Colecta del domingo de Ramos CC

Dios todopoderoso y eterno,  tú quisiste que nuestro salvador se hiciese hombre  y muriese en la cruz,  para mostrar al género humano  el ejemplo de una vida sumisa a tu voluntad; concédenos que las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio,  y que un día participemos en su gloriosa resurrección.  Por nuestro Señor Jesucristo.

Amén

Oración post comunión

Fortalecidos con tan santos misterios,  te dirigimos esta súplica, Señor:  del mismo modo que la muerte de tu Hijo  nos ha hecho esperar lo que nuestra fe nos promete, que su resurrección nos alcance  la plena posesión de lo que anhelamos.

Por Jesucristo, nuestro Señor”.

Amén.

  • CONTEMPLATIO

EL último paso de la Lectio Divina: la contemplatio, consiste en la contemplación o admiración que surge de entrar en contacto con la Palabra de Dios. Esta consiste en la adoración, en la alabanza y en el silencia delante de Dios que se está comunicando conmigo.“Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él”.

« “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino”. Él le respondió: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”».