FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3] .
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL XIV DOMINGO DURANTE EL AÑO. 8 DE JULIO DE 2018. (San MARCOS 6, 1-6A)
-En los Padres de la Iglesia
San Juan Crisóstomo, Sobre la incredulidad. Explicación del Evangelio de San Juan (1), Homilía IX (VIII), Tradición México 1981, p. 76-81
SI RETENÉIS en la memoria lo dicho anteriormente, con mayor presteza proseguiremos, pues vemos que está a punto un fruto muy grande. Si os acordáis de lo ya dicho, os será más fácil comprender nuestro discurso; y tampoco será excesivo nuestro trabajo, pues vosotros, por el anhelo de más profundos conocimientos, comprenderéis lo demás. El que continuamente echa en olvido lo que se le ha enseñado, necesita también continuamente de maestro y nunca llegará a saber algo; pero el que conserva la enseñanza recibida y va luego añadiendo lo que nuevamente se le da, muy pronto de discípulo pasará a ser maestro, y será útil no sólo para sí mismo, sino también para otros. Yo espero que así suceda con mi discurso ahora; y lo conjeturo por el gran empeño vuestro en escuchar. ¡Ea, pues! echemos en vuestras almas como en seguro depósito la plata del Señor; y expliquemos, en cuanto la gracia del Espíritu Santo nos preste su auxilio, lo que hoy se nos ha propuesto.
Había dicho el evangelista: El mundo no lo conoció, refiriéndose a los tiempos antiguos. Pero luego viene a los tiempos en que Cristo predicaba, y dice: A los suyos vino, y su propio pueblo no lo acogió. Llama suyos a los judíos y pueblo especialmente suyo, o también a todos los hombres que son creaturas suyas. Y así como antes, estupefacto ante la locura de muchos, y como avergonzado de la humana naturaleza, decía: que el mundo por el Creador puesto en existencia no lo conoció, así ahora, molesto por las ingratitudes de los judíos y de muchos hombres, pasa a una más grave acusación, y dice: Y su propio pueblo no lo acogió, a pesar de haber venido El a ellos. Pero no solamente Juan sino también los profetas con admiración dijeron lo mismo. Y también Pablo se extrañó de semejante cosa.
Los profetas, en persona de Cristo, clamaron y dijeron: El pueblo que Yo no conocía, me sirve; con sólo oírme me obedeció. Los hijos extranjeros me engañaron, se afirmaron en su posición y erraron en sus caminos. Y también: Lo verán aquellos a quienes no se les ha hablado de Él; y los que no oyeron, entenderán. Además: He sido encontrado por los que no me buscaban, y claramente me mostré a quienes de Mí no preguntaban. Y Pablo, escribiendo a los romanos, les decía: En conclusión ¿qué? Israel no ha alcanzado lo que buscaba. Lo alcanzó, sí, el resto elegido Y escribiendo a los mismos romanos, dice: ¿Qué diremos en conclusión? Que los gentiles, que no iban en busca de la justicia, alcanzaron la justicia. Pero Israel, que iba en busca de la ley de justicia, no alcanzó esta ley.
Cosa admirable es que los que fueron educados en los libros de los profetas y que cada día escuchan a Moisés —quien profetiza innumerables cosas acerca de Cristo—, lo mismo que a los profetas subsiguientes y a Cristo que cada día obra milagros y que sólo con ellos convive y no permite a sus discípulos entrar a los gentiles, ni ir a las ciudades de los samaritanos, como tampoco Él iba, sino que con frecuencia decía no haber sido enviado sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel, a pesar de tantos milagros hechos en su favor y escuchando ellos continuamente a Cristo, que los amonestaba, se mostraron tan ciegos y sordos, que ni uno solo pudo ser inducido a creer en Cristo.
En cambio los gentiles nada de eso habían alcanzado y ni en sueños habían oído las palabras divinas, sino que andaban ocupados en fábulas de locos —así me place llamar a la sabiduría pagana—, y en tratar de los delirios de sus poetas, y estaban apegados a los ídolos de madera y piedra, y nada sabían de sano ni útil ni en las doctrinas ni en las costumbres, pues su vida era más impura y más criminal que sus doctrinas. ¿Ni qué otra cosa podía esperarse cuando ellos veían a sus dioses entregarse al placer de todos los pecados, y que se les adoraba con palabras obscenas y prácticas más obscenas aún? Y todo eso era para ellos días de fiesta y de honores. Además, tales dioses eran honrados con asesinatos y muertes de niños; y en todo imitaban ellos a sus dioses. Y sin embargo, sumidos así en el abismo de la perversidad, repentinamente, como levantados mediante algún mecanismo, se nos presentan en las alturas mismas del Cielo.
¿Por dónde y cómo sucedió esto? Oye a Pablo que lo cuenta. Este varón bienaventurado, examinando diligentemente el caso, no cesó hasta dar con la causa, para manifestarla a todos. ¿Cuál es ella y por dónde les vino semejante ceguera? Escucha al varón a quien se le confió el ministerio de los gentiles. ¿Qué es lo que dice, tratando de acabar con la duda de muchos?: Ignorando la justicia de Dios y empeñándose en afirmar la propia, no se rindieron a la justicia de Dios. Ese fue el motivo. Y luego el mismo Pablo, explicándolo de otra manera, dice: ¿Qué diremos en conclusión? Que los gentiles que no iban en busca de la justicia alcanzaron la justicia, a saber: la justicia de la fe. Pero Israel, que iba en busca de una ley de justicia, no alcanzó esta ley. ¿Por qué? Porque no la quiso nacida de la fe, sino cual si fuera fruto de las obras. Se estrellaron contra la piedra de tropiezo.
Es decir que la causa de su daño estuvo en la incredulidad; y la incredulidad fue engendrada por la arrogancia. Como anteriormente poseían más que los gentiles, pues habían recibido la ley, y conocían a Dios y las otras cosas que Pablo enumera, y luego vieron que los gentiles eran llamados por la fe a un honor igual al de ellos; y que tras de recibir la fe, ya el circuncidado nada poseía de más que el que llegaba de entre los gentiles, por envidia y arrogancia decayeron y no soportaron una tan inefable y tan inmensa benignidad del Señor: cosa que les vino, no de otra parte, sino de su arrogancia, perversidad y odio.
¿Qué daño, oh necios en grado sumo, os trae semejante providencia de Dios, abundantemente difundida entre otros? ¿Acaso los bienes vuestros se disminuirían por el consorcio con los gentiles? Eso es simplemente ciega maldad que no alcanza a percibir qué sea lo que conviene. Pereciendo de envidia por encontrarse con compañeros de la misma libertad, contra sí mismos empujaron la espada y se colocaron fuera del campo de la divina benignidad. Es lógico. Pues dice la Escritura: ¡Amigo! no te hago injuria: quiero dar a éstos tanto como a ti. Pero a la verdad, ni siquiera son dignos de semejante respuesta. Aquellos obreros contratados, aunque se molestaban, pero podían alegar el trabajo del día íntegro, las dificultades, el calor, los sudores; pero estos otros ¿qué podían decir? ¡Nada de eso! Solamente desidia, intemperancia y vicios sin cuento, que los profetas todos les echaban en cara acusándolos continuamente: vicios con que ellos ofendieron a Dios lo mismo que los gentiles.
Así lo declaró Pablo al decir: Porque no hay distinción [entre judíos y griegos] pues todos pecaron y se hallan privados de la gloria de Dios. Justificados gratuitamente por la gracia. Materia es esta que útil y muy prudentemente trata el apóstol en esa carta suya. Pero antes declara ser ellos dignos de mayor castigo, diciendo: Los que pecaron teniendo la ley, por la ley serán condenados; es decir, más gravemente, pues tendrán como acusadores, además de la ley natural, también a la escrita. Y no sólo por eso, sino porque fueron causa de que los gentiles blasfemaran de Dios. Pues dice: Por causa vuestra se blasfema mi nombre entre la gente.
Esto sobre todo les escocía, y a los de la circuncisión que habían creído les parecía cosa extraña; de modo que a Pedro, cuando regresó de Cesarea, lo acusaron de haber entrado en casa de hombres no circuncidados y de haber comido con ellos; y aun habiendo ya entendido la economía de la redención, aún se admiraban de que el Espíritu Santo se hubiera difundido entre los gentiles; y daban a entender, por su estupor, que jamás habían ellos esperado que aconteciera cosa tan fuera de expectación. Como esto supiera Pedro, y que lo llevaban muy a mal, puso todos los medios para reprimirles la hinchazón y sacarlos de su arrogancia.
Advierte en qué forma procede. Tras de haber hablado de los gentiles y haberles demostrado que no tenían defensa alguna ni esperanza de salvación, y de haberlos acusado acremente de pervertir la doctrina y de vivir perversamente, se vuelve a los judíos, y les recuerda cuanto los profetas habían dicho de ellos: que eran perversos, engañadores, astutos, inútiles todos, y que no había entre ellos ninguno que buscara a Dios, sino que todos habían equivocado el camino, y otras cosas por el estilo, y finalmente añadió: Bien sabemos que cuanto dice la ley, a los que están bajo la ley lo dice. Para que toda boca enmudezca y todo el mundo se confiese reo ante Dios. Ya que todos pecaron y se hallan privados de la gloria de Dios.
Entonces ¿por qué te ensoberbeces, oh judío? ¿Por qué te enalteces? También tu boca ha quedado cerrada y se te ha quitado el motivo de confianza; y lo mismo que todo el mundo, quedas constituido reo, y al igual que los demás necesitas justificarte por la gracia. Convenía, aun en el caso de que hubieras vivido correctamente y hubieras tenido gran entrada con Dios, no envidiar a los gentiles que por misericordia y bondad de Dios habían de alcanzar la salud. Es el colmo de la maldad llevar a mal los bienes ajenos, sobre todo cuando éstos se realizan sin daño tuyo. Si la salvación de otros destruyera tus bienes, justamente te habrías dolido de ello; aun cuando tal cosa no les acontece a quienes han aprendido a ejercitar la virtud. Pero si el castigo ajeno en nada aumenta tu recompensa, ni la felicidad ajena para nada la disminuye ¿por qué te dueles de que a otros gratuitamente se les conceda el don de la salvación?
Lo conveniente era, pues, como ya dije, no entristecerte ni escocerte por la salvación derramada entre los gentiles, ni aun en el caso de que tú te hubieras portado correctamente. Pero siendo reo de los mismos pecados y habiendo ofendido a Dios, llevas muy a mal el bien de otros, y te ensoberbeces como si tú solo debieras participar de la gracia, y te haces digno de gravísimos castigos no solamente por la envidia y la arrogancia, sino también por tu excesiva locura: has injertado en ti la soberbia, causa de todos los males. Por tal motivo cierto sabio decía: El comienzo del pecado es la soberbia; es decir, su raíz, su fuente, su madre. Por ella cayó el primer hombre del estado de felicidad; por ella cayó el demonio, que lo engañó, de la sublime alteza de su dignidad.
Como el muy malvado conociera ser tal la naturaleza de ese pecado, que es capaz de echar del Cielo mismo, echó por este camino cuando procuró derribar a Adán del gran honor en que estaba. Lo hinchó y ensoberbeció con la esperanza de alcanzar a ser igual a Dios, y así lo derribó y lo precipitó a lo profundo del báratro y del Hades. Porque nada hay que tanto aparte de la bondad de Dios y entregue al suplicio de la gehena de fuego como la tiranía de la soberbia. Si se apodera de nosotros, toda nuestra vida se hace impura, aun cuando ejercitemos la castidad, la virginidad, el ayuno, la oración, la limosna y todas las otras virtudes. Dice la Escritura: Inmundo es ante Dios todo soberbio.
En consecuencia, reprimamos la hinchazón del ánimo; echemos de nosotros la fastuosidad si queremos ser puros y librarnos del castigo que se preparó para el demonio. Que el arrogante será castigado con el mismo suplicio que el demonio, oye cómo lo dice Pablo: No neófito, para que no se ensoberbezca y caiga en juicio y en los lazos del demonio. ¿Qué significa: en juicio? En la misma condenación en el mismo suplicio. Y ¿cómo podrás evitar tamaño mal? Si consideras tu naturaleza, la multitud de tus pecados, la magnitud de los tormentos. Si piensas cuán pasajeras son las cosas de este mundo, aun las que parecen brillantísimas, y cuán fácilmente se marchitan, más que las flores de primavera.
Si tales pensamientos con frecuencia revolvemos en la mente, si recordamos a los que sobre todo florecieron en la virtud, no podrá el demonio con facilidad ensoberbecernos, por más que se empeñe, ni encontrará camino para vencernos. El Dios de los humildes, benigno y manso, nos dé un corazón contrito y humillado. Con esto podremos con facilidad proceder en lo demás a gloria del Señor nuestro Jesucristo, por el cual y con el cual sea la gloria al Padre, juntamente con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. —Amén.
-En Santo Tomás de Aquino
Catena Áurea[4]
Teofilacto
Su patria era Nazaret, en donde había nacido. Pero ¡cuánta no sería la ceguedad de los nazarenos, que menosprecian, por sólo la noticia de su nacimiento, al que debían reconocer por Cristo en sus palabras y hechos! “Llegado el sábado -continúa- comenzó a enseñar”, etc. En su doctrina se encierra su sabiduría, y su poder en las curas y milagros que hacía.
“¿No es Este aquel artesano hijo de María?”
Teofilacto
O que el Profeta tenga parientes ilustres, que son objeto del odio de sus compatriotas, y por tanto desprecian al profeta. “Y no podía hacer allí ningún milagro”, etc. Las palabras no podía, deben traducirse por no quería; y no quería, no porque no pudiera, sino porque ellos eran incrédulos. Por tanto, no hace milagros allí por compasión hacia ellos, a fin de que no se hicieran dignos de mayor pena no creyendo los milagros que viesen. O de otro modo: en los milagros es necesario el poder del que los hace y la fe de los que son objeto de ellos, lo cual faltaba allí; por lo que no aceptó el Señor el hacer allí milagros.
“Y admirábase -prosigue- de la incredulidad de aquellas gentes”.
Beda, in Marcum, 2, 23
No se asombraba como de una cosa no esperada e imprevista, puesto que conoce todas las cosas aun antes de ser hechas; pero conociendo hasta lo más secreto de los corazones, manifiesta delante de los hombres que se asombra de lo que quiere que se asombren los hombres. Y es bien de asombrar por cierto la ceguedad de los judíos, que ni quisieron creer lo que sus profetas les decían de Cristo, ni tampoco en El que nació entre ellos. En sentido místico, Jesús, despreciado en su casa y en su patria, es Jesús despreciado en el pueblo judío. Hizo allí algunos milagros, para que no pudieran excusarse del todo; pero hace todos los días mayores milagros en medio de las naciones, no tanto por la salud de los cuerpos, sino por la del espíritu de los hombres.
-En el Catecismo de la Iglesia Católica
Nº 2581 Para el pueblo de Dios, el Templo debía ser el lugar donde aprender a orar: las peregrinaciones, las fiestas, los sacrificios, la ofrenda de la tarde, el incienso, los panes de “la proposición”, todos estos signos de la Santidad y de la Gloria de Dios, Altísimo pero muy cercano, eran llamadas y caminos de la oración. Sin embargo, el ritualismo arrastraba al pueblo con frecuencia hacia un culto demasiado exterior. Era necesaria la educación de la fe, la conversión del corazón. Esta fue la misión de los profetas, antes y después del Destierro.
Nº 2582 Elías es el padre de los profetas, “de la raza de los que buscan a Dios, de los que persiguen su Faz” (Sal 24, 6). Su nombre, “El Señor es mi Dios”, anuncia el grito del pueblo en respuesta a su oración sobre el Monte Carmelo (cf 1 R 18, 39). Santiago nos remite a él para incitarnos a orar: “La oración ferviente del justo tiene mucho poder” (St 5, 16b-18).
Nº 2583 Después de haber aprendido la misericordia en su retirada al torrente de Kérit, aprende junto a la viuda de Sarepta la fe en la palabra de Dios, fe que confirma con su oración insistente: Dios devuelve la vida al hijo de la viuda (cf 1 R 17, 7-24).
- En el sacrificio sobre el Monte Carmelo, prueba decisiva para la fe del pueblo de Dios, el fuego del Señor es la respuesta a su súplica de que se consume el holocausto “a la hora de la ofrenda de la tarde”: “¡Respóndeme, Señor, respóndeme!” son las palabras de Elías que repiten exactamente las liturgias orientales en la epíclesis eucarística (cf 1 R 18, 20-39).
- Finalmente, repitiendo el camino del desierto hacia el lugar donde el Dios vivo y verdadero se reveló a su pueblo, Elías se recoge como Moisés “en la hendidura de la roca” hasta que “pasa” la presencia misteriosa de Dios (cf 1 R 19, 1-14; Ex 33, 19-23). Pero solamente en el monte de la Transfiguración se dará a conocer Aquél cuyo Rostro buscan (cf. Lc 9, 30-35): el conocimiento de la Gloria de Dios está en la rostro de Cristo crucificado y resucitado (cf 2 Co 4, 6).
Nº 2584 En el “cara a cara” con Dios, los profetas sacan luz y fuerza para su misión. Su oración no es una huida del mundo infiel, sino una escucha de la palabra de Dios, a veces un litigio o una queja, siempre una intercesión que espera y prepara la intervención del Dios salvador, Señor de la historia (cf Am 7, 2. 5; Is 6, 5. 8. 11; Jr 1, 6; 15, 15-18; 20, 7-18).
Nº 436 Cristo viene de la traducción griega del término hebreo “Mesías” que quiere decir “ungido”. No pasa a ser nombre propio de Jesús sino porque él cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de él. Este era el caso de los reyes (cf. 1 S 9, 16; 10, 1; 16, 1. 12-13; 1 R 1, 39), de los sacerdotes (cf. Ex 29, 7; Lv 8, 12) y, excepcionalmente, de los profetas (cf. 1 R 19, 16). Este debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino (cf. Sal 2, 2; Hch 4, 26-27). El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor (cf. Is 11, 2) a la vez como rey y sacerdote (cf. Za 4, 14; 6, 13) pero también como profeta (cf. Is 61, 1; Lc 4, 16-21). Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey.
Nº 162 La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; S. Pablo advierte de ello a Timoteo: “Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe” (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe “actuar por la caridad” (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rom 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
Nº 268 De todos los atributos divinos, sólo la omnipotencia de Dios es nombrada en el Símbolo: confesarla tiene un gran alcance para nuestra vida. Creemos que es esa omnipotencia universal, porque Dios, que ha creado todo (cf. Gn 1,1; Jn 1,3), rige todo y lo puede todo; es amorosa, porque Dios es nuestro Padre (cf. Mt 6,9); es misteriosa, porque sólo la fe puede descubrirla cuando “se manifiesta en la debilidad” (2 Co 12,9; cf. 1 Co 1,18).
Nº 273 Sólo la fe puede adherir a las vías misteriosas de la omnipotencia de Dios. Esta fe se gloría de sus debilidades con el fin de atraer sobre sí el poder de Cristo (cf. 2 Co 12,9; Flp 4,13). De esta fe, la Virgen María es el modelo supremo: ella creyó que “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37) y pudo proclamar las grandezas del Señor: “el Poderoso ha hecho en mi favor maravillas, Santo es su nombre” (Lc1,49).
Nº 1508 El Espíritu Santo da a algunos un carisma especial de curación (cf 1 Co 12,9.28.30) para manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Sin embargo, ni siquiera las oraciones más fervorosas obtienen la curación de todas las enfermedades. Así S. Pablo aprende del Señor que “mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2 Co 12,9), y que los sufrimientos que tengo que padecer, tienen como sentido lo siguiente: “completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).
-En el Magisterio de los Papas:
Benedicto XVI, Ángelus, domingo 8 de julio de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Voy a reflexionar brevemente sobre el pasaje evangélico de este domingo, un texto del que se tomó la famosa frase «Nadie es profeta en su patria», es decir, ningún profeta es bien recibido entre las personas que lo vieron crecer (cf. Mc 6, 4). De hecho, Jesús, después de dejar Nazaret, cuando tenía cerca de treinta años, y de predicar y obrar curaciones desde hacía algún tiempo en otras partes, regresó una vez a su pueblo y se puso a enseñar en la sinagoga. Sus conciudadanos «quedaban asombrados» por su sabiduría y, dado que lo conocían como el «hijo de María», el «carpintero» que había vivido en medio de ellos, en lugar de acogerlo con fe se escandalizaban de él (cf. Mc 6, 2-3). Este hecho es comprensible, porque la familiaridad en el plano humano hace difícil ir más allá y abrirse a la dimensión divina. A ellos les resulta difícil creer que este carpintero sea Hijo de Dios. Jesús mismo les pone como ejemplo la experiencia de los profetas de Israel, que precisamente en su patria habían sido objeto de desprecio, y se identifica con ellos. Debido a esta cerrazón espiritual, Jesús no pudo realizar en Nazaret «ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos» (Mc 6, 5). De hecho, los milagros de Cristo no son una exhibición de poder, sino signos del amor de Dios, que se actúa allí donde encuentra la fe del hombre, es una reciprocidad. Orígenes escribe: «Así como para los cuerpos hay una atracción natural de unos hacia otros, como el imán al hierro, así esa fe ejerce una atracción sobre el poder divino» (Comentario al Evangelio de Mateo 10, 19).
Por tanto, parece que Jesús —como se dice— se da a sí mismo una razón de la mala acogida que encuentra en Nazaret. En cambio, al final del relato, encontramos una observación que dice precisamente lo contrario. El evangelista escribe que Jesús «se admiraba de su falta de fe» (Mc 6, 6). Al estupor de sus conciudadanos, que se escandalizan, corresponde el asombro de Jesús. También él, en cierto sentido, se escandaliza. Aunque sabe que ningún profeta es bien recibido en su patria, sin embargo la cerrazón de corazón de su gente le resulta oscura, impenetrable: ¿Cómo es posible que no reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la bondad de Dios, que quiso compartir nuestra humanidad? De hecho, el hombre Jesús de Nazaret es la transparencia de Dios, en él Dios habita plenamente. Y mientras nosotros siempre buscamos otros signos, otros prodigios, no nos damos cuenta de que el verdadero Signo es él, Dios hecho carne; él es el milagro más grande del universo: todo el amor de Dios contenido en un corazón humano, en el rostro de un hombre.
Quien entendió verdaderamente esta realidad es la Virgen María, bienaventurada porque creyó (cf. Lc 1, 45). María no se escandalizó de su Hijo: su asombro por él está lleno de fe, lleno de amor y de alegría, al verlo tan humano y a la vez tan divino. Así pues, aprendamos de ella, nuestra Madre en la fe, a reconocer en la humanidad de Cristo la revelación perfecta de Dios.
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.