Preparación opcional – Lectio jueves santo

FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO

Enseña San Guido que  “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.

 “Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.

“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3] .

 

PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL  DOMINGO DE RAMOS. CICLO B. 25 DE MARZO DE 2018.

  • En los Santos Padres

Crisóstomo In Ioannem hom., 69-70.

  1. No es que antes no lo supiera, sino desde antes. El tránsito es su muerte.

Cuando había de abandonar a sus discípulos, les demuestra superior amor. Y esto es lo que dice: “Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”; esto es, no dejó de practicar ninguna de aquellas cosas que debe hacer el que mucho ama. No hizo todas estas cosas desde un principio, pero a fin de aumentar la familiaridad y prepararles el consuelo para las cosas que habían de suceder posteriormente, añadió mayores muestras de amor. Los llama aquí suyos en razón a la familiaridad, porque en razón a la condición llama también suyos a otros. Así, cuando dice (Jn 1,11): “Y los suyos no lo recibieron”. Añade también “que estaban en el mundo”, porque había otros suyos difuntos (Abraham, Isaac y Jacob), pero no estaban en el mundo. A los suyos que estaban en el mundo, los amó continuamente, y al fin los amó con dilección perfecta. Esto es lo que significa “al fin los amó”.

  1. Aquí el evangelista, lleno de admiración, introduce en la narración el hecho de que el Señor lavó los pies de aquel que ya había determinado entregarlo. Manifiesta también la maldad del traidor, a quien ni siquiera detuvo la comunidad en la misma mesa, cosa que fue siempre obstáculo para cometer alguna maldad.
  2. Aquí, por entregar, se significa la salvación de todos los fieles, y cuando oyereis esta palabra, no la interpretéis en sentido humano. Es aquí la gloria del Padre y su unión con el Hijo, porque así como el Padre le entregó todas las cosas, El se entregó al Padre. Por donde San Pablo dijo (1Cor 15,24): “Cuando hubo entregado el reino a Dios y al Padre”.

4-5. Esto era lo digno, supuesto que salió de Dios y a Dios iba, el destruir toda soberbia. De aquí sigue: “Se levantó de la cena y depuso las vestiduras, y tomando un paño, se ciñó con él; después echó agua en una jofaina y empezó a lavar los pies de los discípulos y a limpiarlos con el paño que se había ceñido”. Considérese cuánta humildad manifestó, no sólo lavando los pies, sino en otro concepto; porque se levantó, no cuando estaban para sentarse, sino cuando ya todos se habían sentado. Además, no sólo lavó, sino que dejó sus vestiduras, se ciñó con un paño y llenó la jofaina y no mandó que otros la llenaran, sino que por sí hizo todas estas operaciones, enseñando con cuánto cuidado debía hacerse todas estas cosas.

  1. Y si Pedro estaba en primer término, habrá que decir que el traidor insensato se había colocado antes que él, lo que significó el evangelista diciendo: Empezó a lavar los pies, después vino a Pedro.

Alguno deseará saber cómo ninguno de los otros se opuso al lavatorio, sino sólo Pedro, lo cual era signo no pequeño de amor y de modestia. De esto parece deducirse que antes de Pedro sólo fue lavado el traidor, y que después llegó a Pedro, y que, por otra parte, los demás discípulos quedaron reprendidos en él. Porque si hubiera empezado el lavatorio por cualquiera de los otros, todos lo hubieran rehusado y dicho lo que dijo Pedro.

  1. No dijo la razón por la que obraba así, sino que formuló una amenaza, porque de otra manera no se hubiera persuadido. Cuando Pedro oyó: “Lo sabrás después”, no contesta: enséñamelo, pues, y te lo permitiré, sino que lo permitió desde el punto en que fue amenazado en lo que más él temía (a saber, ser separado de El).
  2. Hasta ahora no ha hablado sólo a Pedro, sino a todos. Como diciendo: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor”. Aquí aduce sus palabras propias, y después, para que no crean que se las aplican por favor especial, añade: “Y decís bien: lo soy en verdad”.
  3. Toma el ejemplo de cosas mayores, para que nosotros obremos en las menores. Porque ciertamente Él es el Señor, y nosotros lo haremos con nuestros consiervos, si lo hiciéremos. Por eso añade: “Os he dado ejemplo, para que, así como yo lo he hecho con vosotros, vosotros también hagáis”.
  • En Santo Tomás de Aquino. PREPARACIÓN DE CRISTO AL LAVATORIO DE LOS PIES, del Comentario al Evangelio de Juan.

Se levanta de la cena, y se quita sus vestiduras; y tomando una toalla, se la ciñó (Jn 13, 4).

Cristo se muestra servidor por amor a la humildad, conforme a aquello de San Mateo: El hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en redención por muchos (20,28).

Para ser buen servidor se requieren tres cosas:

1º) Que sea circunspecto para ver todas la cosas que pueden faltar en el servicio; para lo cual sería gran inconveniente estar sentado o recostado; por eso la actitud del servidor es estar de pie. Por lo cual dijo: Se levanta de la cena. Y el evangelista San Lucas: Porque ¿cuál es mayor, el que está sentado a la mesa, o el que sirve? (22, 27)

2º) Que esté expedito para poder ejecutar convenientemente todas las cosas necesarias al servicio; y para esto es un obstáculo el exceso de vestidos. Por eso el Señor se quita sus vestiduras. Esto fue simbolizado en el Génesis cuando Abrahán eligió siervos expeditos (Ge 17).

3º) Que sea pronto para servir, es decir, que posea todas las cosas necesarias para el servicio. En el Evangelio de San Lucas se dice que Marta estaba afanada de continuo en las haciendas de la casa (10,40). De ahí que el Señor tomando una toalla, se la ciñó, para, de este modo, estar preparado, no solamente a lavar los pies, sino también a enjugados. Con lo cual, el que salió de Dios y volvió a Dios, nos enseña a conculcar toda hinchazón, lavando los pies.

Echó después agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies a los discípulos, y a limpiarlos con la toalla con que estaba ceñido (Jn 13, 5).

Aquí se expresa el obsequio de Cristo; en el cual brilla su humildad de tres maneras.

1º) Por la naturaleza del obsequió, que fue muy humilde, a saber: que el Señor de la majestad se inclinase a lavar los pies de los siervos.

2º) Por la multitud del obsequio, pues puso el agua en el lebrillo, lavó los pies, los limpió, etc.

3º) Por modo de obrar, pues no lo hizo por medio de otros o con la ayuda de otros, sino por sí mismo, cumpliéndose aquello del Eclesiástico: Cuanto mayor eres, humíllate en todas las cosas (3, 20).

Aquí pueden entenderse místicamente tres cosas.

1º) Por la acción de poner agua en el lebrillo se significa la efusión de su sangre sobre la tierra. Puesto que la sangre de Jesús puede llamarse agua por la virtud que tiene de lavar. De ahí que simultáneamente saliera agua y sangre de su costado para dar a entender que aquella sangre lavaba los pecados. También puede entenderse por el agua la Pasión de Cristo. Pues echó agua en un lebrillo, esto es, imprimió en las almas de los fieles, por la fe y la devoción, el recuerdo de su Pasión. Acuérdate de mi pobreza, y traspaso, del ajenjo, y de la hiel (Lam 3, 19).

2º) Por aquello que dice: y comenzó a lavar, se alude a la imperfección humana. Porque los Apóstoles, después de Cristo, eran los más perfectos, y no obstante necesitaban de la ablución, porque tenían algunas manchas; para dar así a entender que aun cuando el hombre sea perfecto, necesita perfeccionarse más; y contrae algunas manchas, según aquello de los Proverbios: ¿Quién puede decir: Limpio está mi corazón, puro soy de pecado? (20,9). Pero estas manchas las tienen en los pies solamente. Otros, al contrario, no sólo están manchados en los pies, sino totalmente. Pues se manchan totalmente con las impurezas terrenas los que yacen sobre ellas; de ahí que quienes totalmente, en cuanto al afecto y en cuanto a los sentidos, estén apegados al amor de lo terreno, sean enteramente inmundos.

Pero los que están de pie, esto es, los que con el espíritu y el deseo tienden a las cosas celestiales, sólo contraen manchas en los pies. Pues así como el hombre que está de pie se ve obligado a tocar la tierra, al menos con los pies, del mismo modo, mientras vivimos en esta vida mortal, que necesita de las cosas terrenas para sustentación del cuerpo, contraemos algunas impurezas, al menos, por la sensualidad. Por eso el Señor mandó a los discípulos que sacudiesen el polvo de sus pies (Lc 9, 5). Pero se dijo: comenzó a lavar, porque la ablución de los afectos terrenos comienza aquí y termina en el futuro.

Así, pues, la efusión de su sangre está simbolizada por la acción de poner agua en el lebrillo; y la ablución de nuestros pecados, por la acción de haber comenzado a lavar los pies de los discípulos.

3º) Aparece también la aceptación de nuestras penas sobre sí mismo. Pues no sólo lavó nuestras manchas, sino que tomó sobre sí las penas debidas por aquéllas. Porque nuestras penas y penitencias no serían suficientes, si no estuvieran cimentadas en los merecimientos y en la virtud de la Pasión de Cristo. Lo cual se simboliza por aquello de haber limpiado los pies de los discípulos con la toalla, es decir, con el lienzo de su cuerpo.

NECESIDAD DE LA PERFECTA PURIFICACIÓN

Si no te lavare, no tendrás parte conmigo (Jn 13, 8).

Nadie puede llegar a participar de la herencia eterna y ser coheredero de Cristo, si no está purificado espiritualmente, pues se dice en la Escritura: No entrará ninguna cosa contaminada (Ap 21, 27); Señor, ¿quién habitará en tu tabernáculo? (Sal 14, 1); El inocente de manos y de corazón limpio (Sal 23, 4). Como si dijese: Si no te lavare, no estarás limpio, y si no estás limpio, no tendrás parte conmigo.

Simón Pedro le dice: Señor, no solamente mis pies, mas las manos también y la cabeza (Jn 13, 9)

Aterrado Pedro se ofrece todo él a ser lavado, turbado por el amor y el temor. Pues, como se lee en el Itinerario de Clemente, de tal modo estaba unido a la presencia corporal de Cristo, a la que fervorosísimamente había amado, que cuando se acordaba, después de la Ascensión de Cristo, de su presencia dulcísima y trato santísimo, se deshacía todo él en lágrimas hasta el punto que sus mejillas parecían abrasadas.

Es menester saber que en el hombre existen tres miembros principales que deben ser purificados: la cabeza, que es la parte superior; los pies, que constituyen la ínfima, y las manos, que ocupan un lugar intermedio.

Del mismo modo en el hombre interior, es decir, en el alma, está la cabeza, que es la razón superior, con la que el alma se adhiere a Dios; las manos, esto es, la razón interior, que se ocupa de las obras activas, y los pies, que son la sensualidad. El Señor sabía que sus discípulos estaban purificados en cuanto a la cabeza, porque estaban unidos a Dios por la fe y la caridad; y en cuanto a las manos, porque sus acciones eran santas; pero en cuanto a los pies, tenían por la sensualidad algunos afectos terrenos.

Mas temiendo Pedro la amenaza de Cristo, no sólo consiente en la ablución de los pies, sino también en la de las manos y la cabeza, diciendo: Señor, no, solamente mis pies, mas las manos también y la cabeza. Como si dijese: Ignoro si necesito la ablución de las manos y de la cabeza; Porque de nada me arguye la conciencia, mas no por eso soy justificado (1Co 4, 4) Por consiguiente estoy preparado a la ablución no solamente de los pies, esto es, de los afectos inferiores, sino de las manos también, esto es, de las acciones, y de la cabeza, a saber, de la razón superior.

Jesús le dice: El que está lavado, no necesita sino lavar los pies. Y vosotros limpios estáis (Jn 13, 10).

Dice Orígenes que estaban limpios, pero que todavía necesitaban mayor limpieza; porque la razón debe siempre emular carismas mejores, debe siempre subir a elevadas virtudes, brillar por el candor de la justicia: El que es santo, sea aún santificado (Ap 22, 11).

CÓMO DEBEMOS LAVARNOS LOS PIES LOS UNOS A LOS OTROS

Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros (Jn, 13, 14).

Quiere el Señor que los discípulos imiten su ejemplo, pues dice: Si yo que soy mayor, porque soy maestro y Señor, os he lavado los pies, también vosotros, con más motivo, que sois menores, que sois discípulos y siervos, debéis lavaras los pies los unos a los otros.

Por eso dice el mismo Cristo: El que quiere ser mayor, sea vuestro criado… El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir (Mt 20, 26.28).

Según San Agustín, todo hombre debe lavar los pies de otro, o corporalmente o espiritualmente. Mucho mejor es y más verdadero, sin discusión alguna, que uno lo haga realmente, y que el cristiano no se desdeñe de hacer lo que hizo Cristo. Porque cuando el cuerpo se inclina ante los pies del hermano, también se excita el sentimiento de humanidad en el mismo corazón, o si ya existía en él, se robustece dicho sentimiento.

Si no se hiciere de obra, debemos hacerlo por lo menos con el corazón. Pues en el lavatorio de los pies, se da a entender el lavatorio de las manchas. Lavas, pues, espiritualmente los pies de tu hermano, cuando limpias sus manchas, en cuanto de ti depende.

Esto se hace de tres maneras:

1º) Perdonándole las ofensas, según aquello del Apóstol: Sufriéndoos los unos a los otros, y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja del otro, así coma el Señor os condonó a vosotros, así también vosotros (Col 3, 13).

2º) Orando por sus pecados, como dice Santiago: Orad los unos por los otros, para que seáis salvos (St 5, 16). Este doble modo de lavar es común a todos los fieles.

3º) Pero el tercer modo corresponde a los prelados, quienes deben lavar perdonando los pecados con la autoridad de las llaves: Recibid el Espíritu Santo; a los que perdonareis los pecados, perdonados les son (Jn 20, 22- 23).

También podemos decir que con este hecho nos mostró el Señor todas las obras de misericordia. Porque el que da pan al hambriento, lava sus pies, del mismo modo el que le da hospitalidad, y el que viste al desnudo, y así en lo demás, socorriendo las necesidades de los Santos (Ro 12, 13).

  • En el Catecismo de la Iglesia Católica:

1337  El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, “constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento” (Concilio de Trento: DS 1740)

557 “Como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lc 9, 51; cf. Jn 13, 1). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección (cf. Mc 8, 31-33; 9, 31-32; 10, 32-34). Al dirigirse a Jerusalén dice: “No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén” (Lc 13, 33).

609 Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, “los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1) porque “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: “Nadie me quita [la vida]; yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando Él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).

616 El “amor hasta el extremo”(Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). “El amor […] de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron” (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.

622 La redención de Cristo consiste en que Él “ha venido a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28), es decir “a amar a los suyos […] hasta el extremo” (Jn 13, 1) para que ellos fuesen “rescatados de la conducta necia heredada de sus padres” (1 P 1, 18).

730 Por fin llega la hora de Jesús (cf. Jn 13, 1; 17, 1): Jesús entrega su espíritu en las manos del Padre (cf. Lc 23, 46; Jn 19, 30) en el momento en que por su Muerte es vencedor de la muerte, de modo que, “resucitado de los muertos por la gloria del Padre” (Rm 6, 4), enseguida da a sus discípulos el Espíritu Santo exhalando sobre ellos su aliento (cf. Jn 20, 22). A partir de esta hora, la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia: “Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20, 21; cf. Mt 28, 19; Lc 24, 47-48; Hch 1, 8).

 1085 En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una vez por todas” (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida. 

1380 Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por muestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado “hasta el fin” (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros (cf Ga 2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor:

«La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración» (Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 3).

1524 A los que van a dejar esta vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos, la Eucaristía como viático. Recibida en este momento del paso hacia el Padre, la Comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo tiene una significación y una importancia particulares. Es semilla de vida eterna y poder de resurrección, según las palabras del Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6,54). Puesto que es sacramento de Cristo muerto y resucitado, la Eucaristía es aquí sacramento del paso de la muerte a la vida, de este mundo al Padre (Jn 13,1).

1823 Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).

2843 Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor (cf Jn 13, 1). La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (cf. Mt 18, 23-35), acaba con esta frase: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano”. Allí es, en efecto, en el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.

423 Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del emperador César Augusto I; de oficio carpintero, muerto crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ha “salido de Dios” (Jn 13, 3), “bajó del cielo” (Jn 3, 13; 6, 33), “ha venido en carne” (1 Jn 4, 2), porque “la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad […] Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia” (Jn 1, 14. 16).

1694 Incorporados a Cristo por el bautismo (cf Rm 6,5), los cristianos están “muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rm 6,11), participando así en la vida del Resucitado (cf Col 2,12). Siguiendo a Cristo y en unión con él (cf Jn 15,5), los cristianos pueden ser “imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor” (Ef 5,1.), conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con “los sentimientos que tuvo Cristo” (Flp 2,5.) y siguiendo sus ejemplos (cf Jn 13,12-16).

1269 Hecho miembro de la Iglesia, el bautizado ya no se pertenece a sí mismo (1 Co 6,19), sino al que murió y resucitó por nosotros (cf 2 Co 5,15). Por tanto, está llamado a someterse a los demás (Ef 5,21; 1 Co 16,15-16), a servirles (cf Jn 13,12-15) en la comunión de la Iglesia, y a ser “obediente y dócil” a los pastores de la Iglesia (Hb 13,17) y a considerarlos con respeto y afecto (cf 1 Ts 5,12-13). Del mismo modo que el Bautismo es la fuente de responsabilidades y deberes, el bautizado goza también de derechos en el seno de la Iglesia: recibir los sacramentos, ser alimentado con la palabra de Dios y ser sostenido por los otros auxilios espirituales de la Iglesia (cf LG 37; CIC can. 208-223; CCEO, can. 675,2).

1269  Hecho miembro de la Iglesia, el bautizado ya no se pertenece a sí mismo (1 Co 6,19), sino al que murió y resucitó por nosotros (cf 2 Co 5,15). Por tanto, está llamado a someterse a los demás (Ef 5,21; 1 Co 16,15-16), a servirles (cf Jn 13,12-15) en la comunión de la Iglesia, y a ser “obediente y dócil” a los pastores de la Iglesia (Hb 13,17) y a considerarlos con respeto y afecto (cf 1 Ts 5,12-13). Del mismo modo que el Bautismo es la fuente de responsabilidades y deberes, el bautizado goza también de derechos en el seno de la Iglesia: recibir los sacramentos, ser alimentado con la palabra de Dios y ser sostenido por los otros auxilios espirituales de la Iglesia (cf LG 37; CIC can. 208-223; CCEO, can. 675,2).

447 El mismo Jesús se atribuye de forma velada este título cuando discute con los fariseos sobre el sentido del Salmo 109 (cf. Mt 22, 41-46; cf. también Hch 2, 34-36; Hb 1, 13), pero también de manera explícita al dirigirse a sus Apóstoles (cf. Jn 13, 13). A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina.

520 Durante toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo (cf. Rm 15,5; Flp 2, 5): Él es el “hombre perfecto” (GS 38) que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar (cf. Jn 13, 15); con su oración atrae a la oración (cf. Lc 11, 1); con su pobreza, llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones (cf. Mt 5, 11-12).

858 Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, “llamó a los que él quiso […] y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus “enviados” [es lo que significa la palabra griega apóstoloi]. En ellos continúa su propia misión: “Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20, 21; cf. Jn 13, 20; 17, 18). Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe”, dice a los Doce (Mt 10, 40; cf, Lc 10, 16).

  • En el Magisterio de los Papas:

MISA «IN CENA DOMINI». HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Juan de Letrán Jueves Santo 20 de marzo de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

San Juan comienza su relato de cómo Jesús lavó los pies a sus discípulos con un lenguaje especialmente solemne, casi litúrgico. «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Ha llegado la «hora» de Jesús, hacia la que se orientaba desde el inicio todo su obrar.

San Juan describe con dos palabras el contenido de esa hora: paso (metabainein, metabasis) y amor (agape). Esas dos palabras se explican mutuamente: ambas describen juntamente la Pascua de Jesús: cruz y resurrección, crucifixión como elevación, como «paso» a la gloria de Dios, como un «pasar» de este mundo al Padre. No es como si Jesús, después de una breve visita al mundo, ahora simplemente partiera y volviera al Padre. El paso es una transformación. Lleva consigo su carne, su ser hombre. En la cruz, al entregarse a sí mismo, queda como fundido y transformado en un nuevo modo de ser, en el que ahora está siempre con el Padre y al mismo tiempo con los hombres.

Transforma la cruz, el hecho de darle muerte a él, en un acto de entrega, de amor hasta el extremo. Con la expresión «hasta el extremo» san Juan remite anticipadamente a la última palabra de Jesús en la cruz: todo se ha realizado, «todo está cumplido» (Jn 19, 30). Mediante su amor, la cruz se convierte en metabasis, transformación del ser hombre en el ser partícipe de la gloria de Dios.

En esta transformación Cristo nos implica a todos, arrastrándonos dentro de la fuerza transformadora de su amor hasta el punto de que, estando con él, nuestra vida se convierte en «paso», en transformación. Así recibimos la redención, el ser partícipes del amor eterno, una condición a la que tendemos con toda nuestra existencia.

En el lavatorio de los pies este proceso esencial de la hora de Jesús está representado en una especie de acto profético simbólico. En él Jesús pone de relieve con un gesto concreto precisamente lo que el gran himno cristológico de la carta a los Filipenses describe como el contenido del misterio de Cristo. Jesús se despoja de las vestiduras de su gloria, se ciñe el «vestido» de la humanidad y se hace esclavo. Lava los pies sucios de los discípulos y así los capacita para acceder al banquete divino al que los invita.

En lugar de las purificaciones cultuales y externas, que purifican al hombre ritualmente, pero dejándolo tal como está, se realiza un baño nuevo: Cristo nos purifica mediante su palabra y su amor, mediante el don de sí mismo. «Vosotros ya estáis limpios gracias a la palabra que os he anunciado», dirá a los discípulos en el discurso sobre la vid (Jn 15, 3). Nos lava siempre con su palabra. Sí, las palabras de Jesús, si las acogemos con una actitud de meditación, de oración y de fe, desarrollan en nosotros su fuerza purificadora. Día tras día nos cubrimos de muchas clases de suciedad, de palabras vacías, de prejuicios, de sabiduría reducida y alterada; una múltiple semi-falsedad o falsedad abierta se infiltra continuamente en nuestro interior. Todo ello ofusca y contamina nuestra alma, nos amenaza con la incapacidad para la verdad y para el bien.

Las palabras de Jesús, si las acogemos con corazón atento, realizan un auténtico lavado, una purificación del alma, del hombre interior. El evangelio del lavatorio de los pies nos invita a dejarnos lavar continuamente por esta agua pura, a dejarnos capacitar para participar en el banquete con Dios y con los hermanos. Pero, después del golpe de la lanza del soldado, del costado de Jesús no sólo salió agua, sino también sangre (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 6. 8).

Jesús no sólo habló; no sólo nos dejó palabras. Se entrega a sí mismo. Nos lava con la fuerza sagrada de su sangre, es decir, con su entrega «hasta el extremo», hasta la cruz. Su palabra es algo más que un simple hablar; es carne y sangre «para la vida del mundo» (Jn 6, 51). En los santos sacramentos, el Señor se arrodilla siempre ante nuestros pies y nos purifica. Pidámosle que el baño sagrado de su amor verdaderamente nos penetre y nos purifique cada vez más.

Si escuchamos el evangelio con atención, podemos descubrir en el episodio del lavatorio de los pies dos aspectos diversos. El lavatorio de los pies de los discípulos es, ante todo, simplemente una acción de Jesús, en la que les da el don de la pureza, de la «capacidad para Dios». Pero el don se transforma después en un ejemplo, en la tarea de hacer lo mismo unos con otros.

Para referirse a estos dos aspectos del lavatorio de los pies, los santos Padres utilizaron las palabras sacramentum y exemplum. En este contexto, sacramentum no significa uno de los siete sacramentos, sino el misterio de Cristo en su conjunto, desde la encarnación hasta la cruz y la resurrección. Este conjunto es la fuerza sanadora y santificadora, la fuerza transformadora para los hombres, es nuestra metabasis, nuestra transformación en una nueva forma de ser, en la apertura a Dios y en la comunión con él.

Pero este nuevo ser que él nos da simplemente, sin mérito nuestro, después en nosotros debe transformarse en la dinámica de una nueva vida. El binomio don y ejemplo, que encontramos en el pasaje del lavatorio de los pies, es característico para la naturaleza del cristianismo en general. El cristianismo no es una especie de moralismo, un simple sistema ético. Lo primero no es nuestro obrar, nuestra capacidad moral. El cristianismo es ante todo don: Dios se da a nosotros; no da algo, se da a sí mismo. Y eso no sólo tiene lugar al inicio, en el momento de nuestra conversión. Dios sigue siendo siempre el que da. Nos ofrece continuamente sus dones. Nos precede siempre. Por eso, el acto central del ser cristianos es la Eucaristía: la gratitud por haber recibido sus dones, la alegría por la vida nueva que él nos da.

Con todo, no debemos ser sólo destinatarios pasivos de la bondad divina. Dios nos ofrece sus dones como a interlocutores personales y vivos. El amor que nos da es la dinámica del «amar juntos», quiere ser en nosotros vida nueva a partir de Dios. Así comprendemos las palabras que dice Jesús a sus discípulos, y a todos nosotros, al final del relato del lavatorio de los pies: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). El «mandamiento nuevo» no consiste en una norma nueva y difícil, que hasta entonces no existía. Lo nuevo es el don que nos introduce en la mentalidad de Cristo.

Si tenemos eso en cuenta, percibimos cuán lejos estamos a menudo con nuestra vida de esta novedad del Nuevo Testamento, y cuán poco damos a la humanidad el ejemplo de amar en comunión con su amor. Así no le damos la prueba de credibilidad de la verdad cristiana, que se demuestra con el amor. Precisamente por eso, queremos pedirle con más insistencia al Señor que, mediante su purificación, nos haga maduros para el mandamiento nuevo.

En el pasaje evangélico del lavatorio de los pies, la conversación de Jesús con Pedro presenta otro aspecto de la práctica de la vida cristiana, en el que quiero centrar, por último, la atención. En un primer momento, Pedro no quería dejarse lavar los pies por el Señor. Esta inversión del orden, es decir, que el maestro, Jesús, lavara los pies, que el amo realizara la tarea del esclavo, contrastaba totalmente con su temor reverencial hacia Jesús, con su concepto de relación entre maestro y discípulo. «No me lavarás los pies jamás» (Jn 13, 8), dice a Jesús con su acostumbrada vehemencia. Su concepto de Mesías implicaba una imagen de majestad, de grandeza divina. Debía aprender continuamente que la grandeza de Dios es diversa de nuestra idea de grandeza; que consiste precisamente en abajarse, en la humildad del servicio, en la radicalidad del amor hasta el despojamiento total de sí mismo. Y también nosotros debemos aprenderlo sin cesar, porque sistemáticamente deseamos un Dios de éxito y no de pasión; porque no somos capaces de caer en la cuenta de que el Pastor viene como Cordero que se entrega y nos lleva así a los pastos verdaderos.

Cuando el Señor dice a Pedro que si no le lava los pies no tendrá parte con él, Pedro inmediatamente pide con ímpetu que no sólo le lave los pies, sino también la cabeza y las manos. Jesús entonces pronuncia unas palabras misteriosas: «El que se ha bañado, no necesita lavarse excepto los pies» (Jn 13, 10). Jesús alude a un baño que los discípulos ya habían hecho; para participar en el banquete sólo les hacía falta lavarse los pies.

Pero, naturalmente, esas palabras encierran un sentido muy profundo. ¿A qué aluden? No lo sabemos con certeza. En cualquier caso, tengamos presente que el lavatorio de los pies, según el sentido de todo el capítulo, no indica un sacramento concreto, sino el sacramentum Christi en su conjunto, su servicio de salvación, su abajamiento hasta la cruz, su amor hasta el extremo, que nos purifica y nos hace capaces de Dios.

Con todo, aquí, con la distinción entre baño y lavatorio de los pies, se puede descubrir también una alusión a la vida en la comunidad de los discípulos, a la vida de la Iglesia. Parece claro que el baño que nos purifica definitivamente y no debe repetirse es el bautismo, por el que somos sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo, un hecho que cambia profundamente nuestra vida, dándonos una nueva identidad que permanece, si no la arrojamos como hizo Judas.

Pero también en la permanencia de esta nueva identidad, dada por el bautismo, para la comunión con Jesús en el banquete, necesitamos el «lavatorio de los pies». ¿De qué se trata? Me parece que la primera carta de san Juan nos da la clave para comprenderlo. En ella se lee: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos —si confesamos— nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1, 8-9).

Necesitamos el «lavatorio de los pies», necesitamos ser lavados de los pecados de cada día; por eso, necesitamos la confesión de los pecados, de la que habla san Juan en esta carta. Debemos reconocer que incluso en nuestra nueva identidad de bautizados pecamos. Necesitamos la confesión tal como ha tomado forma en el sacramento de la Reconciliación. En él el Señor nos lava sin cesar los pies sucios para poder así sentarnos a la mesa con él.

Pero de este modo también asumen un sentido nuevo las palabras con las que el Señor ensancha el sacramentum convirtiéndolo en un exemplum, en un don, en un servicio al hermano: «Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 14). Debemos lavarnos los pies unos a otros en el mutuo servicio diario del amor. Pero debemos lavarnos los pies también en el sentido de que nos perdonamos continuamente unos a otros.

Ladeuda que el Señor nos ha condonado, siempre es infinitamente más grande que todas las deudas que los demás puedan tener con respecto a nosotros (cf. Mt 18, 21-35). El Jueves santo nos exhorta a no dejar que, en lo más profundo, el rencor hacia el otro se transforme en un envenenamiento del alma. Nos exhorta a purificar continuamente nuestra memoria, perdonándonos mutuamente de corazón, lavándonos los pies los unos a los otros, para poder así participar juntos en el banquete de Dios.

El Jueves santo es un día de gratitud y de alegría por el gran don del amor hasta el extremo, que el Señor nos ha hecho. Oremos al Señor, en esta hora, para que la gratitud y la alegría se transformen en nosotros en la fuerza para amar juntamente con su amor. Amén.

 

[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa

[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.

[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.

[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468).  La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.