FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3] .
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DEL EVANGELIO DEL DOMINGO DE RAMOS. CICLO B. 25 DE MARZO DE 2018. Marcos 14,1-15,47
– En los Padres de la Iglesia:
San Andrés de Creta:
«Venid subamos juntos al monte de los Olivos y salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy desde Betania, y que se encamina por su propia voluntad hacia aquella venerable y bienaventurada Pasión, para llevar a término el misterio de nuestra salvación. Viene, en efecto, voluntariamente hacia Jerusalén, el mismo que, por amor a nosotros, bajó del Cielo para exaltarnos con Él, como dice la Escritura, por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación, y de todo ser que exista, a nosotros que yacíamos postrados. Él viene, pero no como quien toma posesión de su gloria, con fasto y ostentación. No gritará —dice la Escritura—, no clamará, no voceará por las calles, sino que será manso y humilde, con apariencia insignificante, aunque le ha sido preparada una entrada suntuosa. Corramos, pues, con Él que se dirige con presteza a la Pasión, e imitemos a los que salían a su encuentro».
San Ambrosio
«Como las multitudes ya conocían al Señor, le llaman rey, repiten las palabras de las profecías, y dicen que ha venido el hijo de David, según la carne, tanto tiempo esperado».
San Beda el venerable
«No se dice que el Salvador sea rey que viene a exigir tributos, ni a armar ejércitos con el acero, ni a pelear visiblemente contra los enemigos; sino que viene a dirigir las mentes para llevar a los que crean, esperen y amen, al Reino de los Cielos; y que quisiera ser rey de Israel es un indicio de su misericordia y no para aumentar su poder».
«Una vez crucificado el Señor, como callaron sus conocidos por el temor que tenían, las piedras y las rocas le alabaron, porque, cuando expiró, la tierra tembló, las piedras se rompieron entre sí y los sepulcros se abrieron».
San Ambrosio
«Y no es extraño que las piedras, contra su naturaleza, publiquen las alabanzas del Señor, siendo así que se confiesan más duros que las piedras los que lo habían crucificado; esto es, la turba que poco después había de crucificarle, negando en su corazón al Dios que confesó con sus palabras. Además, como habían enmudecido los judíos después de la Pasión del Salvador, las piedras vivas, como dice San Pedro, lo celebraron».
-En Santo Tomás de Aquino. Credo comentado, ARTÍCULO 4, Padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado
“Como es necesario que el cristiano crea en la encarnación del Hijo de Dios, así también es necesario que crea en su pasión y muerte. Porque, como dice S. Gregorio: No nos aprovecharía nada el haber nacido, si no nos hubiese aprovechado el ser redimidos”. Mas esto, que Cristo haya muerto por nosotros, es tan arduo (o incomprensible), que apenas lo puede captar nuestro entendimiento; más aún, no cae de ningún modo en nuestro entendimiento. Y esto es lo que dice el Apóstol en Hch 13,41 citando a los profetas, en concreto a Habacuc en el pasaje que sigue:Hago una obra en vuestros días, tal que no la creeréis si alguien os la contare; y en Hab 1,5: Ha tenido lugar en vuestros días una obra que nadie la creerá cuando se narre. Tan grande es la gracia de Dios y su amor a nosotros que hizo a favor nuestro más de lo que podemos entender.
Sin embargo no debemos creer que Cristo de tal modo sufrió la muerte, que muriera su divinidad, sino que murió su naturaleza humana. Pues no murió en cuanto era Dios, sino en cuanto que era hombre. Y esto es claro por tres ejemplos.
Uno está en nosotros mismos. Pues es evidente que cuando muere una persona por la separación del alma y del cuerpo, no muere el alma, sino el cuerpo mismo o la carne. Así también en la muerte de Cristo no murió la divinidad, sino la naturaleza humana.
Pero si los judíos no mataron a la divinidad, parece que no pecaron más que si hubiesen asesinado a otro hombre cualquiera. A esto hay que decir que, si el rey estuviese vestido con un traje y alguno manchase ese traje, incurriría en tanta culpa como si manchase al mismo rey. Los judíos, aunque no pudiesen asesinar a Dios, sin embargo, matando la naturaleza humana asumida por Cristo, fueron tan castigados como si hubiesen asesinado a la divinidad.
Quienquiera que desee llevar una vida perfecta, no haga otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y desee lo que Cristo deseó.
Igualmente, como hemos dicho más arriba, el Hijo de Dios es el Verbo de Dios, y el Verbo de Dios se encarnó como la palabra del rey escrita en un papel. Si pues alguien desgarrara el papel del rey, se estimaría como si desgarrase la palabra del rey. Y por eso se tiene en tanto el pecado de los judíos como si hubiesen matado al Verbo de Dios.
Pero ¿qué necesidad hubo de que el Verbo de Dios padeciese por nosotros? ¡Grande! Puede colegirse una doble necesidad. Una, como remedio contra el pecado; otra, para ejemplo en cuanto a las cosas que hacer.
A) En cuanto al remedio, porque en la pasión de Cristo encontramos remedio para todos los males en que incurrimos por el pecado. E incurrimos en cinco males:
1.º En la mancha. Pues cuando el hombre peca, afea su alma. Porque así como la virtud del alma es su belleza, así el pecado es su mancilla: ¿Qué pasa, Israel, que en el país de los enemigos te has… manchado con los muertos? (Bar 3,10). Pero esto lo borra la pasión de Cristo, pues Cristo con su pasión dispuso un baño con su sangre, con el que lavar a los pecadores: Nos lavó de nuestros pecados con su sangre (Ap 1,5). En el bautismo se lava el alma con la sangre de Cristo; pues por la sangre de Cristo (el bautismo) tiene (su) virtud regeneradora. Y por eso cuando se mancha uno (después) por el pecado, injuria a Cristo y peca más que antes: Si alguno anula (o viola) la Ley de Moisés, con (el testimonio de) dos o tres testigos muere sin compasión ninguna; ¿cuánto más pensáis que merece suplicios mayores quien conculcare al Hijo de Dios y tuviera por profana la sangre de Cristo?(Heb 10,28-29).
2.º Incurrimos en ofensa de Dios. Pues como el carnal ama la belleza carnal, así Dios (ama) la espiritual, que es la belleza del alma. Cuando, pues, el alma se mancha con el pecado, Dios es ofendido y tiene odio al pecador: Son odiosos a Dios el impío y su impiedad (Sab 14,9).
Mas borra esto la pasión de Cristo, que satisfizo a Dios Padre por el pecado, por el cual el hombre mismo no podía satisfacer; y su amor y obediencia fueron mayores que el pecado y prevaricación del primer hombre: Siendo enemigos (de Dios) fuimos reconciliados por la muerte de su Hijo (Rom 5,10).
3.º En tercer lugar incurrimos en la enfermedad (espiritual). Pues el hombre, cuando peca una vez, cree poder contenerse después de pecar. Mas sucede todo lo contrario. Porque por el primer pecado se debilita y se hace más propenso al pecado. Y el pecado le domina más; y cuanto es en sí, se coloca en tal situación de no poder levantarse, a no ser por el poder divino, como quien se tira a un pozo. Por donde después que el hombre pecó, nuestra naturaleza se debilitó y se corrompió; y entonces el hombre fue más propenso a pecar. Mas Cristo aminora esta debilidad y enfermedad, aunque no la quitara del todo. Sin embargo de tal manera fue confortado el hombre por la pasión de Cristo y debilitado el pecado, que no sólo puede dominarlo, sino que puede trabajar, ayudado por la gracia de Dios, que le confiere en los sacramentos, los cuales reciben su eficacia de la pasión de Cristo, de modo que pueda escapar (resilire) de los pecados: Nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Cristo para destrucción del cuerpo del pecado (Rom 6,6). Pues antes de la pasión de Cristo pocos ha habido que hayan vivido sin pecado mortal; mas después, muchos han vivido y viven sin pecado mortal.
4.º En cuarto lugar incurrimos en el reato del castigo. Pues la justicia de Dios exige esto: que quienquiera que peque sea castigado. Y el castigo se mide por la culpa. Por donde, como la culpa del pecado mortal sea infinita, como contra un bien infinito, a saber, Dios, cuyos preceptos desprecia el pecador, el castigo debido al pecado mortal es infinito. Mas Cristo por su pasión nos quitó este castigo y lo sufrió él mismo: Nuestros pecados –esto es: la pena por el pecado– la sufrió él en su cuerpo (1 Pe 2,24). Pues la pasión de Cristo fue de tanta virtud que basta para expiar los pecados todos de todo el mundo, aunque fuesen cien mil. De ahí proviene que los bautizados quedan desatados de todos los pecados. De ahí también, que el sacerdote perdone los pecados. De ahí también, que quienquiera que se identifica más con la pasión de Cristo consigue mayor perdón y merece más gracias.
5.º En quinto lugar incurrimos en el destierro del reino. Pues quienes ofenden al rey son obligados a exiliarse del reino. Así el hombre por el pecado fue expulsado del paraíso. Por ello Adán, nada más pecar, fue echado del paraíso y se cerró su puerta. Mas Cristo, con su pasión, abrió aquella puerta y volvió a llamar al reino a los desterrados. Abierto el costado de Cristo, se abrió la puerta del paraíso; y derramada su sangre, fue quitada la debilidad, expiada la pena y los desterrados son llamados de nuevo al Reino. De ahí es que al ladrón inmediatamente se le dice: Hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23,43). Esto no se dijo antiguamente: no se dijo a cualquiera, a Adán, a Abrahán o David; sino que hoy, esto es: cuando se abrió la puerta, el ladrón pidió perdón y lo encontró: Teniendo confianza en la entrada del (santo de) los santos –el santuario– por la sangre de Cristo (Heb 10,19). Así que es evidente la utilidad por parte del remedio.
B) Mas no es menor la utilidad en cuanto al ejemplo.
Pues, como dice S. Agustín, la pasión de Cristo basta para modelar totalmente nuestra vida. Quienquiera que desee llevar una vida perfecta, no haga otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y desee lo que Cristo deseó.
En la cruz no falta ejemplo ninguno de virtud. Pues si buscas un ejemplo de caridad: Ninguno tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos Un 15,13). Y eso lo hizo Cristo en la Cruz. Y por eso, si él dio su vida por nosotros, no nos debe parecer grave soportar por él cualquier (clase de) males: ¿Qué pagaré al Señor por todas las cosas que él me dio? (Sal 115,12).
Si buscas un ejemplo de paciencia, es excelentísima la que encontramos en la Cruz. La paciencia se manifiesta grande en dos cosas: o cuando uno sufre pacientemente grandes cosas; o cuando sufre aquellas cosas que puede evitar y no las evita.
Pues Cristo sufrió grandes cosas en la Cruz: Oh, vosotros que pasáis por el camino, atended y ved si hay dolor como el mío (Lam 1,12); y (lo hizo) pacientemente, porque: Cuando sufría no amenazaba (1 Pe 2,23) y en Is 53,7:Como oveja será conducido al matadero y como cordero ante quien le trasquila enmudecerá.
Así mismo lo pudo evitar y no lo evitó: ¿Acaso piensas que no puedo rogar a mi Padre y me proporcionaría ahora más de doce legiones de Ángeles? (Mt 26,53).
Es pues grande la paciencia de Cristo en la Cruz: Corramos por la paciencia al combate que se nos propone, mirando a Jesús, el autor y consumados de nuestra fe, quien, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la Cruz, despreciando la confusión (Heb 12,1-2).
Si buscas un ejemplo de humildad, mira al Crucifijo, pues Dios quiso ser juzgado bajo Poncio Pilato y morir: Tu causa fue juzgada como la de un impío (Job 36,17). Verdaderamente como de un impío, porque fue condenado a una muerte ignominiosísima (Sab 2,20). El Señor quiso morir por el siervo; la vida de los ángeles, por el hombre:Se hizo obediente hasta la muerte (Flp 2,8).
Si buscas un ejemplo de obediencia, sigue a Aquel que se hizo obediente al Padre hasta la muerte: Así como por la desobediencia de un hombre muchos vinieron a ser pecadores, así por la obediencia de uno vendrán a ser justos muchos (Rom 12,19).
Si buscas un ejemplo de desprecio de las cosas terrenas, sigue a aquel que es el Rey de reyes y Señor de los señores, en el cual están los tesoros de la Sabiduría; mas en la Cruz fue desnudado, ultrajado, escupido, golpeado, coronado de espinas, abrevado con hiel y vinagre y muerto. Así es que no te apegues a los vestidos y a las riquezas, porque se dividieron entre sí mis vestidos (Sal 21,19); no (te apegues) a los honores, porque «yo experimenté desprecios y azotes»; no (te apegues) a las dignidades, «porque, trenzando una corona de espinas, me la pusieron en mi cabeza»; no (te apegues) a las delicias, pues en mi sed me abrevaron con vinagre (Sal 68,22). S. Agustín, a propósito de aquello de Heb 12 –quien, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la Cruz, despreciada la confusión– dice: El hombre Cristo Jesús despreció todos los bienes terrenos, para indicar que deben ser despreciados”.
-En el Catecismo de la Iglesia Católica:
La subida de Jesús a Jerusalén
557: «Como se iban cumpliendo los días de su asunción, Él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» (Lc 9,51). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección. Al dirigirse a Jerusalén dice: «No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén» (Lc 13,33).
558: Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén. Sin embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a Él: «¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!» (Mt 23,37b). Cuando está a la vista de Jerusalén, llora sobre ella y expresa una vez más el deseo de su corazón: «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos» (Lc 19,41-42).
La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén
559: ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey, pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de «David, su padre» (Lc 1,32). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación («Hosanna» quiere decir «¡sálvanos!», «¡Danos la salvación!»). Pues bien, el «Rey de la Gloria» (Sal 24,7-10) entra en su ciudad «montado en un asno» (Zac 9,9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad. Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños y los «pobres de Dios», que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores. Su aclamación, «Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Sal 118,26), ha sido recogida por la Iglesia en el «Sanctus» de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.
560: La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el Domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la Semana Santa.
-En el Magisterio de los Papas:
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro, XXVII Jornada Mundial de la Juventud, Domingo 1 de abril de 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos lleva a la Semana Santa, la semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su vida terrena. Él va a Jerusalén para cumplir las Escrituras y para ser colgado en la cruz, el trono desde el cual reinará por los siglos, atrayendo a sí a la humanidad de todos los tiempos y ofrecer a todos el don de la redención. Sabemos por los evangelios que Jesús se había encaminado hacia Jerusalén con los doce, y que poco a poco se había ido sumando a ellos una multitud creciente de peregrinos. San Marcos nos dice que ya al salir de Jericó había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (cf. 10,46).
En la última parte del trayecto se produce un acontecimiento particular, que aumenta la expectativa sobre lo que está por suceder y hace que la atención se centre todavía más en Jesús. A lo largo del camino, al salir de Jericó, está sentado un mendigo ciego, llamado Bartimeo. Apenas oye decir que Jesús de Nazaret está llegando, comienza a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47). Tratan de acallarlo, pero en vano, hasta que Jesús lo manda llamar y le invita a acercarse. «¿Qué quieres que te haga?», le pregunta. Y él contesta: «Rabbuní, que vea» (v. 51). Jesús le dice: «Anda, tu fe te ha salvado». Bartimeo recobró la vista y se puso a seguir a Jesús en el camino (cf. v. 52). Y he aquí que, tras este signo prodigioso, acompañado por aquella invocación: «Hijo de David», un estremecimiento de esperanza atraviesa la multitud, suscitando en muchos una pregunta: ¿Este Jesús que marchaba delante de ellos a Jerusalén, no sería quizás el Mesías, el nuevo David? Y, con su ya inminente entrada en la ciudad santa, ¿no habría llegado tal vez el momento en el que Dios restauraría finalmente el reino de David?
También la preparación del ingreso de Jesús con sus discípulos contribuye a aumentar esta esperanza. Como hemos escuchado en el Evangelio de hoy (cf. Mc 11,1-10), Jesús llegó a Jerusalén desde Betfagé y el monte de los Olivos, es decir, la vía por la que había de venir el Mesías. Desde allí, envía por delante a dos discípulos, mandándoles que le trajeran un pollino de asna que encontrarían a lo largo del camino. Encuentran efectivamente el pollino, lo desatan y lo llevan a Jesús. A este punto, el ánimo de los discípulos y los otros peregrinos se deja ganar por el entusiasmo: toman sus mantos y los echan encima del pollino; otros alfombran con ellos el camino de Jesús a medida que avanza a grupas del asno. Después cortan ramas de los árboles y comienzan a gritar las palabras del Salmo 118, las antiguas palabras de bendición de los peregrinos que, en este contexto, se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del Señor. ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (vv. 9-10). Esta alegría festiva, transmitida por los cuatro evangelistas, es un grito de bendición, un himno de júbilo: expresa la convicción unánime de que, en Jesús, Dios ha visitado su pueblo y ha llegado por fin el Mesías deseado. Y todo el mundo está allí, con creciente expectación por lo que Cristo hará una vez que entre en su ciudad.
Pero, ¿cuál es el contenido, la resonancia más profunda de este grito de júbilo? La respuesta está en toda la Escritura, que nos recuerda cómo el Mesías lleva a cumplimiento la promesa de la bendición de Dios, la promesa originaria que Dios había hecho a Abraham, el padre de todos los creyentes: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré… y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12,2-3). Es la promesa que Israel siempre había tenido presente en la oración, especialmente en la oración de los Salmos. Por eso, el que es aclamado por la muchedumbre como bendito es al mismo tiempo aquel en el cual será bendecida toda la humanidad. Así, a la luz de Cristo, la humanidad se reconoce profundamente unida y cubierta por el manto de la bendición divina, una bendición que todo lo penetra, todo lo sostiene, lo redime, lo santifica.
Podemos descubrir aquí un primer gran mensaje que nos trae la festividad de hoy: la invitación a mirar de manera justa a la humanidad entera, a cuantos conforman el mundo, a sus diversas culturas y civilizaciones. La mirada que el creyente recibe de Cristo es una mirada de bendición: una mirada sabia y amorosa, capaz de acoger la belleza del mundo y de compartir su fragilidad. En esta mirada se transparenta la mirada misma de Dios sobre los hombres que él ama y sobre la creación, obra de sus manos. En el Libro de la Sabiduría, leemos: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste;… Tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sb 11,23-24.26).
Volvamos al texto del Evangelio de hoy y preguntémonos: ¿Qué late realmente en el corazón de los que aclaman a Cristo como Rey de Israel? Ciertamente tenían su idea del Mesías, una idea de cómo debía actuar el Rey prometido por los profetas y esperado por tanto tiempo. No es de extrañar que, pocos días después, la muchedumbre de Jerusalén, en vez de aclamar a Jesús, gritaran a Pilato: «¡Crucifícalo!». Y que los mismos discípulos, como también otros que le habían visto y oído, permanecieran mudos y desconcertados. En efecto, la mayor parte estaban desilusionados por el modo en que Jesús había decidido presentarse como Mesías y Rey de Israel. Este es precisamente el núcleo de la fiesta de hoy también para nosotros. ¿Quién es para nosotros Jesús de Nazaret? ¿Qué idea tenemos del Mesías, qué idea tenemos de Dios? Esta es una cuestión crucial que no podemos eludir, sobre todo en esta semana en la que estamos llamados a seguir a nuestro Rey, que elige como trono la cruz; estamos llamados a seguir a un Mesías que no nos asegura una felicidad terrena fácil, sino la felicidad del cielo, la eterna bienaventuranza de Dios. Ahora, hemos de preguntarnos: ¿Cuáles son nuestras verdaderas expectativas? ¿Cuáles son los deseos más profundos que nos han traído hoy aquí para celebrar el Domingo de Ramos e iniciar la Semana Santa?
Queridos jóvenes que os habéis reunido aquí. Esta es de modo particular vuestra Jornada en todo lugar del mundo donde la Iglesia está presente. Por eso os saludo con gran afecto. Que el Domingo de Ramos sea para vosotros el día de la decisión, la decisión de acoger al Señor y de seguirlo hasta el final, la decisión de hacer de su Pascua de muerte y resurrección el sentido mismo de vuestra vida de cristianos. Como he querido recordar en el Mensaje a los jóvenes para esta Jornada – «alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4) –, esta es la decisión que conduce a la verdadera alegría, como sucedió con santa Clara de Asís que, hace ochocientos años, fascinada por el ejemplo de san Francisco y de sus primeros compañeros, dejó la casa paterna precisamente el Domingo de Ramos para consagrarse totalmente al Señor: tenía 18 años, y tuvo el valor de la fe y del amor de optar por Cristo, encontrando en él la alegría y la paz.
Queridos hermanos y hermanas, que reinen particularmente en este día dos sentimientos: la alabanza, como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén con su «hosanna»; y el agradecimiento, porque en esta Semana Santa el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede imaginar, nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Pero a un don tan grande debemos corresponder de modo adecuado, o sea, con el don de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestra oración, de nuestro estar en comunión profunda de amor con Cristo que sufre, muere y resucita por nosotros. Los antiguos Padres de la Iglesia han visto un símbolo de todo esto en el gesto de la gente que seguía a Jesús en su ingreso a Jerusalén, el gesto de tender los mantos delante del Señor. Ante Cristo – decían los Padres –, debemos deponer nuestra vida, nuestra persona, en actitud de gratitud y adoración. En conclusión, escuchemos de nuevo la voz de uno de estos antiguos Padres, la de san Andrés, obispo de Creta: «Así es como nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo… Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos unas túnicas… Ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: “Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor”» (PG 97, 994). Amén.
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.