FUNDAMENTOS DE LA PREPARACIÓN REMOTA PARA UNA BUENA LECTIO
Enseña San Guido que “la lectio, «estudio atento de las Escrituras», busca la vida bienaventurada, la meditatio la encuentra, la oratio la implora, la contemplatio la saborea[1]”.
“Es un esfuerzo y un estudio del que el lector de la Escritura no puede prescindir, según nos advierten los maestros de la lectio divina. Esto no significa, naturalmente, que todo lector de la Biblia tenga que ser maestro consumado en exégesis; pero sí que hay que utilizar los trabajos de los maestros en exégesis. Recordemos los sudores de un Orígenes, de un san Jerónimo, para llegar a poseer un texto correcto de la Escritura y penetrar su verdadero sentido. Ante todo, su sentido literal, al que debe ajustarse la «lectura divina». Nada debe quedar borroso, vago, impreciso, en cuanto sea posible. La filología, las ciencias naturales, todo el saber humano debe ponerse en juego para descubrir el sentido histórico de la Palabra de Dios escrita[2]”.
“Hay distintos niveles para hacer el primer paso, la lectio. El primer nivel, indispensable, es la simple lectura de un trozo unitario. ‘Simple lectura’ significa leer varias veces el texto. Leer con paciencia y atención varias veces el texto propuesto. Esto debe hacerse hasta que se hayan encontrado ideas y temas suficientes para ser procesados y reflexionados en la meditatio. En este primer nivel, al alcance de todo cristiano que simplemente sepa leer, no hace falta un conocimiento científico de la Biblia. Bastan sólo dos cosas: saber leer y tener fe en que la Sagrada Escritura es Palabra de Dios. Un segundo nivel para hacer el primer paso de la Lectio Divina, la lectio, es la lectura previa de algunos comentarios al trozo propuesto de la Sagrada Escritura. En esta lectura previa de algunos comentarios tienen preeminencia los textos de los Santos Padres. Luego los comentarios de Santo Tomás de Aquino a la Sagrada Escritura. Luego la de los santos en general. Finalmente, comentarios de la Sagrada Escritura modernos y de sana doctrina”[3] .
PARA PREPARAR LA LECTIO DIVINA DE LA NAVIDAD DEL SEÑOR.
-En los santos Padres
San Romano el cantor, la llena de gracia.
Prólogo
Aquel que, sin madre, fue engendrado por el Padre antes de la aurora, hoy, sin padre, ha asumido la carne en ti aquí en la tierra; la estrella anuncia la buena noticia a los Magos, y los ángeles, junto con los pastores, cantan tu parto virginal, ¡oh llena de gracia!
I- La viña llevaba en los brazos de sus sarmientos el racimo que ella había dado sin concurso del viñador, y le decía: “Fruto mío, vida mía, tú, de quien yo sé que soy lo que era, tú mi Dios: viendo intacto el sello de mi virginidad, proclamo que eres el Verbo inmutable que se hizo carne. No sé nada de la generación, sé que tú has puesto fin a la corrupción, porque soy pura después de haberte dado a luz. Tú dejaste mi seno tal cual lo encontraste, tú lo guardaste intacto, y por eso toda la creación se alegra conmigo y me proclama: Llena de gracia”
2- Yo no traiciono la gracia de la que me has hecho gozar, Señor, no rebajo la dignidad que he recibido al darte a luz, porque soy la Reina del mundo; porque he llevado tu poder en mi seno, tengo poder sobre el universo. Tú transformaste mi miseria por tu condescendencia, tú te humillaste y elevaste mi raza. Ahora alegraos conmigo, tierra y cielo; yo llevo a vuestro creador en mis brazos. Habitantes de la tierra, dejad de lado vuestras tristezas, al contemplar la alegría que ha brotado en mi seno inmaculado cuando fui proclamada: Llena de gracia.
3- Entonces, mientras María cantaba a Aquél a quien había dado a luz, y acariciaba al recién nacido a quien había engendrado sin concurso humano, la que había dado a luz en el dolor la oyó; Eva, gozosa, dijo a Adán: “¿Quién ha hecho resonar en mis oídos la noticia que yo tanto esperaba? Una virgen que da a luz el rescate de la maldición, y cuya sola voz ha puesto fin a mis penas, y cuyo alumbramiento ha herido a aquél que me había herido; ella es la que había esbozado por adelantado Isaías, el hijo de Amós, aquel tronco de Jesé sobre el cual brotó para mí una rama cuyo fruto comeré para no morir jamás, ella, la Virgen llena de gracia”
4- Al oír la voz de la golondrina, al despuntar el día, abandona tu sueño de muerte, Adán y levántate; escúchame. Yo, tu esposa que otrora provoqué la caída de los mortales, me levanto hoy. Considera los prodigios, mira a la virgen que sin conocer varón sana nuestra herida con el fruto de su vientre; en otro tiempo la serpiente me capturó y se jacta de ello, pero al ver a mis descendientes huirá arrastrándose. Ella levantó la cabeza contra mí, pero ahora, humillada, adula en vez de burlarse, porque teme a Aquél a quien dio a luz la mujer llena de gracia.
6- Que las palabras de tu compañera, esposo mío, te den una seguridad plena; ya no te daré consejos amargos. El pasado desapareció y todo es nuevo gracias a Cristo, el Hijo de María. respira su rocío y florece instantáneamente, yérguete como una espiga, porque la primavera ha llegado hasta ti. Sopla Jesucristo, la dulce brisa; ahora que escapas al calor implacable donde estabas, ven acompáñame junto a María; apenas nos vea prosternados a sus pies, ella se apiadará porque ella es la llena de gracia.
7- Reconozco la primavera, mujer, y respiro las delicias de donde fuimos expulsados en otro tiempo; sí, veo otro paraíso, un paraíso nuevo, la virgen que lleva en su seno el árbol de la vida, ese mismo árbol sagrado que custodiaban los querubines para evitar que lo tocáramos. Al ver crecer este árbol intocable, sentí, esposa mías, el soplo viviente que había hecho de mí, polvo y barro inanimado, un ser animado. Ahora, fortalecido por su perfume, iré hacia aquella en la que crece el fruto de nuestra vida, hacia la llena de gracia
8- Heme aquí a tus pies, Madre sin mancha, y en mi persona toda la raza se adhiere a tus pasos. No desprecies a tus padres, puesto que tu Hijo ha regenerado a los que están en la corrupción. Yo, Adán, el primer hombre creado, he envejecido en el infierno, ten piedad de mí, hija mía, escucha la súplica de tu padre; al ver mis lágrimas ten compasión de mí, y escucha bondadosamente mis gemidos. Tú ves los harapos que llevo, los que me tejió la serpiente; socorre mi pobreza ante Aquél a quien has dado a luz, llena de gracia.
10- Los ojos de María, al mirar a Eva, al ver a Adán, bien pronto se llenaron de lágrimas. Se contiene, sin embargo, y procura vencer la naturaleza la que sobrepasando a la naturaleza ha dado a luz a Cristo; pero sus entrañas se le destrozan a causa de su compasión por sus padres. Porque la Madre del misericordioso ha de ser una madre llena de ternura. Ella les dice: “Cesad vuestros lamentos, me voy a hacer vuestra abogada junto a mi Hijo; echad fuera la tristeza porque yo he dado la alegría al mundo, porque he venido a arrasar el reino del dolor, yo, la llena de gracia”
11- Tengo un Hijo misericordioso y muy compasivo, como bien sé por experiencia. Yo observo sus procederes; él, que es fuego, ha habitado en mi cuerpo de espinas y no ha consumido a su humilde creatura. Como un padre tiene ternura por sus hijos, así mi Hijo tiene ternura por los que le temen; tal es la profecía de David. Retened vuestras lágrimas, recibidme como mediadora junto a Aquél que nació de mí; porque el Dios engendrado antes de los siglos es el autor de la alegría. Permaneced en reposo sin desolaros; yo iré junto a él, llena de gracia.
12- María, habiendo consolado a Eva y a su compañero con estas y otras palabras, se acerca al pesebre, inclina la cabeza y suplica a su hijo en estos términos: “Hijo mío, ya que tú me has elevado por tu condescendencia, mi raza indigente te implora hoy por medio de mi voz; Adán ha venido a mi gimiendo amargamente, y la dolorosa Eva acompaña sus lamentos. La responsable de su estado es la serpiente que los ha deshonrado, por eso me suplican que los vista, gritándole: ¡Llena de gracia!”
13- Apenas la Inmaculada presentó estos ruegos al Dios recostado en el pesebre, éste los recibió y aceptó. Le explicó los últimos tiempos diciéndole: “Madre mía, por ti y por medio de ti, yo los salvo. Si yo no hubiera deseado salvarlos, no hubiera habitado en ti, no hubiera hecho brotar de ti mi luz, tú no hubieras sido llamada madre mía. Por tu raza habito en el pesebre, y porque quiero me alimento de tu leche; porque los amo, tú me llevas en tus brazos; a mí, a quien no ven los querubines, tú me miras y me llevas, y me acaricias como a un hijo, tú la llena de gracia.
14- Te elegí por madre, yo el autor de la creación, y como un recién nacido crezco, yo, el perfecto, nacido del perfecto. Estoy envuelto en pañales por causa de los que otrora se vistieron de túnicas de piel, y una cueva hace mis delicias a causa de los que detestaron los placeres del paraíso y amaron la corrupción. Ellos infringieron mi mandamiento de vida; yo he descendido a la tierra para que tengan vida, ¡oh llena de gracia!
-En Santo Tomás de Aquino
Catena Aurea [4]
Beda
Así como el Hijo de Dios, viniendo en carne mortal, nace de una Virgen, dando a entender cuánto le agrada la virtud de la virginidad, así también viniendo al mundo en tiempo de paz enseña a buscarla, dignándose visitar a los que la aman. No pudo haber una señal más clara de la paz que la de reunir a todo el mundo bajo un solo cetro, cuyo moderador Augusto, hacia el tiempo del nacimiento del Señor reinó con tanta paz durante doce años, en que, pacificadas las guerras en todo el mundo, pareció que se cumplía al pie de la letra el vaticinio del profeta, y por esto dice: “Por aquellos días se promulgó un edicto”, etc.
Griego
Nació Jesucristo cuando habían dejado de existir los príncipes de los judíos y había pasado su imperio a los emperadores romanos, a quienes los judíos pagaban tributo. Así se cumplió la profecía que había anunciado que no faltaría un príncipe de la descendencia de Judá hasta que viniera el que había de ser enviado ( Gén49,10.). Pero César Augusto -en el año cuarenta y dos de su reinado- publicó un edicto mandando empadronar a todo el mundo para que pagase tributo, cuyo encargo había confiado a Cirino, a quien nombró presidente de Judea y de Siria. Dice, pues: “Este fue el primer empadronamiento”, etc.
Beda
Dice que este empadronamiento fue el primero, o porque comprendió a todo el mundo -constando como consta que muchos puntos de la tierra habían sido empadronados otras veces en particular-, o porque se llevó a cabo cuando Cirino fue enviado a Siria.
San Ambrosio
Con toda oportunidad se dice el nombre del presidente para señalar la época en que tuvo lugar, porque si se inscriben los nombres de los cónsules en las tablas de los contratos ¿con cuánta más razón debe inscribirse también el tiempo de la redención de todos?
Beda
Por disposición superior se hizo la inscripción del censo de tal modo que se mandaba que cada cual fuese al pueblo donde había nacido, conforme con lo que sigue: “Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad”. Por lo cual sucedió que nuestro Señor fue concebido en un sitio y nació en otro, para evitar así con más seguridad el furor de Herodes. Y prosigue: “José subió también de Galilea”, etc.
San Juan Crisóstomo, in diem natalem Christi
Augusto dio este edicto por disposición de Dios para servir a la presencia de su Unigénito. Porque este edicto obligaba a la Madre a ir a su patria, que ya habían anunciado los profetas, esto es, a Belén de Judea. Así es que dice: “A la ciudad de David, que se llama Belén”.
Griego
Por esto añade “a la ciudad de David”, para anunciar que se había cumplido ya la promesa que Dios hizo a David (que había de nacer de su descendencia el rey inmortal de los siglos). Y prosigue: “Como era de la casa y familia de David”. Como José era de la descendencia de David, ha querido decir el evangelista que la Santísima Virgen también era de la misma familia, porque la ley divina mandaba que se casasen los descendientes de una misma familia, por esto dice: “Con María, su esposa”, etc.
San Cirilo
Dice, pues, su esposa, insinuando que no estaban más que desposados cuando se verificó la concepción, porque la Santísima Virgen no concibió por obra de varón.
San Gregorio Magno, homiliae in Evangelia, 8
En sentido místico se empadrona el mundo cuando ha de nacer el Señor, porque aquél que aparecía en carne mortal, debía inscribir a sus escogidos en la eternidad.
San Ambrosio
Y cuando se trata de la inscripción temporal, se comprende también la espiritual, no para el Rey de la tierra, sino para el del cielo. Esta profesión de fe es el censo de las almas, pues abolido el antiguo censo de la sinagoga, se preparaba el nuevo de la Iglesia. Finalmente, para que se comprenda que este censo no es obra de Augusto, sino de Cristo, se manda a todo el mundo que se inscriba. ¿Quién, pues, podría exigir el empadronamiento de todo el mundo, sino aquél que tiene dominio sobre todo el orbe? Pues el mundo no es de Augusto, sino que “del Señor es la tierra”, etc. ( Sal 23).
Orígenes, in Lucam hom. 11
Parece que en esto se da a conocer la figura de un sacramento a quien la medite con atención. Porque en el censo de todo el mundo fue conveniente que figurase Jesucristo puesto que, como había de santificar a todos, debía ser contado en el censo del universo general, para ponerse en comunidad con él.
Beda
Así, pues, como cuando mandaba Augusto, y siendo presidente Cirino, iban todos a sus pueblos para inscribirse en el censo, así ahora, mandando Jesucristo por medio de sus doctores (los jefes de la Iglesia), debemos inscribirnos en el censo de la justicia.
San Ambrosio
Esta es, pues, la primera declaración de las almas al Señor, para quien todas se declaran. Hecha no a la voz de un pregón, sino del profeta que dice ( Sal 46,2): “Naciones todas, dad palmadas de aplauso”. Por último, para hacer ver que el censo se hace con justicia, vienen a obedecerlo José y María, esto es, un justo y una virgen; aquél, que había de proteger al Verbo y ésta que había de darlo a luz.
Beda
Nuestra ciudad y nuestra patria son la eterna felicidad, a la cual debemos ir, creciendo todos los días en las virtudes. La Iglesia Santa con sus doctores, abandonando el trato mundano, que es lo que significa Galilea, y subiendo a la ciudad de Judá, que significa confesión y alabanza, paga el censo de su devoción al Rey eterno. Y, a semejanza de la bienaventurada Virgen María, nos concibe virgen por obra del Espíritu Santo. Desposada con Cristo por El, unida de una manera visible al pontífice -su jefe- es colmada de la invisible virtud del Espíritu Santo, dando a entender con su mismo nombre que los esfuerzos del maestro que habla nada valen si, para ser entendido, no recibe el auxilio de la gracia divina.
San Ambrosio
San Lucas explicó brevemente el modo, el tiempo, y aun el lugar, en que Jesucristo nació según la carne, diciendo: “Y sucedió que, hallándose allí, le llegó la hora del parto”, etc. El modo, en realidad de verdad, porque como desposada había concebido, pero como virgen había engendrado.
San Gregorio Niseno, in diem nat. Christi
Apareciendo como hombre, no se somete en todo a las leyes de la naturaleza humana. El nacer de la mujer demuestra la naturaleza humana. Pero la virginidad, que había servido para aquel nacimiento, manifiesta que es superior al hombre. Su Madre lo lleva con alegría, su origen es inmaculado, fácil el parto, su nacimiento sin mancha y sin dolores. Porque convenía que, así como fue condenada a alumbrar con dolores la que por su culpa introdujo la muerte en nuestra naturaleza, alumbrase por el contrario con alegría la Madre de la vida. Viene a la vida de los mortales por la pureza virginal en el momento en que empiezan a disiparse las tinieblas y aquella oscuridad nocturna e inmensa desaparece por la fuerza del rayo vivificador. Porque la muerte era el fin de la gravedad del pecado y ahora va a ser destruida ante la presencia de la verdadera luz, que habrá de iluminar a todo el mundo por medio de los rayos evangélicos.
Beda
También el Señor se dignó encarnar en un tiempo en que inmediatamente pudo ser inscrito en el censo del César, sometiéndose así a la servidumbre por nuestra libertad. Además nace en Belén no sólo para manifestar su distintivo de rey, sino también por el sentido oculto de este nombre.
San Gregorio Magno, homiliae in Evangelia
Porque Belén quiere decir casa del pan y El mismo es quien dice: “Yo soy el pan vivo que bajé del cielo” ( Jn 6,41). El lugar en que nace el Señor se llamaba antes casa del pan, porque había de suceder que aparecería allí, según la carne, aquel que había de robustecer las almas de sus escogidos con una saciedad interior.
Beda
Pero el Señor no dejará de ser concebido en Nazaret, ni de nacer en Belén hasta la consumación de los siglos, porque cada uno de aquellos que recibiere la flor de su palabra será convertido en habitación del pan eterno, siendo concebido cada día por la fe en el seno virginal, esto es, en el corazón de los creyentes y engendrado por el bautismo.
“Y dio a luz -prosigue- a su hijo primogénito”, etc.
Beda
También es unigénito, según la divinidad; primogénito, según la acepción humana. Primogénito, según la gracia, y unigénito, según la naturaleza.
San Jerónimo, contra Helvidium
Allí no hubo quien recibiera al Niño, ni intervino la solicitud de las mujeres. La Madre envuelve al Niño en los pañales, y sirve a la vez de madre y de matrona, por lo cual dice: “Y envolvióle en pañales”.
Beda
Aquél, que viste a todo el mundo con tanta variedad de adornos, es envuelto en pobres pañales, para que nosotros podamos recibir la primera vestidura. Las manos y los pies de Aquél que ha hecho todas las cosas son ligados para que nuestras manos estén siempre dispuestas a obrar el bien y nuestros pies a marchar por el camino de la paz.
Griego
¡Oh, admirable tortura y extremada penuria, a que se ve sometido el que gobierna al universo! Desde el principio se apropia toda la pobreza y la enriquece, o la honra, en sí mismo.
San Juan Crisóstomo, homilia in diem Christi natal
Además, si hubiera querido, pudo venir estremeciendo al cielo, agitando la tierra y lanzando rayos. Pero no vino así porque no quería perdernos, sino salvarnos, y quería también desde el primer momento de su vida abatir la soberbia humana. Por esto, no solamente se hace hombre, sino hombre pobre, y eligió una Madre pobre, que carecía incluso de cuna en donde poder reclinar al recién nacido.
Y continúa: “Y recostóle en un pesebre”.
Beda
Y se ve en la estrechez de un pesebre duro Aquel a quien el cielo sirve de asiento, para poder ofrecernos las alegrías del reino de los cielos. Aquél -que es el pan de los ángeles- está recostado en un pesebre para poder fortificarnos como animales santos con el trigo de su carne.
San Cirilo
Encontró al hombre embrutecido en su alma y por esto fue colocado en un pesebre como alimento para que, transformando la vida bestial, podamos ser llevados a una vida conforme con la dignidad humana tomando, no el heno, sino el pan celestial que es el cuerpo de vida.
Beda
El que se sienta a la derecha del Padre se halla en lugar pobre y desabrigado, para prepararnos muchas mansiones en la casa de su Padre ( Jn 14). De aquí prosigue: “Porque no hubo lugar para ellos en el mesón”. No nace en la casa de sus padres, sino en un mesón, y en el camino, porque por medio del misterio de la encarnación se hizo el camino por el cual nos lleva a la patria, en donde disfrutaremos de la verdad de la vida.
San Gregorio, homilia in Evangelia, 8
Para mostrar que por la humildad de que se había revestido nacía -por decirlo así- en lugar extranjero, no según el poder, sino según la naturaleza.
San Ambrosio
Por nosotros, pues, está en la debilidad; por El en el poder. Por nosotros en la pobreza, por El en la opulencia. No nos detengamos, pues, en lo que vemos, sino en que hemos sido redimidos. Señor, más te debo por haber sido redimido en virtud de tus injurias, que por haber sido criado entre tus obras. De nada me aprovecharía el haber nacido, si a la vez no hubiera sido redimido.
-En el Catecismo de la Iglesia Católica
461 Volviendo a tomar la frase de san Juan (“El Verbo se encarnó”: Jn 1, 14), la Iglesia llama “Encarnación” al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación. En un himno citado por san Pablo, la Iglesia canta el misterio de la Encarnación:
«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 5-8; cf. Liturgia de las Horas, Cántico de las Primeras Vísperas de Domingos).
462 La carta a los Hebreos habla del mismo misterio:
«Por eso, al entrar en este mundo, [Cristo] dice: No quisiste sacrificio y oblación; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo […] a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 10, 5-7; Sal 40, 7-9 [LXX]).
463 La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: “Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (1 Jn 4, 2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta “el gran misterio de la piedad”: “Él ha sido manifestado en la carne” (1 Tm 3, 16).
464 El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la falseaban.
465 Las primeras herejías negaron menos la divinidad de Jesucristo que su humanidad verdadera (docetismo gnóstico). Desde la época apostólica la fe cristiana insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios, “venido en la carne” (cf. 1 Jn 4, 2-3; 2 Jn 7). Pero desde el siglo III, la Iglesia tuvo que afirmar frente a Pablo de Samosata, en un Concilio reunido en Antioquía, que Jesucristo es Hijo de Dios por naturaleza y no por adopción. El primer Concilio Ecuménico de Nicea, en el año 325, confesó en su Credo que el Hijo de Dios es «engendrado, no creado, “de la misma substancia” [en griego homousion] que el Padre» y condenó a Arrio que afirmaba que “el Hijo de Dios salió de la nada” (Concilio de Nicea I: DS 130) y que sería “de una substancia distinta de la del Padre” (Ibíd., 126).
466 La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella san Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio Ecuménico reunido en Efeso, en el año 431, confesaron que “el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre” (Concilio de Efeso: DS, 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el concilio de Efeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno: “Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional […] unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne” (DS 251).
467 Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de existir como tal en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a esta herejía, el cuarto Concilio Ecuménico, en Calcedonia, confesó en el año 451:
«Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad, “en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad.
Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona» (Concilio de Calcedonia; DS, 301-302).
468 Después del Concilio de Calcedonia, algunos concibieron la naturaleza humana de Cristo como una especie de sujeto personal. Contra éstos, el quinto Concilio Ecuménico, en Constantinopla, el año 553 confesó a propósito de Cristo: “No hay más que una sola hipóstasis [o persona] […] que es nuestro Señor Jesucristo, uno de la Trinidad” (Concilio de Constantinopla II: DS, 424). Por tanto, todo en la humanidad de Jesucristo debe ser atribuido a su persona divina como a su propio sujeto (cf. ya Concilio de Éfeso: DS, 255), no solamente los milagros sino también los sufrimientos (cf. Concilio de Constantinopla II: DS, 424) y la misma muerte: “El que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de la gloria y uno de la Santísima Trinidad” (ibíd., 432).
469 La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero Hombre. Él es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor:
Id quod fuit remansit et quod non fuit assumpsit (“Sin dejar de ser lo que era ha asumido lo que no era”), canta la liturgia romana (Solemnidad de la Santísima Virgen María, Madre de Dios, Antífona al «Benedictus»; cf. san León Magno, Sermones 21, 2-3: PL 54, 192). Y la liturgia de san Juan Crisóstomo proclama y canta: “¡Oh Hijo unigénito y Verbo de Dios! Tú que eres inmortal, te dignaste, para salvarnos, tomar carne de la santa Madre de Dios y siempre Virgen María. Tú, Cristo Dios, sin sufrir cambio te hiciste hombre y, en al cruz, con tu muerte venciste la muerte. Tú, Uno de la Santísima Trinidad, glorificado con el Padre y el Santo Espíritu, ¡sálvanos! (Oficio Bizantino de las Horas, Himno O’ Monogenés”).
470 Puesto que en la unión misteriosa de la Encarnación “la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida” (GS 22, 2), la Iglesia ha llegado a confesar con el correr de los siglos, la plena realidad del alma humana, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad, y del cuerpo humano de Cristo. Pero paralelamente, ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella proviene de “uno de la Trinidad”. El Hijo de Dios comunica, pues, a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cf. Jn 14, 9-10):
«El Hijo de Dios […] trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (GS 22, 2).
471 Apolinar de Laodicea afirmaba que en Cristo el Verbo había sustituido al alma o al espíritu. Contra este error la Iglesia confesó que el Hijo eterno asumió también un alma racional humana (cf. Dámaso I, Carta a los Obispos Orientales: DS, 149).
472 Este alma humana que el Hijo de Dios asumió está dotada de un verdadero conocimiento humano. Como tal, éste no podía ser de por sí ilimitado: se desenvolvía en las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo. Por eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar “en sabiduría, en estatura y en gracia” (Lc 2, 52) e igualmente adquirir aquello que en la condición humana se adquiere de manera experimental (cf. Mc 6, 38; 8, 27; Jn 11, 34; etc.). Eso correspondía a la realidad de su anonadamiento voluntario en “la condición de esclavo” (Flp 2, 7).
473 Pero, al mismo tiempo, este conocimiento verdaderamente humano del Hijo de Dios expresaba la vida divina de su persona (cf. san Gregorio Magno, carta Sicut aqua: DS, 475). “El Hijo de Dios conocía todas las cosas; y esto por sí mismo, que se había revestido de la condición humana; no por su naturaleza, sino en cuanto estaba unida al Verbo […]. La naturaleza humana, en cuanto estaba unida al Verbo, conocida todas las cosas, incluso las divinas, y manifestaba en sí todo lo que conviene a Dios” (san Máximo el Confesor, Quaestiones et dubia, 66: PG 90, 840). Esto sucede ante todo en lo que se refiere al conocimiento íntimo e inmediato que el Hijo de Dios hecho hombre tiene de su Padre (cf. Mc14, 36; Mt 11, 27; Jn 1, 18; 8, 55; etc.). El Hijo, en su conocimiento humano, mostraba también la penetración divina que tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres (cf Mc 2, 8; Jn 2, 25; 6, 61; etc.).
474 Debido a su unión con la Sabiduría divina en la persona del Verbo encarnado, el conocimiento humano de Cristo gozaba en plenitud de la ciencia de los designios eternos que había venido a revelar (cf. Mc 8,31; 9,31; 10, 33-34; 14,18-20. 26-30). Lo que reconoce ignorar en este campo (cf. Mc 13,32), declara en otro lugar no tener misión de revelarlo (cf. Hch 1, 7).
475 De manera paralela, la Iglesia confesó en el sexto Concilio Ecuménico que Cristo posee dos voluntades y dos operaciones naturales, divinas y humanas, no opuestas, sino cooperantes, de forma que el Verbo hecho carne, en su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación (cf. Concilio de Constantinopla III, año 681: DS, 556-559). La voluntad humana de Cristo “sigue a su voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario, estando subordinada a esta voluntad omnipotente” (ibíd., 556).
476 Como el Verbo se hizo carne asumiendo una verdadera humanidad, el cuerpo de Cristo era limitado (cf. Concilio de Letrán, año 649: DS, 504). Por eso se puede “pintar” la faz humana de Jesús (Ga 3,2). En el séptimo Concilio ecuménico, la Iglesia reconoció que es legítima su representación en imágenes sagradas (Concilio de Nicea II, año 787: DS, 600-603).
477 Al mismo tiempo, la Iglesia siempre ha admitido que, en el cuerpo de Jesús, Dios “que era invisible en su naturaleza se hace visible” (Misal Romano, Prefacio de Navidad). En efecto, las particularidades individuales del cuerpo de Cristo expresan la persona divina del Hijo de Dios. Él ha hecho suyos los rasgos de su propio cuerpo humano hasta el punto de que, pintados en una imagen sagrada, pueden ser venerados porque el creyente que venera su imagen, “venera a la persona representada en ella” (Concilio de Nicea II: DS, 601).
478 Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: “El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), “es considerado como el principal indicador y símbolo […] de aquel amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres” (Pio XII, Enc.Haurietis aquas: DS, 3924; cf. ID. enc. Mystici Corporis: ibíd., 3812).
–En el Magisterio de la Iglesia
MISA DE NOCHEBUENA. SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI.
24 de diciembre de 2005.
«El Señor me ha dicho: “Tu eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”». Con estas palabras del Salmo segundo, la Iglesia inicia la Santa Misa de la vigilia de Navidad, en la cual celebramos el nacimiento de nuestro Redentor Jesucristo en el establo de Belén. En otro tiempo, este Salmo pertenecía al ritual de la coronación del rey de Judá. El pueblo de Israel, a causa de su elección, se sentía de modo particular hijo de Dios, adoptado por Dios. Como el rey era la personificación de aquel pueblo, su entronización se vivía como un acto solemne de adopción por parte de Dios, en el cual el rey estaba en cierto modo implicado en el misterio mismo de Dios. En la noche de Belén, estas palabras que de hecho eran más la expresión de una esperanza que de una realidad presente, adquirieron un significado nuevo e inesperado. El Niño en el pesebre es verdaderamente el Hijo de Dios. Dios no es soledad eterna, sino un círculo de amor en el recíproco entregarse y volverse a entregar. Él es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Más aún, en Jesucristo, el Hijo de Dios, Dios mismo, Dios de Dios, se hizo hombre. El Padre le dice: “Tu eres mi hijo”. El eterno hoy de Dios ha descendido en el hoy efímero del mundo, arrastrando nuestro hoy pasajero al hoy perenne de Dios. Dios es tan grande que puede hacerse pequeño. Dios es tan poderoso que puede hacerse inerme y venir a nuestro encuentro como niño indefenso para que podamos amarlo. Dios es tan bueno que puede renunciar a su esplendor divino y descender a un establo para que podamos encontrarlo y, de este modo, su bondad nos toque, se nos comunique y continúe actuando a través de nosotros. Esto es la Navidad: “Tu eres mi hijo, hoy yo te he engendrado”. Dios se ha hecho uno de nosotros para que podamos estar con él, para que podamos llegar a ser semejantes a él. Ha elegido como signo suyo al Niño en el pesebre: él es así. De este modo aprendemos a conocerlo. Y en todo niño resplandece algún destello de aquel “hoy”, de la cercanía de Dios que debemos amar y a la cual hemos de someternos; en todo niño, también en el que aún no ha nacido.
Escuchemos una segunda palabra de la liturgia de esta Noche santa, tomada en este caso del libro del profeta Isaías: “Sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos” (Is 9,1). La palabra “luz” impregna toda la liturgia de esta santa misa. Se alude a ella nuevamente en el párrafo tomado de la carta de san Pablo a Tito: “Se ha manifestado la gracia” (Tt 2,11). La expresión “se ha manifestado” proviene del griego y, en este contexto, significa lo mismo que el hebreo expresa con las palabras “una luz brilló”; la “manifestación” –la “epifanía”– es la irrupción de la luz divina en el mundo lleno de oscuridad y problemas sin resolver. Por último, el evangelio relata cómo la gloria de Dios se apareció a los pastores y “los envolvió en su luz” (Lc 2, 9). Donde se manifiesta la gloria de Dios, se difunde en el mundo la luz. “Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna”, nos dice san Juan (1 Jn 1,5). La luz es fuente de vida.
Pero luz significa sobre todo conocimiento, verdad, en contraste con la oscuridad de la mentira y de la ignorancia. Así, la luz nos hace vivir, nos indica el camino. Pero además, en cuanto da calor, la luz significa también amor. Donde hay amor, surge una luz en el mundo; donde hay odio, el mundo queda en la oscuridad. Ciertamente, en el establo de Belén aparece la gran luz que el mundo espera. En aquel Niño acostado en el pesebre Dios muestra su gloria: la gloria del amor, que se da a sí mismo como don y se priva de toda grandeza para conducirnos por el camino del amor. La luz de Belén nunca se ha apagado. Ha iluminado hombre y mujeres a lo largo de los siglos, “los ha envuelto en su luz”. Donde ha brotado la fe en aquel Niño, ha florecido también la caridad: la bondad hacia los demás, la atención solícita a los débiles y los que sufren, la gracia del perdón. Desde de Belén una estela de luz, de amor y de verdad impregna los siglos. Si nos fijamos en los santos –desde san Pablo y san Agustín a san Francisco y santo Domingo, desde san Francisco Javier a santa Teresa de Ávila y a la madre Teresa de Calcuta–, vemos esta corriente de bondad, este camino de luz que se inflama siempre de nuevo en el misterio de Belén, en el Dios que se ha hecho Niño. Contra la violencia de este mundo Dios opone, en ese Niño, su bondad y nos llama a seguir al Niño.
Junto con el árbol de Navidad, nuestros amigos austriacos nos han traído también una pequeña llama que encendieron en Belén, para decirnos así que el verdadero misterio de la Navidad es el resplandor interior que viene de este Niño. Dejemos que este resplandor interior llegue a nosotros, que se encienda en nuestro corazón la llamita de la bondad de Dios; llevemos todos, con nuestro amor, la luz al mundo. No permitamos que esta llama luminosa, encendida en la fe, se apague por las corrientes frías de nuestro tiempo. Custodiémosla fielmente y ofrezcámosla a los demás. En esta noche, en que miramos hacia Belén, queremos rezar de modo especial también por el lugar del nacimiento de nuestro Redentor y por los hombres que allí viven y sufren. Queremos rezar por la paz en Tierra Santa: Mira, Señor, a este rincón de la tierra, al que tanto amas por ser tu patria. Haz que en ella resplandezca la luz. Haz que llegue la paz a ella.
Con el término “paz” hemos llegado a la tercera palabra clave de la liturgia de esta Noche santa. Al Niño que anuncia, Isaías mismo lo llama “Príncipe de la paz”. De su reino se dice: “La paz no tendrá fin”. En el evangelio se anuncia a los pastores la “gloria de Dios en lo alto del cielo” y la “paz en la tierra”. Antes se decía: “a los hombres de buena voluntad”; en las nuevas traducciones se dice: “a los hombres que él ama”. ¿Por qué este cambio? ¿Ya no cuenta la buena voluntad? Formulemos mejor la pregunta: ¿Quiénes son los hombres a los que Dios ama y por qué los ama? ¿Acaso Dios es parcial? ¿Es que ama sólo a determinadas personas y abandona a las demás a su suerte? El evangelio responde a estas preguntas presentando algunas personas concretas amadas por Dios. Algunas lo son individualmente: María, José, Isabel, Zacarías, Simeón, Ana, etc. Pero también hay dos grupos de personas: los pastores y los sabios del Oriente, llamados reyes magos. Reflexionemos esta noche en los pastores. ¿Qué tipo de hombres son? En su ambiente, los pastores eran despreciados; se les consideraba poco de fiar y en los tribunales no se les admitía como testigos. Pero ¿quiénes eran en realidad? Ciertamente no eran grandes santos, si con este término se alude a personas de virtudes heroicas. Eran almas sencillas. El evangelio destaca una característica que luego, en las palabras de Jesús, tendrá un papel importante: eran personas vigilantes. Esto vale ante todo en su sentido exterior: por la noche velaban cercanos a sus ovejas. Pero también tiene un sentido más profundo: estaban dispuestos a oír la palabra de Dios, el anuncio del ángel. Su vida no estaba cerrada en sí misma; tenían un corazón abierto. De algún modo, en lo más íntimo de su ser, estaban esperando algo. Su vigilancia era disponibilidad; disponibilidad para escuchar, disponibilidad para ponerse en camino; era espera de la luz que les indicara el camino.
Esto es lo que a Dios le interesa. Él ama a todos porque todos son criaturas suyas. Pero algunas personas han cerrado su alma; su amor no encuentra en ellas resquicio alguno por donde entrar. Creen que no necesitan a Dios; no lo quieren. Otros, que quizás moralmente son igual de pobres y pecadores, al menos sufren por ello. Esperan en Dios. Saben que necesitan su bondad, aunque no tengan una idea precisa de ella. En su espíritu abierto a la esperanza, puede entrar la luz de Dios y, con ella, su paz. Dios busca a personas que sean portadoras de su paz y la comuniquen. Pidámosle que no encuentre cerrado nuestro corazón. Esforcémonos por ser capaces de ser portadores activos de su paz, concretamente en nuestro tiempo.
Además, la palabra paz ha adquirido un significado muy especial para los cristianos: se ha convertido en una palabra para designar la comunión en la Eucaristía. En ella está presente la paz de Cristo. A través de todos los lugares donde se celebra la Eucaristía se extiende en el mundo entero una red de paz. Las comunidades reunidas en torno a la Eucaristía forman un reino de paz vasto como el mundo. Cuando celebramos la Eucaristía nos encontramos en Belén, en la “casa del pan”. Cristo se nos da, y así nos da su paz. Nos la da para que llevemos la luz de la paz en lo más hondo de nuestro ser y la comuniquemos a los demás; para que seamos artífices de paz y contribuyamos así a la paz en el mundo. Por eso pidamos: Realiza tu promesa, Señor. Haz que donde hay discordia nazca la paz; que surja el amor donde reina el odio; que surja la luz donde dominan las tinieblas. Haz que seamos portadores de tu paz. Amén.
[1] Carta de Guido el cisterciense al hermano Gervasio sobre la vida contemplativa
[2] García M. Colombás osb, La lectura de Dios. Aproximación a la lectio divina.
[3] José A. Marcone, I.V.E., Práctica de la Lectio Divia para principiantes.
[4] La Catena Aurea atesora la triple riqueza de ser la concatenación de los más selectos comentarios de los Padres al Evangelio, haber sido estos escogidos por la inteligencia y sabiduría del Doctor Angélico y haber sido escrita a pedido del Vicario de Cristo. Santo Tomás de Aquino cita a 57 Padres Griegos y 22 Padres Latinos para exponer el sentido literal y el sentido místico, refutar los errores y confirmar la fe católica. Esto es deseable, escribe, porque es del Evangelio de donde recibimos la norma de la fe católica y la regla del conjunto de la vida cristiana (Catena Aurea, I, 468). La Catena Aurea nos hace entrever la perennidad y actualidad de Santo Tomás también como exegeta ya que no cae en la trampa de una explicación histórica y positiva como la exegesis que acapara la atención hoy, sino que partiendo del sentido literal llega al tesoro inagotable del sentido espiritual. Santo Tomás nos guía a descubrir que la Sagrada Escritura enseña a cada alma en particular todo lo que necesita para su santidad ya que Dios es el sujeto de la Escritura y su causa eficiente, formal y ejemplar, como también final.